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HANS URS VON BALTHASAR 
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P6PN-SUS-ZUPA ... 
ESQUEMA GENERAL DE LA TRILOGÍA 
Gloria 
Vol. l. La percepción de la forma 
Vol. 2. Estilos eclesiásticos 
Vol. 3. Estilos laicales 
Vol. 4. Metafísica. Edad Antigua 
Vol. 5. Metafísica. Edad Moderna 
Vol. 6. Antiguo Testamento 
Vol. 7. Nuevo Testamento 
Teodramática 
Vol. l. Prolegómenos 
Vol. 2. Las personas del drama: 
el hombre en Dios 
Vol. 3. Las personas del drama: 
el hombre en Cristo 
Vol. 4. La acción 
Vol. 5. El último acto 
Teológica 
Vol. l. Verdad del mundo 
Vol. 2. Verdad de Dios 
Vol. 3. El Espíritu de la Verdad 
HANS URS VON BALTHASAR 
"""" EPILOGO 
Eencuentrocr ediciones a 
Título original 
Epilog 
© 1987 Johannes Verlag, Einsiedeln/Trier 
© 1998 para la edición española 
Ediciones Encuentro, Cedaceros, 3, 22 
28014 Madrid 
Traducción: 
Ildefonso Murillo 
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización 
escrita de los titulares del ·Copyright•, bajo las san-
ciones establecidas en las leyes, la reproducción 
total o parcial de esta obra por cualquier medio o 
procedimiento, incluidos la reprografía y el trata-
miento informático, y la distribución de ejemplares 
de ella mediante alquiler o préstamo públicos. 
Para obtener información sobre las obras publicadas o en programa 
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: 
Redacción de Ediciones Encuentro 
Cedaceros, 3-211 -28014 Madrid- Tel. 532 26 07 
ÍNDICE 
Prólogo ........................... . 
l. PÓRTICO ....................... . 
l. ¿Integración como método? . . . . . . . . . . 
2. La cuestión no planteada . . . . . . . . . . . 
3. La cuestión desde la perspectiva 
del hombre .................... . 
4. Palabra de Dios . . . . . . . . . . . . ..... . 
Il. UMBRAL ........................ . 
l. Consideración del ser . . . . . . . . . . . . . . 
2. Ser y ente ..................... . 
3. Manifestación y ocultamiento . . . . . . . . 
4. Polaridad en el ser ............... . 
5. Mostrar-se . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
6. Dar-se ....................... . 
7. Decir-se 
III. CATEDRAL 
l. Cristología y Trinidad . . . . . . . . . . . . . . 
2. La Palabra se hace carne . . . . . . . . . . . 
3. Fecundidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
9 
13 
15 
19 
23 
29 
41 
43 
46 
50 
53 
55 
63 
71 
81 
83 
93 
103 
G: Gloria 
TD: Teodramática 
TL: Teológica 
ABREVIATURAS 
PRÓLOGO 
El cansado lector tiene derecho a este epílogo a la 
voluminosa trilogía ·Estética·, ·Teodramática· y ·Teo-
lógica·, en quince volúmenes. Le ofrezco algo así como 
una perspectiva que abarca toda la obra. Pero no espe-
re en modo alguno un ·digest• americano, un breve 
resumen, sino ante todo una justificación de por qué 
aquí se han presentado los tradicionales tratados o loci 
teológicos de manera completamente distinta de lo 
acostumbrado, o sea, desde los trascendentales, en los 
que se da de la manera más fácil posible el paso de la 
verdadera (y por esto religiosa) filosofía a la teología 
bíblica de la revelación. 
Ante este umbral hay una indispensable, pero insufi-
ciente, especie de apologética: Biblia y Cristianismo figu-
ran dentro de un conjunto de muchas otras ofertas reli-
giosas, que sólo aparentemente poseen el mismo valor 
unas aliado de las otras, pero que miradas más profun-
damente forman una jerarquía de orientaciones. Puede 
pretenderse mostrar que las menos amplias pueden 
albergarse en las más amplias y, en último término, pre-
guntarse dónde existe una suprema integración. El inves-
tigador de la verdad no puede pasarse sin este método, 
pero, por último, a fin de que le resulte fecundo, ha de 
aprovechar lo que se desarrolló en la ·Estética•. 
9 
Epílogo 
Tras el •umbral• están los •misterios del Cristianismo•, 
gue no pueden derivarse de ninguna filosofía religiosa. 
Estos sólo pueden presentarse de manera bastante 
imprecisa y casi incomprensible; pero sobre ellos hay 
suficientes escritos dignos de leerse en la teología ela-
borada durante los dos mil años de la Iglesia. 
Así queda sin mencionar mucho, que tratamos 
ampliamente en otra parte. No expongo nada sobre ora-
ción, nada sobre la vida cristiana como teoría y praxis, 
nada sobre persona y misión, sobre los estados ecle-
siásticos, pero tampoco ningún tratado sobre Trinidad, 
cristología, mariología, sobre las grandes figuras de la 
Iglesia: santos, teólogos. ¿Para qué repetir lo ya dicho? 
Quede en aquello que se llama •envoi• en las antiguas 
baladas francesas. 
Dudo muchísimo de que este epílogo preste una 
gran ayuda a la didáctica y a la catequética en vista de 
la actual humanidad con la que nos encontramos. Lo 
cual significa que se debe ir a buscar al hombre allí 
donde está. ·Un joven de dieciséis años, en América, ha 
pasado, por término medio, quince mil horas ante la 
televisión, casi, pues, dos años completos.• Entre noso-
tros, según un reciente estudio, ya los niños de tres a 
seis años se sientan ante la pantalla, por término medio 
en la semana, de cinco a seis horas, y los de diez a trece 
años hasta más de doce horas... Hans Maier pregunta 
con razón •por si también nosotros, en la época de los 
medios de comunicación social, transmitimos una 
herencia cultural (y una fe religiosa) o si al final, con el 
lenguaje perdido, nos desaparece también el oír y ver.• 
Con razón igualmente, la mayoría de los profesores de 
religión se preguntan hoy qué clase de ruinas son esas 
personas que debieran ser •recogidas• allí (contra su 
voluntad). Un misionero de la selva lo tiene relativa-
mente fácil: encuentra un •anima naturaliter christiana•, 
quizás muy primitiva; podría traducir al lenguaje más 
sencillo lo que aquí se expone en un lenguaje teológi-
10 
Prólogo 
co dificilisimo. ¿Dónde, sin embargo, está el •punto de 
contacto• en presencia del·anima technica vacua•? No lo 
sé. Un poco espiritismo, un poco Zen, una poca teolo-
gía de la liberación. Y ya es mucho. 
Este pequeño libro no puede ni quiere ser más que 
una botella arrojada al mar; que arribe a algún sitio y 
alguien la encuentre sería un milagro. Pero de vez en 
cuando acontecen también tales sucesos. 
Hans Urs von Baltbasar 
11 
I 
PÓRTICO 
1. ¿Integración como método? 
La posibilidad de ser cristiano está ahí, entre muchas 
concepciones del mundo, como una oferta, para ser ele-
gida. No puede ponerse en el primer puesto echando 
mano de la violencia. Eso se opondría al espíritu de su 
fundador y al de sus mejores representantes. Debe pre-
tender probar su credibilidad y -según su propia com-
prensión- su peculiaridad mediante argumentos pura-
mente espirituales, que, suficientemente paradójicos, 
nunca pueden ser •constrictivos•, pues no deben frustrar 
el acto de fe libre y libre entrega. En primer lugar, ha de 
colocarse en la serie de las demás pretendientes, cada 
una de las cuales reclama su verdad envolvente o, al 
menos, su rectitud, y comprobar según la serie, desde 
su puesto, la justificación de todas estas pretensiones y 
reconocer como relativa su participación en la verdad. 
De esta manera resultará, desde su punto de vista, algo 
así como una jerarquía reconocible de verdades, que 
podrían ordenarse conforme al principio: ·El que ve más 
verdad, tiene más profundamente razón.• Lo cual corres-
ponde a la antigua doctrina cristiana de los ·logoi sper-
matikoi•, que están difundidos por toda la humanidad; 
aunque no de modo que doctrinas y opiniones que se 
15 
Epílogo 
excluyen unas a otras pudieran tener la misma partici-
pación en este logos disperso (de lo contrario, dicha 
participación no dejaría de ser contradictoria consigo 
misma), sino más bien de manera que visiones que 
abarcan menos se integran en otras que abarcan más. El 
que más verdad pudiera integrar en su visión, tendría 
derecho a la verdad suprema que es alcanzable. Sería, 
si fuese permitido citar aquí, abusivamente, un texto de 
Pablo, aquel hombre espiritual, que puede juzgarlotodo, pero a él mismo nadie le juzga (1 Cor 2,15), por-
que nadie, excepto él, posee una visión tan amplia de 
la verdad. 
Pero con tal representación ingenua de la •apologéti-
ca• el cristiano, corno alpinista espiritual, se encuentra 
con los lindes de un abismo infranqueable. En verdad 
llega con este método aditivo e integrador a una deter-
minada altura, pero ve de repente que, siguiendo este 
camino (en caso de que fuese transitable), no llegaría a 
Cristo, sino a Hegel, es decir, al •saber absoluto•, que 
absorbe dentro de sí a la fe cristiana (quizás optima 
flde), aun cuando este saber, para la última síntesis entre 
Dios y el mundo, necesitó de una cristología, de un 
Viernes Santo especulativo y de un Pentecostés especu-
lativo. Muchos cristianos creen (¿quizás con el mismo 
Hegel?) que, de este modo, han alcanzado el sentido 
más profundo de su propia religión, sin ver entretanto 
que con esto han perdido la libertad de Dios en su auto-
rrevelación y por eso la inconcebibilidad del amor que 
se entrega libremente (·sólo el amor es digno de fe•). 
Han llegado de improviso más allá de éste, lo tienen a 
las espaldas o en el bolsillo en lugar de verlo siempre 
ante sí corno misterio digno de adoración. 
¿Qué hacer? Al método de la integración creciente 
no puede renunciarse fácilmente, si debernos estar dis-
puestos, en cualquier ocasión, a dar ·cuenta de nues-
tra esperanza• (1 P 3,15). Pero este método no puede 
conducir por sí solo al objetivo, ni siquiera cuando se 
16 
Pórtico 
hubiera tenido en cuenta en esta integración creciente 
el momento de libertad creciente, pues tampoco 
entonces podría deducirse ni postularse la histórica 
revelación de Dios con Cristo como clave de bóveda. 
Este no poder le parecería a uno, en alguna reflexión, 
como algo positivo, pues el peso de la pura facticidad 
indeducible de lo histórico se muestra tan grande en la 
historia del mundo y en las concepciones del mundo 
que se han desarrollado en ella que los hechos se bur-
lan de todo engarce en una cadena de perlas de ideas. 
Ambos aspectos que por ahora parecen incompatibles 
deberán unirse, si lo cristiano no debe ser aplanado 
racionalmente ni volatilizado en lo irracional. Es cierto 
que, a partir de la facticidad de lo cristiano, se han 
emprendido intentos de renunciar a todos los caminos 
inmanentes de integración. Quien con Karl Barth con-
vierte el hecho de la Alianza en fundamento intrínseco 
de la creación puede abarcar con este hecho todo lo 
creado, que, desde su propio poder, sólo puede pro-
ducir los ídolos más distintos, pero igualmente nulos 
en cuanto a su valor, los cuales sólo pueden ser libe-
rados de su abyección mediante el acto de entrega de 
Cristo en la cruz, mientras se convierten en nada ante 
el único verdaderamente abyecto por ellos. Menos 
radical, pero ciertamente semejante, fue en Schelling la 
relación entre mitología (trágica) y revelación (positi-
va), pues aquí apareció reconciliable la total conver-
sión de los últimos con una cierta gradación de los 
mitos. (E. Drewermann renueva hoy una perspectiva 
análoga, simplemente con la sencilla equiparación de 
mito y logos cristiano, los cuales, ambos igualmente, 
están en el hombre como arquetipos.) En una especie 
de empresa comparable de lejos con la de Barth puede 
representarse en Rahner el único hecho central de la 
revelación cristiana, con ayuda de un •existencial 
sobrenatural•, como extendido sobre la historia entera 
de la humanidad, donde entonces reciben un signifi-
17 
Epílogo 
cado secundario las diferentes formas •Categoriales• de 
representación de las religiones y de las representacio-
nes del mundo. 
Estos y parecidos enfoques presentan la mencionada 
aporía: ¿cómo un método que procede mediante la 
integración de puntos de vista aislados puede moverse 
frente a una revelación única, libre del proceso crea-
dor? ¿Hay que atreverse a pensar, no obstante, con 
Agustín y Tomás, que una dinámica ·buscadora• (Hch 
17,27), que insiste en la intuición de Dios, habría pro-
ducido proyectos que, apoyados y dirigidos por una 
gracia presente de antemano (o un existencial sobrena-
tural), habrían tomado la dirección hacia lo no cons-
truible a partir de la naturaleza, para luego acogerse a 
un plano más elevado en una revelación, dispuesta por 
libre iniciativa de Dios, que a la vez dirige y perfeccio-
na: •gratia non destruit sed elevat et perficit naturam• 
-claro que a la vez •sanans naturam aegrotam·? Se 
habría entonces abandonado desde un principio la 
hipótesis de una •natura pura• y al mismo tiempo pre-
supuesto dos cosas distintas: la aparente paradoja de 
una naturaleza orientada a la inalcanzable comprensión 
de Dios por las fuerzas naturales y -adelantándose a 
esta paradoja- una gracia de divina autoapertura, ya 
introducida en la libertad ·puramente natural•, cuya 
irradiación sobre toda la historia se pensaría derramán-
dose desde el centro cristológico. 
Entonces, sobre tal presupuesto, podría aventurarse, 
en primer lugar, algo así como un intento (apologéti-
co) de integración de proyectos intrahistóricos. Desde 
el principio deberían considerarse en eso, sin embar-
go, dos cosas. La primera: dónde, sobre el plano de 
tales proyectos, están con más frecuencia diametral-
mente frente a frente unas opiniones respecto de otras 
y excluyen por de pronto la integración y obstruyen 
así el camino a una visión de conjunto que une los 
derechos de ambas, puesto que ambas podrían apor-
18 
Pórtico 
tar en el plano más elevado, a ellas inaccesible, ele-
mentos útiles para una visión de conjunto. La segun-
da: de qué manera radical proyectos que se originaron 
antes de que nadie se hubiera enterado de la revela-
ción cristiana se distinguen de aquellos que conscien-
temente, en la época poscristiana, rehúsan la unifica-
ción efectuada en Cristo (como centro y cima de la 
historia bíblica de la Alianza) y pretenden poner en su 
lugar algo más plausible. Lo precristiano y lo cons-
cientemente poscristiano pueden igualarse estructural-
mente, aunque sigan siendo distintos en su más ínti-
ma intención. Verdad es que, debido a que hoy la 
levadura de lo cristiano ha penetrado la humanidad 
entera, se hace difícil encontrar algo ingenuamente 
·precristiano• aun en las concepciones del mundo que 
se remontan aparentemente a la época precristiana 
(las asiáticas, por ejemplo); éstas habrán absorbido 
con frecuencia momentos suficientemente cristianos 
(o bíblicos), con la intención de mostrar que no nece-
sitan del cristianismo para mantener en pie su propia 
pretensión de totalidad. 
2. La cuestión no planteada 
Como es sabido, el teórico del positivismo, Augusto 
Comte, estableció la prohibición de continuar tenien-
do en cuenta preguntas que no pueden responderse 
-como las plantea la época de la filosofia que ha 
tocado a su fin- y exige plantear sólo las que, en la 
época de las ciencias, pueden ser respondidas por 
éstas. Ahora bien, es asombroso en qué gran medida 
siguen hoy este programa, inconscientemente o tam-
bién de modo plenamente consciente, aun los proyec-
tos histórico-mundiales que reaccionan severamente 
contra el positivismo. La filosofía había planteado la 
cuestión del fundamento, del ser, del sentido y de la 
19 
Epílogo 
finalidad de la existencia en general; los grandes •siste-
mas• religiosos nunca habían prescindido de esta cues-
tión, aunque le dieron las respuestas más contrarias o 
parecieron dárselas. Pues toda religión quiso (y siem-
pre quiere aún) dar una respuesta al sentido último del 
mundo, incluido el de la existencia humana, y, por 
tanto, contiene en sí la cuestión filosófica. 
El positivismo la excluye, por lo que se presenta tam-
bién conscientemente como ateísmo. Pero donde siem-
pre se suscita la exigencia de que toda pregunta sólo 
tenga sentido si ahora o más tarde puede ser respondi-
da por una ciencia •exacta•, hay una intencionalidad 
positivista y por eso resulta absurda desde un principio 
la cuestión de Dios (¿qué es Dios desde unpunto de 
vista ·científico·?). Ahí pueden inscribirse todas las con-
cepciones del mundo que parten de ·lo que está a la 
vista -Vorliegend~·, sea el cosmos, cuya legalidad 
se investiga, o la humanidad, que se investiga desde el 
punto de vista médico, fisiológico y psicológico así 
como sociológico, generalmente no con una intención 
puramente teórica, sino en atención a un •cambio•, que 
suele aparecer como mejora. Aquí habría que contar, 
junto a todas las ciencias particulares, al marxismo en 
todas sus modalidades. El cual se llama generalmente 
•materialismo•, pero se adopta este nombre en el fondo 
sólo como una palabra dirigida contra el ·idealismo•; el 
interés de Marx por la esencia de la materia es mínimo, 
su pathos entero está situado en la •transformación· de 
lo humano en el estado mejor posible (guiada en el 
desarrollo de la humanidad por una ley de la dialéctica,. 
que se supone demostrable científicamente). La huma-
nidad, tal como se presenta sociológicamente, es un 
punto de partida que margina, en cuanto insignificantes, 
muchas cosas, como la muerte, que son decisivas en la 
existencia humana o intenta -a partir de determinados 
hechos sociales del siglo XIX- asentar su sentido, 
situándolo en el futuro. 
20 
Pórtico 
Esto es -a pesar de la polémica marxiana contra 
Comte- un positivismo sociológico, en tanto que toma 
la humanidad existente como algo dado y no se pre-
gunta por el trasfondo de este dato. Uno puede investi-
gar la naturaleza y su evolución cada vez más exacta-
mente (por el sendero darwinista o por otro camino), 
del mismo modo, sin preocuparse en absolutp de por 
qué ·se dan· naturaleza, materia, ·desarrollo•; uno puede 
reducir todo a una explosión original, sin admirarse en 
lo más mínimo de por qué la hubo (en caso de que 
haya ocurrido). 
Uno puede además, volviendo otra vez al hombre, 
descubrir a éste como el lugar del cosmos en que se 
abre el preguntar fundamental y, a partir de aquí, edifi-
car ( •científicamente•) una antropología que describe el 
fenómeno de la existencia que pregunta, sin preguntar-
se por el sentido que, como tal, tiene un tal ser que se 
pregunta por el sentido. Objeto de esta ciencia es el 
hombre como alguien que pregunta, pero no el sentido 
que tiene él mismo que pregunta por su propia exis-
tencia e implícitamente por la existencia en absoluto: 
sólo con esta nueva pregunta la ciencia antropológica 
habría cruzado la frontera de la filosofía. En lo cual 
resulta evidente que las formas del psicoanálisis (según 
Freud o Jung o Adler) son ciencias psicológicas intros-
pectivas, que se dan por satisfechas con •cambiar• la 
pregunta por el sentido de una forma de preguntar 
antropológicamente inadecuada a una conveniente, 
·sana• para el hombre. Ni siquiera la •metapsicología· de 
Jung se sustrae a este modo de plantear el problema. El 
objeto de esta ciencia es el hombre que previamente se 
encuentra, la rectificación de la actitud para con el ser 
del hombre y de ninguna manera la pregunta por el 
sentido del ser en absoluto (de manera diferente acon-
tecen las cosas en la logoterapia de V. Frankl, donde la 
aceptación del enfoque profundo de esta pregunta se 
convierte en presupuesto para la sanación humana). 
21 
Epílogo 
En una dimensión completamente distinta de la his-
toria de la humanidad surge la pregunta análoga: ¿son 
confucianismo y sintoísmo algo distinto de una ética 
psicológico-sociológica? Pretensión principal de Confu-
cio en una época intranquila fue la restauración de un 
orden ético a partir de la actitud del individuo, el cual, 
si ha llegado a ser perfecto en su bondad humana, se 
ha convertido en •príncipe• y es apropiado para el 
gobierno. Tal ética es apoyada mediante dos procedi-
mientos distintos: la convicción de un orden cósmico y 
la mirada retrospectiva a los grandes modelos del pasa-
do. Esta ética, por no ser en último término religiosa, 
puede unirse con las más distintas formas religiosas de 
fe. De modo semejante, las distintas formas del sinto (la 
estatal fue suprimida después de la Segunda Guerra 
Mundial) no son apenas más que la defensa de la men-
talidad histórico-nacional frente a la importación de las 
religiones extranjeras (los momentos mitológicos hace 
mucho tiempo que han dejado de ser eficaces en el 
sinto), donde se puede unir esta mentalidad, como en 
China, con distintos sistemas religiosos. Ella quiere 
pureza de corazón, gratitud, armonía de la vida; no se 
plantea la cuestión del más allá de la muerte, carece de 
lugar la pregunta metafisica. 
Pero esta pregunta no debe plantear simplemente 
la cuestión filosófico-religiosa del •ser en cuanto ser• 
-como aparece claro precisamente por lo antes 
expuesto-, sino también, en seguida, la del significado 
o valor de este ser comprobable para todo el mundo. La 
cuestión del ser, planteada puramente desde el hombre, 
incluye, por lo tanto, la búsqueda de una luz que aclare 
su sentido: quizás haciendo caer en cuenta de que la 
pregunta por el sentido no sea planteable en absoluto o 
de que, si dicha pregunta puede ser respondida en algu-
na parte, tal posibilidad no estaría en manos del hombre; 
quizás apuntando a un último sentido que está sobre o, 
de cualquier modo, dentro del todo del ser; quizás, 
22 
Pórtico 
finalmente, reconduciendo al hombre a sí mismo y a su 
preguntar, más allá de lo cual no hay un sentido o, mejor 
dicho, un sentido que se comunica en cifras ininterpre-
tables. Entonces la primera ·luz· sería la del escepticismo, 
la tercera la de una reducción de la filosofía a la antro-
pología. Sólo la segunda dejaría un espacio abierto para 
la cuestión filosófico-religiosa. A continuación se va a 
reflexionar sobre sus posibles formas. 
3. La cuestión desde la perspectiva del hombre 
El diagnóstico o pronóstico de Comte manifiesta, 
estadísticamente visto, como correcto que la verdadera 
cuestión filosófica, hoy, sólo todavía rara vez se plantea 
explícitamente. La época de la filosofía ha sido relevada 
por la de la ciencia, en la que la ·exactitud· de las cien-
cias naturales vale también como modelo para las cien-
cias biológicas y humanas, y se ve cada vez más clara-
mente el objetivo de la ciencia en la dirección o 
•Cambio· de lo captado: la ciencia sirve a la técnica, al 
poderío. Tan sólo las consecuencias trágicas de esta 
limitación -que mediante ella se consigue lo contrario 
de lo pretendido: mediante la técnica el hombre no se 
libera, sino que es sometido a todo grado de esclavi-
tud- liberan de nuevo la mirada para la pregunta filo-
sófica ilimitada, bastantes veces con un a priori de deses-
peración o resignación o con el convulsivo intento de 
obtener también la pregunta auténticamente filosófica 
(mediante miles de formas de ocultismo) hasta en la 
manipulación científica. 
La pregunta verdaderamente filosófica por el sentido 
del ser en su totalidad, llevada a su culmen en el hom-
bre, se convierte en la pregunta religiosa por su salva-
ción total. Uno puede preguntar de antemano qué 
forma puede tomar para el hombre la representación 
del sentido-salvación total. En todo caso una dualista. 
23 
Epílogo 
Aun el monismo más extremo no se pasa sin una nega-
ción: que el devenir, la finitud es una •apariencia· que 
debe dejar tras sí la elevación al uno (Parménides). 
Aunque esta apariencia pueda ser en sí todavía tan 
vana, para la conciencia inmediata tiene una determina-
da realidad, que ni siquiera en los más consecuentes sis-
temas hindúes no dualistas (advaita) se puede concretar 
de manera perfectamente clara: entre pura ilusión 
(shankara), forma mundana de aparición de lo infinito 
inefable (ramanuja) o forma divina de aparición de lo 
divino más elevado (madhva). En el vedanta del shan-
kara se exige la pura identificación de alma (atman) y 
todo (brahman), pero con esto se hace inexplicable la 
existencia de una apariencia. Individualidad es lo que 
no debe ser (en el fondo totalmente inexistente), la 
disolución de su apariencia deviene salvación. 
Peroeste monismo que quiere ser absoluto se pasa 
por algo a sí mismo: si nos vale como ser (o ente) la 
apariencia en que vivimos, entonces su negación 
(nirvana) lleva el nombre de no-ser; la suprema sabidu-
ría viene a ser entonces -así piensa el budismo zen, 
nacido del mahajana- comprender la identidad de 
ambas negaciones y vivirla tanto en el desaparecer 
(Versenkung) como en la vida ordinaria. Tras todo esto 
se halla una filosofía religiosa del desprendimiento, a la 
que se ha de volver. 
Si la apariencia mundana se entiende, pues, como 
lugar de aparición de lo divino en el mundo humano 
(avatara), entonces será visible una posibilidad, la de 
experimentar epifanías de lo divino bajo las formas 
transitorias del mundo, ya sea en el ser singular que 
manifiesta lo divino, ya sea en una determinada cate-
goría de hombres, que, como los gnósticos, encuentran 
en sí un núcleo divinal y procuran liberarlo de su 
envoltura de lo material aparente. Si se radicaliza esta 
perspectiva, entonces todo el mundo fenoménico 
puede convertirse en una especie de organismo de lo 
24 
Pónico 
divino, como en la estoa y sus múltiples derivaciones; 
el hombre debe reconocer entonces la identidad de su 
·chispa anímica· con el gran fuego central divino del ser 
del mundo y procurar vivir prácticamente lo que pide 
de él: que nivele como insignificantes para su realidad 
íntima las diferencias de lo que le afecta en su situación 
mundana. Esta indiferencia filosófico-religiosa pasa por 
entre todos los sistemas religiosos edificados sobre esta 
base. No sólo se la formula en India, también el aforis-
mo 56 de Lao Tse dice lo mismo: •no ser impresiona-
dos por la fama, no ser impresionados por el despre-
cio, no ser impresionados por el beneficio, no ser 
impresionados por la pérdida, no ser impresionados 
por el honor, no ser impresionados por la deshonra: 
esto es el Tao (la unidad que unifica todo)•. Pero un 
sabio del sufismo puede decir en igual tono: ·A los 
hombres auténticamente reales les va de tal modo que, 
de distintas situaciones como muerte y vida, permane-
cer y partir, calamidad y calma, felicidad e infelicidad, 
riqueza y pobreza, ninguna corresponde a su ser y nin-
guna pesa más que la otra.• Del mismo modo se expre-
san Darani y Gazzali: ·Su corazón alcanza un estado en 
que son equivalentes el tener o no tener una cosa, ... de 
modo que ni se inclina a deshacerse de ella, ni a que-
darse con ella.• Para el amigo de Dios, según Daya, son 
·lo mismo, entre los hombres, honor y oprobio, ala-
banza y reprensión, rechazo y aceptación•. Este intento 
de un monismo no verdaderamente realizable toca de 
nuevo en un pensamiento al que se ha de volver; pero 
en la forma expuesta destruye la realidad del hombre 
en su finitud. 
Aún queda por interpretar la tercera forma, maya: el 
intento de distinguir dentro de la esfera del verdadero 
ser (el divino) una esfera absoluta irrepresentable de 
una forma expresable de aparición. Este intento acon-
tece de la manera más plástica en la ya homérica sepa-
ración de un ·destino· misteriosamente inefable y de un 
25 
Epílogo 
múltiple mundo de dioses que se destaca ante él, en 
el que el hombre encuentra la esfera del absoluto. 
Cuando un dios protector es añadido a un héroe 
(Atenea-Ulises), esto puede conducir a una eclipsación 
de este hombre por la luz divina; pero puede suceder 
también que el dios pida prestadas las fuerzas tene-
brosas-irracionales del destino (Atenea-Ayax, Hera-Hér-
cules) y conduzca al héroe a la locura y a la muerte. 
Además existe la visión más clara, en la que el dios supe-
rior se convierte en mediador implorado del abismo de 
la salvación (que disuelve al hombre): Amida-Buda. 
Aquí, como en otras muchas relaciones del hombre con 
un dios (Siva, Visnú) o con una de sus manifestaciones, 
se desarrolla bhakti -participación amorosa, adhesión 
creyente, fidelidad, adoración-, en que se expresa la 
necesidad humana de una autodonación plena, sin 
querer cruzar las fronteras de la divina trascendencia. 
En esta atmósfera de afectividad, que -precisamente 
en la religión de la gente sencilla- olvida el funda-
mento inefable e impersonal tras la divinidad amada o 
prescinde de él, se crea una insuficiencia en todas las 
formas de amor al prójimo. Un logos spermatikos. Pero 
donde el dios que destaca como forma individual se 
adivina poco digno de fe y como una ficción humana, 
precisamente en su individualidad, puede ser abando-
nado a la burla del hombre real (como Dionisos en 
Aristófanes). Entonces el hombre ascendido a héroe 
semidivino se queda solo actuando ante el negro basti-
dor del destino: los Nibelungos (donde puede hablarse 
con razón de un crepúsculo de los dioses; los héroes 
como semidioses son suficientemente trágicos, de 
modo que resulta superfluo que entre en juego un trá-
gico Wotan). El problema de quién es culpable 
-¿Hagen? ¿Kriemhild?- pierde importancia tras la reali-
dad, que todo lo domina, de la tragedia de la existencia 
en su totalidad. Tal es el duro peso de la •apariencia•, 
que según Aristóteles suscita ·estremecimiento• (phobos) 
26 
Pórtico 
y •conmoción· (eleos) -¡un prójimo sufre inmerecida-
mente (ana:xios) tal destino!- y con eso una •purifica-
ción· (katharsis, que casi se puede traducir por ·desilu-
sionamiento•: ¡Así es, pues, la existencia!). 
Este duro peso de la tragedia pudo proporcionar un 
último apoyo al dogma fundamental del budismo 
·Existencia es dolor•, pero precisamente este peso se 
coloca como un estorbo ante la solución de una huida 
puramente contemplativa al nirvana, un camino que, sin 
eso, sólo está abierto a pocos elegidos. Por lo cual en 
primer lugar, también en la India, se da una duplicación 
del camino de la vida: junto al contemplativo se pone el 
activo (así sucede tanto en el Samkhya y Bhagavadgita 
como en el Vedanta), pero luego, más consecuente-
mente, se añade el pensamiento de la compasión del 
dios (personal) que, aunque ya maduro para el nirvana, 
aplaza la entrada en éste hasta que todos los seres sean 
liberados de la tragedia de la existencia. En el contem-
plativo Mahayana se llega análogamente a •verdaderas 
orgías con deseos de compasión· (A. Schweitzer, 
Weltanschauung der indiscben Denker, 1935, 93) en los 
sobrehumanamente nobles príncipes, que, imitando al 
dios, se sacrifican por los que sufren. Las formas de tal 
sustitución exceden con mucho, en cuanto a fantasía 
creadora, de las imaginadas por Eurípides (G 4, 121-141; 
TD 1, 359-378). El pensamiento de un sufrir vicario de 
alguien preparado para la bienaventuranza en beneficio 
de los aún cargados con la culpa del karma se parece a 
un indicador de camino que señala la dirección hacia lo 
cristiano; pero hay que tener presente que la desinte-
gración del Absoluto en una realidad inefable-imperso-
nal (nirvana) y en una forma personal que está antes de 
ella cae ahora mismo víctima de la crítica heideggeriana 
a la onto-teo-logía: el ·dios· representado personalmen-
te es sólo esbozable según el modelo óntico del ser 
mundano, lo que también se concede dócilmente en el 
pensamiento hindú. 
27 
Epílogo 
La última cuestión, qué es y de dónde procede la 
maya, sobre todo cuando está cargada con el duro peso 
de una tragedia terrible, insuperable, queda sin posibi-
lidad de solución en todos los tres sistemas apuntados. 
¿Lo ponemos en duda? Tómese su recurso a Hegel, 
donde el Espíritu para su autodevenir se presu-pone la 
sensibilidad. Pero este sistema no puede hacer justicia, 
como se ha mostrado en otra parte (TD 1, 54 ss.), ni a 
Dios (que necesita del mundo para ser Él mismo) ni al 
hombre (que se ha sacrificado como individuo concre-
to). Aquí se despoja a la muerte de su dignidad: se con-
vierte en un momento especulativo a favor del devenir 
de Dios, se la olvida como acontecimiento de la vida 
concreta. 
Tras el desarrollo de los múltiples intentos de res-
ponder a las preguntas planteadas por el hombre está 
finalmente un último postulado, al que ningún intento 
desolución pudo satisfacer. Todos los sistemas monis-
tas que de algún modo quisieron superar el dualismo 
(ya sea apariencia o tragedia o ambas cosas), presente 
como dato originario, intentaron salvar un interminable 
abismo, aunque comprendieron con razón que un dua-
lismo que permanece abierto equivale a un fracaso de 
la cuestión filosófico-religiosa. En las religiones se 
expresó la perplejidad en su doble forma de ritualismo 
popular y mística elitista o esotérica. Aquél se agarró al 
irrenunciable momento de la distancia del hombre ante 
los dioses o lo divino, éste abandonó tal distancia para 
alcanzar la unificación deseada en lo más profundo de 
su ser por el hombre. Por encima de esta aporía no 
puede remontarse ninguna metafísica religiosa desarro-
llada desde el hombre. Precisamente en ella rara vez se 
manifiesta según Tomás de Aquino la elevación del 
hombre y de su preguntar frente a todo ser puramente 
intramundano (STh 1 11 5, 5 ad 2). 
Esto quiere decir que en los enfoques de la filosofía 
religiosa (dicho cristianamente) desarrollada desde el 
28 
Pórtico 
hombre salieron a luz muchos ·logoi spermatikoi•, 
donde unos de ellos pudieron integrar en sí a otros, y 
que, sin embargo, la integración no fue posible en lo 
decisivo porque postulados que aparentemente se 
excluyen estuvieron enfrentados hasta el final; tales 
que, dentro del interrogar humano, no pudieron unirse 
en un sistema metafísico abarcable con la vista de nues-
tra mente. Si por esto desde ahora se pasa a los datos 
de la religión (religiones) revelada, desde un principio 
es así seguro que sus datos no tendrán el objetivo de 
tapar las brechas que la razón no puede cerrar y ayu-
darle a llegar a un sistema definitivo, pues estos datos 
sólo son válidos como aquello para lo que se entregan: 
autoapertura de Dios en una libertad que no puede 
transformarse nunca, como tal, en un material de la 
razón. 
4. Palabra de Dios 
Comienza con una voz -como en el preludio de otras 
religiones. Pero esta voz no quiere ser de ninguna 
manera respuesta a la •pregunta más elevada· del hom-
bre. Su acento está lleno de autoridad más viva, más 
incondicionada, más incuestionable; ya en este acento 
se encuentra la exigencia de obediencia sin titubeos, 
pero su contenido es promesa invisible. Promesa que 
presupone una obediencia pura, que aguanta sin chistar 
contradicciones aparentes: sacrificio del hijo de la pro-
mesa por parte de Abraham. Puede pensarse que la 
relación iniciada es particular, aun cuando ya una mira-
da que ve más lejos se abre a lo universal: ·Todos los 
pueblos se bendecirán en tu nombre•. Al hombre -al 
individuo, al que como a elegido se dirige la palabra-
se le dirá quién es (se cambia el nombre) y qué ha de 
hacer. La relación establecida desde lo alto es calificada 
de duradera, de alianza, e inscrita en la carne del hom-
29 
Epílogo 
bre. El tú resuena desde un yo, que no se da a conocer 
sino en esta alocución y acreditación. Si se pregunta por 
su nombre, con lo que se podría amarrar al que habla, 
no se da ninguna respuesta. ·¿Por qué preguntas por mi 
nombre? Es misterio· (Jc 13,18). Pero la alianza concer-
tada por el sin nombre -entretanto el único hombre se 
ha convertido en el único pueblo- es absoluta: perse-
verar en ella significa vida, violarla significa muerte. Y 
se darán instrucciones sobre cómo se ha de caminar en 
la alianza: los ·diez mandamientos•. La alianza se entien-
de como obra de una benevolencia enteramente libre, 
distinción ante todos los pueblos. Como la benevolen-
cia de un celoso, que castiga inexorablemente cualquier 
vacilación sobre su gracia. Quien en el desierto, al que 
se le conduce, echa una mirada retrospectiva a Egipto, 
quien murmura contra las órdenes impartidas en estos 
cuarenta años de desierto, no conseguirá lo prometido: 
•Ni un solo hombre de esta generación trastornada verá 
la tierra espléndida, ... tampoco tú (Moisés) entrarás allí· 
(Dt 1,35.37). Todos los pueblos están acostumbrados a 
conocer su dios y a hacerse de él una representación 
(una imagen); a éste se le prohíbe tal proceder de 
manera rigurosísima. Una imagen es un concepto cap-
table por medio de nuestra mirada. Pero de la voz de 
este Dios no hay ningún concepto, ninguna anticipa-
ción, cualquier intento de agarrarla queda frustrado. El 
pueblo y cada uno de sus miembros debe tener sufi-
ciente con la alianza y sus benignas disposiciones; la 
garantía de la recta relación con el fundador de la alian-
za consiste en la obediencia. La unión presupone pri-
meramente la absoluta distancia y la forma exclusiva del 
acuerdo consiste en la alianza libremente fundada desde 
arriba. 
Los ·dos caminos• que se presentan al pueblo, para 
que éste elija entre ellos, son •vida y salvación, muerte 
y desgracia• (Dt 30,15). Eliges la vida, •si amas a Yahvé 
tu Dios, obedeces a su voz y te unes a Él· (Dt 30,20). 
30 
Pórtico 
Quien comprende que la obediencia perfecta exigida es 
reconocimiento de una benevolencia incomprensible, 
estará dispuesto a entender esta obediencia como el 
amor sin condiciones debido a Dios ( •con todas tus 
fuerzas•, Dt 6,5) y descubrir, además, que la libre bene-
volencia del mismo Dios no puede interpretarse sino 
como amor, con mayor razón, incondicionado (Os 
11,8ss.). El otro camino es seductor: buscar con la vista 
un Dios al que se pueda captar, adorar en imagen, al 
que se pueda reconciliar, fascinar mediante sacrificios 
(¿por qué no mediante sacrificios humanos, si Dios 
ordenó la inmolación de Isaac?). Este camino, continua-
mente probado, se castiga cada vez más severamente, 
hasta la expulsión de la tierra perteneciente a Dios. A 
pesar del sí definitivo a su alianza, este Dios celoso 
conoce también un definitivo no: rechazo de todos los 
violadores de la alianza hasta que sólo queda •Un resto•, 
un retoño que brota del ·árbol· talado hasta la raíz. Y 
donde el vástago, después del destierro, quisiera por-
tarse de nuevo como árbol, es humillado de nuevo, 
doblegado bajo pueblos extranjeros. Israel es el pueblo 
al que su Dios arrastra por los pelos, a través de la his-
toria, hacia allá a ·donde no quiere•. Y puesto que al 
final de sus oportunidades se le emplaza por última y 
definitiva vez ante la elección de ·vida o muerte• y 
rechaza la •vida·, es enviado por Dios, que •nunca se 
arrepiente de sus promesas•, por fidelidad, al definitivo 
destierro. 
Para un pueblo precristiano, la educación en la pura 
obediencia como amor no fue fácil; sólo pudo tener 
éxito por la sustracción de lo aparente o provisional-
mente concedido. Aconteció en primer lugar la guerra 
santa: Dios aniquiló ante Israel a los reyes, a fin de alla-
narle el camino; aún para David es un Dios de las bata-
llas victoriosas. Pero el pueblo debe ser desacostumbra-
do: los enemigos capturan el amuleto: el arca de la 
alianza, que, una vez recobrada, se quema más tarde 
31 
Epílogo 
junto con el aparentemente inviolable templo -porque 
Israel no obedeció, prefirió politica y guerra al someti-
miento que se le exigía. Luego hubo profetas, media-
dores de la voz divina; también a ellos debe renunciar 
Israel. Hubo una ética -¿qué pueblo podría pasarse sin 
ella?-, en que se premia lo bueno y se castiga lo malo: 
en esta vida, pues la voz de Dios había guardado el 
secreto sobre una futura. La más amarga sustracción 
fue quizás que se podía no confiar en esta ley: es 
comprensible el grito de horror de Job, pero aún es 
protegido por Dios, el escepticismo de Cohélet se sien-
te tentado de aproximarse al escepticismo egipcio y 
babilónico, los Salmos serpentean: sin abandonar la 
antigua ley en lo que toca a la recompensa terrena por 
hacer el bien, la rebasan tanto en la mera lamentación 
como en el más ruidoso, hasta jubiloso reconocimiento 
del perfecto poder soberano de Dios. Los pobres de 
Yahvé ponen toda su confianza en Él, su única riqueza; 
el más puro retrato de Israel es la viuda pobre al final 
del Evangelio: Jesús está lleno de admiración ante ella: 
·desu pobreza echó todo lo que tenía para vivir•. No se 
la ha de posponer con el pretexto de que actuó así en 
vista de alguna recompensa. Sin saberlo, pertenece a la 
realización de la gran promesa: ·Escribiré mi ley en su 
corazón• (Jr 31,33) y de este modo comenzaré la •nueva 
alianza· (Jr 31,31). Después de su acción, el templo 
herodiano con toda su magnificencia puede ser reduci-
do a cenizas y todo sacrificio ritual se hace imposible; 
se introduce lo esencial. 
Pero si esta imagen de pura entrega queda particula-
rizada en Israel, también es cierto que se une a ella un 
germen de pura fe procedente del paganismo: el centu-
rión de Cafarnaúm, la mujer sirofenicia. El camino cen-
tral de Israel transcurre de otro modo. Hasta Cristo ape-
nas se reparó en un motivo que sólo resonó a modo de 
señal-el papel de la sustitución: primeramente como 
intercesión en Abraham, luego intercesión junto con 
32 
Pórtico 
reparación en Moisés, finalmente, en neto resalte, como 
sufrimiento por los demás en el siervo de Yahvé. Dos 
motivos principales (junto a una casi ahistórica fidelidad 
a la antigua ley, en cuanto aún era sostenible) determi-
nan la historia más tardía del judaísmo: un día la tenta-
ción de superar místicamente la distancia Dios-hombre: 
de la mística Mercaba y el gnosticismo a la teosofía de 
la Cábala, a su pervivencia en el jasidismo, a su racio-
nalización en Espinosa y en las formas más innocuas de 
la ilustración y del idealismo; pero luego el cada vez 
más apasionado mesianismo, que señala horizontal-
mente al futuro terreno, resucitando en el sabatianismo, 
secularizado definitivamente en el marxismo y en sus 
numerosos modos judíos de proceder; también aquí es 
arrollada la línea de demarcación de la distancia israeli-
ta original. 
El judaísmo conservador puede mantenerla, pero su 
verdadero abogado en la historia universal es cierta-
mente el islam, que, muy probablemente, en su mayor 
parte es una derivación del cristianismo judío decaden-
te, para el que Jesús era un hombre agraciado. Pone su 
principio regulador de la revelación aún antes de 
Abraham: Todo hombre, por tanto, nacería en la reli-
gión islámica original, es decir, en la distancia original 
entre Dios y el hombre, revelada por Dios, el absoluta-
mente uno, desde su libre bondad; sólo más tarde, 
Abraham con su hijo Ismael renovó la Kaaba en la Meca 
(fundada por Adán), Moisés y David formularon su reli-
gión por escrito, la continuó Jesús, que se manifestó 
ciertamente como un mero hombre, el cual es verdad 
que nació de una virgen y subió al Cielo, pero no fue 
crucificado e inculcó a los suyos que adoraran sola-
mente al único Dios, y hasta anunció al último profeta 
que había de venir: Mahoma (Sura 61,6). Por eso, el 
monoteísmo israelita, como religión de un Dios que se 
revela de manera máximamente libre y personal, con-
serva claramente en el islam la prioridad delante del 
33 
Epílogo 
cristianismo formulado dogmáticamente: así tanto la 
encarnación (hasta la cruz) como la trinidad de Dios, 
implicada en ella, son un absurdo y una abominación 
para Israel y para Mahoma. Se elimina conscientemente 
todo puente entre Dios y hombre que no sea un direc-
to actuar libre de Dios en inspiración o milagro; por 
consiguiente, se eliminan sacramentos, culto de las imá-
genes, intercesión de los santos. Además quedan supri-
midas dos peculiaridades judías: la dimensión teológico-
nacionalista y la dinámica mesiánica dirigida al futuro 
(con la que no es comparable la espera chiita del últi-
mo Imán). No se trata aquí de una descripción más 
aproximada del islam; sólo se pondrán aún de relieve 
dos cosas: la primera es que se entiende como una reli-
gión bíblica y, correspondientemente, estima a judíos y 
cristianos como •propietarios de la Escritura• y por eso 
los tolera dentro de la Okumene islámica. El Corán es 
punto de partida y, por consiguiente, no se ve la pri-
macía de la historia de Yahvé con Israel sobre el resu-
men de la antigua Escritura, la primacía de Jesús sobre 
la Biblia. La segunda cosa es más importante: con el 
rechazo de la Encarnación y de la Trinidad se suspende 
completamente también el significado salvador de la 
cruz de Jesús. La vida terrena de Jesús termina con un 
fracaso significativo, para la fe cristiana, que saca a luz 
el oculto pensamiento veterotestamentario de la sustitu-
ción; la vida de Mahoma termina con éxito, éxito terre-
no. Por esto la difusión de la verdadera doctrina puede 
efectuarse también con medios terrenos y, en lugar de 
la escatología judía terrenomesiánica, puede esperarse 
un paraíso con gozos terrenos, en los que ocasional-
mente también se muestra Dios. Los creyentes son puri-
ficados mediante un fuego acrisolador, aunque fueron 
pecadores; a los no creyentes les espera el infierno. 
Pero, _como en la historia del judaísmo después de 
Cristo, también en el islam se ha intentado superar la 
barrera entre Alá y el hombre, que todo lo determina: 
34 
Pórtico 
en la ya mencionada mística del sufismo. La plena entre-
ga a la voluntad de Dios se colorea aquí como amor 
desinteresado, que -como en toda mística, que está 
frente al Uno indivisible- sólo puede entenderse y pre-
tenderse como una anulación de la criatura. Los poetas 
pudieron cantar tal anulación, pero donde fue realizada 
en serio con la identidad, como en Junayd y su discí-
pulo Hallaj, la medida fue colmada: el último fue cruci-
ficado. Sin embargo, se encontró un gran pensador reli-
gioso, Al-Gazel, que logró salvaguardar momentos de 
esta mística dentro de la ortodoxia islámica. Pero ¿qué 
puede pesar Dios en el islam frente a la persona huma-
na? Aquí se quedó sin duda con la última palabra el 
racionalismo de Averroes: todos los hombres tienen un 
único espíritu. 
Desde la perspectiva de esta adhesión judía y 
musulmana al Dios que se revela personalmente, 
puede llegar a concebirse cómo queda expuesta la 
situación del cristianismo, que precisamente retiene 
sus afirmaciones centrales en los dos motivos apasio-
nadamente rechazados: Cristo como Palabra de Dios 
hecha carne y Dios como amor trinitario. Aquí resulta 
superclaro lo dicho al principio: los axiomas funda-
mentales de una concepción del mundo y de una reli-
gión pueden valorarse de manera tan distinta que, 
sobre la base del principio de integración, no es posi-
ble una apologética puramente racional de la fe cristia-
na. No es inútil, sin embargo, el intento de una tal apo-
logética, y esto debería demostrarse definitivamente 
desde ahora. Puede prescindiese aquí de una presenta-
ción de lo cristiano, pues sus acentos principales son 
conocidos; de momento se trata solamente de pregun-
tarse por su capacidad integradora en lo que toca a 
axiomas de otras religiones. 
Comencemos por la comparación con judaísmo e 
islam: los cristianos dicen un sí pleno a las dos colum-
nas que los soportan: distancia insuprimible entre Dios 
35 
Epílogo 
y criatura (la última es creación de la omnipotencia libre 
de Dios) y aceptación de una autorrevelación de Dios 
distinta de la creaturalidad, por amor gratuito. Estas dos 
columnas están tan firmes que -de modo distinto a lo 
que sucede en un judaísmo tardío y en el sufismo islá-
mico-- que resisten toda tentación de una esencial dei-
ficación o una sustancial anulación de la criatura. Este 
afán de anulación es conversión en Dios, lo que es 
común a las religiones orientales (en cuanto son reli-
giones y no mera ética) y tiene su fundamento en la 
incomprensibilidad de cómo un ser finito puede poseer 
valor definitivo y dignidad suprema junto al Dios que lo 
es todo (o Absoluto). El cristianismo supera tal insegu-
ridad mediante su afirmación central de que Dios, para 
conseguir el nombre de Amor, quiere ser en sí mismo 
entrega y fecundidad y, por tanto, conceder espacio al 
•otro• dentro de su unidad, de modo que esto positiva-
mente otro justifica el ser otro de la criatura frente a 
Dios y el •otro en Dios•, sin renunciar a la diferencia 
Dios-criatura, puede ser tambiéneste otro en la creatu-
ralidad. Sólo con eso se fundamentan definitivamente 
los axiomas de judaísmo e Islam. Israel nunca había 
intentado reflexionar la posibilidad de un cara a cara 
definitivo de Dios y hombre; y, por otra parte, el islam 
había tomado de la Biblia la confianza judía en la liber-
tad y misericordia de Alá. 
Con la aceptación de la positividad del otro se llenan 
cristianamente los lugares dejados vacantes por las otras 
dos religiones reveladas. Un día gana el sujeto espiritual 
creado la insuprimible dignidad de persona; el socio 
primario de Dios no es ya el pueblo (Israel) ni lo es ya 
la comunidad (•umma•), sino, por supuesto sólo dentro 
de la comunidad, el individuo, que alcanza su suprema 
dignidad mediante el hecho de ser hermano y hermana 
de Cristo. Pero, luego, el vacío del sufrimiento y de la 
muerte -cualidades fundamentales de la existencia fini-
ta-, inllenable para las otras, gana también un sentido 
36 
Pórtico 
eminentemente positivo dentro del ser, y aquí el cristia-
nismo no sólo se distingue de ambos •monoteísmos•, 
sino de cualquier otro proyecto religioso de la humani-
dad. Donde sufrimiento y muerte eran con bastante fre-
cuencia aquello de lo que la religión debía librar al 
hombre o de lo que subsistía un resto, sin desaparecer, 
y frente a lo que uno se podía inmunizar a lo sumo 
mediante una indiferencia reflexiva, esto se convierte, 
visto cristianamente, en la suprema demostración de 
que Dios es amor, porque Cristo en la cruz, al revelar 
en sí el amor de Dios, toma sobre sí el pecado del 
mundo y lo sepulta en su muerte. No se trata de demos-
trar aquí esta afirmación enorme, sino de mostrar que, 
en caso de ser verdad, llena el lugar dejado vacío por 
todas las otras religiones: la muerte (como tormento e 
ignominia) es aquí suprema aparición y acto pleno de 
sentido, fecundo del amor. 
Con esto se integra también positivamente lo que, 
en la experiencia de la variabilidad, de la fugacidad y 
transitoriedad dentro de la existencia terrena, apareció 
como una cosa negativa (maya) que hay que examinar 
y superar espiritualmente; la •reflexión• sobre lo siempre 
dado se transforma cristianamente en fidelidad durade-
ra dentro de esa realidad asumida, sí, para esa fidelidad, 
como necesaria comprobación del cambio reconocido, 
como el material cambiante de su acreditación, por lo 
cual la religiosa indiferencia (taoísta-estoica-sufita) se 
transforma en una oferta de disponibilidad (así en el 
·Principio y fundamento• de los Ejercicios ignacianos). 
Seguramente persiste esta actitud como algo a lo que se 
ha de aspirar incondicionalmente, pero ya no como 
reflexión sobre las diferencias (honra-ignominia, rique-
za-pobreza, etc.) que ya no estorban al espíritu, sino 
como disponibilidad para zambullirse en todo lo dife-
rente ordenado por Dios, con plena percepción y expe-
riencia de la diferencia. Sólo esto corresponde a la crea-
turalidad y tiene su modelo en Cristo. 
37 
Epílogo 
Aquí se recuperan las grandes éticas del confucianis-
mo y del sintoísmo, pues ya no vale sobrepasar lo huma-
no mediante una indiferencia que piensa al mundo, sino 
conservar en ello el mismo ánimo para todo lo ordena-
do por Dios, aun para lo más dificil y adverso, donde el 
valor, desde la perspectiva cristiana, no consiste en hacer-
se heroicamente insensible contra eso, sino en arrostrar-
lo hasta la angustia que le es propia, la náusea y el tedio. 
Aquí, desde una perspectiva puramente humana, apenas 
llega aún a ser posible de ejecutar para el cristiano en el 
seguimiento de Cristo, porque tiene pleno sentido, una 
vez más desde el saber de la fe, el que la iniquidad 
voluntariamente soportada acceda a la energía salvado-
ra de la cruz. ·El que quiera seguirme, tome diariamen-
te su cruz sobre sí.· 
La afirmación del •otro• en Dios, que ante todo hace 
inteligible su esencia como amor, pero que, también, 
sólo se hace manifiesta por la procedencia divina de 
Jesús, lo mismo que la afirmación de sufrimiento y 
muerte como pertenecientes a la finitud y utilizables 
para la salvación del pecado del mundo: ambas afirma-
ciones determinan la escatología cristiana, en la que se 
integra todo lo que en las religiones hay de lleno de 
sentido para los hombres y el mundo. Por cierto, este 
doble sí presupone otro sí a la cristología tal como se 
desarrolla implícita y explícitamente en el Nuevo Testa-
mento y es defendida por los Concilios (desde Nicea 
hasta Calcedonia): lo otro del ser del mundo y del hom-
bre (frente a Dios) es salvaguardado como tal en lo otro 
dentro de Dios, de modo que la cruz de Jesús puede 
interpretarse como eficaz salvaguarda del hombre en la 
vida del amor de Dios, sin dejar que el ser creado del 
hombre quede absorbido por Dios. Lo cual da por resul-
tado, en primer lugar, la resurrección corporal de Cristo 
como manifestación de lo hecho por él en la cruz y, a 
continuación (1 Cor 15,13), la salvaguarda en Dios, en 
la totalidad de cuerpo y alma, de los por él salvados. 
38 
Pórtico 
Pero, debido a que esto sucede a través de la muerte, la 
existencia ·del otro mundo· no se ha de presentar 
--como en judaísmo e islam- en categorías de este 
mundo, sino en una transformación que no puede ser 
precisamente una descorporalización, sino que (a falta 
de una manera mejor de significarlo) se indica como 
•transfiguración• o •incorruptibilidad· o ·absorción de la 
muerte en la vida·. No existe una tal salvación de la fini-
tud, sino asunción de lo finito (y, por esto, otro) en lo 
infinito, que, para ser vida del amor, debe tener en sí a 
lo otro como tal (Palabra/Hijo) y como unido (Espíritu) 
con el Uno. 
Conforme a las formas profanas del amor -que, por 
cierto, en la revelación cristiana son proyectadas mucho 
más allá de ellas mismas-, no puede decirse a priori 
que una tal representación de Dios, que sólo puede ser 
el Uno, sea contradictoria. Tampoco cabe afirmar que 
sea construible o postulable a partir del mundo. Así, 
Dios sigue siendo misterio, del que el Cristo dice cierta-
mente que no está encerrado en sí, sino revelado y 
regalado al mundo en Jesucristo. Este misterio puede 
ser aceptado también en su revelación como verdadero 
y, por consiguiente, creído sólo en decisión libre, susci-
tada por la gracia de Dios; con lo que subraya una vez 
más que este proceso total de la integración de todos 
los fragmentos de sentido de la existencia no puede ser 
una ·demostración• estricta para la verdad de la fe cris-
tiana. Si existiera tal demostración, sobraría el acto de 
fe. Pero, por lo siguiente, se hará todavía claro que tam-
bién entre hombres las verdades personales contienen 
siempre un momento de confianza aun allí donde no 
existe ningún motivo para la duda. 
Pero, en definitiva, puede remitirse aquí ciertamente 
a un momento racionalmente problemático en el mono-
teísmo (judío). El dios único Yahvé ha hecho una alian-
za con Israel y se ha obligado tanto a esta alianza que 
se enoja por la infidelidad de Israel, la lamenta, se afli-
39 
Epílogo 
ge por ella (como declaran enérgicamente los rabinos) 
y, afectado de nuevo en sus •más íntimas entrañas• (Os 
11,8), se abstiene del castigo, porque le vence el amor. 
En ningún caso puede atribuirse •impasibilidad· a este 
Dios. ¿Es, para amar, dependiente de Israel, su criatura? 
Y en el caso de respuesta afirmativa, ¿es entonces aún 
Dios? Se reconoce que no puede filosofarse sobre Yahvé 
sin problematizarlo profundamente. Ahí reside la causa 
de los extravíos del pensamiento judío: mística unifica-
dora, teosofia, ateísmo. Yahvé sigue siendo una forma 
de Dios que, más allá de sí, apunta a su propia prome-
sa, al Dios de Jesucristo. 
40 
11 
UMBRAL 
1. Consideración del ser 
La primera parte tuvo por lema ·El que ve más, tiene 
razón•. Desarrolló una especie de apologética que 
obligó al que seguía la reflexión a reconocer la estre-
chez de un grado correspondiente de ideas religiosas 
y, por consiguiente, a superarlo. Claro que, de hecho, 
la razónreligiosa se resiste a esta presión de un cada 
vez más nuevo trascendimiento y contrapone a su 
apremio argumentos plausibles. Los argumentos pue-
den ser contrarios, aunque también cada uno, a su 
manera, siga siendo digno de consideración y se origi-
ne así, tanto en lo cosmovisional como en lo religioso, 
un aparentemente irreductible pluralismo, que nos 
vuelve a llevar a nuestro punto de partida. La protesta 
contra una determinada forma de trascendencia puede 
darse como una expresa renuncia a un supuesto •ver-
más•, porque el·más· pone en duda una actitud huma-
na que, aunque también fomenta la moderación, parece 
más acomodada al hombre que la ofrecida superación. 
Al budista, callar sobre el fundamento de la (para él 
inexplicable) existencia de un mundo plural y proble-
mático, le parece más correcto que servirse de teorías 
inverificables sobre él; al judío y al musulmán, mante-
43 
Epílogo 
nerse a distancia ante la trascendencia de Yahvé/ Alá, 
les parece más respetuoso que cerrar a cualquier pre-
cio, en una cristología y doctrina trinitaria, el insalva-
ble abismo entre lo incondicionado y lo condicionado. 
¿No conducirán tales síntesis por último, sin falta, a un 
saber absoluto hegeliano, a una dictadura de la gnosis, 
y de este modo, como ha mostrado inexorablemente la 
dialéctica histórica, no se conducirán a sí mismas ad 
absurdum por la real situación del hombre? ·Menos 
sería más·, se grita entonces, de todas partes, al pre-
tendido maximalismo. La conditio humana exhorta a 
todos a la precaución frente a orientaciones definitivas. 
¿Debe considerarse el hombre, a todo trance, como el 
último peldaño de la evolución? ¿Debe otorgarse a la 
personalidad ( •occidental·) en efecto tan definitiva 
autoridad que, así, por ejemplo, se refutaría la metem-
psícosis o también un ideal comunista? ¿No contradice 
sencillamente la situación efectiva del mundo (de lo 
•monstruoso repetido· de Nietzsche) al·muy bien•, con 
que el creador bíblico lo señala? Y ¿la insuprimible 
mortalidad del hombre (como la de todo viviente 
superior, por lo que de todos modos se cumple el 
entremezclamiento de muerte con pecado) apremia, 
de la manera más enérgica, a la resignación y refuta, 
como sin sentido; toda búsqueda de sentido tras la 
muerte? 
La apologética cristiana, bajo el lema •Quien ve más, 
tiene razón•, debe poder preguntarse, desde cualquier 
sentido, por el significado de este ·más•. Mediante 
amontonamiento racional de fundamentos, arrancará 
con dificultad un asentimiento -que, de todos modos, 
para ser fe, debe ser siempre libre-, pues en toda cate-
goría de pensamiento se entorpece su progreso median-
te razones contrarias (al menos hipotéticas), que, si no 
lógicas, son ciertamente existenciales. Y esto poco antes 
aún de la suprema decisión cristiana: el corriente -Jesús 
sí - Iglesia no• coloca ante un dilema más profundo: que 
44 
Umbral 
no sólo es difícil, sino imposible, llegar al Jesús históri-
co sin la notoria redacción eclesial de su historia y sig-
nificado. Ante este obstáculo -una vez que se ha pres-
cindido totalmente de los demás inconvenientes contra 
la fisonomía pasada y presente de la Iglesia, con fre-
cuencia, desunida-, una decisión parece convertirse en 
la aventura de una opción apenas todavía fundamenta-
ble racionalmente. 
Ante esta situación sólo podría continuar ayudándo-
nos una inversión radical de la orientación interroga-
dora, es decir, un viraje de la pregunta por lo último 
-el objetivo último de la existencia humana- a la 
pregunta por lo primero y aparentemente evidentísi-
mo, ciertísimo; pues según Tomás es el ser lo primero 
con que se encuentra el espíritu cognoscente. Pero 
este ser, siempre presupuesto como entendido, es tam-
bién (según Aristóteles) lo que se trata siempre de 
explorar con nuevas preguntas. Y lo que en primer 
lugar se ha de considerar no son sus subdivisiones 
(categorías), sino él mismo, que es, por una parte, lo 
más abarcador y, por eso, lo más rico, la plenitud por 
antonomasia (pues no cae fuera de él nada más que la 
nada), y, por otra parte, lo más pobre, porque apare-
ce como lo totalmente indeterminado. Ya ante esta 
apariencia no es extraño que obtenga las descripciones 
más contradictorias: para los unos es el absoluto, fren-
te al cual todo cambio relativizador no es nada 
(Parménides); para los otros es lo vano, cuya aparien-
cia (maya) en cuanto tal debe ser penetrada a fin de 
encontrarse con él desenmascarado (budismo). O 
menos abruptamente: para los unos es, en su aparen-
te variabilidad sin sentido, lo racional; para los otros, 
su cambio, el devenir y pasar de los hechos e indivi-
duos, remite a una esfera superior (las ideas), a la que 
en primer lugar se ha de atribuir verdadero ser 
(Platón). ¿O debe atribuirse al cambio el valor de una 
movilidad orgánica de lo siempre igual (estoicismo)? 
45 
Epflogo 
Sería inoportuno exponer también aquí aun una histo-
ria tan breve de las opiniones filosóficas. Cabe cierta-
mente preguntarse por la luz que se refleja de lo cris-
tiano, una vez puesto hipotéticamente como máximo y 
último, en la cuestión filosófica fundamental, una luz, 
si se quiere, teológica, pero que hace resplandecer lo 
genuinamente filosófico. Y en caso de que esta luz 
reflejada haga que aparezcan propiedades del ser que 
nos es tan evidente, podrían éstas por su parte pro-
yectar luz sobre lo que las alumbra. Puede que el 
intento valga la pena. 
Nuestra trilogía ·Estética• - ·Dramática· - ·Lógica· se 
construye sobre esta iluminación recíproca. Lo que se 
llama las propiedades del ser (los •trascendentales•), que 
traspasan todo ente particular, pareció ofrecer el más 
apropiado acceso a los misterios de la teología cristiana. 
De estas propiedades se resaltaron tres: ·bello•, ·bueno•, 
•verdadero•. A continuación se mostrará claramente 
hasta qué punto son inseparables, se interpenetran, pre-
cisamente porque reinan conjuntamente por todo el ser. 
Generalmente se trata de antemano la propiedad de lo 
•uno•, pero en la trilogía llegó a ser claro que su pecu-
liar problemática determina consecutivamente a las tres 
nombradas. Puede tener, sin embargo, pleno sentido 
tratarla aquí, de modo preliminar, destacada de las tres 
siguientes, donde a la vez se hace patente por qué éstas 
se trataron en la trilogía en un orden desacostumbrado 
para nosotros. 
2. Seryente 
Si se toma ser en el sentido de realidad, entonces 
algo que es realmente no posee una parte del ser real 
en sí, sino todo entero, aunque junto a él haya otras 
innumerables cosas reales. Los entes son distintos unos 
de otros y están separados unos respecto de otros (un 
46 
Umbral 
perro no es en modo alguno una pera, indiferentemen-
te de si en el gran todo se relacionan también entre sí 
todos los entes), pero su ser real no es subdivisible, 
cada ente lo posee entero. Por lo que no puede decirse 
que la suma de las cosas que han sido reales a través de 
la historia del mundo (pasadas, presentes y futuras) sea 
la suma de la realidad, pues una vez que ésta no se 
puede sumar, luego podrían ser reales muchas cosas 
que no lo son (este niño abortado habría podido ser un 
hombre adulto). La suma de los entes posibles supera la 
extensión de los realizados; pero hay entes posibles que 
no son precisamente reales, de modo que la disposición 
del ser para realizar entes es mayor que su suma. Un 
ente pensado como posible no tiene como tal, en nin-
gún caso, la capacidad de realizarse a sí mismo, pero, 
por otra parte, lo que se realiza necesita de un ente para 
realizarse en él: un ente real que es obtenido y puede 
actuar desde sí mismo. (Un animal posible no puede 
moverse, ni comer, ni multiplicarse; sólo puede hacerlo 
uno real y, precisamente, desde su esencia realizada.) 
De ahí la afirmación fundamental ·Esse significat aliquid 
completum et simplex, sed non subsistens•: .Ser real sig-
nifica algo completo y simple, pero sin existencia en sí· 
(sino sólo en entes particulares) (Thomas, de pot. 1,1).El todo de la realidad sólo existe en el fragmento de un 
ente finito, pero el fragmento no existe más que por el 
todo del ser real. 
Esto da por resultado, en primer lugar, una diferencia 
real entre el ser como realidad y los entes particulares; 
pero en seguida surge la pregunta: ¿Qué es apropiado a 
este ente limitado y determinado como tal para un ser, 
puesto que nada ciertamente puede caer fuera del ámbi-
to del ser dispensador de realidad? La respuesta es difí-
cil, porque lo que se realiza como tal no tiene ninguna 
existencia en sí, tampoco puede desarrollar ante sí, por 
tanto, entes, para realizarse en ellos, y, sin embargo, 
debe ponerse en lo que se realiza la posibilidad de 
47 
Epílogo 
obtenerse en entes particulares. Esta paradoja remite a 
un fundamento, que tanto es la suma de toda la reali-
dad como tiene la subsistencia requerida para la 
delineación de entes. 
Esto se hace visible por haber una gradación de los 
entes mundanos, conforme a la cual se descubren éstos 
cada vez más transparentes tanto de su realidad como 
de su esencia realizada, o más exactamente: de la fuer-
za (dynamis) de autorrealización (energeia) regalada a 
su esencia real. Y en cuanto pueden esto por la reali-
dad regalada a su esencia, obtienen el panorama para 
la realidad en general (que traspasa como tal, indivisi-
blemente, el mundo de la esencia); la planta vive en el 
inconsciente enrejado de su ambiente, el animal cono-
ce su ambiente, el hombre está abierto al mundo en su 
conjunto, su autoconciencia no existe sin conciencia 
del mundo, tanto que sólo llega a la autoconciencia 
interpelado desde el mundo. De este modo, el •esse 
simplex non subsistens• llega finalmente a sí mismo en 
la perfecta reflexión del ente humano como espíritu; 
verdad es que, como aún se aclarará, en un asombro 
de que le esté abierto el todo, es decir, la experiencia 
de realidad, a él, que se sabe fragmentario (en medio de 
los innumerables fragmentos de ente del mundo), y se 
le abra desde él mismo. En tanto que éste es una cum-
bre cualitativamente insuperable dentro del mundo, 
puede decirse que la construcción gradual del mundo 
(óntica o, a la vez, evolutivamente considerado) ascien-
de esencialmente hacia el hombre. Por cuanto que en 
él, el ser (como realidad) no sólo es esencialmente en 
sí, sino para sí, se reflexiona, el hombre puede califi-
carse de ·imagen y semejanza de Dios•, en el que, 
como antes se dijo, debe estar el ·esse completum et 
simplex•, a la vez •subsistens•; por cierto, sólo una ima-
gen, porque esto sucede en el hombre, en una entidad 
aislada, pero, sin embargo, una imagen, porque la sub-
sistencia de Dios no le proporciona en verdad estre-
48 
Umbral 
chez, mas sí precisión -en contraposición al ser que se 
realiza de modo no subsistente. Ningún ente mundano 
puede alcanzar (aun cuando alcance el ser en la con-
ciencia) la unidad de esencia y existencia (essentia-
esse), porque nunca se puede proporcionar a sí mismo 
su existencia, sino que debe tomarla como un don. Por 
esto el ente más libre consiste precisamente en sí 
mismo, pero no se fundamenta en sí mismo, sino más 
allá de su mismidad en una realidad superesencial, en 
el ser por antonomasia, pero no sin realizarlo, como los 
entes infrahumanos, sino mientras lo reflexiona a base 
de lo que lo convierte, como se ha dicho, en una ima-
gen de Dios. 
Una advertencia hay que añadir a lo dicho. Dios no 
puede •construirse• a partir del mundo por la equipa-
ración de una esencialidad in-finita a lo real ·simple, 
indivisible, pero no subsistente•; pues conocemos 
estos ·elementos• del ser del mundo sólo en su defi-
ciencia mutua, que no desaparece de manera automá-
tica cuando ambos se identifican inmediatamente. El 
pensar juntamente dos finitudes (también la no subsis-
tencia de lo real remite a unas tales finitudes) no da 
por resultado el Absoluto, a lo sumo remite a algo que 
está más allá de ambas, sin poder proporcionar una 
representación de Él. El hecho de que al espíritu que 
reflexiona sobre todo lo realizado se le califique de 
·imagen• de Dios señala, por cierto, en una dirección en 
la que debe estar el prototipo, pero, a la vez, prohíbe 
hacerse una ·imagen del prototipo•, sin la cual la ima-
gen -un ente determinado, capaz de concebirse a sí 
mismo y por eso, potencialmente, a todo ente- no 
sería realmente en absoluto imagen en su comprensión 
progresiva, que nunca puede ser plena en el mundo. 
•No se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír•, dice 
Cohélet (1,8); sólo puede decirlo porque, por una 
parte, sabe de un deseo inalcanzable de plenitud de 
sentido y espíritu, del postulado que apunta a lo irrea-
49 
Epílogo 
lizable, y ciertamente, por otra parte, remite sin cesar 
al hombre a su finitud terrestre: lo en este mundo 
alcanzable es satisfacción y •en toda su fatiga• estar 
agradecido a Dios (3,12ss.). Esto quiere decir que no 
podemos absolutizar nada finito (como, por ejemplo, 
el espíritu en contraposición al cuerpo), para •cons-
truir· a Dios, pero que, sin embargo, hemos de mirar a 
la dirección en la que indican las líneas de nuestro ser 
en dos sentidos finito; no podemos calcular cómo esas 
líneas se cortan en lo infinito. Basta que sepamos que 
nada finito, aun realizado. se ha puesto a sí mismo: 
tiene como horizonte (principium et finem... incom-
prehensibilem OS 3004, 3001) un fundamento, al que 
se debe. ·Similitudo- major dissimilitudo.• 
3. Manifestación y ocultamiento 
La realidad proporciona a todo ente su ser-en-sí (su 
ser-para-sí en el ente espiritual), pero también, puesto 
que todos los entes reales lo son por la única realidad, 
su ser-con (su ser-para-un-otro en el ente espiritual). 
Por eso todo ente tiene el don de poder •expresarse• 
frente a otros, lo que presupone una •capacidad interior• 
de poder comunicarse (mit-teilen), que significa un mis-
terioso •partir• •con• los otros, pues lo que se comunica 
se da a la vez y -para poder darse- se conserva. El 
ser real, que ha sido regalado al ente, entraña en sí, por 
esto, una dualidad que por de pronto puede aparecer 
contradictoria: fundamentarse en sí mismo (lo cual el 
simple ente no lo podría realizar desde sí mismo, de lo 
contrario sería Dios) y salir de sí, por una dinámica dada 
a él, para realizarse también a sí mismo (su interior) en 
esta manifestación. 
Si se efectúa la manifestación en un ente consciente 
(animal) y finalmente en uno autoconsciente (humano), 
entonces se perfecciona en sí mismo un ente real que 
50 
Umbral 
aparece (lo que siempre puede suceder: un paisaje, un 
ser vivo, un prójimo) dentro del espacio a él ahí ofre-
cido; este espacio puede ser concepción sensible o 
espíritu que recibe y entiende (intellectus passibilis et 
agens). Los entes reales se perfeccionan unos con otros. 
Pero esto tiene su complemento en que un espíritu que 
concibe y comprende mediante la sensibilidad entiende 
la aparición como el autoperfeccionamiento de lo que 
se muestra, y no como algo perteneciente a él mismo: 
al espíritu; con otras palabras: su conocimiento no se 
aplica a las apariciones en su espacio interior, sino 
inmediatamente, por medio de éstas, al otro ente que se 
muestra, a la •Cosa en sí•. No tiene a lo otro como otro 
en sí --que sería una contradicción-, pero interpreta y 
entiende sus manifestaciones como las de su interiori-
dad o subsistencia. Esto se produce de la manera más 
clara en el diálogo interhumano, donde la palabra del 
interlocutor es evidentemente la manifestación del otro, 
que quiere que se entienda no su palabra resonante, 
sino él mismo. 
Pero como el otro, al manifestarse, es siempre más 
que su manifestación, subsiste también para mí como 
el que se manifiesta realmente, se revela oculto en su 
subsistencia, sólo bajo esta condición hay realmente 
algo que comparte conmigo; no en el sentido cuantita-
tivo de que me diera sólo la mitad, y la otra mitad la 
conservara para sí, sino en el cualitativo de que, para 
compartirse a sí mismo como dado, debe salvaguardar-se a sí mismo como el que da; salvaguardar no signifi-
ca retener, sino posibilitar el don. Puede ·desahogarse 
completamente• conmigo, pero sólo en cuanto sigue 
siendo él mismo y no se hace yo. Y esto de tal modo 
que yo, en cuanto acojo su •aparición· en mí, por eso 
no le tomo en posesión, sino que más bien soy absor-
bido por él. Pero esto sólo es posible, considerado 
desde mí, el que acoge, si puedo reunir la multiplicidad 
de sus modos de aparición -sonidos, colores, movi-
51 
Epílogo 
mientos- en la •unidad de mi apercepción· de la rea-
lidad del ente que topa conmigo, la que puedo cono-
cer desde mi propia realidad por esto, porque sé que 
mi esencia no es su propia realidad, ésta supera más 
bien, como realidad, en orientación hacia un infinito, la 
estrechez de mi esencia. Puesto que experimento eso 
en mí mismo como diferencia, puedo conceder al inter-
locutor la unidad en la diferencia de su ser-para-sí y su 
manifestación; según esto se necesita del abarcador 
medio unitario de la realidad, para ·dejar ser• al otro (o, 
en general, a todo otro) en su propia unidad, en el mis-
terio de su para mí inaccesible existencia. Lo o el otro, 
por tanto, me es patente como un misterio que está 
más allá de todos los conceptos, precisamente entonces 
cuando se me manifiesta sin voluntad de reserva. 
Mientras aparece, se aclara, pero el ojo del espíritu 
conoce la luz sin ver al luciente Sol. 
En tanto que lo o el otro se manifiesta en mí como 
en un sujeto, sin abandonarse a sí mismo como sujeto, 
se muestra en el acto del compartir y conocer una con-
fianza fundamental de los ·objetos• para conmigo, su 
llamamiento a un amor óntico; ellos, para su autorre-
velación (y, consiguientemente, autoperfección), nece-
sitan el espacio ajeno, donde deben cobijarse, sin 
poder reclamar desde sí este espacio. Por otra parte, no 
puedo, como queda dicho, echármelas de señor de los 
objetos, en tanto que posibilito su perfección, pues yo 
mismo sólo en la llamada de esos extraños descubro mi 
propia diferencia y, consiguientemente, soy regalado a 
mí mismo como el ente que se descubre a la vez como 
realidad a sí mismo y a los otros en la luz abarcadora 
del ser. Esta luz obra tanto abarcadoramente desde más 
allá de los entes finitos como también desde la profun-
didad de los entes regalados por la luz del ser; cuanto 
más sucede tal cosa, esos entes llegan a ser tanto más 
conscientes y autoconscientes, y así pueden reflejar la 
luz en sí mismos. 
52 
Umbral 
4. Polaridad en el ser 
De este modo se entreabre el problema de la unidad 
del ser -en secreto siempre había estado ya latente-, 
al que se debe renunciar a llevarlo a un denominador 
unívoco. La realidad (esse) sólo puede ser una (la idea 
de dos •especies• de realidad es absurda desde un prin-
cipio) en tanto que es ·completum et simplex•. Pero, por 
otra parte, no subsiste en sí, sino en una infinidad de 
entes, y confiere a cada uno de ellos su unidad esencial 
(sustancial). El entendimiento ordenador puede segura-
mente organizar estas unidades, comparándolas, en 
especies y géneros, pero ni especie, ni género subsiste 
como tal, sino sólo lo que con razón se llama lo indi-
visible, in-dividuum. También aquí reina un mutuo 
donar-se: el ser proporciona al ente su indivisibilidad, 
el ente proporciona al ser (como realidad meramente 
suspendida, que no encuentra en sí ningún apoyo) su 
realización. En eso el ser es siempre tanto lo que tiene 
un valor más general, que abarca infinitamente todo lo 
finito, como lo particular, que es tan único que no 
puede ser clasificado bajo nada. Este hombre determi-
nado es irrepetible: aquí no vale precisamente ·Hombre 
es hombre•. 
Esta identificación de la polaridad de todo ser que se 
encuentra en el mundo será orientativa para todo lo 
siguiente. Pues si la primera propiedad omnirreinante 
(trascendental) del ser no se ha de reducir a ningún 
concepto unívoco, así deberá valer necesariamente lo 
mismo también en el caso de todos los siguientes •tras-
cendentales•: de lo verdadero, bueno y bello, que sólo 
pueden tener su sitio dentro del ser real. 
Esta polaridad sigue siendo tan misteriosa porque no 
se puede decir que el ente finito no es él mismo tam-
bién ser y por cuanto que debe ser emancipado de la 
realidad abarcadora en orden a su autoperfección, pero 
esto nuevamente no se puede representar, pues la rea-
53 
Epílogo 
lidad como tal, en tanto que no subsiste y por esto no 
puede proyectar ningún ente, tampoco puede producir 
desde sí (para su autorrealización), y precisamente ya, 
de ningún modo, esta cantidad de entes enteramente 
determinada, limitada y configurada en respectividad 
mutua de tales entes. 
La polaridad esencial del ser mundano, cuyos polos 
sólo se hacen inteligibles unos por otros, remite sin falta 
a una identidad como fundamento, que, sin embargo, 
como arriba se mostró, no es construible a partir de los 
polos mismos. Pues la realidad, como la conocemos, 
sólo obtiene subsistencia en entes finitos, y éstos no son 
pensables como entes sin pensar ya la realidad junto 
con ellos. Esto debe valer también para el (inimagina-
ble) infinito entendimiento de Dios, que puede esbozar 
posibles mundos, que no realiza. A eso, a que el Abso-
luto debe ser espíritu libre, alude el hombre como •ima-
gen de Dios• y todo el orden del mundo que hay bajo 
él, sin que hayamos podido imaginar qué es espíritu 
infinito en sí. 
Y ciertamente queda aquí aún por considerar un 
aspecto de la diferencia. Pues no se fija desde un prin-
cipio que la diferencia válida para los entes del mun-
do, que pudo describirse con la polaridad del ser del 
mundo, debe entenderse como una caída desde la iden-
tidad divina. Pero ella es el presupuesto para la relación, 
trato e intercambio de los entes entre sí, para su mutuo 
alojamiento allí donde son conscientes y autoconscien-
tes, y así el primer grado óntico de lo que es el amor 
entre entes libres. Si éste es considerado con razón 
como una perfección, ya que en virtud de él los entes 
se perfeccionan en otros, puede hacerse a la absoluta 
identidad de ser y ente la nueva pregunta de si y cómo 
puede fundamentarse en él esta perfección intramunda-
na. A partir de una consideración filosófica como la pre-
sente no puede deducirse una respuesta a esa pregun-
ta, ante todo porque, como se dijo, el •esse completum 
54 
Umbral 
et simplex, sed non subsistens• de la realidad del mundo 
sólo puede remitir veladamente a la absoluta identidad; 
menos aún, la infinita variedad de los entes puede hacer 
vislumbrar la única subsistencia universal del ente abso-
luto. Sólo puede decirse poca cosa: que en el amor 
interhumano proyecta su sombra un misterio que actúa 
en el principio, pues los amantes, en los que reina el 
abarcador ser real, nunca se cierran unos a otros, sino 
que en su fecundidad (como siempre proporcionada) se 
abren al misterio original del ser. La fecundidad natural-
mente ligada (como la procreación de un niño) es ver-
dad que sigue siendo una alegoría importante, aunque 
limitada, de esta fecundidad del amor, al que debe 
corresponder prototípicamente algo inefable dentro de 
la identidad divina. 
5. Mostrar-se 
a) Todo ente mundano es epifánico, precisamente en 
la diferencia descrita. El principio vital de un árbol, invi-
sible en sí, se muestra esencialmente en forma, creci-
miento y variación de la aparición del árbol. Extiende su 
unidad esencial en la pluralidad de sus formas de apa-
rición e indica su realidad, la que le es propia dentro de 
la realidad total. Tiene una forma que se cambia orgá-
nicamente, que se muestra como unitaria e inmutable 
en su cambio no arbitrario, sino conforme a ley. La 
forma de aparición del ente es el modo como éste se 
expresa, una especie de lenguaje átono, pero no desar-
ticulado, en el que las cosas no sólo se expresan a sí 
mismas, sino siempre también la realidad total presente 
en ellas, que (como •non subsistens•) remite a lo real 
subsistente: ·Los cielos cuentan la gloriade Dios, ... un 
día lo anuncia al otro y una noche comunica la noticia 
a la próxima. No hay lenguaje, ni palabras, ni voz que 
se pueda oír; mas por toda la tierra son legibles sus ren-
55 
Epílogo 
glones, hasta el confín del mundo llegan sus palabras• 
(Sal19,2-4). O con el poeta: ·En todas las cosas duerme 
una canción, 1 sueñan entonces sin cesar, 1 y el mundo 
comienza a cantar, 1 encuentra sólo la palabra encanta-
dora.• El poeta •puede decir lo que cada cosa quiere 
decir· (Claudel). Goethe diría más sobriamente que 
todas las cosas ponen una ·forma•, que el ojo capaz de 
ver para leer entiende como ·forma acuñada, que se 
desarrolla viviendo•. Nuevamente interviene aquí en el 
juego la paradoja de la revelación en el ocultamiento o 
el fenómeno del remitir que es inherente, como sentido, 
a la forma acuñada, y sin lo cual es cierto que podría 
ser forma, pero no acuñada por nada. Cuanto más libre 
es lo que acuña, tanto más articuladamente y de modo 
más personalmente único se manifiesta -lo más clara-
mente en el lenguaje humano-, pero precisamente la 
libertad de la manifestación permite entonces también 
al que se manifiesta encerrarse más profundamente en 
ella: la libertad como tal no se puede mostrar, por más 
que pueda indicarse. En todos los casos, también en los 
puramente naturales, la epifanía de los entes es su 
autointerpretación, que es significativa, aunque también 
sólo a modo de indicación. Y puesto que ellos introdu-
cen su significar en un sujeto, incumbe a éste la tarea 
de la interpretación. 
Debido a que se indican tantas cosas al sujeto, que 
-como pronto se ha de describir más de cerca- pue-
den interpretarse como un todo y además real, al prin-
cipio de toda reacción ante eso está el asombro: y pre-
cisamente en dos respectos distintos interimplicados: en 
el de que lo real desconocido puede mostrarse en una 
forma perfecta, bella, y en el de que la misma luz remi-
te a la realidad que aparece en ella y a la vez la tras-
ciende. La polaridad de la propiedad trascendente del 
ser belleza estriba en esta dualidad de forma de luz que 
descansa en sí y de señalar más allá de la forma a un 
ente (real) que se ilumina en ella. Ahí se trata menos de 
56 
Umbral 
la posible mayor acentuación de la forma en lo artístico 
(·clasicismo•) o de su señalar más allá de sí (•romanti-
cismo•) que, más bien, de la actitud espiritual que o se 
limita a la luz que hay en la pura forma y aparición (el 
•estadio estético· en el sentido de Kierkegaard) o perci-
be la remisión de la epifanía a su realidad oculta. En el 
segundo caso, lo bello remitirá al ser real, donde lo 
bello se muestra inseparable de lo bueno y lo verdade-
ro. La aparición puede ser bella, aunque esté separada 
de esa profundidad y la frustre en sí misma: entonces se 
convierte en apariencia. Para ser aparición, necesita de 
la indicación que hay en ella, entonces es epifanía. Si se 
niega lo que aparece como no existente, la apariencia 
se convierte en lo último, lo que todavía puede tener 
dos sentidos distintos: si recae el interés en la •cosa en 
sí, entonces la aparición• se convierte en lo único digno 
de atención, revalorizada como •encantadora• (otra vez 
el •estadio estético•, se deberá contar también, en orden 
a ello, un consecuente impresionismo), si se conoce, 
por el contrario, el Absoluto, en teología negativa, como 
lo inefable y se pretende como tal, entonces puede leer-
se y formarse la aparición (acaso en el arte del tao o en 
la pintura zen) como alusión inmediata al misterio del 
•VaCÍO•. 
b) El destinatario de lo bello en todos sus modos (la 
forma puede ser también ritmo que fluye temporal-
mente o acción que pasa dramáticamente), sobre el 
fundamento de la •unidad de su apercepción•, puede 
leer formas como totalidades. No recoge impresiones 
particulares (logos de legein), para sintetizarlas, sino 
que desde un principio (en un juicio intuitivo que no 
subdivide, sino que reparte) comprende totalidades en 
su aparición a partir de la profundidad. Por eso, con 
este poder leer de formas, hay algo como veneración, 
pues lo que se indica es una realidad inalcanzable. 
Esta veneración y gratitud no se achata, si uno se acos-
57 
Epílogo 
tumbró a la esencia de lo que aparece, sino que sigue 
perteneciendo al fenómeno de la epifanía que siempre 
se regala de nuevo. ·Ya porque estás, se te debe agra-
decimiento•, la frase de Georges no sólo podía valer 
para el amado, sino para todo lo que se nos abre, que 
nunca está completamente sin forma (caos), más bien 
se nos ofrece (suplicando) una forma, aunque imper-
fecta. Y si la forma que se ofrece sólo difunde una luz 
borrosa, así no se ha de olvidar que el acto donador 
de realidad, en el que se fundamenta todo ente finito, 
es la propia luz del ser, que se refleja también en este 
ente, sobre todo si es autoconsciente. De esta manera, 
en el que conoce, se ha de distinguir la unidad obte-
nida por la imaginación de la adquirida en la razón 
percipiente. La primera produce como unidad una 
·imagen· que puede aparecer en sí ·significativa• y 
como bastándose ahí a sí misma; así, por ejemplo, las 
imágenes estético-religiosas y los mitos, cuyo significa-
do no remite más allá de sí, más bien permiten al con-
templativo descansar en su propia luz (que como tal es 
ya su ·sentido profundo•). ·Remiten• seguramente, 
pero, en último término, a nada más que a sí mismos. 
Su significado está en su aludir a sí mismos; quien, 
como los estoicos, interpreta los mitos homéricos en el 
plano de las legalidades de la naturaleza, los destruye. 
De las ·imágenes• del Antiguo Testamento, aunque 
pueden ser realidades -el rey, el sacerdote, el profe-
ta, el siervo de Dios, el templo, el sacrificio, etc.-
puede decirse que ·significan· en un modo distinto y 
ciertamente análogo; sólo que la realidad Qesucristo), 
a la que señalan, no se manifiesta a ellas mismas y a 
los familiarizados con ellas, son ·figures• (Pascal) sin 
que en ellas se manifestara de qué lo son. Así la ente-
ra tragedia existencial del mundo mítico y, en parte, 
también veterotestamentario, a pesar de todo, parece 
pertenecer aún al •estadio estético• (Kierkegaard vio su 
cumbre en ·Don Giovanni•, para el que las mujeres 
58 
Umbral 
sólo son imágenes de su eros, pero no personas). Que 
las imágenes remiten ciertamente al ente real que se 
manifiesta en ellas sólo puede comprenderse desde la 
unidad de la (por Kant, en KR.D.R.V., A 108, llamada) 
•apercepción trascendental•, que solamente hace justi-
cia al concepto pleno de ·forma•. Ésta es más que ima-
gen; es la unidad autopresentativa de lo que se 
encuentra a la vez con la autoexperiencia (realidad 
vista en el cogito/sum), de modo que eso y el yo -a 
pesar de la diferencia de nuestra esencia única-
comunican en la sola profundidad de la realidad 
(esse). Nada más que en la profundidad de esta comu-
nicación acontece conocimiento espiritual, no por anu-
lación de las imágenes, sino en su conmemoración 
como formas de aparición del ente. El hombre no 
puede ganar nada más que el que se le manifieste 
desde la profundidad ·cómo lo firme la deja cuajar en 
espíritu 1 cómo ella conserva firmemente lo testimo-
niado por el espíritu• (Goethe). Más allá de la imagi-
nación, pero no sin ella, acontece lo que se puede cali-
ficar de ·formación•: el duradero, nunca concluido 
proceso mutuo, en que el sujeto del conocimiento, por 
medio del mundo de las imágenes, asigna su ser vale-
dero a las cosas reales, mientras que las cosas, por su 
parte, no simplemente pueblan de imágenes al espíri-
tu cognoscente, sino que lo perfeccionan en sí mismo. 
Pero cuanto más formado está el espíritu, tanto más 
auténticamente aprende a distinguir, en la distinción 
intramundana de los espíritus, la aparición genuina de 
la superficial, con frecuencia engañosa apariencia. 
e) Desde esta epifanía trascendental de todo ser 
mundano puede lanzarse, de antemano, una mirada a 
la estructura de la revelación de la realidad absoluta, 
en cuyo centroestá la forma de Cristo. Frente a ella es 
posible (aunque análogamente) la doble actitud des-
crita: leerlo como mera ·imagen•, en sí misma signifi-
59 
Epílogo 
cativa, o como ·aparición• de aquello a lo que como 
imagen remite y, según su autodeclaración, quiere y 
debe remitir siempre, para ser entendido en su •reali-
dad·. Como imagen (en el mismo plano que todas 
las demás imágenes que aparecen en la historia del 
mundo y en la historia religiosa) lo contempla el méto-
do histórico-crítico, que sitúa entre las formas esboza-
das mediante los testigos de Cristo, distintas y a veces 
contradictorias, y él mismo, la •cosa en sí•, el plano 
problemático de la posible •apariencia•. Sobre cuánto 
es aquí •apariencia•, que sólo debe •remitir• conforme 
al parecer de los testigos, cuánto, al contrario, •apari-
ción· de la cosa en sí misma, sobre esto puede tener 
lugar, en este plano, una disputa interminable. Para 
que esta •apariencia•, sin eliminar el plano de la •uni-
dad de la imaginación•, pueda hundirse en una verdad 
más profunda de •aparición•, hay suficientes indicios, 
que se describieron ante todo en ·Estética 1·. Baste 
recordar brevemente que la diferencia de las imágenes 
(desde ahora mismo los cuatro evangelios) es compa-
rable a las diferentes vistas que resultan en el recorri-
do en torno a la misma estatua, que estas diferencias 
sólo entonces obtienen sentido cuando se incluyen 
todas las dimensiones que pretende ofrecer la autoin-
terpretación de la •cosa en sí· Qesucristo): representa-
ción de Dios (el Padre), reconocible en el Espíritu 
Santo (Trinidad), muerte en cruz como (atemporal) 
reconciliación de Dios con el mundo pecador, resu-
rrección como salvación y plenificación en Dios de la 
creación entera, institución de la Eucaristía (pleno 
poder, Iglesia, comunidad de los santos, presente dura-
dero de Cristo en la historia). Todos estos (aquí sólo 
aludidos) aspectos de la forma interpretada son indis-
pensables, si lo que se presenta quisiera interpretarse 
a sí mismo en su real unidad. Una vez más es innece-
sario insistir en que la ·deformidad· de la muerte en 
cruz y del abandono de Dios ocupa un espacio central 
60 
Umbral 
en esta forma del todo, por primera vez hace a esta 
misma propiamente legible (en plano más profundo: la 
muerte del héroe es, con bastante frecuencia, indis-
pensable para la unidad estética de la forma de una 
tragedia). Pero puesto que Cristo (sometido como 
hombre a las estructuras intramundanas de fundamen-
to y aparición) se presenta a sí mismo, a la vez, como 
interpretación del (supramundano) ser absoluto, lo 
hace completamente único, de modo que las estructu-
ras mundanas de ·forma y luz• (belleza) sirven hasta 
para la epifanía antes mencionada del Absoluto. A par-
tir de ahí se explica el doble acontecimiento: un día la 
necesidad de la ascensión (la aparición debe desapa-
recer, a fin de que se haga comprensible que era real-
mente revelación del Absoluto), pero luego el Espíritu 
divino debe interpretar precisamente esta forma como 
la única aparición definitiva del Absoluto, del Hijo, que 
permanece, como corpóreo, invisible en la Iglesia y en 
el mundo (en otro caso sería revocado de nuevo, de 
un modo contradictorio, lo sentado como definitivo). 
Si ulteriormente la muerte-(expiatoria) del Hijo se 
interpreta como el amor perfecto de Dios al mundo, se 
divisa una vez más en el Absoluto la ya insinuada aná-
loga (supra-)diferencia en la identidad de Dios y, con 
ello, la posibilidad de que una diferente •persona• divi-
na (idéntica con el ser absoluto) entre en el lugar 
donde todo ser humano personal se fundamenta en la 
omniabarcante realidad (del mundo) y desde ahí ·per-
sonaliza• al ser individual del hombre Jesús. Para el 
que conoce y afirma tal ente único, esto significa, sin 
embargo, que eso no puede resultar simplemente en 
virtud del ser común real (en el ·esse non subsistens•), 
sino que el ser absoluto, siendo en la persona de Jesús, 
se debe regalar libremente desde sí -y exactamente 
esto es •gracia-, con el fin de que pueda verse la 
forma total de Jesús como revelación de Dios, lo cual 
ciertamente no excluye que se pretenda ahí la estruc-
61 
Epílogo 
tura humana racional del conocimiento. Y dicha es-
tructura será ahí tanto más vigorosa cuanto más direc-
ta e indisimuladamente pueda concernir al fenómeno 
de Cristo: •se revela a los humildes, se oculta a los inte-
ligentes y sabios•. Una vez más está el asombro agra-
decido en contra del infructuoso cavilar. Por último: la 
diferencia intramundana ·forma·-·luz• no se pierde en 
el conocimiento cristiano de fe. Pero, para ser válido, 
sólo puede tratarse ahí de prevalencias: por una parte, 
el conocimiento puede efectuarse por sumersión en las 
formas de aparición y concentrar ahí toda luz: por 
ejemplo, considerar toda particularidad del camino de 
la cruz en dirección hacia el amor absoluto de Dios 
que ahí aparece; por otra parte, puede sumergirse 
directamente en la luz infinita de amor del Dios trini-
tario, pero sin dejar nunca tras de sí como insignifi-
cante la forma de aparición de Dios en las insupera-
bles formas concretas, sensibles del Evangelio. 
En toda belleza hay un momento de la gracia: se me 
muestra más de lo que tenía derecho a esperar, por eso 
se produce el asombro y la admiración de que ·haya• 
ser en una abundancia que fluye inmensurable, pero 
que se vierte en entes y ahí llega a realidad perfecta; 
también en mí, que no me debo a mí, sino a él (para 
mi eterno asombro). Pero los entes consuman, precisa-
mente por el acto de ser, su individual iluminarse y 
mostrarse (como en agradecimiento porque un funda-
mento primero los ·deja ser•) en una ·forma• cuyos 
momentos •se ponen• unos a otros, recta y manifiesta-
mente, desde la unidad: lo coincidente en la unidad es 
tanto la luz como la forma (tratándose del aconteci-
miento). La gracia entitativa que actúa en todo esto es 
peraltada cualitativamente allí donde el Absoluto se 
ilumina y se forma acabadamente en los seres finitos; 
ante esta gracia por antonomasia, que ya no manifiesta 
belleza, sino gloria, ya no se requiere sólo admiración 
y encanto, sino adoración. 
62 
Umbral 
6. Dar-se 
a) Los trascendentales, que traspasan todo el ser, sólo 
pueden existir unos en otros. Esto se muestra ahora 
inmediatamente: lo que se muestra (belleza), se comu-
nica, se da (bien). Y asimismo se manifiesta inmediata-
mente también (en un primer aspecto) que todo lo 
bueno del mundo posee también una estructura polar. 
Es lo que se pretende en una cosa: •omnia bonum appe-
tunt• (dice Tomás con Aristóteles), •no sólo los entes 
dotados de capacidad cognoscitiva, sino también los 
incapaces de conocer• (De ver. 22,1). Puedo ciertamen-
te aspirar a lo bueno, porque lo necesito para ser o por-
que sencillamente me satisface (lo que puede estar 
motivado de manera enteramente egoísta) o, al contra-
rio, porque lo quisiera ganar como lo bueno en sí -lo 
que: por cierto, sólo puede un ente cognoscente y 
libre- y únicamente aquí aflora con plenitud lo bueno 
y me obliga inmediatamente a hacerme a mí mismo un 
autodonador. Poder regalarse sólo se puede con buena 
conciencia si se está dispuesto a regalar, por su parte, 
sin cálculo y en libertad. Lo bueno figura en este grado 
espiritual tanto como norma sobre el que regala como 
sobre quien recibe el regalo (pero dispuesto por su 
parte a regalar de nuevo), por otra parte, traspasa las 
conciencias libres de ambos. 
Este grado espiritual posee, según la afirmación de 
Tomás, sus grados previos en la naturaleza infraperso-
nal, en la que el hombre corporal conserva su parte. La 
planta tiene un ·derecho· a agua y sol, el animal a ali-
mento -vegetal o animal- (el animal apetecido como 
alimento posee atributos que posibilitan el cumplir esta 
función), el hombre como ente corpóreo tiene derechos 
de toda clase: a la existencia (contra aborto y homici-
dio), a todas las formas indispensables de educación 
corporal y espiritual y auna manutención duradera. 
Pero todo esto no como animal, sino como ser viviente 
63 
Epflogo 
humano, de modo que llegamos a la conclusión para-
dójica de que el hombre, en todo estadio de su vida 
(como niño, aún no adulto, adulto), tiene un derecho al 
amor, sin el cual no sería en absoluto hombre, sino niño 
lobo; tiene, pues, un derecho a lo que no puede ser 
obtenido por la fuerza, sino sólo concedido en libre 
autoentrega. La paradoja aparece claramente en la frase: 
·Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor• 
(Rm 13,8). Deuda que nunca puede satisfacerse defini-
tivamente. 
En el derecho que es inherente al ser persona, en 
tanto que la persona siempre vive en comunidad, hay 
una forma de poder (y violentabilidad) frente a lo que 
es esencialmente inviolentable: el amor. Además está lo 
que cada uno se representa como lo debido frente al 
otro, lo cual en los particulares es muy distinto, lo exi-
gido puede rehusarse por buenas o malas razones. En 
ambos tiene su origen la dramática que se desarrolla 
entre libertades humanas, desde el pequeño drama 
familiar hasta el drama total de la historia universal. El 
teatro es el sitio donde se representa esta dramática 
(como espectáculo, tragedia, comedia), con la indica-
ción siempre incluida de que el espectador por su parte 
es compañero de actuación en el escenario de la vida. 
Un concepto de la infinidad de situaciones conflictivas 
fue ofrecido en ·Teodramática 1·; aquí no han de exten-
derse renovados ni su abundancia y diversidad ni el 
carácter de remitir a la existencia. Pero de la paradoja 
antes desarrollada se infieren las complicaciones que 
continuamente resultan: derechos de grado inferior (a 
la libre elección de un programa restringido de vida o 
también de una persona querida, por ejemplo) chocan 
con derechos de validez y urgencia superiores: ¿qué 
exige la norma superior y qué la conciencia de los que 
defienden los derechos que chocan? ¿Qué posibilidades 
hay de arreglo? La victoria del •más fuerte•. Si es el más 
fuerte físicamente, ¿se da entonces ahí una solución 
64 
Umbral 
espiritual o sólo un aplazamiento del problema? Si es el 
más fuerte moralmente, ¿convencerá al adversario de su 
superioridad? ·Convencer• es una palabra rara, significa 
originalmente convencer ante el tribunal mediante tes-
tigos (ya el así convencido responda por su injusticia o 
no), para finalmente conseguir el significado: •Convertir 
con razones a una opinión• (donde una vez más sigue 
abierta la pregunta de si el inculpado se deja conven-
cer en libertad o no). Como los derechos pueden gra-
duarse objetivamente, lo mismo sucede con las opinio-
nes subjetivas que se apoyan en ellos. Aquéllos son 
norma objetiva remota, éstas norma subjetiva próxima. 
La polaridad no puede ciertamente detenerse como si 
hubiésemos llegado a lo último, debe remitir a una 
identidad que está más allá de ellos en el Absoluto. 
Aquí no puede tratarse ya en ningún caso de la aplica-
ción física del poder; lo que debe coincidir son dere-
cho (justicia) y amor; Anselmo designó esta coinciden-
cia con la palabra de lo recto y rectificador por 
antonomasia, ·rectitudo·. 
b) Además se suscita la pregunta de en qué modo lo 
bueno •actúa·: se regala --esto es su esencia-, pero 
¿tiene el poder de hacerse acoger por una libertad? ¿Se 
deja influir la libertad desde fuera, volviendo a entender 
simplemente la palabra ·influjo• en su sentido funda-
mental? Muchos lenguajes conocen esta imagen de un 
desbordarse desde el bien, para mediante confluencia 
en el otro ·influir· en este otro. La imagen parece enga-
ñosa, pues nada puede infundiese al pie de la letra, 
desde fuera, en una libertad, que es causa original de sí 
misma. Toda la apologética que se expuso en la prime-
ra parte de esta obra acumuló razones para ·impresio-
nar· al espíritu; pero siguió dependiendo de éste el 
dejarse ·impresionar• por los argumentos. Además se 
trató de concepciones del mundo y religiones históricas, 
para las que los argumentos debieran aproximarse al 
65 
Epílogo 
espíritu desde fuera, empíricamente, no de verdades 
matemáticas, cuya plausibilidad encuentra ese espíritu, 
reflexionando, dentro de sí mismo. Después de los bue-
nos argumentos viene ·el buen ejemplo·, que quiere 
ejercer un efecto más fuerte, de cualquier modo más 
convincente (¡de nuevo la palabra!), •contagioso•. Cristo 
cuenta con eso: ·Así luzca vuestra luz ante los hombres, 
a fin de que vean vuestras buenas obras y alaben a 
vuestro Padre que está en el Cielo• (Mt 5,16). •Que sean 
uno como nosotros (el Padre y yo) somos uno, ... a fin de 
que el mundo conozca que tú me has enviado y que los 
has amado ... • (Jn 17,23). No atribuye a este ejemplo, sin 
embargo, ningún efecto infalible; de lo contrario, no 
prometería a los discípulos el odio del mundo, que los 
alcanzará, como a él lo ha alcanzado, y, por cierto, 
como ·odio sin motivo· (Jn 15,25); es decir, que el 
mundo resiste sin motivo a las razones más contunden-
tes. Así aparece la libertad ajena como una fortaleza 
inexpugnable. Pero ¿cómo puede Pablo, entonces, decir 
que derriba ·baluartes, arrasa todo castillo que se fortifi-
ca contra el conocimiento de Dios, apresa todo pensa-
miento para hacerlo obediente a Cristo• (2 Cor 10,4 s.)? 
¿Con qué armas conseguirá esto? ·Haciéndose el loco•, 
remite a su existencia apostólica, que debe •convencer· 
por esto: porque es reflejo de la existencia de Cristo; 
pero sabe al mismo tiempo que este modelo no tiene 
éxito en tanto que es ·imagen•, sino en tanto que lleva 
en sí la forma de la eficacia de Cristo: ·Si soy débil, 
entonces soy fuerte•; Cristo mismo le había dicho: ·Te 
basta mi gracia, pues en la debilidad llega la fuerza a la 
perfección· (2 Cor 12,10.9). Por esto se evita duradera-
mente la •sabiduría elocuente•, las •palabras persuasivas 
de sabiduría·, ·a fin de que la cruz de Cristo no sea 
vaciada (kenothe) de su poder• (1 Cor 1,17; 2,4). Aquí 
el modo de la ·influencia· de Pablo se remonta a la de 
la cruz de Cristo, de cuyo único ·poder· se ha de hablar 
ulteriormente. Pero como en el atrio, están a su favor 
66 
Umbral 
ciertos conocimientos accesibles a todos los hombres. 
Acaso los procedentes del poder purificador de lo trági-
co en la tragedia griega, considerados por Aristóteles: en 
el fondo (y liberada de todos los accesorios) está la sos-
pecha de que un hundimiento en autodonación puede 
llegar a ser la ·gracia· y •salvación• para un país ( ·Edipo 
en Kolonos·) o de que alguien purificado completamen-
te mediante su renuncia a la bienaventuranza puede 
hacer desdeñar, en orden a su salvación, su compasión 
por otros entes que sufren (el voto budista de compa-
sión). Cercana a lo que acabo de insinuar está la oración 
de intercesión, la cual no puede ser fecunda sin autoo-
frecimiento; en todas estas formas hay una renuncia a 
influencia directa y la vuelta a un fundamento en el que 
radica todo, también la libertad ajena (pues no se ha 
producido a sí misma, sino que su existencia es puro 
regalo). Además este fundamento •insubstancial•, común 
a todos los entes, puede representarse como siempre: 
míticamente como principio divino de todos los entes o 
apersonalmente como sosteniendo todo lo personal o, 
por fin, como poniendo suprapersonalmente fuera de sí 
toda libertad personal (aun la que se niega a sí misma). 
Bíblicamente, a partir de este sumergirse en la base que 
fundamenta toda libertad individual, desde el Antiguo 
Testamento, crece el pensamiento de la sustitución, que 
se perfecciona en la cruz de Cristo, la cual ·quita los 
pecados del mundo· desde ese ·por debajo· de todas las 
libertades que se hacen sordas a sí mismas. Claro que 
uno, desde ahí, se guardará de terminar en una domi-
nación del que se niega a sí mismo, sojuzgamiento que 
actúa automáticamente desde fuera; la salvación objeti-
va debe asumirse subjetivamente; sin embargo, desde lo 
que fundamenta, se efectúa un desligamiento de aquel 
que se liga a sí mismo y que ya no puededesatarse por 
su propia fuerza; simultáneamente con la adquisición de 
la conciencia de que la autoligazón de la libertad no es 
ni definitiva ni llena de sentido, se le representa al que 
67 
Epílogo 
se niega a sí mismo una imagen de libertad mejor (para 
el bien). Aquí puede obtener sentido la palabra del 
influjo, de la •comunicación, por fin, de la virtud divina•. 
Frente a una dominación, indigna de Dios, Ireneo pone 
la imagen de la •suasio•, que en último término se 
entiende ya en el sentido de la agustiniana •voluptas tra-
hens•. Ésta no es (como Agustín desarrolla clásicamente 
en ·De Spiritu et Littera·) ni violencia ni seducción desde 
fuera, sino descubrimiento de la libertad más íntima del 
corazón, que precisamente consiste en el amor a Dios y 
al prójimo: la imagen representada en la •suasio· es al 
mismo tiempo la capacidad para la más propia libertad, 
descubierta graciosamente en el corazón del hombre 
mediante el fundamento del amor de Dios (el Espíritu 
Santo). ·Cum potestas datur, non necessitas utique im-
ponitur• (l.c. 31,54); pero sin •suasio vel vocatio cui cre-
dat• la libertad no tendría ningún poder para decidirse 
por la fe; la preparación del camino y el recorrido del 
camino para la afirmación de lo bueno es •actuar de 
Dios• y ·adherirse desde la propia libertad· (ib. 34,60). 
Aquí se hace también visible el paso, descrito en jr 
31,33 (= Hb 10,16), desde una ley veterotestamentaria 
exteriormente prescrita a la ·ley hincada en el fondo de 
vosotros mismos y escrita en vuestro corazón•, donde la 
prescripción externa se convierte en inscripción de la 
libertad humana misma. Sólo se ha de recordar, no obs-
tante, que el último presupuesto de eso es el fracaso de 
la cruz, para posibilitar, en el naufragio del darse, la 
ascensión de la máximamente propia libertad del otro. 
e) De este modo se indica el acceso al misterio del 
cristiano •poder kenótico de la cruz•, pero que por su 
parte no puede sufrir ninguna ·kénosis• trivializadora, 
debilitadora. En virtud de este misterio, el profeta puede 
decir: ·Ya nadie deberá instruir al otro, mientras cada 
uno exhorta al otro: 'Conoced a Yahvé', sino que todos 
me conocerán• Qr 31,34). ·Pues el país está lleno del 
68 
Umbral 
conocimiento de Dios, como las aguas llenan el mar• (Is 
11,9; Habacuc sustituye ·conocimiento• por •gloria•: 
2,14). Esta profecía se cumple en la palabra de Jesús: 
·Todos serán discípulos de Dios· On 6,43, según Is 
54, 13) y en el comentario de Juan: ·Recibisteis la unción 
del (Espíritu) Santo y lo conocéis todo ... , ya no necesi-
táis ninguna instrucción· (1 Jn 2,20.27). Catequesis en 
esta perspectiva no es aportación de verdades descono-
cidas desde fuera, sino recuerdo del amor ya inspirado 
por Dios en la libertad cristiana, que coincide con la 
libertad. Aquí basta con recordar lo dicho en Teodra-
mática 2, 175-290 sobre el necesario perfeccionamiento 
de la libertad finita en la infinita; la primera sólo se 
puede perfeccionar esencialmente en la segunda, la que 
la fundamenta, mientras que la segunda, conforme a su 
definición, sólo puede ofrecerse libremente (benigna-
mente, graciosamente) para la perfección de la primera. 
Si existieran unas leyes necesarias, a las que estuviesen 
sometidas ambas libertades, entonces se imposibilitaría 
el juego de su mutua interacción. 
El •poder kenótico· de la cruz de Cristo, en contrapo-
sición a la •no violencia· (ahimsa) hindú, insiste esen-
cialmente sólo en el fundamento de un modo de la per-
sona que se •anula (como amor)• en favor del otro, 
mientras que todas las formas de la no-violencia moral-
mente ofrecidas desde los Upanisades, en el budismo, 
jainismo y vishnuismo aspiran a la destrucción de la 
apariencia de personalidad, a la extinción de la sed de 
ser (·sed de los sentidos•, •sed de ser•, ·sed de autodes-
trucción•), o pueden llegar a ser políticamente eficientes 
en cuanto actitud moral, como sucede en Gandhi (bajo 
influjo del Sermón de la Montaña). Por ninguna parte, 
tampoco en la •veneración por la vida·, que se guarda 
del aniquilamiento del más pequeño ser vivo, se alcan-
za el sentido de aquello que Jesús piensa consuman-
damiento (previamente vivido por él mismo): •No resis-
táis al mal, ... presentad también la mejilla izquierda· (Mt 
69 
Epílogo 
5,39). Pues no se trata aquí de una forma del autoper-
feccionamiento o de un medio de llegar al conocimiento, 
sino de la amortización de todos los ataques del violento 
en el campo espiritual, donde éste es el instrumento del 
mal, que no sólo agota psicológicamente su fuerza en la 
no resistencia, sino que ónticamente es cogido por 
debajo con mayor profundidad: la sustitución se efectúa 
primeramente allá donde no sólo se aguantan los gol-
pes, sino que se aceptan en la kenótica de la persona 
como tal. Claro que esto sólo es posible si la •realidad 
no subsistente•, de la que anteriormente se habló, se 
convierte en el ·espacio• de la realidad absoluta subsis-
tente y acoge gratuitamente también en este •espacio• a 
los seguidores de este amor. No de otro modo se origi-
na lo que se llama cristianamente •comunidad de los 
santos•. Aquí acontecen las formas más sutiles del darse, 
de la dramática teológica. Aquí se muestra también que 
el luminoso mostrar-se se perfecciona en el dar-se, que, 
por esto, Jesús puede llamarse a sí mismo la ·luz del 
mundo· Qn 8,12), en la que intentan penetrar las tinie-
blas a su ·hora• (Le 22,53) sin poderlo conseguir, pues, 
en la medida en que se acercan a ella, se convierten en 
luz. Orígenes ha descrito esto magistralmente: por una 
parte, luce la luz en la tiniebla, de modo que ésta no 
puede capturarla, pero la luz, porque es luz del amor y 
no hay en ella ninguna tiniebla, •puede recibir nuestra 
tiniebla en sí, para expulsarla de nuestras almas• 
(Comentario a Juan, a 1,5). 
Al fin de este capítulo remitamos una vez más a la 
polaridad en el bien del mundo -entre norma objetiva 
y conciencia subjetiva-, la cual polaridad, con la encar-
nación de Cristo, se modifica para los creyentes con tal 
de que Cristo mismo se convierta en norma, que inha-
bita al seguidor de una nueva manera, sin que él la 
pudiera alcanzar. Pero esta polaridad no es nada pura-
mente deficiente, sino que tiene en la identidad su ori-
gen positivo; así el Hijo encarnado es el don del Padre 
70 
Umbral 
al mundo y esto en su ·kenótica obediencia• a la norma 
del Padre, que le es mediada por el Espíritu, con el que 
es uno, pero, como persona, no idéntico. 
7. Decir-se 
La autodeclaración en la palabra es más que un mero 
expresarse en el aparecer o en el hacer; presupone la 
tensión más fuerte entre interioridad perfecta en la liber-
tad de la autoconciencia y perfecta manifestación en 
una más que natural mímica y gesticulación (·lenguaje 
natural•), y precisamente como una creación libre en la 
que, tanto según convención como según invención, el 
sujeto espiritual puede dar a conocer su interioridad. 
Con esto resulta claro en qué sentido ·verdad· constitu-
ye el remate de ·belleza• y ·bondad· y en qué sentido lo 
último debe ser a la vez lo primero. Considerada desde 
la perspectiva de la evolución, la verdad puede desta-
carse dentro del mundo primeramente en la cumbre del 
desarrollo de la naturaleza, allí donde se ha profundiza-
do existencia, vida, conciencia en autoconciencia. Por 
eso, más allá de lo verdadero y de lo falso, puede hallar-
se, debe existir algo •quod natum est convenire cum 
omni ente; hoc autem est anima, quae quodammodo est 
omnia· (de ver. 1,1). Pero con todo eso viene a ser 
patente en seguida que ·bello· y ·bueno• sin autocon-
ciencia sólo pueden ser imperfectos primeros grados 
naturales de lo que son, plenamente desarrollados, en 
el hombre, como ha quedado ya claro por lo dicho 
sobre ellos. Por otra parte, el mostrar-se y el dar-se 
deben ser también ya, prehumanamente, formas incoa-
tivas del decir-se, lo que sólo es pensable si (como con-
tinuamente ha inculcado J. Pieper) las cosas mismas son•palabras· dichas por un entendimiento libre infinito 
(dicho teológicamente: entes creados en la Palabra eter-
na), entes (inconscientes, conscientes o autoconscien-
71 
Epílogo 
tes) que sólo pueden decirse perfectamente en el hom-
bre, que es un ente apto para la palabra, donde su 
autonomía y su autoentrega entran también como 
momentos indispensables en su devenir lingüístico. Se 
reconoce aquí definitivamente que la entera, no abre-
viada, metafísica de los trascendentales del ser sólo 
puede desarrollarse bajo la luz teológica de la creación 
del mundo en la Palabra de Dios, que se pronuncia 
finalmente, en libertad divina, como hombre material-
espiritual, sin que la metafísica misma necesitara con-
vertirse en teología. Por eso fue calificada toda esta 
parte de •umbral•. 
a) El lenguaje, que en su propia naturaleza presupo-
ne la mencionada tensión entre perfecta interioridad 
libre y una perfecta forma libre de su autodeclaración, 
sólo es posible si se abre en principio a la autoconcien-
cia espiritual del ser en su totalidad (la realidad), lo que 
quiere decir también que la autoconciencia se com-
prende reflexivamente como ser (realidad), más allá del 
cual no hay nada más que la nada, se comprende como 
un ser que es también siempre más que la suma de los 
entes finitos que en él participan. Éstos se iluminan, por 
cierto, en su aparecer y actuar, pero sólo porque se fun-
damentan en lo real, que les presta la luz para su ilu-
minación, una luz que se halla en la luz del espíritu que 
se reconoce a sí mismo como siendo realmente. Ahora 
bien, las cosas que se iluminan a sí mismas (dentro del 
sentido humano) son, ellas mismas, sensibles, y los sen-
tidos humanos son las puertas siempre (¡actualmente!) 
abiertas, con el fin de aceptar en sí a los entes que apa-
recen y se dan y de ayudarlos a manifestarse. El ojo no 
aprende a ver, ve siempre oscuro o claro; el oído no 
aprende a oír, oye siempre silencio o sonido. Pero lo 
realmente ente -sobre todo el prójimo- no sólo quie-
re hacerse conocido al espíritu en fantasmas imagina-
rios, sino en su realidad, lo cual sólo lo consigue si el 
72 
Umbral 
espíritu, consciente de su ser, puede comprenderlo, a 
través de las imágenes, en la luz del ser e impulsar a ello 
a esas imágenes. Estos hechos deberían exponerse más 
exactamente desarrollando una teoría del conocimiento; 
para aquí basta darse cuenta de que así, ciertamente, lo 
que se muestra como real lo hace en la imagen sensi-
ble, y de que el espíritu interpelado por sus sentidos 
sólo puede reconocer el abarcador ser real mirando a la 
imagen-fantasma (en que se muestra la cosa). Como 
entes físico-espirituales somos interpelados a través de 
los sentidos -y, de lo contrario, si no somos interpela-
dos, no despertamos a la autoconciencia espiritual-; 
respondemos mediante una palabra espiritual ( verbum 
intellectus o cordis), que siempre tiene ya su corres-
pondencia sensible, aunque a esta respuesta, por de 
pronto, sólo le preceda la mirada de la penetración inte-
ligente en la realidad en general ( •simplex intuitus inte-
llectus ... nondum habet rationem verbi·,1 d 27,2,1). Pero 
tan pronto como •pensamos• en esta luz, también ·deci-
mos• (•omne intelligere in nobis est dicere·, ver. 4,2 ad 5). 
Y puesto que la demanda lo mismo que la respuesta es 
•espíritu (o ente) gracias a la mediación sensible•, por 
esto, el medio de nuestro pensar y juzgar humano es el 
lenguaje; él es para nosotros la esfera en la que los 
hombres se entienden (unos a otros y a sí mismos). ·La 
facultad entera de pensar se basa en el lenguaje• 
(Hamann), por lo que conocimiento presupone también 
siempre comunidad. Theo Kobusch (Sein und Spracbe, 
Grundlegung einer Ontologie der Spracbe, Brill 1986) 
demostró detalladamente que este medio es para el 
hombre la esfera adecuada de la realización, por lo que 
no corresponde al lenguaje ningún mero •ens rationis• y 
·ens diminutum•, sino realidad ontológica. Este medio se 
presupone ya siempre como general cuando tiene lugar 
una comprensión concreta o manifestación, y la expre-
sión personal, única puede inscribirse en la generalidad 
de ese medio pretendido para hacerse comprensible a 
73 
Epílogo 
otros. Filosóficamente no tiene sentido tratar sobre el 
lenguaje in abstracto, prescindiendo de un hablante y 
de un oyente; sólo un lenguaje puramente técnico 
podría tratarse así y un tal lenguaje sigue siendo un (in-
humano) fenómeno marginal. Cómo se llevó a cabo ori-
ginalmente este medio de comprensión siempre ya exis-
tente se explica de la mejor manera por medio del 
hecho de que el lenguaje, que pone palabras conven-
cionales, ha incluido ya en la esfera de lo espiritual el 
(infrahumano) orgánico mostrar-se y dar-se, de que 
·lenguaje• natural existió siempre ya como material para 
el hablar espiritual-sensible. También la mímica es apro-
ximadamente una forma de comunicación espiritual, 
que se fundamenta en lo naturalmente interpretable 
(reír, llorar, etc.), en lo que puede inscribirse la mani-
festación personal. El signo sensible puede ser humana-
mente portador de algo mucho más profundo y más 
abarcadoramente espiritual y entenderse como tal. 
·Lo que se quiere no se puede dar, 1 y se da sólo lo 
que se debe, 1 así se da un beso 1 y se daría gustosa-
mente la vida. 1 Así se da un ramillete 1 en lugar del jar-
dín que está alrededor de una casa, 1 se da un libro 
como el equivalente 1 por la sabiduría de todo el 
mundo. 1 Todo don es sólo sentido 1 e imagen en una 
envoltura. 1 Desde que siento toda abundancia, 1 ¡sé tan 
sólo lo pobre que soy!· (Rudolf Borchardt). 
Pero si un hombre quiere en el diálogo no mera-
mente decir algo, sino ·darse• en él, ·comunicarse• (•ver-
hum quod spirat amorem•, 1 d 27,2,1) (lo que se hace 
coexperimentable en la palabra sensible), la •pobreza• 
experimentada no necesita, en modo alguno, ser deses-
perada; por la angostura de las palabras ligadas a imá-
genes pueden encontrarse y cambiarse las almas. Y por-
que, como se ha mencionado, los sentidos son siempre 
activos, este intercambio y esta comprensión no necesi-
tan efectuarse siempre en palabras sonoras, sino que 
también pueden suceder en calma y silencio; pueden 
74 
Umbral 
pertenecerse unos a otros sin oírse. Pues lo oído y visto 
y palpado se conserva en la memoria y se agita después 
allí; por la imaginación puede el hombre formarse las 
imágenes para mantenerlas en sí. 
Aquí hay que recordar todo lo que se desarrolló más 
ampliamente en otra parte (TL 1, 162-175). 
b) El lenguaje presupuso ambas cosas: conocimiento 
del ser como realidad y libertad de las palabras. Nadie 
obliga al sujeto libre a inscribir su propio signo diferen-
ciador en el medio intersubjetiva existente del lenguaje. 
Y en tanto que es libre para manifestarse o no hacerlo, 
es también libre para poner un signo inadecuado: para 
mentir o decir sólo la media verdad. Dejamos aquí sin 
discutir la otra cuestión: ¿hasta qué punto el medio anó-
nimo del lenguaje, que en definitiva fue establecido por 
una multitud inverificable de sujetos y puede ser daña-
do por su quizás falta de sinceridad o superficialidad 
-hasta un total desmoronamiento del lenguaje-, se 
hace por eso inadecuado para convertirse en pizarra de 
la verdad personal? Es seguro que la •opinión pública• 
en periódicos y medios de masas puede iniciar este peli-
gro (quizás mortal). Que el prejuicio general puede 
impedir ampliamente la cognoscibilidad de un verdade-
ro juicio y su expresión lingüística, lo muestra (entre 
otros innumerables) el caso de jesús. Pasando por alto 
este problema, en el punto de mira está ahora la liber-
tad (personal) como condición de verdad perfecta. Tras 
la libertad de expresar o callar algo como verdadera-
mente conocido, de acuñarlo correcta o falsamente, se 
oculta un problema que late en lo profundo. El sujeto 
sólo ·descubre· el ser mientras que, por su parte, es 
·descubierto• por el ser; el •cogito/sum•, donde el suje-
to descubre, en autoposesión reflexiva-libre,la entera 
franqueza de lo real, acontece sólo en el ser interpela-
do por una realidad que se manifiesta mediante imáge-
nes. Esto significa que la verdad del ser, en ambos 
75 
Epílogo 
aspectos la misma -como autoconocimiento mediante 
el ser conocido-, no se presenta respectivamente como 
posesión propia, sino como una cosa dada, regalada. 
Aquí se abren horizontes de distinta profundidad, 
que manifiestan ahora también el carácter polar de la 
verdad mundana. En primer lugar sucede esto ya en el 
acto subjetivo del conocimiento de la verdad; pues éste 
es sin duda el resultado de un juicio, donde a lo que me 
aparece le concedo el carácter de una realidad que ahí 
se muestra; pero este acto sólo tiene lugar, como se ha 
dicho, cuando yo, interpelado por esa realidad, llego en 
mí mismo, con el brillo y rapidez del relámpago, a la 
intuición •realidad•, en cuya luz se efectúa el juicio. Así 
se me ofrece a mí, al mismo tiempo, en orden a mi pro-
pio actuar (intellectus agens), que él mismo ilumina, la 
luz del ser. Experimento, por consiguiente, la unidad del 
ser ·regalado• •en orden a la propia disposición·, o: mi 
libertad , •super-apropiada· como mía. Esto descubre un 
estado de cosas más profundo. En la discusión de la 
diferencia del ser quedó sin resolver la cuestión de si el 
acto de la realidad del ser, que desborda todos los entes 
particulares y es ilimitado, hace salir de sí (se presupo-
ne) las esencias limitadas, para realizarse en ellas, o si 
esto exige la posición de un entendimiento absoluto 
distinta de ese acto; a modo de ensayo podía insinuar-
se que Dios le •otorga• al •esse• el hacer salir de sí las 
•essentiae•. Como siempre puede formularse este miste-
rio, es seguro que los entes realizados en el mundo no 
dependen originalmente, en su realidad y verdad, del 
juicio del espíritu humano, sino de la libre elección (¡no 
todo lo posible es real!) de un espíritu absoluto libre, de 
cuya determinación depende la verdad de las cosas fini-
tas reales -ya sean conocidas o no lo sean por el hom-
bre. Infinitamente mucho, que el hombre desconoce, si 
se reconoce contingente y juzga como verdadero, es 
desde siempre verdadero en virtud de esa intervención 
del espíritu absoluto. Con todo eso, de ninguna manera 
76 
Umbral 
se ha de establecer que la ·idea• que Dios tiene de este 
ente particular existente de hecho debe ser algo general 
conforme a la naturaleza de las ideas, sino que es que-
rido y puesto en la realidad precisamente como este 
ente particular. Pero el espíritu humano, conocedor de 
la verdad, no participa inmediatamente en esta increa-
da-creadora luz original, inaccesible al hombre, sino en 
la luz del ser que sale libremente de su espiritualidad, la 
cual luz, en sí invisible-oscura, sólo llega a resplandecer 
en los entes particulares, incluido el espíritu humano 
particular, lo que le recuerda que esta luz suya le es 
regalada igualmente por la absoluta. 
e) En este lugar puede echarse todavía una mirada a 
las relaciones de los modos trascendentales del ser 
mundano. Por todas partes se hizo clara su interpene-
tración, aunque como modalidades del único ser siguen 
siendo diferenciables unos de otros. El fenómeno fun-
damental fue su carácter epifánico que todo lo traspasa: 
mostrar-se (bello) -dar-se (bueno) -decir-se (verdade-
ro) fueron distintos aspectos de este aparecer, que 
recuerda el iluminar de la luz, pero sólo tiene pleno 
sentido si se aferra a la diferencia de la aparición y lo 
que aparece (la aparición sin lo que aparece degenera 
en mera apariencia). El ente se presenta en su aparición, 
esta presentación le da en el mundo una forma, en la 
que coloca su contenido lleno de sentido (de naturale-
za lógica) como algo enteramente intuible y, por eso, se 
da también en la armonía del mundo, de modo que 
puede utilizarse (uti) como don, pero también puede 
disfrutarse (frui), en lo que se manifiesta finalmente 
también su verdad. Los tres modos, como queda ya 
mencionado, pueden aparecer por cierto, en una consi-
deración evolutiva, como escalonados, pues el mero 
aparecer es ya apropiado a lo inanimado, el dar-se 
obtiene su peculiaridad en el peldaño de la vida y la 
conciencia (plantas y animales •se dan·, por ejemplo, 
77 
Epílogo 
como alimento), mientras el propio decir-se queda re-
servado a la palabra humana. Pero la expresión huma-
na en su plena forma comprende los dos modos en sí; 
además, cada uno de los tres modos puede reclamar 
una primacía para sí mismo, lo que pudo confirmarse 
en nuestra trilogía. (Compárese también la relación 
interna de la trilogía kantiana sobre la razón pura, la 
razón práctica y el juicio). En una gran obra de arte 
domina lo bello de manera tan perfectamente clara que 
su fuerza de afirmación y su donabilidad a todos los dis-
frutadores se convierten en momentos (irrenunciables) 
de su belleza impretendible e irreductible a ninguna 
palabra; si se comprende teológicamente lo bello como 
gloria de Dios que aparece, entonces se muestra lo 
mismo: esta gloria no puede consumirse en la donación 
de Dios, ni disfrutarse totalmente, ni mucho menos des-
componerse en palabras. Una donación total implica 
por su parte en sí los otros dos momentos: la belleza 
propia a ella, inconfundible, e igualmente fuerza única 
de afirmación. La autoafl1lllación, la palabra, como 
esencialmente libre, es el más arriesgado de los tres, 
porque puede aislarse de la cosa y -como lenguaje 
puramente abstracto, científico-exacto o también como 
habladurías que no dicen nada- ser víctima de la 
impropiedad. Pero el discurso plenamente humano, que 
salvaguarda en sí tanto la imagen y forma sensible como 
la autodonación del corazón, puede penetrar en el cen-
tro del alumbramiento del ser. 
Subjetivamente corresponde al predominio de lo bello 
el asombrarse admirativo, que no disminuye cuando se 
llega a conocer cada vez mejor lo bello (acaso una gran 
obra de arte), al predominio de lo bueno corresponde el 
agradecimiento (que no se •acostumbra· al regalo), al 
predominio de lo verdadero (en su forma más elevada, 
projimal) corresponde la fe (que no se disuelve tampo-
co en el conocer y saber más profundo, porque respeta 
la libertad incognoscible del que se dice). 
78 
Umbral 
Se ha mostrado que a través de los tres modos tras-
cendentales transita una polaridad fundamental y tam-
bién que ésta se deriva de la polaridad de la unidad que 
todo lo traspasa, la cual, como primero de los modos 
trascendentales, subyuga a todos los demás. Y ahora se 
nos plantea imperiosamente desde el fenómeno de la 
unidad no-una la cuestión de la verdad una, idéntica en 
sí, así, pues, la cuestión de la analogía del ser. Pero la 
riqueza de vida que hay en la diferencia trascendental 
permite que la cuestión se divida en dos. Debe supe-
rarse en lo absolutamente uno, verdadero, bueno y 
bello la polaridad que traspasa todo lo finito: tanto la 
del ser como la de sus trascendentales; los últimos 
deben también coincidir de tal modo entre sí que se los 
pueda hacer resaltar considerándolos en particular, de 
modo que en cada uno se encuentren, no disminuidos, 
los otros dos. La gloria de Dios es su autodonación y 
ésta es, por otra parte, su verdad. Esta identidad, sin 
embargo, presupone que Dios -más allá de la forma 
más elevada del ser del mundo, del ser del espíritu- es 
espíritu absoluto y, por consiguiente, libertad absoluta 
que se posee a sí misma. Una libertad que traspasa su 
ser entero de modo que ningún resto de ser preceda a 
esta libertad o se sustraiga a ella. Ahora bien, el poder-
mostrar-se, regalar-se, decir-se de las cosas finitas no 
pertenece a su necesidad, sino a su perfección esencial 
del ser; debe, por esto, tener su prototipo en el ser divi-
no; de qué tipo es éste sólo podrán declararlo la auto-
rrevelación de Dios y su reflexión (como teología): aquí 
el ser como perfecta autodicción y autodonación dentro 
de la identidad será la diferencia personal de Padre e 
Hijo, que, como Amor, debe tener sufecundidad como 
Espíritu Santo. ·Hijo· es entonces a la vez ·palabra· 
(como autodicción), •expresión• (como mostrar-se) e 
·hijo· (de procreación amorosa), y esta diferencia perso-
nal debe repetirse en la unión personal de los diferen-
tes, que no superan esa diferencia, sino que la unifican 
79 
Epílogo 
en la unidad del fruto que está más allá. Esto son mis-
terios que no pueden deducirse desde la perspectiva de 
una analogía necesaria entre ser mundano y su origen, 
más bien se revelan únicamente (como misterios per-
manentes) cuando la soberanía de Dios le permite y le 
induce, libremente por amor, para libre autodicción y 
autoglorificación, a crear el ser mundano, que conten-
drá entonces en sí, necesariamente, huella e imagen de 
la diferencia intradivina y puede ser apropiado -otra 
vez más allá- para hacer una unidad con la unidad 
divina. Esto explicará luego fundamento y objetivo de 
esta empresa divina del mundo: manifestar en su liber-
tad que, como él puede ser uno en sí mismo con los 
otros, igualmente puede fuera de sí mismo hacerse uno 
con los otros. 
80 
111 
CATEDRAL 
1. Cristología y Trinidad 
Mucho de lo que se desarrolló en la segunda parte 
con motivo de los trascendentales ha introducido ya, 
más allá del umbral, en el propio santuario del hecho 
cristiano de la salvación, conforme al modo como en 
nuestra trilogía una propiedad fundamental del ser remi-
tió respectivamente de su aspecto filosófico al teológi-
co. Pero siempre de modo que en la •similitudo· apare-
ció la •major dissimilitudo· -como precisamente la 
•necedad de Dios aniquiló· toda la sabiduría del hom-
bre-, pero esta •major dissimilitudo· debió revelarse 
siempre de nuevo dentro de la •similitudo· de modo que 
el hombre capacitado por Dios para ello en el Espíritu 
Santo pudo ver que ·la necedad de Dios es más sabia 
que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios 
más fuerte que la (fuerza de los) hombres• (1 Cor 1,25). 
Por esto el mismo apóstol predica expresamente •sabi-
duría• (2,6), pero que se apoya enteramente sobre la 
•necedad del Cristo crucificado· (1,23), pues la fuerza de 
la cruz de Cristo en ningún caso ·puede perderse· 
(1, 17), dicho paradójicamente: la impotencia del crucifi-
cado no puede perder su poder. Con esta •palabra de la 
cruz• (ib. 18) se cruza definitivamente el umbral y se 
83 
Epílogo 
penetra en el lugar sagrado, si se quiere, en los arcanos 
•sagradamente públicos• de la revelación cristiana. 
Pero la entrada no significa que el ·pórtico• y el 
•umbral· carezcan de valor, sólo que la continuidad del 
sanniario con ambos sólo puede reconocerse desde 
dentro. 
a) ¿Cómo puede jesucristo decir de sí mismo: ·Yo soy 
la verdad·? Sólo porque todo lo verdadero del mundo 
•tiene su consistencia· en él (Col 1,17), lo que presupo-
ne de nuevo que personaliza en él la analogía entis, él 
es en el ser finito la adecuada mostración, donación y 
afirmación de Dios. Para acercarse a este misterio, debe 
intentarse pensar que en Dios mismo la total epifanía, 
autodonación y autoafirmación de Dios el Padre es el 
Hijo idéntico como Dios con él, en el que se dice todo, 
también todo lo posible para Dios. Si Dios decide libre-
mente, pues, proferir en el Hijo (Col1,17) una plenitud 
de entes no divinos, en el acto creador que realiza esen-
cialmente todo (esse completum sed non subsistens) 
puede encuadrarse el acto del Hijo, en Dios esencial-
mente •relativo· y, en ese aspecto, ·kenótico•, como un 
acto personal (esse completum subsistens), pero a su 
modo igualmente ·kenótico·, para, desde ahí, tomar la 
semejanza de hombre (homoioma anthropan, Flp 2,7), 
personalizando a este hombre desde su realidad, pero 
sin sustituir ahí al •esse non subsistens•, pues, de lo con-
trario, habría personalizado a la humanidad entera. 
Así aparece en un ente humano, cuyo mostrar-se sen-
sible comparte y a cuya palabra, cuando habla de Dios, 
se le debe prestar la misma fe que a la de otro hombre. 
¿Es comprobable la verdad de sus palabras? Él mismo 
remite, para esta comprobación, a sus obras: ·Si no me 
creéis a mí, creed al menos a las obras•, en caso de que 
no hiciera las obras de mi Padre, •no necesitaríais creer-
me· (Jn 10,37 s.). Por estas obras se entiende seguramen-
te, en primer lugar, los milagros, que son inexplicables 
84 
Catedral 
mediante las fuerzas humanas, pero, en un sentido más 
amplio, todo su destino humano como un actuar dura-
dero conforme al modelo de la actuación del Padre (Jn 
5,19 s.), un actuar que culmina en la muerte de cruz y en 
la resurrección. Así todo el ser humano de Jesús se con-
vierte en una autodicción y autodonación de Dios, que 
tanto en el hablar (·¡una nueva doctrina llena de autori-
dad!·, Me 1,27; •¡nunca habló nadie como este hombre!·, Jn 
7,46) como en el superior callar, tanto en el actuar como 
en el sufrir de Jesús es tan único que en su majestad (apa-
rición de la gloria) y seiVicialidad perfecta (el ·señor y 
maestro•, Jn 13,13, es el•que siiVe a la mesa• de todos, Le 
22,27) puede leerse la verdad de todo su ser con una cer-
teza que no excluye la fe, sino que la incluye (Hb 10,22). 
Su persona se revela en su aparición sensible (en los 
tres trascendentales) tan convincentemente que puede 
decir: •Quien me ve a mí, ve al Padre• (Jn 14,9), y en este 
ver no se trata, de ningún modo, de una superación de 
su aparición sensible, pues, como en los demás hom-
bres, su persona libre no se manifiesta más que en todos 
los modos del aparecer mundano: en éstos se encuentra 
la •imagen• (eikon) o •semejanza• (homoioma) del pro-
totipo paterno. En la demanda de un tal mirar a través 
de lo sensible hay, por cierto, una pretensión exagera-
da de la naturaleza humana; por esto, para el logro de 
esta demanda, le es prometido el Espíritu Santo, que 
•introducirá en toda (mi) verdad· (Jn 16,13). Pero como 
Jesús en cuanto Hijo de Dios se ha hecho verdadera-
mente hombre, así el Espíritu no quedará flotando por 
encima de la comprensión humana, sino que entrará en 
ésta, para, en unión con ella, capacitándola, posibilitar 
la demandada perspectiva del hombre Jesús para lo 
divino. ·Recibimos el Espíritu que procede de Dios, para 
que nos demos cuenta de lo que Dios nos ha regalado· 
(1 Cor 2, 12). Un darse cuenta que, para decirlo una vez 
más, análogamente al conocimiento del prójimo, inclu-
ye la fe como confiarse. 
85 
Epílogo 
Aún hay que añadir algo sobre la aparición sensible 
de jesús. En tanto fue hombre, su muerte y, con ella, el 
cesar de su manifestación sensible pertenecieron nece-
sariamente a la verdad de su ser humano. Pero en tanto 
que en su morir es el vencedor de la muerte y el reve-
lador, por eso, del-prodigioso poder de Dios• (Ef 1,20), 
fue resucitado corporalmente para siempre, pues la cor-
poralidad de su aparición había sido para los hombres 
el instrumento esencial de su revelación de Dios. Por 
esto tuvieron que suceder ambas cosas: la divulgación, 
ante testigos, de su corporalidad resucitada (·vista, oída, 
palpada•, 1 Jn 1,1-2) y la ocultación de esta corporalidad 
captada sensiblemente sin perjuicio de su duradero pre-
sente invisible -y ciertamente ¡insuprimible! 
b) Pero además no hay que pasar por alto que la 
analogía entis que se hace presente en Cristo no está de 
ninguna manera entre la diferencia intramundana de ser 
y esencia (y los trascendentales que en ella imperan) y 
el ser de Dios y sus libres modos de revelarse (en que 
nuevamente dominan a su manera los trascendentales), 
pues esto presupondría que veríamos la analogía en 
que lo que aparece en el mundo como polarmente 
estructurado, sería puesto como idéntico por el pensa-
miento en Dios; lo que en el mundo sólo aparece como 
finito y, por esto, distinto del ser in-finito, la esencia, en 
Dios sería puesto idéntico con el ser infinito (esto se 
piensa entonces, como tal, subsistente). Pero precisa-
mente esta identificación de un ser, al que no experi-
mentamos más que como •completum non subsistens· y 
podemos pensarlo,con una esencia, a la que sólo 
encontramos en el mundo como limitada-determinada, 
identificaría en Dios (como ya se ha inculcado) ambos 
momentos, que no podemos pensar, pues, más que 
como no absolutos. Así, esta atribución de una tal iden-
tidad a Dios seguiría siendo un intento, que fracasa, de 
pensar con dirección a Dios (vuelve al veredicto de lo 
86 
Catedral 
que Heidegger calificó de onto-teo-logía y lo rechazó). 
La ·identidad· real de Dios, que desarrolla además en sí, 
a su manera incomprensible para nosotros, la vitalidad 
de los trascendentales, está, para hablar con Platón y de 
nuevo con Gregorio de Nisa y Dionisio, •epekeina tou 
ontos•, por encima y más allá de lo que aún podemos 
concebir como •ser siendo•. Sólo desde este por encima, 
que no remite a la libertad de Dios mediante nada 
alcanzable por toda la legalidad intramundana del ser, 
puede servirse soberanamente de lo más amplio que 
conocemos, del ser, no para definirse (•soy el ser•), sino 
para señalar su inefablemente libre donación ( •seré el 
que seré•) en contraposición a los ídolos, que son ·iden-
tidades• trazadas desde el pensamiento humano. Esta 
trascendencia sobre lo pensable como idéntico (donde 
Dios sería simplemente fundamento de sí mismo, causa 
sui, lo que sólo da por resultado un hilado de pensa-
miento) se manifiesta en Jesucristo en el sentido de que 
la libertad perfecta de Dios se revela como una vitalidad 
interior, en la que los trascendentales se identifican con 
su identidad: no cabe ninguna posibilidad de distin~uir 
la vida de las tres personas respecto de su esencia. Esta 
no es una cuarta cosa, común a las tres personas, sino 
su misma vida eterna en sus procesiones, por lo que el 
•ser• de Dios (pensado como sustancia) no se manifies-
ta en verdadero-bueno-bello, sino que la manifestación 
de la vida intradivina (las procesiones) como tal se iden-
tifica con los trascendentales (idénticos entre sí). En eso 
domina centralmente lo ·bueno•; dar-se y decir-se cul-
minan en el absoluto dar-se, de tal modo que todo para-
sí se ha superado siempre ya en un para-ti; pensar de 
manera diferente del Padre sería arrianismo. Este abso-
luto dar-se sólo puede ser entonces •generación• (den-
tro de la identidad divina), cuyo resultado sólo puede 
ser total recepción y total devolución al origen; en 
donde el •amor• de la devolución no puede ser menor 
que el de la generación. De ahí se sigue que el unos-
87 
Epílogo 
en-otros del amor produce, con poder igualmente (divi-
no), aquella identidad de amor que, una vez más den-
tro de la identidad, es tanto el fruto como el ·definitivo· 
alumbramiento de la absolutez del amor mismo. ·Dios 
es amor• y nada más, en este amor se halla toda posible 
autodicción, verdad y sabiduría, pero su belleza/ gloria 
está en su más allá de todo .lo concebible. Dentro de 
esta ·vida· se conservan superadas todas las propieda-
des atribuibles a Dios: todo poder está en el amor (Ct 
8,6), precisamente cuando éste se presenta impotente 
para desarmar todo poder del mundo, toda sabiduría, 
precisamente cuando se comporta como necedad fren-
te a la sabiduría del mundo, toda dominación de ser, 
precisamente cuando se elige lo que no es para apare-
cer, con el fin de mostrar lo que es como nulo frente al 
ser (1 Cor 1,28). 
e) Cuando la persona del Hijo toma forma humana, 
para revelar (mostrando, diciendo y dando) este abso-
luto amor como ·Palabra•, entonces esta ·Palabra• no 
habla más que del amor absoluto trino y uno, en doc-
trina, vida y cruz, en el juicio sobre toda negación del 
amor, juicio que se muestra a sí mismo como obra del 
amor. Lo vemos al calificarse Jesús a sí mismo como ver-
dad, tanto porque revela en su existencia entera al amor 
trino y uno, y lo proporciona en el Espíritu Santo, como 
de la manera más alta allí donde deja desfogarse en él 
a toda negación pecadora del amor y, haciéndose cargo 
de lo que ésta tiene de antidivino, lo entierra en la 
muerte y el infierno. 
Pero tales afirmaciones parecen olvidar el problema 
principal: ¿cómo puede hacerse presente el Absoluto 
-de manera definitiva- en una efímera forma finita de 
vida? Desde el mundo parece esto imposible; pero 
¿quién puede decir que tal forma de vida es desde Dios 
aprióricamente imposible porque encierra en sí una 
contradicción? Son apreciables dos acercamientos a la 
88 
Catedral 
•posibilidad•. El primero procede de la introducción de 
la Carta a los Hebreos: Dios ·habló muchas veces y de 
muchos modos en otros tiempos a los Padres por medio 
de los profetas•, pero últimamente •por medio del Hijo• 
como ·heredero de todo· (Hb 1,1-2): también de lo múl-
tiple y repetido en su unidad. Esto significa (como se 
mostró más ampliamente en Gloria 5, 2) que ha com-
patibilizado lo incompatible en sí •en otros tiempos• 
-no paradójica o dialécticamente, sino formalmente y 
sin esfuerz~: el (sumo-)sacerdote y el cordero sacrifi-
cado, el rey y el esclavo, el templo y los que en él ado-
ran, lo sagrado y lo profano, y, por fin, la procedencia 
de Dios y el nacimiento por un hombre. Y esto mien-
tras •cumple las Escrituras· hasta última hora On 19,28) 
y no mediante •quebrantamiento de las antiguas tablas•. 
Aún más: representa de modo intramundano el amor 
absoluto, puesto que unifica de nuevo, sin esfuerzo y 
no dialécticamente, en su existencia, formas del amor 
que mundanamente nos parecen contrarias: trae en sí 
mismo la paz y la reconciliación de los enemistados (Ef 
2,14 ss.), pero simultáneamente la espada (tanto la espa-
da de la decisión, que separa a los hombres, como la de 
la persecución), reclama para Dios solo el servicio y la 
adoración, pero a la vez un tal servicio del prójimo 
necesitado, de modo que ambas exigencias coinciden, 
sostiene que ha venido al mundo no para juzgar, sino 
para salvar, y, al mismo tiempo, que le ha sido entrega-
do el juicio entero. Dice que, mediante su existencia, ha 
vencido al mundo y ha echado a los dominadores anti-
divinos del mundo, pero sigue combatiendo durante la 
historia del mundo hasta que haya vencido a todos los 
poderes rebeldes (1 Cor 15,35; Ap 17,14). Estas aparen-
tes contradicciones se superan y reconcilian en su forma 
desde un principio; ambos flancos, que siguen mante-
niendo la tensión en otras religiones, son uno en él sin 
violencia. De modo, por cierto, que esta unidad no es 
construible desde el hombre, sino que sólo desde Dios, 
89 
Epilogo 
el amor que se revela, puede aparecer como unidad 
digna de fe y llevarse desde ésta, en seguimiento cre-
yente, una existencia auténticamente humana. Todas las 
explicaciones desde abajo, desde lo puramente huma-
no, fracasan, porque, siempre, sólo pueden representar 
momentos particulares en la forma de Cristo con des-
cuido de otros, de la manera más sencilla presentando 
la síntesis original como una obra ulterior de la primera 
Iglesia: los títulos veterotestamentarios y helenísticos 
fueron añadidos a Jesús sólo más tarde (con lo que 
desaparece el·argumentum ex prophetia•), las palabras 
en primera persona, que le reservan dignidad divina, 
son automanifestaciones atribuidas falsamente, mientras 
que su exigencia de humildad y servicio puede reducir-
se a una ética puramente humana, en suma, es (para 
judaísmo e islam) uno de los profetas, por lo que le 
tomó también la gente, Le 9,19. Pero todos estos inten-
tos de hacer saltar la unidad de forma de Jesús, en la 
que un creyente no encuentra ninguna contradicción, 
no sólo la hacen humanamente inverosímil, sino que 
destruyen ante todo -como la carta de Juan repite con-
tinuamente- la frase que significa todo lo cristiano: 
·Dios es amor•. •Quien deshace a Jesús (lyei), no proce-
de de Dios• (1 Jn 4,3). Los mismos evangelistas confie-
san que la unidad indisoluble de la forma como revela-
ción del amor absoluto sólo fue •legible• definitivamente 
desde la muerte libre de Jesús en la cruz. 
No puede decirse que en la no analogía de la forma 
de Cristo haya llegado a ser concebible lo absoluta-
menteinconcebible de que ·Dios es amor•. Esto sería 
brillante contradicción. La forma de Jesús no es ningún 
monumento colocado estáticamente, sino que se entien-
de enteramente como referencia. La cruz dice: ·De tal 
modo amó Dios al mundo· On 3,16). Dios el Padre, cuya 
palabra dirigida al mundo es, sin embargo, la propia 
palabra de Jesús, en cuyo amor se •manifiesta• el amor 
del Padre On 1,18), y lo que el Espíritu del amor expli-
90 
Catedral 
ca interminablemnte siempre de nuevo para nosotros y 
en nosotros como la Palabra del amor. La frase: •Nadie 
ha visto a Dios jamás•, y la siguiente: ·el Hijo unigénito 
de Dios, que está en el seno del Padre, lo ha puesto de 
manifiesto• (Jn 1,18), no se contradicen mutuamente: la 
segunda no anula la primera, sino que la confirma, 
poniéndola de manifiesto. 
Aquí se clarifica, por fin, por qué ante la forma de 
Jesús tanto se insiste en la •candidez de la mirada· (Mt 
6,22; Le 11,34): ·haplous• es aquí tanto lo •sencillo-cán-
dido· como lo •sano•. (Compara ·Christen sind einfaltig•, 
1983; ·Einfaltungen•, 1985, ·Der Glaube der Einfaltigen•, 
en: Spiritus Creator, 1967, etc.). Pues sólo el ojo cándi-
do puede ver juntamente en su unidad las aparentes 
contradicciones en la forma de Jesús, sólo los •nepioi•, 
los pequeños, pobres, incultos, no son inducidos, por el 
amontonamiento de sus tesoros de saber, a considerar 
por sí los rasgos particulares y a perder de vista la forma 
ante puros análisis. Pero esto negativo de la incultura 
figura aquí como una cosa positiva: no como adquisi-
ción del cándido mismo, sino como aquel defecto que 
viene de maravilla a la •complacencia· de Dios, y preci-
samente a la complacencia del Padre (Mt 11,25-26), que 
se revela en el Hijo, como a la del Hijo (Mt 11,27), que 
•quiere revelar•. Lo que se revela es exactamente el 
mutuo conocimiento exclusivo entre Padre e Hijo, en el 
que nadie, sin revelación, obtiene penetración, pero 
cuya irradiación libre y llena de gracia sólo cae en suer-
te eficazmente a la mirada sencilla. En la forma de Jesús, 
tanto sobre el fundamento de su condición como sobre 
el fundamento de la luz de gracia que cae sobre esa 
forma e irradia de ella, llega a ser conocido el •suprae-
sencial· (hyperousion) misterio del amor trino y uno. Lo 
cual no significa que la pobre candidez pueda ser algo 
humanamente indiferente, vuelto hacia Dios o apartado 
de Él; con la desnudez, la pobreza (de los •anawim·) se 
alude a una necesidad de Dios sólo (solamente los 
91 
Epilogo 
•pobres en pneumati• son alabados como bienaventura-
dos), una necesidad que no se fía de transformarse a sí 
misma en un postulado y justamente de este modo atrae 
sobre sí la gracia de la complacencia divina. El poder 
ver el misterio del amor de Dios mediante el ojo senci-
llo no está, por consiguiente, sólo en la complacencia 
trinitaria como tal, sino absolutamente también en una 
disposición del ojo, que, mediante la gracia divina, se ha 
dejado dócilmente empobrecer y hacer más cándido. 
Pero finalmente es la candidez del ojo humano y del 
espíritu el órgano únicamente adecuado para recibir 
aquella autorrepresentación de Dios en Cristo, que se 
califica a sí mismo de •suave y humilde de corazón• e 
invita a la aceptación de esta su enseñanza existencial, 
porque revela de la manera más clara, en esta actitud, 
el misterio del amor trino y uno. 
Claro que si se quiere hablar de la meditación y 
sumersión en las profundidades de la revelación divina, 
esto no puede suceder sin acentuar la encarnación 
infranqueable del Hijo. Únicamente por medio de esta 
·aparición• escapa de la temeridad la afirmación central 
de que Dios es amor. Si se supera la epifanía de Dios, 
éste se convierte en el abismo y profundidad sin fondo, 
en el uno, en el ser absoluto. En primer lugar no puede 
pasarse por alto que todo en Cristo -la circuminsessio 
en él de todos los trascendentales, también en su pola-
ridad intramundana-, por ser Palabra del Padre en el 
Espíritu, siempre sigue siendo referencia a la riqueza del 
amor de Dios, donde, como se ha mostrado, los tras-
cendentales que aparecen en él son revelación de la 
vida trinitaria de Dios. Y en caso de reducirse todo a esa 
referencia, el devoto contemplativo, sin querer, se 
habría inclinado a aspirar desde el que revela, prescin-
diendo de él, a lo puro revelado. Pero, como la teolo-
gía de Juan nos advierte, hay la referencia opuesta del 
Padre al Hijo, en la que nunca alcanzamos al Padre. 
·Éste es mi Hijo querido, debéis escucharle•, ya en el ver 
92 
Catedral 
o en el creer, en el experimentar o en el no experi-
mentar. Empeñándose en ambos movimientos, el devo-
to puede estar seguro de permanecer en el Espíritu 
Santo, que unifica ambos. 
2. La Palabra se hace carne 
a) La entrada al santuario consiste en la frase esen-
cialmente inaceptable para paganos, judíos y musulma-
nes: Verbum caro factum est. Para ellos ni la palabra 
(profética) es Dios mismo, ni Dios puede hacerse algo 
que no era. Pero cristianamente se afirma con ahínco: la 
Palabra tanto estaba •en Dios· como ella misma era 
·Dios•, y •se hizo• algo, y, por cierto, no acentúa simple-
mente ·hombre· (lo que ciertamente se quiere decir, pues 
•carne• en el Antiguo Testamento significa enteramente el 
hombre concreto temporal y caduco), sino caro, sarx, 
carne, que pone en el centro su achacosidad y caduci-
dad, ante todo su mortalidad. Que el cuerpo constituye 
el centro de la afirmación es el núcleo de la verdad de la 
•cristología dellogos-sarx• del primer cristianismo hasta la 
doctrina herética de Apolinar, que debió rectificarse ulte-
riormente, completándola; pero es también la permanen-
te afirmación central de la teología antignóstica entera, 
que sigue siendo actual contra todas las veleidades espi-
ritualistas del acontecimiento de Cristo, que siempre 
renacen de nuevo. 
Para la filosofia y para toda teología extrabíblica, el 
Espíritu está en el centro, pues éste caracteriza al hom-
bre frente a todos los entes (a los que él mismo perte-
nece), cuyo cuerpo se corrompe y •vuelve al polvo•; el 
cual también puede sufrir, lo que sólo rara vez interesa 
a la filosofía y las religiones intentan suprimirlo o, cier-
tamente, evitarlo. Verdad es que también se puede 
heroicizar el sufrimiento (lo hacen los mitos y tragedias, 
y Nietzsche lo hizo de nuevo de otro modo), pero el 
93 
Epílogo 
Cristo que sufre no tiene nada común con un héroe, el 
cual demuestra que también puede ·fortalecer• lo peor. 
Su sufrimiento es, más bien, un servicio por obediencia 
de amor para con la voluntad amorosa de Dios, aunque 
soportado en angustia (Le 12,50; 22,30 ss.); su impulso 
a preservarse de él es humano (compara 2 Cor 12,18), 
mantenerse firme en la entrega a la voluntad de Dios es 
sólo posible por la confortación de Dios en la impoten-
cia humana (Le 22,43): el ángel que fortalece en la 
pasión es ayuda, a fin de que pueda persistir la debili-
dad de la muerte. 
La pasión, para la que Jesús vive, es misterio del 
cuerpo desde un doble punto de vista. Pues, en primer 
lugar, el dolor del alma en sentido humano sólo es posi-
ble por la corporalidad; aunque tenga causas meramen-
te espirituales, se producirá de la manera como enten-
demos el sufrimiento, desencadenado por medio del 
cuerpo y posibilitado por la influencia del alma en el 
cuerpo. (Puede comprobarse algo semejante en el fenó-
meno de lo sexual: tiene, sin duda, su origen en la cor-
poralidad, pero repercute hasta todos los rincones del 
espíritu. Un varón, una mujer no perderán ni cambiarán 
su sexo tampoco en la vida eterna, donde ya no hay 
ninguna propagación sexual.) Por esto sólo puede 
hablarse en un sentido análogo de un sufrimiento de 
Dios o de los puros espíritus. No podría endosarse a un 
ángel la experiencia del abandono de Dios que Jesús 
experimenta en la cruz; esa experiencia sólo le fue posi-
ble a Jesús como culminación superabundante de su 
rechazo por el mundo. Esto se relaciona íntimamente 
con el segundo punto devista: el sufrimiento salvador 
del mundo sólo fue posible dentro del tipo de comuni-
dad con los demás hombres fundamentado por medio 
de la materialidad. Los Padres griegos vieron esto clara-
mente en su teología de la encarnación, que no puede 
separarse de su teología de la cruz. La encarnación del 
Logos afecta a toda la naturaleza humana sobre el fun-
94 
Catedral 
damento del conjunto de los individuos que se basa en 
la unidad material; éstos son seguramente espirituales 
en tanto que inmediatamente referidos a Dios, constitu-
yen una especie por su común arraigo en la carne, su 
nacer camal separadamente unos de otros: esto es un 
presupuesto para que se pudiera sufrir sustitutoriamen-
te por la humanidad entera. (Aquí se habla sólo de una 
condición para el misterio de la sustitución, no de este 
misterio mismo.) Por eso tendrá razón Tomás cuando 
atribuye a cada ángel una propia especie, lo que a la 
vez excluye una reproducción natural de los ángeles, 
pero también (en caso de que tuviese sentido, lo que no 
sucede) un sufrimiento sustitutorio por ellos. 
b) A partir de las afirmaciones del prólogo de Juan, 
se debe continuar y no sólo poner en relación con la 
encamación del Logos, tanto prológica como escatoló-
gicamente, a la humanidad misma, sino al cosmos mate-
rial en bloque -aunque de otro modo. Los himnos neo-
testamentarios (Jn 1, Ef 1, Col 1) coinciden en que el 
cosmos entero (cielo en el sentido del Génesis y tierra) 
fue creado por el Logos (junto con Dios), y no precisa-
mente por un ·Logos asarkos•, sino por aquel Hijo de 
Dios que, desde la eternidad, estaba destinado a la 
encamación. ·Sin él no se hizo nada de lo que ha sido 
hecho•, •todo tiene en él su consistencia•. Este creador 
de todo al principio, en la •plenitud de los tiempos• será 
también el•salvador de todo·, pues el plan de Dios con-
siste en conducir a la encamación el decurso, guiado 
por él, de los tiempos de la historia, para •recapitulat 
todo en Cristo, todo cuanto hay en los cielos y sobre la 
tierra•. Que la protología del principio corre hacia esta 
terminación se muestra también en la espera de la crea-
ción, descrita por Rm 8, que •está en dolores de parto•, 
no por la encamación de Jesús, sino por su perfección 
en su cuerpo místico, pues nosotros los cristianos, que, 
como miembros de este cuerpo, recibimos ya ·las arras 
95 
Epilogo 
del Espíritu•, •suspiramos en nuestros corazones y espe-
ramos la (perfección de la) filiación, la salvación de 
nuestro cuerpo•. De ninguna manera quiere la creación 
ser espiritualizada o queremos nosotros estar libres de 
nuestro cuerpo, sino ser asimilados plenamente al Hijo 
y a su cuerpo neumático resucitado. 
En ambas direcciones, tanto desde el comienzo de la 
creación como desde la salvación final, está en el cen-
tro la corporalización del Logos, y, en tanto todo el cos-
mos, en desarrollo ascendente hacia el hombre, desti-
nado a reinar sobre él como sobre su gran cuerpo, es 
inseparable del hombre, la soberanía del Hijo encarna-
do se hace necesaria para la soberanía sobre el univer-
so. La estricta distinción, llevada a cabo por Pablo, entre 
el •cuerpo de Cristo• como Iglesia (y humanidad) y su 
soberanía sobre el universo (Ef, Col) es sólo compren-
sible en una relación mutua de ambas magnitudes: •en 
el Señor de la Iglesia gobierna también el Señor de las 
potencias; en el Señor de las potencias, todo el mundo 
tiene también ante sí al Señor de la Iglesia•, donde ·la 
inclusión del universo en el pleroma de Dios sólo fun-
ciona sobre la Iglesia y en ella sobre el individuo• 
(Schlier). 
Desde esta inclusión del cosmos en la salvación de la 
humanidad se hace otra vez más claro el peso del cuer-
po, pues el hombre como cuerpo se debe al cosmos y 
a sus infinitos peldaños, y ya en el plano corpóreo de 
la projimidad hay un natural poder-responder-los unos 
por los otros, como presentimiento lejano de la sustitu-
ción por todos que Jesús, gracias a su encarnación, llevó 
a plenitud, sustitución que sólo Dios puede efectuar en 
una naturaleza humana. 
¿Qué debiera lograr, pues, toda esta ascensión, a tra-
vés de millones de años, de una •naturaleza•, que úni-
camente pudo crecer estableciendo la necesidad de que 
los seres vivos -por más equipados que estén con 
defensas y mecanismos de autoconservación- se ofrez-
Catedral 
can a la conservación de otros, ·superiores• (Hans André 
habla de la •gran marcha sacrificial de la naturaleza•), 
qué debiera intentar en un plano superior la indescrip-
tible historia atroz de la humanidad -una única sarta de 
sangre y lágrimas-, si no se incluyera finalmente todo 
este sacrificio, que no se comprende a sí mismo, en un 
último sacrificio consciente y omnicomprensivo a Dios, 
no como a un perverso tirano, sino a aquel que es en sí 
mismo absoluta entrega, más allá de todas las formas 
representables de imprudencia, y lo revela en la cumbre 
del mundo? 
e) Mi cuerpo es una inconcebible zona intermedia 
entre mí y el mundo. No me pertenece como un obje-
to, sino •como si fuese un trozo de mí• -y ciertamente 
es también algo así como un trozo del mundo externo, 
que siempre se recuerda (por ejemplo, en una amputa-
ción). En tanto que me pertenece es aquello mediante 
lo que -con frecuencia duramente- lindo con otros 
cuerpos y ahí descubro por primera vez que el mundo, 
los otros en su libre ser otros son indominables para mi 
espíritu. (·Ligeramente juntos viven los pensamientos, 1 
duramente en el espacio se chocan las cosas.•) Si se 
trata en este choque de un prójimo, entonces descubro 
especialmente ambos aspectos: el límite de mi libertad 
y la realidad de la suya, que se me hace realidad 
mediante el encuentro de los cuerpos. Y justamente 
porque se me hace experimentable así como real, expe-
rimento su indominabilidad. Vale y debo admitirla, y 
únicamente sobre la base de la dura experiencia del no-
yo puede originarse la comunidad humana. El choque 
revela el frente a frente de las libertades, que se hacen 
presentes y, por eso, se convierten en presupuesto de la 
convivencia. (Pre-sente -Gegen-wartig- significa 
exactamente: estar vuelto mutuamente de los dos lados: 
en la dirección de volverse, vertere.) Sólo en el descu-
brimiento del misterio del otro -mediado corporal-
97 
Epílogo 
mente- puede originarse auténtica comunidad, que, 
por esto, nunca puede organizarse desde un neutral 
arriba (sociológicamente, políticamente) sin que la per-
sona, de cualquier manera, se convierta en número y el 
cuerpo vivo individual en un trozo de materia manipu-
lable. Pero donde el choque de los cuerpos se convier-
te en percibir mutuo -y esto sucede porque los senti-
dos corporales devienen ocasión para el conocimiento 
y el reconocimiento--, allí y sólo allí se origina la •entre-
palabra•, en griego el dia-logo. 
Fue necesaria esta reflexión previa a fin de que se 
nos abra realmente el sentido de la encarnación. En el 
hombre Jesús encontramos un otro tan extraño que no 
podemos por de pronto en absoluto clasificarlo en una 
categoría conocida de prójimo. •¿Qué dice la gente de 
mí?· Quizás un profeta, primero uno de los antiguos, 
que ya conocemos, Jeremías, Elías ... Pero las categorías 
fracasan. ·¿Por quién me tenéis vosotros.?. Admitamos 
que lo que Pedro pudo representarse bajo ·Mesías•, 
·Hijo de Dios• no era en todo caso lo adecuado, como 
muestra la continuación ( •el hijo del hombre debe sufrir 
mucho•). Pero habría sido infinitamente difícil adivinar 
que desde este hombre corporalmente presente habla la 
Palabra personal del mismo Dios, que todo lo que se 
presentó en la parte central de este libro (cómo todo lo 
real se expresa, se regala y se dice) debió acontecer 
aquí en última plenitud, dentro del mundo, en el frente 
a frente de cuerpos vivos. En todo lo históricamente 
precedente -en la Alianza entre Dios y el hombre, en 
la Ley, en la palabra profética, en el sacrificio cultual-
se inició algo así como un diálogo, pero no había teni-
do lugar un definitivo mostrar-se,decir-se, regalarse. 
Para ello hubiera sido necesario el ·duro chocar en el 
espacio· y esto siguió siendo, para los que habían cho-
cado, lo absolutamente inconcebible, porque Dios está 
en el cielo y nosotros en la tierra, porque Dios es espí-
ritu y nosotros cuerpo, y aunque fuese cuerpo, con cer-
98 
Catedral 
teza no sería este cuerpo individual, mortal, comparable 
con todos los demás cuerpos. Una cosa con la que se 
choca sensiblemente ¡es indudabl~mente imposible que 
sea el Dios uno, universal! Juan comienza su gran carta 
anteponiendo a todo este absoluto escándalo: •Lo que 
hemos visto, oído, tocado con nuestras manos de la 
Palabra de la vida.• Entendido esto al modo de Cafar-
naúm -y quién, que reflexiona, debiera poder enten-
derlo de otro modo- fue insoportable y horroroso. 
Aquí, a la propuesta de Jesús a sus discípulos para aban-
donarlo, sólo hubo desamparada confianza ciega: ·¿A 
dónde iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna•. 
¿Cómo imaginarse que la realidad de este cuerpo, que 
no podría suprimirse a no ser que quisiéramos hacer ilu-
soria la ·interpretación de Dios• (Jn 1,18) por medio de 
él, podía ser compatible con la superación de los lími-
tes puestos por los cuerpos materiales? Aun después de 
la resurrección, puesto que a los discípulos esta supera-
ción se les demuestra previamente, la fe sigue siendo 
difícil: un cuerpo que entra y sale a través de puertas 
cerradas debe palparse: ·Un espíritu no tiene carne y 
piernas, como veis en mí. ¿Tenéis algo para comer?• Se 
comprende perfectamente la duda de Tomás: pero una 
vez más y definitivamente, la fe debe adelantarse al ver. 
De lo contrario, no existe ningún acceso al misterio cen-
tral de la eucaristía, en el que convergerá lo más con-
trario: el verdadero cuerpo y la verdadera sangre, en 
que Dios mismo se muestra, regala, dice, y la construc-
ción de la definitiva comunidad humana, en la que los 
cuerpos individuales, que se son presentes unos a otros, 
se convierten en templos del Espíritu Santo de Cristo, 
pero también sólo son un único templo en su único 
cuerpo. El pensamiento camal-terreno (·kata sarka·) ha 
de enmudecer ante una definitiva •comprensión neumá-
tica del cuerpo• (•soma pneumatikon•), al que nos lleva 
el cuerpo eucarístico de Cristo repartido por todo el 
mundo. Y no se debió creer erróneamente que palabras 
99 
Epílogo 
como carne y sangre sólo estuvieron vigentes hasta la 
Resurrección, pues ¿cómo un cuerpo transfigurado había 
de contener algo así, lo que solemos ver como sangre? 
Pero hay que pensar en que sangre fue desde el princi-
pio en el hombre el elemento vital perteneciente a Dios 
(Gn 9,4-6), y la visión central de la doctora de la Iglesia 
Catalina de Siena fue la de la sangre de Cristo circulan-
do viva y purificadoramente, de manera continua, por la 
Iglesia y la humanidad (puede prescindiese de la pro-
blemática de los muchos milagros en que interviene la 
sangre). Las palabras de la institución de la eucaristía 
conservan también su sentido y su fuerza después de 
Pascua. ·Estas palabras son duras. ¿Quién puede escu-
charlas?· On 6,60). Lo son, pero no pueden sonar de 
otro modo si el cuerpo es realmente la interpretación 
natural o simbólica del Espíritu y Dios, conforme a su 
propia creación, se quiere encontrar con nosotros en su 
forma de interpretación y hacer sociedad con nosotros: 
aparece epifánicamente en Jesucristo (•Nadie conoce al 
Padre como el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiere 
revelar•), se nos regala en él y se nos dice en él. Para 
entender esto enteramente en la fe, se ha de tomar aún 
la otra palabra dura de la sustitución. 
d) Antes de hablar de la •resurrección de la carne· de 
Cristo, ·luego de los que pertenecen a Cristo• (1 Cor 
15,23), echando una mirada retrospectiva, debe asegu-
rarse radicalmente que el hombre como ente de natura-
leza corporal lo mismo que todo lo perteneciente a la 
vida infrahumana es un •ser para la muerte•. Esto da su 
gran valor al hombre y a su actuar y encontrarse corpo-
ral, pero también su aflicción. La búsqueda de la inmor-
talidad de Gilgames sigue siendo inútil, no se ha de ir a 
buscar a Eurídice del Hades. Todas las religiones excep-
to el Antiguo Testamento fueron y son intentos de esca-
par de esta tragedia mediante la demostración de la 
inmortalidad del alma, que escapa de la cárcel del cuer-
100 
Catedral 
po -intento estimado aún en el idealismo moderno-, 
mediante reencarnación, pero para escapar poco a poco 
de ella, mediante abandono de la individuación dentro 
del Absoluto o de una futura sociedad ideal. La oposi-
ción contra todos estos intentos de evasión, en el 
Antiguo Testamento, pertenece a lo más asombroso en 
la historia espiritual de la humanidad. El aspecto trágico 
se niega tan poco que todo lo que proyecta sombras en 
la vida: desdicha, persecución, derrota, soledad, enfer-
medad y hasta el sueño, aparece aquí como un indicio 
de la muerte. Además de ninguna manera se entiende la 
vida, desde lo puramente fisiológico, como salud, fuer-
za, seguridad, fortuna, sino -según la realidad de la 
alianza con Dios- como un poder estar ·a la luz de la 
vida· (Sal 56,14). La frase •en tu luz vemos la luz• (Sal 
36,10) entiende la luz terrena, la irradiación de su ener-
gía que dispensa vida, como procedente del luminoso 
rostro de Dios, de su presente experimentado en el tem-
plo y su culto. De hecho, el presente garantizado de 
Dios en el Santuario es para Israel una forma precurso-
ra de la encarnación; el para nosotros casi inconcebible 
anhelo del templo en los cantos de peregrinación lo 
demuestra. En la participación en el presente luminoso 
de Dios puede éste recibir tal peso que prevalezca com-
pletamente sobre la vida terrena: ·Tu gracia es mejor 
que la vida· (Sal 63,4). La vida para la muerte se ha con-
vertido en una existencia en la Alianza, en cierto modo 
para los momentos de éxtasis, que, sin embargo, se 
volatilizan siempre de nuevo ante las muchas tentacio-
nes de Israel -hasta sus quejas y acusaciones frente a 
Dios-. El cuerpo, el hombre corporal como un todo 
sigue siendo mortal, la Alianza se hace sólo con los 
vivos, el muerto no pertenece más tiempo a ella, en el 
mundo subterráneo no hay de ningún modo alabanza 
de Dios. Por eso el anhelo de una larga vida, entendida 
necesariamente como alabanza de Dios. Israel, a dife-
rencia de Egipto y de la mayoría de los pueblos que lo 
101 
Epílogo 
rodean, desconoce una mitología del mundo subterrá-
neo: es preparado por Dios para la única solución de la 
tragedia humana: la resurrección del Hijo de Dios desde 
el seno de la muerte, la apertura del Seol. 
De este modo se efectúa una trasmutación perfecta 
de la muerte y de su imperio y, conforme a ello, tam-
bién una tal trasmutación de la existencia humana 
como ·ser para la muerte•. Pues la muerte de Cristo, en 
el plan salvador de Dios, es la cumbre perfeccionadora 
de su amor manifestado al mundo, se toma desde el 
principio, en la encarnación del Hijo eterno, como la 
expresión del amor de Dios a la criatura y especial-
mente a los pecadores. Muerte como amor es dentro 
del Antiguo Testamento un pensamiento inimaginable. 
Hubo, como en todos los pueblos, la muerte de los 
héroes (David la celebra en su canto fúnebre a Saúl y 
Jonatán), hubo la muerte de los testigos (la de los her-
manos macabeos), se comparó la fuerza del amor con 
la fuerza de la muerte (Ct 8,6), pero que el morir como 
tal, y precisamente en las temidas tinieblas, que los sal-
mos unen con la esencia de la muerte y del reino de 
los muertos, pudiera interpretarse como supremo amor, 
contradijo la comprensión entera que tuvo Israel de la 
Alianza. Ésta fue la causa de que los discípulos no com-
prendieran en absoluto el anuncio que jesús les hizo 
de su muerte llena de ignominia. Su morir, como suce-
so, conserva también realmente todos los colores tene-
brosos de los salmos, de los que dice fragmentos en la 
cruz y cuyas afirmaciones todas pudo él apropiarse; 
pero entender este horrorcomo obra del supremo 
amor le estaba reservado por primera vez a él. Después 
de él, los discípulos que en él creen pueden asumir una 
tal comprensión de la muerte: morir -más allá del 
natural expirar forzado- como entrega perfecta, desa-
siéndose de todo, en las manos del Padre. Aquí se lleva 
a cabo la suprema obra del cuerpo, se hace manifiesta 
su última dignidad. Ésta supera su finitud física y, en 
102 
Catedral 
tanto que es expresión del amor infinito, tiene derecho 
a la acogida en la vida eterna de Dios. Y por cierto no 
sólo como cuerpo vivo, sino precisamente como muer-
to. La trasmutación de la muerte en un acto supremo de 
la vida revela verdaderamente que la muerte, en tanto 
que es total entrega a Dios, se transforma en el •cuer-
po neumático·, sobre el que ·la muerte ya no tiene 
poder· (Rm 6,9), porque la ha ·absorbido· en su propia 
vida (1 Cor 15,54). 
3. Fecundidad 
a) En la discusión de los trascendentales sólo se hizo 
imperfectamente visible el más profundo misterio del 
ser. Todo ente apareció como esencial y crecientemen-
te epifánico: mostrándo-se, dándo-se, diciéndo-se, 
donde todos los tres modos respectivamente, incluyen-
do a los otros dos, podían destacarse como síntesis. 
Pero este abrirse, al menos donde el ente vive (dejemos 
ahora sin examinar las preformas puramente materia-
les), está dotado del milagro de la fecundidad: Ya en el 
relato de la creación las plantas debían producir fruto, 
que contiene en sí nuevas semillas (Gn 1,11), los ani-
males deben ·ser fecundos y multiplicarse· (1,22) e 
igualmente los hombres (1,28). No se dice aún ahí que 
este poder engendrar y dar a luz está unido a la finitud 
y la muerte de los entes, aunque esto resulta razonable 
para el que piensa en la evolución del cosmos. Aun 
cuando se ve la mutua pertenencia de fecundidad y 
muerte, sigue siendo la primera el inconcebible milagro 
de lo viviente. En tanto que este milagro está unido a la 
autoría del cuerpo (los ángeles no pueden multiplicar-
se), pueden distinguirse ahí dos cosas: antes, que los 
trascendentales (tomados como unidad) hacen aspirar al 
ente más allá de sí mismo: la entrega crea nuevo ente; 
luego, que en esta entrega (como Hegel acentuó) hay 
103 
Epílogo 
siempre ya un momento del morir: como estando ocul-
to, según eso (tal como ya se indicó), en el puro fenó-
meno de la naturaleza más ordinario un presentimiento 
de lo más elevado, de la entrega sobrenatural de Cristo 
(•en el que todo tiene su consistencia•). Hay animales 
que mueren en el éxtasis del coito (otros sobreviven en 
cierto modo sólo para criar su prole y hacerla viable), 
de modo que la caída de ellos mismos coincide con la 
ascensión del otro, que les debe su ser. Que el milagro 
de la fecundidad cósmica sea sencillamente imagen del 
misterio original del ser, de su autoría trinitaria, se mos-
tró detalladamente, ante todo, en la • Teológica· y tam-
bién aquí fue ya mencionado. Pero si en jesucristo este 
misterio original se expresa y regala en el lenguaje mun-
dano y si en este lenguaje la muerte obtiene un signifi-
cado enteramente nuevo, entonces la expresión de la 
absoluta fecundidad trina y una debe salir del círculo 
natural de generación y muerte, y tomar otra forma no 
menos corporal. Una forma en que la muerte (en la cruz 
como en el prototipo) coincide con la máxima fecundi-
dad de la vida, que entonces precisamente ya no engen-
dra nada mortal, sino algo ya perteneciente a la eterna 
vida, trinounitariamente fecunda, de Dios: •Hay incapa-
ces para la vida sexual que se hicieron a sí mismos tales 
por el Reino de los Cielos• (Mt 19,12). En un sentido 
espiritual valdrá esto para todos los cristianos (1 Cor 
7,29), en un sentido literal para aquellos •que pueden 
comprenderlo•, a quienes •se les dio el conocer los mis-
terios del Reino de los Cielos• (Mt 13, 11). Puesto que 
también ellos están en el ·seguimiento de la Palabra 
encarnada, no se trata en ellos de una tendencia desen-
carnadora, sino más bien, siguiendo el modelo de 
Cristo, de una nueva fecundidad no sólo espiritual, sino 
también corporal. 
Puede tener pleno sentido el recordar modelos vete-
rotestamentarios: Donde se trata de fecundidad en la 
línea de las promesas de salvación de Dios, es Dios el 
104 
Catedral 
que ayuda a la fecundidad deficiente del varón y de la 
mujer y así se convierte en el primariamente fecundo: 
en Abraham y Sara, pero también en Ana y una vez 
más, acentuadamente, en Zacarías e Isabel. Desde aquí 
se desprende una clara luz sobre José: la fecundidad 
divina obtiene tal preponderancia sobre la puramente 
sexual del hombre, que ésta puede ceder a aquélla el 
lugar entero. Así se confirma enérgicamente que en 
Jesús es roto definitivamente el círculo mundano gene-
ración (natural)-muerte (natural), lo cual tan sólo posi-
bilita su muerte única como expresión suprema de 
vida y amor. Pero José mismo, con su renuncia, se 
mueve en la serie de los mencionados en Mt 19,12; no 
hay que separar su fecundidad virginal de la de su 
esposa María. 
Pero mientras la fecundidad sobrenatural del matri-
monio José-María constituye el cierre perfeccionador 
de una serie que comienza con Abraham-Sara (que por 
cierto permance fecunda para todo lo venidero), el don 
conjunto de María, la ·mujer•, y de Juan, el ·hijo•, se 
convierte en el preludio de la fecundidad donada desde 
el Crucificado a la Iglesia. María, la madre de Jesús, a 
la que éste se dirige siempre en Juan como •mujer·, en 
el con-padecer de la cruz se convierte en la •esposa· del 
•nuevo Adán·, del•cordero•, y recibe como hijo al dis-
cípulo amado, que es virginal como ella, pero uno de 
los apóstoles de Jesús. Por su mediación, María se 
introduce en la Iglesia apostólica. Este don conjunto de 
un varón y una mujer desde la cruz -con toda la supe-
ración de la esfera sexual-natural (son madre e hijo)-
muestra la permanencia del significado de la diferencia 
sexual dentro de la Iglesia de Cristo. Esto se hace claro 
de una manera reiterada. Debiendo considerar como 
•SU hijo• al discípulo en lugar de su hijo carnal, se 
recuerda la imperecedera fecundidad de su maternidad 
virginal para todos y para sí misma; pero siendo este 
hijo varón, como Jesús, que se dirige a María junto a la 
105 
Epllogo 
cruz como a (su) •mujer•, resulta una sustitución que 
apremia tanto a la madre como a Juan a no pasar por 
alto su diferencia sexual y hace aparecer su unión 
como el símbolo real para la fecundidad del crucifica-
do varón Jesús. Y precisamente aquí hay que tener pre-
sente un tercer motivo, que se presenta aparentemente 
de manera transversal: al trazar Pablo la paralela entre 
la procedencia de Eva a partir de Adán y la de la Iglesia 
a partir de Cristo (Ef 5) -lo que se subraya aún en Juan 
mediante el manar de la sustancia de la Iglesia a partir 
de la herida del costado de Jesús-, el varón Jesús en 
la fecundidad de su muerte se convierte en el origen de 
la mujer y de la esposa Iglesia, de modo que la virgini-
dad de María (y del miembro de la Iglesia Juan) se deri-
va en último término de la de su hijo carnal; se cumple 
en el plano supremo lo que dice Pablo: ·Como la mujer 
(en primer lugar) procede del varón, así también el 
varón procede de la mujer, y todo proviene de Dios· (1 
Cor 11,12). 
Dos aspectos de la suprasexual fecundidad virginal 
se entretejen así uno en otro inseparablemente: uno 
personal (María-Juan) y uno sacramental (sangre y agua, 
además la entrega del Espíritu, Jn 19,30), pero que (lo 
mismo que el primero) no es impersonal, sino que pro-
cede del cuerpo personal moribundo de Cristo. 
Esto se ha de determinar aún más exactamente 
desde la esencia de Cristo como Verbum-Caro. Su 
misión por el Padre es universal, pero saliendo de él 
como un hombre particular. Él mismo se convierte por 
su muerte, donde abre lo más íntimo de su cuerpo y 
entrega su Espíritu, en lo universal, sin dejar de ser el 
ente particular-único. Aquí se hace claro que su uni-
versalización (como siempre puede entendersemás 
perfectamente) debe contener en sí ambos momentos 
de su fecundidad: en un primer momento algo corpo-
ral, lo cual él gobierna sin identificarse con ello: la 
nueva Eva, la Iglesia, nacida de su cuerpo, pero como 
106 
Catedral 
su esposa. Luego, en el segundo momento, la univer-
salidad de la Iglesia (la correspondiente a los suyos) 
como misión a todos los pueblos y como sacramento 
de la salvación del mundo. Dicho esto otra vez más 
exactamente: la Palabra encamada es tanto la epifanía 
como el autorregalo, como la autodicción de Dios, y 
esto por medio de la total existencia psíquico-corporal 
de Jesús. En ésta, como fecundidad de su existencia, 
hay (destacando más) tanto su epifanía -en este 
aspecto, la Iglesia como cuerpo social será su repre-
sentación corporal en el mundo y para él- como su 
autodonación -en este aspecto, la Iglesia se entende-
rá como su •cuerpo• y como su ·esposa· ante el mundo 
y para él-, como, finalmente, expresión del Dios que 
se expresa en él -en este aspecto, la Iglesia se deberá 
a su instrucción hablada: ·Haced esto•, •salid, enseñad 
y bautizad·, •como me envió el Padre, os envío yo•, 
etc.-. Los aspectos de la Iglesia aquí enumerados, 
pensados desde la autoría de Jesús como la Palabra 
encarnada y su fecundidad consiguiente, se pueden 
separar unos de otros tan poco como se pueden trasla-
dar los trascendentales al interior de categorías (deslin-
dadas unas de otras). Considérese finalmente la huma-
nidad de Jesús, que resulta del•Verbum caro factum·, el 
cual, como hombre, no puede en absoluto más que 
incluir a los demás hombres en su obra única e incom-
parable: desde el principio en el llamamiento de los 
doce, que obtienen participación en sus plenos pode-
res, que antes de la pasón (·haced esto•) y después de 
ella (·a quienes les perdonéis los pecados•) se incluyen 
cada vez más profundamente en su propia misión y, 
por eso, serán también ellos mismos capaces de incluir 
a otros en la especial misión de Cristo. Todos estos 
aspectos hay que verlos en su estar unos en otros, si se 
quiere percibir en cierto modo íntegramente el misterio 
de la fecundidad de la existencia de la Palabra encar-
nada, llamada Iglesia. 
107 
Epílogo 
b) Pero si se quiere aquí venir a la Iglesia como 
sacramento y a sus sacramentos particulares, para tra-
tar de estos temas, entonces hay que volver una vez 
más al cuerpo de Cristo. Según Hb 10,6, habla él en su 
encarnación: ·Sacrificios y oblaciones no exiges, pero 
me formaste un cuerpo, ... he aquí que vengo a cum-
plir tu voluntad· (según Sal 40,7 s. LXX). De nuevo el 
cuerpo como la representación del yo en el campo 
visible del mundo, por lo tanto, como sustitución de 
los sacrificios y oblaciones, y al mismo tiempo como 
realización de la voluntad interior para el cumplimien-
to de la voluntad divina. Y al ser Cristo sacramento ori-
ginal como aparición, entrega y afirmación del amor 
de Dios para el mundo, la Iglesia obtiene parte, por 
medio de la universalización eucarística de este cuer-
po personalmente entregado, en esta sacramentalidad 
original, tanto por la inclusión de los creyentes como 
miembros en su •cuerpo espiritual creador de vida· (1 
Cor 15,45; o ·cuerpo místico·), como en tanto es fruto 
de su cuerpo entregado, en cuanto •esposa• que pro-
cede de él, que es •una carne con él· (Ef 5,31). En 
ambos aspectos, la Iglesia como fruto se debe a la 
entrega del cuerpo de Cristo, por lo que no puede sen-
tirse tentada a equiparar su carácter sacramental origi-
nal al de Cristo. Y en ningún caso se puede separar, de 
este aspecto central de la procedencia corporal de la 
Iglesia a partir del cuerpo entregado de Cristo, los pri-
meros grados, en los que la Palabra encarnada llama 
en primer lugar a los doce (como primeras piedras de 
la Iglesia, Ap 21,14) y los equipa crecientemente de 
plenos poderes: la Iglesia no está allí primeramente 
como mera institución, que ulteriormente (en la cruz) 
obtiene un principio de vida mediante la sangre, el 
agua y el Espíritu: contra esta dicotomía habla, en pri-
mer lugar, la inclusión sacramental de los doce en la 
fecundidad de la cruz por medio de la Cena celebrada 
antes de la pasión y, en segundo lugar, la fundación de 
108 
Catedral 
la célula eclesial primitiva María-Juan al final de la 
entrega de la cruz: como última palabra antes del cum-
plimiento perfecto de la Escritura (Jn 19,26-28). Así la 
Iglesia, en todos sus aspectos descritos (en el capítulo 
precedente) a partir de la corporalidad de Cristo, es 
sacramento original naciente, que participa en la misión 
y fuerza salvadora universal de Cristo (en este sentido 
vale el, de lo contrario, equivocado •extra ecclesiam 
nulla salus•), la Iglesia es como Cristo un cuerpo parti-
cular con una misión y función universal para el 
mundo. Esto vale para la Iglesia en tanto que como un 
todo es cuerpo místico y esposa de Cristo, pero espe-
cialmente para aquellos miembros que están más ínti-
mamente unidos a los sentimientos de Cristo y a su ver-
dadera Iglesia. 
Una de las esferas de actuación de la Iglesia como 
sacramento original es su función vivificadora en la 
forma de los sacramentos particulares, que parten de 
ella; en éstos representa ella en forma corporal, para el 
hombre corporal en las más destacadas situaciones de 
su vida, una inclusión decisiva en la eficacia salvadora 
de Cristo-Iglesia. Se inscriben necesariamente en esas 
situaciones de la vida naturales (pero ya alcanzadas por 
la gracia de Dios), que ya en el plano natural se seña-
lan mediante ritos sagrados: nacimiento, madurez, 
matrimonio, banquete, enfermedad (y la capacidad 
competente de acción para tales situaciones, además 
también la designación de determinadas personas para 
el ofrecimiento de sacrificios a la divinidad así como su 
consagración sagrada para el gobierno del pueblo), 
muerte y entierro (•sacramentos naturales•). Más allá de 
esto se sitúa un primer grado veterotestamentario, dado 
mediante la realidad de la Alianza, que se destaca con 
el rito corporal de la circuncisión y una caracterización 
del matrimonio (como símbolo de la Alianza, que se 
orienta hacia la venida del Mesías) así como del sacer-
109 
Epflogo 
dacio (como el ejecutor concreto del ritual de la 
Alianza). Pero en la Nueva Alianza es peraltado todo 
esto por la realidad indeducible de Cristo como Ver-
hum-Caro, que pone a la Eucaristía en el centro de la 
realidad sacramental -como inclusión inmediata en la 
realidad corporal salvadora Cristo-Iglesia. Desde este 
centro, todas las demás situaciones sacramentales 
obtienen una relación a ese cuerpo: puesto que el bau-
tismo de Jesús fue la iniciación en su misión pública y 
él no sólo manda a sus discípulos bautizarOn 4,2), sino 
que después de su resurrección da una expresa orden 
de bautizar (Mt 28,19), que se obedece como lo evi-
dente, el bautismo como forma de la iniciación tiene su 
último fundamento en el acontecimiento del Jordán, 
donde el Dios uno y trino se adhiere a la filiación de 
Jesús y a su misión. La distinción de la confirmación 
respecto del bautismo está ante todo en la considera-
ción •naturalsacramental• de la madurez humana, pero 
también puede verse en relación con la diferencia entre 
el bautismo del propio Cristo y su otorgamiento del 
Espíritu durante el triduo pascual (o en Pentecostés). El 
matrimonio humano y su fecundidad se pone expresa-
mente en el contexto de la relación Cristo-Iglesia (Ef 5). 
La ordenación sacerdotal tiene su origen en la autodo-
nación corporal de Jesús en la Santa Cena y su inspira-
ción del Espíritu en Pascua para los capacitados ex-
presamente en orden a la administración de estos 
misterios. El perdón de los pecados (a pesar de ciertos 
precedentes en el Antiguo Testamento) tiene su verda-
dera fuente en la acción de Cristo de soportar en la 
cruz el pecado del mundo, en su descenso a los muer-
tos y el perdón eterno proporcionado por él en Pascua. 
La unción de los enfermos, como acompañamiento 
eclesial en lamuerte, procede de la especial preocupa-
ción de jesús por los enfermos (·los sanos no necesitan 
de médico, sino los enfermos•, Le 5,31, compara 17), de 
su indicación a los discípulos a curar enfermos median-
110 
Catedral 
te unción con aceite (Me 6,13, la realización en St 5,14), 
de su promesa de ser resurrección y vida para los que 
mueren corporalmente (Jn 11,25 s.) y de su propia 
unción para la muerte por medio de María de Betania. 
Así, en los siete sacramentos de la Iglesia, se relacionan 
las situaciones del portador mismo de la salvación con 
las situaciones fundamentales de la existencia humana, 
de tal manera que las últimas, cuyo valor simbólico-
sagrado para toda cultura sana salta a la vista, se ins-
criben en los acontecimientos fundamentales de la vida 
de Jesús y de su fecundidad eclesial. Si destaca la euca-
ristía como lo central, tampoco carece ésta (como se ha 
mostrado) del fundamento natural (compara Mt 22: el 
banquete real de bodas) y del modelo veterotestamen-
tario (en la comida pascual), pero se muestra desde 
todo como último sello del definitivo Verbum-Caro: si 
bien •toda palabra salida de la boca de Dios• es ali-
mento del hombre (Dt 8,3 = Mt 4,4; Jn 4,34), así las 
palabras de Jesús son por esto •espíritu y vida· (Jn 
6,63), porque la Palabra se ha hecho carne y entregado 
y, como tal, es •verdadera comida y verdadera bebida· 
(ib. 6,51 s.). 
Así es Cristo también dentro de la Iglesia el donador 
de sí mismo en los sacramentos: ·Él es quien, por medio 
de la Iglesia, bautiza, enseña, manda, suelta, ata, ofrece, 
santifica, ... viviendo con su fuerza divina por su cuerpo 
entero• (DS 3806). Sin embargo, hace todo esto por 
encargo y pleno poder del Padre mediante su común 
Espíritu Santo, de modo que el verdadero compañero 
de mesa de la comida eucarística en todos los 
Evangelios sinópticos es el Padre celestial, que nos sirve 
lo mejor que tiene para ofrecer, mientras que el exqui-
sito gusto de los dones (en los demás sacramentos) hay 
que agradecérselo al Espíritu Santo, al Espíritu del Padre 
que regala y del Hijo que se deja regalar, que nos indu-
ce por él con el Hijo a dirigir todo agradecimiento (en 
el Canon) al Padre. 
111 
Epílogo 
e) Y ciertamente, en la consideración de la fecundi-
dad de Dios en Cristo falta aún el punto central, del que 
todo irradia y que se conserva intacto. Se giró a su alre-
dedor, pero no se consideró en sí mismo. Está en el cen-
tro entre dos verdades que se mantienen firmes, de las 
que no vemos cómo son compatibles. Por una parte, 
Jesús anuncia el venidero reino de Dios, que está dis-
puesto a perdonar toda culpa, a perfeccionar la Alianza, 
queriendo perdonar y olvidar toda infidelidad del hom-
bre. Y Jesús busca a los hombres que están dispuestos 
a efectuar la pequeña vuelta a este Dios del amor, aquel 
casi-nada que según él lo entienden mejor los sencillos 
que los inteligentes y sabios, los enfermos mejor que los 
sanos, los pecadores mejor que los justos. En el otro 
extremo está el hecho de que Dios no fuerza mediante 
su amor a ninguno de estos autojustificados y de que 
cuanto más clara aparece su luz tanto más obstinada-
mente se atrincheran en sus tinieblas y ceguera. El amor, 
que ha llegado a ser hombre y prójimo,. hace que sal-
gan a luz las supremas quimeras del pecado. ·Si no 
hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían nin-
gún pecado· (Jn 15,22). ·Si estuvieseis ciegos, no ten-
dríais ningún pecado. Pero decís: ¡Vemos! Vuestro peca-
do permanece· (ib. 9,41). Es cierto que se puede decir 
que Jesús anuncia un incondicional perdón de Dios, 
pero con esto no ha dicho aún que los hombres lo 
acepten. Al contrario: por primera vez en el Nuevo 
Testamento hay amenazas tan absolutas como las dirigi-
das a los fariseos hipócritas (Mt 23), a las ciudades 
incrédulas (Mt 11,20-24). La conversión no puede anun-
ciarse, sino sólo hacerse. 
Aquí hay que preguntarse por el misterio de la cruz 
en tanto que es •maravilloso cambio de lugar•. Sería 
pueril esperar de Jesús que habría podido comportarse 
en su actividad pública como por encima de una por-
ción de enseñanza (como parecen echar de menos algu-
nos teólogos). Una tal espera sería la total falta de com-
112 
Catedral 
prensión de la tragedia de Jesús (y ¡ay de nosotros!, nos 
dice Reinhold Schneider, si negamos lo trágico en la 
vida de Cristo y en el cristianismo, que precisamente 
consiste en que el cuanto más de la manifestación del 
amor de Dios expulsa el tanto más del odio de Dios). Si 
se quisiera argumentar que en el camino de Jesús a la 
cruz Dios el Padre quiso demostrarnos cuánto ama al 
mundo (por lo demás: para un Dios, un modo cómico 
de demostrárnoslo), entonces no se diría nada sobre la 
conversión del que odia. No se demostraría mucho más 
si se quisiera decir que Jesús ha permanecido de este 
modo fiel hasta el final a su ·solidaridad· con los peca-
dores. ¿Qué aprovechan a éstos tales manifestaciones de 
amor? En el fondo sólo pueden apartarse de ellas llenos 
de menosprecio. Especialmente cuando los teólogos les 
aseguran que Dios no es más que amor y que lo que se 
dice sobre la cólera de Dios es sólo (según Girard y sus 
secuaces) una errónea transferencia, a Dios, de los afec-
tos humanos. La cuestión difícil, pues, no está en la 
parte de Dios, sino en la de los apartados: ¿cómo el 
hecho de que un varón fue crucificado en un rincón del 
imperio romano hace dos mil años (con otros milenios 
anteriores) y por amor a mí me debe motivar a cambiar 
de vida? ¿De emoción por este amor, que nadie me 
puede demostrar? Si hacemos jugar aquí a un automa-
tismo, ¿dónde quedaría ahí mi libertad? No la dejo atur-
dirme mediante algo semejante a las drogas de la ver-
dad que utilizaron los tribunales totalitarios. Se habla de 
•Sustitución•, pero una tal expresión, por favor, sólo es 
válida si se me pone de acuerdo. Se me declara culpa-
ble (Kafka) y luego se me informa de que otro está por 
mí en la cárcel. Puedo creer simplemente ambas cosas. 
Con la palabra •sustitución· se deberá también, de 
algún modo, tener cuidado. Jesús no puede apartar al 
pecador para ocupar su lugar. No puede apropiarse de 
su libertad para hacer de ella lo que el otro no quiere 
hacer. En fin: puede •salvarme· (lo que significa rescatar 
113 
Epílogo 
de una cárcel o culpa), pero debo todavía aceptar esta 
acción, hacer que sea verdadera para mí. El hombre en 
su libertad no es un bulto que se •rescata•. 
Estamos aquí en el más apretado nudo del misterio, 
que sólo muy cuidadosamente puede deshacerse. Pueden 
distinguirse cuatro momentos en el arranque de lo que se 
llama ·salvación•. 
Primeramente, puesto y misión del Hijo de Dios. 
Según la teología ciriliana-calcedonense, al entrar en la 
naturaleza humana, Jesús obtiene (como dijimos: por la 
materialidad de todos los hombres) un puesto que alte-
ra el todo de esa naturaleza. Según la dignidad es cabe-
za, que a todos los demás caracteriza de miembros en 
un sentido aún a determinar. Si añadimos que toda la 
naturaleza se encuentra en una determinada situación 
negativa para con Dios, entonces -conforme a su 
misión y a su interior capacidad y libertad- se apro-
piará esta situación negativa de modo que la transforma 
en lo que es en verdad: en el dolor de la alienación, que 
ya no se experimenta simplemente desde Dios, sino 
también desde el hombre. Téngase en cuenta que aquí 
se habla en el plano de la estructura total (de lo divino 
lo mismo que de lo humano) y con esto no se toca aún 
la cuestión de la libertad particular. 
Pero, en segundo lugar, se hará valer al mismo tiem-
po que el cambio puesto por la cabeza de la humani-
dad, implicando a ésta, sólo se realiza desde este lugar 
como desde un •por encima de· toda la naturaleza, que 
altera el ser situado de todos los que, con su libertad 
personal, pertenecen a esta naturaleza. Aquí hay que 
recordar una cosa dicha anteriormente: que encarna-
ción y cruz tienen su •sitio• allí donde el •actus com-
pletus non subsistens•hace ser a lo real creado, que 
sólo se realiza en el individuo. El Hijo de Dios de nin-
guna manera sustituye este acto, pero si •todo cuanto 
hay en el cielo y sobre la tierra tiene su consistencia en 
él·, del mismo modo, desde allí, él es la cabeza de todo 
114 
Catedral 
lo creado. Y la libre aceptación no sólo de la naturale-
za humana, sino de su alienación, sólo puede efectuar-
se por esto también •por encima de· (o •más allá de· o 
•por debajo de·) de toda su situabilidad, lo que signifi-
ca a la vez que aquélla, en el resumen de todas las alie-
naciones, supera a ésta en torno a lo infinito, porque, 
dicho en pocas palabras, nadie puede ser abandonado 
por el Padre como el Hijo, que como único conoce al 
Padre tal cual es (Mt 11,27). Con esto se ha dado un 
paso adelante esencial en la aclaración del misterio, sin 
haber empujado por cierto ya al campo de visión la 
cuestión de la relación de •salvación· y voluntad indivi-
dual. Pero algo distinto, que hasta ahora no se conside-
ró, se hace ahora claro: la correlación entre cruz y euca-
ristía. El •por vosotros entregado· y ·derramada· no es 
una frase, sino pura realidad: Jesús invierte nuestra 
situación ante Dios (como pecadores) en la suya y nos 
devuelve la antes nuestra como la suya. Lo que era alie-
nación de Dios, por haber experimentado él más pro-
fundamente esta alienación, como lo habría podido 
hacer un mero hombre, se convierte en una forma del 
amor absoluto: ·Amor más fuerte que el infierno•. 
Sin embargo, todo esto sólo se entiende consideran-
do un tercer momento: que la encarnación de la Pala-
bra, todo su actuar terreno y precisamente también su 
cruz dejada de la mano de Dios es algo obrado por el 
Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Esto fue expuesto 
detalladamente en otra parte (Teológica 111) y aquí sólo 
se insinúa. Siendo el Espíritu el entre del Padre y el Hijo, 
así lo es precisamente en la cruz de manera hiperbóli-
ca, puesto que él muestra y actúa la suprema •separa-
ción• de ambos como aparición de su suprema unidad. 
Y esto, desde aquel sitio donde se realiza el •santo inter-
cambio· para que él, como Espíritu exhalado del Hijo, 
precisamente desde este lugar, entre en contacto con la 
libertad individual finita y así, no desde un fuera, que 
en una libertad sería imposible, sino desde allí donde 
115 
Epílogo 
toda libertad creada, ya esté abierta o cerrada a Dios, 
tiene su origen y su legalidad: para lo verdaderamente 
bueno y por medio de esto realizarse como libertad. 
Desde este punto fontanal, el Espíritu, tal como ya se 
insinuó, confronta la libertad finita y deficiente consigo 
misma y le muestra cómo podría ser libertad que se rea-
liza verdaderamente. El corresponder a la ·imagen• pre-
sentada (que es a la vez imagen de Dios en el hombre) 
sería autorrealización para la libertad finita. Lo que el 
Espíritu hace aquí desde la cruz (si en forma de una 
•gratia actualis adjuvans· o ya •sanctificans•, no puede 
discutirse aquí, pues la diferencia sólo entra en juego 
desde el próximo momento -admisión o negación-) 
es un actuar en la esfera en que la forma finita se rega-
la a sí misma antes que todo. No hay aquí espacio para 
ningún extrinsecismo; sólo cabe preguntarse aún a ver 
si el Espíritu finito está sosegado para reconocer que 
debe recibirse a sí mismo para ser, y, en caso de que sea 
espíritu que está en la alienación de Dios, convertirse a 
este hecho original: a la vez a sí mismo y a Dios. 
Habría aquí mucho que desarrollar sobre la relación 
entre el segundo y el tercer momento: la muerte de 
Jesús en la alienación de Dios de los pecadores (lo que 
para cada uno de éstos quiere decir que no pueden 
alcanzar una soledad perfecta, •autónoma·), una muerte 
de la suprema entrega al Padre y a los hombres, se per-
fecciona interiormente en la entrega de su (Santo) 
Espíritu, que en la muerte se exhala y en Pascua de 
Resurrección se inhala al mundo. El acontecimiento des-
crito como tercer momento está unido de nuevo histó-
rica-metahistóricamente, de manera insoluble, al segun-
do momento. Esto muestra también que no es pensable 
la pascua de Pentecostés sin la fiesta del Corpus. 
Aún queda el cuarto momento: el sí o no de la liber-
tad finita a la solicitación del Espíritu en su fundamen-
to. Aquí acaba todo saber humano: •No me juzgo a mí 
mismo, mi juez es el Señor· (1 Cor 4,3 s.). No sabemos 
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Catedral 
si una libertad humana se puede negar hasta el final al 
ofrecimiento del Espíritu a darle la auténtica propia 
libertad. Si lo hiciera definitivamente, entonces actuaría 
con plena conciencia y perpetraría el pecado contra el 
Espíritu Santo, un •pecado eterno•, que •nunca encuen-
tra perdón· (Me 3,29). Aquí, donde sencillamente no 
podemos saber nada más, sólo hay todavía espacio para 
la esperanza. Considerada cristianamente, no una espe-
ranza arbitraria, sino una que, según el mandamiento 
del amor de Jesús, no puede excluir a ningún hombre, 
ni abandonar a ninguno en medio del camino. ·]'espere 
en Toi pour nous· (Gabriel Marcel). Tenemos ·el deber 
de la esperanza de salvación para todos• (K. Rahner, 
Sacr. Mundi II, 737). ·La relación por principio a este sen-
tido salvador del dogma -la posibilidad real del eterno 
fracaso- debe proporcionar en este terreno el mojón y 
la guía interior de toda especulación· (J. Ratzinger, LThK 
V, 448). ·¿Serán todos los que se dejen reconciliar? 
Ninguna teología o profecía puede responder esta pre-
gunta. Pero el amor 'todo lo espera' (1 Cor 13,7). No 
puede más que esperar la reconciliación de todos los 
hombres en Cristo. Tal esperanza ilimitada no sólo es 
cristianamente permitida, sino mandatJa. (Herm.-Jos. 
Lauter, Pastoralblatt 1982, 101). 
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FoiOcomposlclón 
Encuentro-Madrid 
Impresión 
Cofás-Madrid 
Encuadernación 
Sanfer-Madrid 
ISBN: 84-7490-496-X 
Depósito Legal: M. 37.305-1998 
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