Logo Passei Direto
Buscar
Material
páginas com resultados encontrados.
páginas com resultados encontrados.

Prévia do material em texto

XOLECCIÖN 
ZETEIN 
Estudios y Ensayos 
4 
PRISMAS 
COLECCIÓN ZETEIN-ESTUDIOS Y ENSAYOS 
Primeros Títulos: 
John Kenneth Galbraith 
LA HORA LIBERAL 
L.W.H Hull 
HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA 
A O Papandreou 
LA ECONOMÍA COMO CIENCIA 
Th. W. Adorno 
PRISMAS. La crítica de la cultura y la sociedad 
M-V. Quine 
DESDE UN PUNTO DE VISTA LÓGICO 
Th W Adorno 
NOTAS DE LITERATURA 
M. V. Quine 
MÉTODOS DE LA LÓGICA 
Ch N. Martin 
PROMESAS Y AMENAZAS DE LA ENERGÍA NUCLEAR 
F. L. Ganshof 
EL FEUDALl MO 
Luigi Einaudi 
MITOS Y PARADOJAS DE LA JUSTICIA TRIBUTARIA 
Marcel Brion 
EL ARTE ABSTRACTO 
THEODOR W. ADORNO 
PRISMAS 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 
Traducción de Manuel Sacristán 
EDICIONES ARIEL 
BARCELONA 
Título original 
PRISMEN 
Kulturkritik und Gesellschaft 
© by Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main 
(E) de la traducción castellana para España y América. 
Ediciones Ariel, S. A. Barcelona 
Printed in Spain 
Num. registro: 58- 1962 
Depósito legal: B. 1.033. - 1962 
Impreso en los talleres de Ediciones Ariel, S. A. - Berlín, 46-50 - Barcelona 
Í N D I C E 
La crítica de la cultura y la sociedad 9 
La conciencia de la sociología del saber . . . . 30 
Spengler tras el ocaso 46 
El ataque de Veblen a la cultura 73 
Aldous Huxley y la utopía 99 
Moda sin tiempo (Sobre el jazz) 126 
Defensa de Bach contra sus entusiastas . . . . 142 
Arnold Schömberg. 1874-1951 157 
Museo Valéry-Proust 187 
George y Hofmannsthal (A propósito del epistolario: 
1861-1906) 201 
Caracterización de Walter Benjamin 244 
Apuntes sobre Kafka 260 
Referencias 293 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 
Expresiones como "ciítica de la cultura" o "ciítica cultural", 
y, sob]c todo, su común adjetivo "crítico-cultural", tienen que 
molestar a todo aquel que esté acostumbrado a pensar con el 
oído y no sólo por ser, como "automóvil", vm feo compuesto 
de étimos griegos y latinos, sino, principalmente, por sugerir 
una contradicción flagrante. AI crítico cultural no le sienta la 
cultura, pues lo único que debe a ésta es la desazón que le pro-
cura. El crítico cultural habla como si fuera representante de 
ima intacta naturaleza o de un superior estadio histórico; sin 
embargo, él mismo participa necesariamente de esa entidad 
por encima de la cual se imagina egregiamente levantado. 
La insuficiencia del sujeto que en sv\ inneccsariedad y limita-
ción pretende juzgar del poder del ser —esa insuficiencia del 
sujeto siempre flagelada por Hegel para servir a su apología 
del orden dado— resulta insopoi table cuando el propio sujeto, 
hasta en su más íntima estructura, es fruto de la mediación del 
concepto mismo al que se enfrenta como sujeto independiente 
y soberano. Pero, por su contenido, la desmesura de la crítica 
de la cultura no se cifra tanto en una falta de reapeto por lo 
criticado cuanto en su secreto, orgulloso y ofuscado reconoci-
miento. Casi inevitablemente da el ciítico cultural la impresión 
de que él sí posee la cultura que se desprende de la existente. 
La vanidad del crítico se suma a la de la cultura: incluso en el 
gesto acusatorio mantiene el crítico enhiesta, ineuestionada y 
dogmática, la idea de cultura. El crítico desplaza la dirección 
del ataque. Donde hay desesperación y vida inadecuada descu-
bre hechos puramente espirituales, la manifestación de un estado 
de la conciencia humana, indicio de una decadencia de la 
norma de cultura. Insistiendo en ello, la crítica cae en la tenta-
10 PRISMAS 
ción de olvidar lo indecible, en vez de intentar, con toda la 
impotencia que se quiera, que se proteja al hombre de ese 
indecible. 
La actitud del crítico cultural, gracias a la diferencia o dis-
tancia a que se coloca del mal y el desorden imperantes, le 
permite pasar teoréticamente por encima de éstos, aunque a 
menudo no consiga sino quedarse tras ellos. Lo que hace el 
crítico es articular la diferencia o distancia en el mismo dispo-
sitivo cultural que pretendía superar y que precisamente nece-
sita de esa distancia para tomarse por cultura. El no juzgarse 
nunca lo suficientemente distinguida forma parte de las pre-
tensiones de la cultura a la aristocracia y a la distinción, y con 
esas pretensiones se dispensa la cultura de someterse a la piedra 
de toque de las condiciones materiales de la vida. La hiper-
tensión de la pretensión cultural, inmanente, sin duda, al movi-
miento del espíritu, aumenta la distancia a aquellas condicio-
nes vitales materiales, en la medida misma en que va hacién-
dose cuestionable la dignidad de esa sublimación cuando se 
tienen en cuenta tanto la realización material posible como el 
amenazador aniquilamiento de innumerables seres humanos. 
El crítico cultural convierte en privilegio suyo esa aristocrá-
tica distinción de la cultura, pero destruye su legitimación al 
cooperar con ella en calidad de chinche pagada y honrada. 
Esto afecta sin duda al contenido de la crítica. Incluso el des-
piadado rigor con que la crítica enuncia la verdad acerca de 
la conciencia insincera sigue sujeto a la órbita de la misma 
entidad combatida cuyas manifestaciones contempla. Todo 
aquel que juega la carta de la superioridad respecto de algo tie-
ne que sentirse siempre al mismo tiempo como miembro del 
edificio en cuyo último piso se encuentra. Si se hiciera la his-
toria de la vocación del crítico en la sociedad burguesa, del 
crítico que ha llegado finalmente a crítico de la cultura, se 
descubriría sin duda en el origen un elemento usurpatorio del 
que Balzac, por ejemplo, podía tener aún conciencia. Los críti-
cos profesionales eran ante todo "informadores": daban una 
orientación para moverse en el mercado de los productos espi-
rituales. Por gracia de ese trabajo conseguían a veces cierta 
profunda comprensión de la cosa, pero seguían siendo, en defi-
nitiva, agentes del tráfico espiritual, de acuerdo, si no con todas 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 11 
las mercancías del mismo, sí al menos con toda la esfera como 
tal. Hoy siguen conservando huella de ello, incluso cuando han 
abandonado el papel de agentes. El que se les confiara el papel 
de expertos y luego el de jueces fue económicamente inevita-
ble, pero además, casualmente, adecuado a la cosa misípa. 
La agilidad que les proporcionaba posiciones de privilegio en 
la competencia —posiciones de privilegio porque, una vez 
alcanzadas, el destino de lo juzgado dependía ampliamente de 
su voto — suscita una apariencia de justificación técnica del 
juicio. Deslizándose hábilmente por todos los huecos y ganando 
en influencia con la difusión de la prensa, los críticos consi-
guieron la autoridad que su profesión finge preexistente. La pe-
tulancia del crítico se debe a que en las formas de la sociedad 
competitiva, en la que todo ser es ser accidental, ser para otra 
cosa, el crítico mismo se mide exclusivamente por su éxito en 
el mercado y es, por tanto, él mismo un producto del mercado. 
El conocimiento serio de las cosas y problemas no fue lo prima-
rio, sino, a lo sumo, producto secundario del éxito de agente 
en el mercado, y cuanto más carece el crítico de ese conoci-
miento objetivo, tanto más intensamente lo sustituye con pe-
dantería y conformismo. Cuando en su mercadillo de la con-
fusión — el arte — los críticos llegan a no entender una pala-
bra de lo que juzgan y se rebajan gustosamente de nuevo a la 
categoría de propagandistas o censores, se consuma en ellos 
la inicial insinceridad de su industria. El privilegio de que dis-
frutan por lo que hace a la información y a la posibilidad de 
tomar posición les permite enunciar sus opiniones como si fue-
ran la objetividad misma. Pero se trata exclusivamente de la 
objetividad del espíritu que domina en el momento. Los críti-
cos ayudan también a tejer el velo. 
El concepto de la libertad de opinión y expresión, incluso el 
de la libertad espiritual en la sociedad burguesa, concepto en 
el que se basa la crítica de la cultura, tiene su propia dialéctica. 
Mientras se liberaba de la tutela teológico-feudal,el espíritu, a 
causa de la progresiva socialización de todas las relaciones entre 
los hombres, sucumbió crecientemente a un anónimo control 
ejercido por las circunstancias dominantes, control que no sólo 
se le impuso externamente, sino que se introdujo en su estruc-
tura inmanente. Aquellas circunstancias se imponen en el espí-
12 PBISMAS 
ritu autónomo tan despiadadamente como se impusieron antes 
en el espíritu atado a los órdenes hcterónomos. No sólo se dis-
pono el espíritu a su propio tráfico y compraventa en el mer-
cado, reproduciendo así, él mismo, las categorías sociales domi-
nantes, sino que, además, se va asemejando objetivamente a 
lo dominante incluso en los casos en que, subjetivamente, no 
llega a convertirse en mercancía. Las mallas del todo van en-
lazándose, cada vez más estrechamente, según el modelo del 
acto de trueque. La conciencia individual tiene un ámbito cada 
vez más reducido, cada vez más profundamente preformado, y 
la posibilidad de la diferencia va quedando limitada a priori 
hasta convertirse en mero matiz en la vmiformidad de la oferta. 
Al mismo tiempo, la apariencia de libertad hace que la refle-
xión sobro la propia esclavitud sea mucho más difícil de lo 
que lo era cuando el espíritu se encontraba en contradicción 
con la abierta opresión; así se refuerza la dependencia del 
espíritu. Todos esos momentos, junto con la selección social 
de los portadores del espíritu, tienen como resultado la invo-
lución de éste. La responsabilidad del espíritu HI eonvicitc en 
una ficción, según la tendencia predominante en la sociedad. 
El espíritu no desarrolla más que el momento negativo de su 
libertad, la herencia del estadio sin plan y monádico, la irres-
ponsabilidad. Aparte de eso, va adhiriéndose cada vez más apre-
tadamente, como ornamento, a la estructura de la que pretende 
destacarse. Las invectivas de Karl Kraus contra la libertad de 
prensa no deben, seguramente, tomarse al pie de la letra: invo-
car seriamente a la censura contra los escribidores cotidianos 
sería lo mismo que querer expulsar al diablo con la ayuda 
de Belcebú. Pero, en cambio, seguramente la estupidización 
y la mentira que florecen bajo la protección de la libertad 
de prensa son algo mucho más importante que mero accidente 
en el decurso histórico del espíritu: son los estigmas de la es-
clavitud a que llegó al liberarse do la vieja tutela, los estigmas 
de la falsa emancipación. En ningún sitio se manifiestan esos 
estigmas tan claramente como en el lugar en que el espíritu 
roe la propia cadena: en la crítica. Cuando los fascistas alema-
nes excomulgaron la palabra "crítica" y la sustituyeron por el 
aguado concepto de "consideración del arte", lo hicieron sin 
duda exclusivamente movidos por el tangible interés del estado 
LA CKÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 13 
autoritario, temeroso del pathos del Marqués de Posas incluso 
en la burda petulancia de los críticos y colaboradores perio-
dísticos. Pero la satisfecha barbarie que exigía la supresión de la 
crítica, la irrupción de la horda salvaje en el coto del espíritu, 
reprimió sin sospecharlo una cosa con su igual. En la bestial 
pasión de las camisas pardas contra los criticastros no alienta 
sólo la envidia a vma cultura odiada porque les excluye, ni 
tampoco el mero resentimiento contra el que ejerce el derecho 
de decir aquello negativo que ellos querían suprimir. Lo deci-
sivo es que el soberano gesto del crítico finge ante los lectores 
una independencia que no tiene y reclama una misión rectora 
incompatible con su propio principio de la libertad espiritual. 
Esto os lo que excitó a sus enemigos. El sadismo de éstos fue 
característicamente excitado por la debilidad, sutilmente disfra-
zada de fuerza, de aquellos cuya dictatorial gesticulación habría 
sido tan gastosamente imitada por los posteriores dominadores. 
Sólo que los fascistas sucumbieron a la misma ingenuidad que 
los críticos, a saber, a la fe en la cultura como tal, representada 
para ellos por determinadas ostentaciones y mitos aprobados. 
Los fascistas alemanes se sintieron médicos de la cultura, y le 
extirparon el aguijón de la crítica. Con ello no sólo la rebajaron 
al nivel de la manifestación oficial, sino que, además, mostraron 
desconocer lo íntimamente que, para bien y para mal, están 
imbricadas crítica y cultura. La cultura no es verdadera más 
que en sentido crítico-implícito, y el espíritu, cuando lo olvida, 
,̂e venga de sí mismo en los críticos que él mismo cría. La crítica 
es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contra-
dictoria; y con toda su inveracidad es la crítica tan verdadera 
como la cultura es falaz. La crítica no daña porque disuelva 
— esto es, por el contrario, lo mejor de ella —, sino en la 
medida en que obedece con las formas de la rebelión. 
La complicidad de la crítica cultural con la cultura no se 
debe meramente a la ideología del crítico. Más bien es fruto 
de la relación del crítico con la cosa que trata. Al convertir 
la cultura en su objeto vuelve a objetivarla. Pero el sentido 
propio de la cultura es precisamente la suspensión de la cosi-
ficación. En cuanto la cultura se cuaja en "bienes culturales" 
y en su repugnante racionalización filosófica, los llamados "valo-
res culturales", peca contra su raison d'etre. En la destilación 
14 PRISMAS 
de esos valores — que no en vano recuerdan el lenguaje de la 
mercancía — se entrega a la voluntad del mercado. En el mismo 
entusiasmo por las grandes culturas exóticas vibra el entusias-
mo por la exótica pieza rara en la que se puede invertir dinero. 
Cuando la crítica cultural, hasta Valéry, se mantiene en el 
terreno del conservadurismo, se orienta secretamente por un 
concepto de cultura que apunta a una firme propiedad, inde-
pendiente de oscilaciones coyunturales y propia de la era del 
capitalismo tardío. Ese concepto se presenta como libre de 
toda relación con formaciones históricas determinadas, y como 
capaz de dar seguridad en medio de la dinámica universal. 
Modelo del crítico cultural es el coleccionista que sopesa y 
valora, casi en tanta medida como el crítico de arte. La crítica 
de la cultura recuerda siempre el gesto del que regatea, o el 
del especialista que discute la autenticidad de una pintura o la 
coloca entre las obras menores del maestro. Hay que discutir 
la mercancía, para conseguir más por lo mismo. Como estima-
dor, el crítico cultural se halla indiscutiblemente inmerso en una 
esfera manchada por los "valores" culturales, incluso cuando 
el crítico lucha celosamente contra la mercantilización de la 
cultura. En su misma actitud contemplativa respecto de la cul-
tura hay un examinar, juzgar, pesar, elegir: esto le va, rechaza 
aquello. Su misma soberanía, la pretensión de poseer un saber 
profundo del objeto y ante el objeto, la separación de concepto 
y cosa por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de 
sucumbir a la configuración-valor de la cosa; pues la crítica 
cultural apela a una colección de ideas establecidas y convierte 
en fetiches categorías aisladas como espíritu, vida, individuo. 
Pero su fetiche supremo es el concepto de cultura como tal. 
Ninguna auténtica obra de arte, ninguna verdadera filosofía 
se ha agotado nunca —ha agotado nunca su ser-en-sí— en sí 
misma. Siempre han estado en relación con el real proceso 
vital de la sociedad de la que se desprendieron. Precisamente 
la negativa a quedarse en la culposa conexión de la vida que 
se reproduce ciega y duramente, precisamente la insistencia en la 
independencia y la autonomía, en el divorcio con el reino de 
los fines que impera en una sociedad, implica, al menos como 
elemento inconsciente, la apelación a un estado en el que la 
libertad estuviera realizada. Pero la libertad sigue siendo una 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 15 
ambigua promesa de la cultura mientras la existencia de ésta 
depende de la realidad vanamente conjurada y, en última ins-
tancia, mientras la libertad depende de la disposición sobre el 
trabajode otros. El hecho de que la cultura europea (global-
mente considerada) haya hecho degenerar hasta mera ideolo-
gía lo que llegaba al consumo espiritual — y llega hoy más 
fácilmente, recetado por "managers" y psicotécnicos a las pobla-
ciones — se debe a la trasmutación de su función respecto de 
la práctica material, esto es, a su renuncia a intervenir en ella. 
Esa trasmutación no fue, naturalmente, pecaminosa decisión, 
sino resultado de presión histórica. Pues la cultura burguesa 
no consigue dar a luz la idea de una pureza libre de todos los 
estigmas deformadores impuestos por el desorden que abarca 
como totalidad todos los ámbitos de la existencia sino rompién-
dose, retirándose en si misma. La cultura burguesa no consigue 
manifestarse fiel al hombre más que sustrayéndose a su prác-
tica, contradicción de sí misma, sustrayéndose a esa permanente 
reproducción del siempre-lo-mismo, del servicio mercantil al 
cUente al servicio real del dominante. Pero sustrayéndose a eso 
se sustrae a su hombre real. Una tal concentración de la cul-
tura burguesa en torno a su propia y absoluta sustancia de 
cultura y sólo de cultura — concentración que tiene su manifes-
tación más grandiosa en la poesía y en la teoría de Paul 
Valéry— conlleva, sin embargo, una corrosión de esa misma 
sustancia. Así vuelto contra la realidad, el acumen del espíritu 
cambia de sentido, por más rigurosamente que se le quiera 
mantener, en cuanto, por su retorsión, pierde contacto con 
aquella reahdad. Por obra de la resignación que afecta ante la 
fatalidad del proceso vital, y aún mucho más por su especia-
lización como un ámbito entre otros, el espíritu se encuentra 
así situado junto al ente mero y se convierte él mismo en un 
mero ente. La castración de la cultura, que provoca la irritada 
pasión de los filósofos desde tiempos de Rousseau y de la selvá-
tica sentencia sobre "el siglo de la tinta de imprimir", pasando 
por Nietzsche, hasta los misioneros del engagement por el propio 
engagement, se debe al propio desarrollo de la cultura como tal, 
para ser cultura, y a su enérgica y justificada oposición a la cre-
ciente barbarie del predominio de lo económico en su mundo. 
Lo que parece decadencia de la cultura es su puro llegar a sí 
16 PRISMAS 
misma. La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neu-
tralizada y cosificada. El fetichismo lleva a la mitología. Los 
críticos culturales suelen embriagarse con ídolos, desde los pre-
históricos hasta los de la cálida época liberal — ya evaporada — 
que, en el momento de sucumbir, exhortó a meditar en el 
origen. Y como la crítica cultural se subleva contra la progre-
siva integración de toda conciencia en el aparato de la pro-
ducción material, pero es incapaz de comprender éste, se vuelve 
hacia atrás, engatusada por una promesa de inmediatez. Lo hace 
por su propio peso, aparte de que le mueve a ello un orden 
que tiene que recubrir con sonora chachara sobre la deshuma-
nización y el progreso todos los progresos que él mismo hace 
por el camino de la deshumanización. El aislamiento del espí-
ritu respecto de la producción material eleva sin duda su coti-
zación, pero, al mismo tiempo, hace de él, en la conciencia ge-
neral, el chivo expiatorio de todo lo cometido por la práctica. 
Se decide entonces que la ilustración misma y como tal — no 
como instrumento del dominio real— tiene la culpa de todo: 
de aquí el irracionalismo de la crítica de la cultura. Cuando ésta 
ha conseguido disociar al espíritu de su dialecticidad con las 
condiciones materiales, lo concibe simplemente como un prin-
cipio de fatalidad, sin descubrir el papel de su propia resisten-
cia. Tampoco consigue comprender el crítico cultural que la co-
sificación de la vida no se debe a un exceso de ilustración, sino 
a nn defecto de ella, y que la mutilización cometida en la huma-
nidad por la incompleta y particularista racionalidad contem-
poránea es en definitiva un estigma de la irracionalidad total. 
La eliminación de esa mutilación, que significaría lo mismo que 
eliminación de la separación del trabajo físico y el espiritual, 
parece un caos a la ceguera crítico-cultural: y es que aquél que 
glorifica el orden y la estructura, cualquiera que sea su propio 
linaje, toma aquella fosilizada separación como arquetipo de lo 
eterno. Para ellos, la posibilidad de que un día cesara la mor-
tal escisión de la sociedad es lo mismo que una maldición sin 
mañana: mejor el final de todas las cosas que el final de la 
cosificación de la humanidad. El miedo a este último armoniza 
muy bien con el interés de los interesados en la persistencia 
de la renuncia material. Cada vez que la crítica cultural perora 
contra el materialismo promueve la convicción de que el ver-
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 17 
dadero pecado es el deseo de bienes de consumo que tienen 
los hombres, y no la ordenación total que les impide llegar 
a ellos: el pecado es saciedad, no hambre. Si la humanidad 
fuera ya dueña de la plétora de los bienes, se sacudiría las 
ataduras de esa civilizada barbarie que los críticos culturales 
imputan al proceso del espíritu en vez de al atraso de las con-
diciones materiales. Los "valores eternos" a que alude la crítica 
cultural reflejan la enfermedad perenne. El crítico cultural se 
nutre de la mítica obstinación de la cultura. 
Como la existencia de la crítica cultural, cualquiera que sea 
su contenido, depende del sistema económico, se encuentra en-
tretejida con el destino de éste. Cuanto más perfectamente 
apresan los actuales órdenes sociales — con el oriental en cabe-
za — el proceso vital, y en él la "musa", tanto más se imprime 
a todos los fenómenos del espíritu el sello del orden. En unos 
casos, esos fenómenos contribuyen al mantenimiento del orden 
con función de entretenimiento o edificación, y se consumen 
precisamente como exponentes de ese orden, es decir, por su 
preformación social. Conocidos, garantizados, gustados, se in-
troducen persuasivamente en la conciencia regresiva, se reco-
miendan como naturales y permiten la identificación con po-
tencias cuyo peso no deja más elección que un amor falso. 
En otros casos se convierten en rareza por su desviación res-
pecto del orden externo, y así consiguen ser también vendibles. 
Durante toda la era liberal la cultura cayó en la esfera de la 
circulación de los bienes, y la paulatina consunción de ésta 
corroe el sistema nervioso de aquélla. Con la eliminación del 
comercio y de sus irracionales recovecos por el aparato de difu-
sión de la gran industria, la comercialización de la cultura llega 
ya a extremos risibles. Bien atada y administrada y concienzu-
damente calculada, la cultura va muriendo de inanición. La 
denuncia de Spengler, según la cual el espíritu y el dinero van 
juntos, resulta plenamente acertada. Pero a causa de su simpa-
tía por las formas inmediatas de dominio, Spengler cultivó una 
concepción de la existencia como ajena a las mediaciones espi-
rituales igual que a las económicas, y lanzó por la borda al 
espíritu junto con un tipo económico realmente superado, sin 
darse cuenta de que el espíritu, por mucho que sea producto 
de ese tipo económico, implica, sin embargo, la posibilidad 
18 PRISMAS 
objetiva de superarlo. Al modo como la cultura surgió del mer-
cado como algo que se destacaba de lo inmediato, de la esfera 
de la propia conservación en el tráfico, la comunicación y el 
entendimiento, al modo como en el capitalismo maduro casó 
con el comercio, y sus portadores fueron "terceras personas", 
mediadores como los comerciantes, así también — esto es, según 
las reglas clásicas de la "necesidad social", según las reglas 
de la autorreproducción económica — se contrae hoy al ámbito 
en el que empezó, el de la mera comunicación. Su enajenación 
de lo humano culmina en la docilidad absoluta a las exigencias 
de una humanidad que el vendedor ha convertido en clientela. 
En nombre de los consumidores, los que disponen de la cultura 
suprimen de ella lo que le permitiría salvarse deuna total 
inmanencia a la sociedad existente, y no dejan de ella más que 
lo que cumple en esa sociedad un objetivo inequívoco. Precisa-
mente por eso esta cultura del consumo puede gloriarse de no 
ser un lujo, sino la simple prolongación de la producción. Los 
slogans políticos, calculados para las manipulaciones de masas, 
estigmatizan unánimemente como lujo, snobismo, highbrow, 
todo elemento cultural que desagrade a los comisarios. Sólo 
cuando el orden establecido se acepta como medida de todas 
las cosas se convieite en verdad su mera reproducción en la 
conciencia. La crítica cultural se indigna entonces y habla de 
superficialidad y de pérdida de sustancia. Pero como, a pesar 
de ello, se mantiene en la red en que se imbrican cultura y 
comercio, la misma crítica participa de esa superficialidad. 
La crítica procede, pues, como esos críticos sociales reacciona-
rios que contraponen al capital usurario el capital productivo. 
Pero, de hecho, toda cultura participa de la culpa total de la 
sociedad, pues, como el comercio (según la Dialéctica de la Ilus-
tración) ,̂ vive gracias a la injusticia ya cometida en la esfera 
de la producción. La crítica cultural recubre y disimula la crí-
tica, y sigue siendo ideología en la medida en que es mera 
crítica de la ideología. Los regímenes totalitarios de ambos 
tipos, deseosos de defender lo existente de las últimas resis-
tencias que temen de la cultura sumida en ese estado servil, 
1. MAX HORKHEIMER y T. W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung. Phi-
losophische Fragmente, Amsterdam, 1947. (Nota del T.) 
LA CRÍTICA DE I ^ CULTURA Y LA SOCIEDAD 19 
pueden probar fácilmente que esa cultura y su modo de con-
ciencia son manifestaciones lacayunas. Apelan al espíritu, que 
en realidad resulta ya insoportable, y pueden aún sentirse puri-
ficadores y revolucionarios. La función ideológica de la crítica 
cultural da alas a su propia verdad, la resistencia contra la 
ideología. La lucha contra la mentira resulta así un pretexto 
en favor de la nuda bestialidad. "Cuando oigo la palabra cul-
tura, quito el seguro a mi revólver", dijo una vez el portavoz 
de la "Cámara Cultural del Reich" hitleriana. 
Pero la crítica cultural no puede reprochar tan radicalmente 
a la cultura su decadencia como lesión de la pura autonomía 
del espíritu, como abierta prostitución, sino a causa de que la 
cultura nace en la separación radical del trabajo espiritual y el 
corporal, y se alimenta de esa separación que es su pecado 
original. Cuando la cultura se limita a negar superficialmente 
esa separación y finge una conexión inmediata en el lugar de 
aquélla, se coloca a un nivel inferior a su propio concepto. 
El espíritu solo, que en la locura de su absolutez se aleja ra-
dicalmente de la nuda existencia, la determina en realidad en 
su negatividad; y mientras en la reproducción de la vida queda 
aún un resto de espíritu, todo se refiere a éste con énfasis. La an-
tibanausía ateniense era dos cosas a la vez: el despectivo orgullo 
de aquel que no se ensucia las manos por aquel de cuyo trabajo 
vive y la conservación de la imagen de una existencia que apunta 
a más allá de la coerción presente detrás de todo trabajo. Al dar 
expresión a la conciencia sucia, a la mala conciencia, proyec-
tándola en sus víctimas, cuya bajeza destaca, la antibanausía 
es al mismo tiempo una acusación contra lo que esas mismas 
víctimas sufren: la sumisión del hombre a la forma concreta de 
reproducción de su vida. Toda "cultura pura" ha sido molesta 
para los portavoces del poder. Platón y Aristóteles supieron muy 
bien por qué tenían que evitar la idea de esa cultura, al incli-
narse, por ejemplo, hacia cierto pragmatismo en cuestiones de 
arte, pragmatismo notablemente incompatible con el pathos 
de los dos grandes metafísicos. La moderna crítica cultural bur-
guesa es, naturalmente, demasiado aguda para seguirles abierta-
mente en ese punto, aunque utilice tranquilizadores expedientes 
esquemáticamente análogos, como la distinción entre alta cultura 
y cultura popular, obra de arte y obra de entretenimiento, cono-
20 PRISMAS 
cimiento y concepción del mundo no constrictiva lógicamente. 
La crítica cultural burguesa es tanto más antibanáusica que la 
antigua clase alta ateniense cuanto el proletariado es más peli-
groso que los antiguos esclavos. El moderno concepto de cul-
tura pura y autónoma da testimonio del antagonismo inelimina-
ble e insuperable producido por la imposibilidad de compro-
miso con el ser ajeno y por la hybris de la ideología entronizada 
como ser-en-sí. 
La crítica cultural tiene de común con su objeto la misma 
ceguera: es incapaz de llegar al conocimiento de su caducidad, 
la cual arraiga en la escisión. Ninguna sociedad que contradiga 
a su propio concepto — el concepto de humanidad — puede 
poseer plena conciencia de sí misma. Para impedírselo no hace 
ni siquiera falta la actividad subjetiva de la ideología, aunque, 
en tiempos de cambio histórico importante, ésta suele reforzar 
y adensar la ceguera. Pero el hecho de que las diversas formas 
de represión — según el estadio de la técnica en cada caso — 
se pongan al servicio de la conservación del conjunto social, 
y el hecho de que la sociedad, pese a todo el absurdo de su 
modo de ser, reproduzca la vida en las circunstancias dadas, 
suministran una apariencia de legitimación. Como contenido 
esencial de la autoconciencia de una sociedad de clases anta-
gónicas, la cultura no puede liberarse de aquella apariencia, 
y tampoco lo puede la crítica cultural, que mide la cultura por 
su propio ideal. La apariencia se hace total en la fase en que 
la irracionalidad y la falsedad objetiva se esconden tras la racio-
nalidad y la objetiva necesidad. No obstante, los antagonismos, 
a causa de su verdadera fuerza, se abren camino también en la 
conciencia. Precisamente por el hecho de afirmar — para glorio-
sa trasfiguración propia — el principio de la armonía en la so-
ciedad antagónica, la cultura no puede evitar una comparación 
de la sociedad con su propio principio de armonía, y tropieza 
entonces con la disarmonía. La ideología, que confirma la vida, 
se coloca en contradicción con la vida por la fuerza inmanente 
del ideal. El espíritu, descubriendo que la realidad no se le 
asemeja, sino que está sometida a una dinámica fatal e incons-
ciente, pasa, contra su propia voluntad, más allá de la apología. 
El hecho de que la teoría se convierta en fuerza real cuando 
alcanza a los hombres arraiga en la objetividad del espíritu 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 2 1 
mismo, el cual tiene que hacerse problemático a sí mismo por 
el propio cumplimiento de su función ideológica. Si bien el 
espíritu expresa la ceguera, expresa también al mismo tiempo, 
movido por la incompatibilidad de la ideología con la existen-
cia, el intento de escapar de la ceguera. Decepcionado, contem-
pla el espíritu la mera existencia en su desnudez, y la entrega 
a la crítica. Condena entonces la base material según el criterio 
de su principio puro — por cuestionable que sea éste —, o bien 
realiza, por su incompatibilidad con la base material, su propia 
cuestionabilidad como espíritu. Por fuerza de la dinámica social, 
la cultura pasa a ser crítica cultural, la cual conserva el concepto 
de cultura, pero destruye sus manifestaciones actuales, descu-
briéndolas como meras mercancías y medios estupefacientes. 
Una tal conciencia crítica sigue estando sometida a la cultura, 
en la medida en que, ocupándose de ésta, aparta del mal real, 
pero al mismo tiempo la determina como complemento de ese 
mal. Se sigue de ello la dúplice posición polémica de la teoría 
social respecto de la crítica cultural. El proceder crítico-cultural 
es a su vez sometido a una crítica permanente, tanto por lo que 
hace a sus presupuestos generales —su inmanencia a la socie-
dad existente—, cuanto en lo que se refiere a los juicios con-
cretos que enuncia. Pues la sumisión de la crítica cultural se 
traiciona en su contenido específico de cada momento ysólo 
puede sorprenderse concluyentemente en esos contenidos. Pero 
al mismo tiempo, la teoría dialéctica — si no quiere degenerar 
en mero economicismo asumiendo la actitud que supone que la 
transformación del mundo se agota en el aumento de la pro-
ducción — está obligada a recoger en sí misma la crítica cultu-
ral verdadera, facilitando de ese modo que la falsa llegue a con-
ciencia de sí misma. Si la teoría dialéctica se desinteresa de la 
cultura como mero epifenómeno, contribuye a la difusión de la 
falsedad cultural y, por tanto, a la reproducción del mal. El tra-
dicionalismo cultural y el terror de los gobernantes rusos tienen 
el mismo sentido. Su aceptación global de la cultura y su simul-
tánea condena de todas las formas de conciencia desajustadas 
con el sistema cultural son actitudes no menos ideológicas que 
la de la crítica que se contenta con llamar ante su tribunal a 
una cultura separada de todo, o bien hace responsable de todo 
mal a la supuesta negatividad de la cultura. En cuanto que la 
2 2 PRISMAS 
cultura se acepta como un todo, se la priva del fermento de su 
propia verdad, que es la negación. La satisfacción con la cultu-
ra como un todo da el clima ambiental de la pintura y la música 
grandilocuentes. El umbral de la crítica dialéctica, que la sepa-
ra de la crítica cultural, se encuentia en el lugar en que levanta 
a ésta hasta la supresión del concepto de cultura. 
Contra la crítica cultural inmanente puede argüirse que di-
simula lo decisivo, a saber, el papel de la ideología en los con-
flictos sociales. Al suponer algo así como una lógica cultura! 
independiente — aunque la suposición sea sólo metodológica —, 
se hace uno cómplice de la escisión de la cultura, del rpfoTov 
ósüSoí ideológico, pues el contenido de la cultura no está ex-
clusivamente en sí misma, sino en su relación con algo que es 
su reverso, el proceso material de la vida. Como enseñó Marx 
a propósito de las relaciones jurídicas y de las formas de estado, 
la cultura "no puede concebirse desde sí misma... ni partiendo 
del sedicente desarrollo general del espíritu humano". Prescin-
dir de esto equivale a cosificar la ideología y solidificarla. De he-
cho, una versión dialéctica de la crítica cultural debe guaidarse 
de hipostatizar las escalas y las unidades de medida de la cultu-
ra misma. La crítica dialéctica se mantiene en movimiento res-
pecto de la cultura, comprendiendo su posición en el todo. Sin 
esta libertad, sin que la conciencia rebase la inmanencia de la 
cultura, no es imaginable ni siquiera la crítica inmanente: sólo 
es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no 
está totalmente arrastrado por ese movimiento. Pero la exigen-
cia tradicional de una crítica de la ideología está también ella 
sujeta a una dinámica histórica. Esa crítica se concibió como 
acción contra el idealismo, pues éste es la forma filosófica en la 
que se refleja la fetichización de la cultura. Hoy día, empero, 
la determinación de la conciencia por el ser se ha convertido 
en un medio de escamotear toda conciencia que no esté de 
acuerdo con la existencia. El momento de objetividad de la 
verdad —momento sin el cual es imposible pensar siquiera 
la dialéctica— se sustituye implícitamente por positivismo vul-
gar y por pragmatismo; en última instancia, por subjetivismo 
burgués. En la época burguesa clásica la teoría dominante era 
la ideología, y la práctica de la oposición se encontraba inme-
diatamente contrapuesta a ella. Rigurosamente hablando, hoy 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y lA SOCIEDAD 2 3 
no hay ya casi teoría, y la ideología es como el ruido directa-
mente producido por el mecanismo de la inevitable práctica. 
Hoy día nadie se atreve ya a pensar una sola proposición a la 
que no pudiera añadirse — en cual(juier campo — la indica-
ción de a quién favorece. El único pensamiento no-ideológico 
es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que 
intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está general-
mente bloqueado por el lenguaje dominante. Desde que todo 
gremio político-económico civilizado ha comprendido como evi-
dente que lo que importa es transformar el mundo, considerando 
mera y frivola travesura el interpretarlo, resulta difícil limitarse 
a citar las tesis contra Feuerbach. Pero la dialéctica incluye 
también la relación de acción y contemplación. En una época 
en que la sociología burguesa ha "saqueado" (la palabra es de 
Max Schcler) el concepto marxista de ideología para pasarlo 
por el agua del relativismo general, el peligro que consiste en 
no comprender la función de las ideologías es ya menor que el 
representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal 
y administrativa, que decide acerca de las formaciones cultu-
rales y las articula en aquellas constelaciones de fuerza que el 
espíritu tendría más bien que analizar, según su verdadera 
competencia. Igual que otros elementos del materialismo dia-
léctico, la doctrina de la ideología se ha convertido de instru-
mento de conocimiento en instrumento de tutoría sobre éste. 
En nombre de la dependencia de la sobreestructura respecto 
de la estructura se pasa así a vigilar la utihzación de las ideolo-
gías, en vez de criticarlas. Y se va perdiendo la precaución por 
su contenido objetivo, siempre que resulten claras en su utilidad. 
La misma función de las ideologías se está haciendo cada 
vez más abstracta. Se ha justificado la sospecha de viejos crí-
ticos culturales según la cual en un mundo en que la cultura 
como privilegio y el encadenamiento de la conciencia por la 
educación impiden propiamente a las masas la experiencia de 
las formaciones espirituales, no importan tanto los específicos 
contenidos ideológicos cuanto la presencia de algo, sea lo que 
sea, que sirva para rellenar el vacío de la conciencia expropiada 
y distraiga la atención para que no se descubra el patente se-
creto. Para el contexto social dominante es seguramente menos 
importante el contenido ideológico específico que un film pueda 
24 PEIS^íAS 
comunicar a los espectadores que el hecho de que éstos, de 
vuelta a sus casas, queden interesados por los nombres de los 
actores y por sus historietas galantes o matrimoniales. Conceptos 
vulgares como el de distracción son más adecuados para estos 
hechos que explicaciones más ambiciosas sobre si un escritor 
es representante de la pequeña burguesía y el otro lo es de la 
alta. La cultura se ha hecho ideológica no sólo como contenido 
esencial de las manifestaciones del espíritu objetivo — muy sub-
jetivamente confeccionadas —, sino también y en gran medida 
como esfera de la vida privada. Ésta disimula con aparato de 
importancia y autonomía el hecho de que hoy día no vegeta 
sino como apéndice del proceso social. La vida se trasforma 
en la ideología de la cosificación, la cual es propiamente la 
máscara de la muerte. Por eso frecuentemente la tarea de la 
crítica consiste menos en inquirir las determinadas situaciones 
y relaciones de intereses a las que corresponden fenómenos cul-
turales dados que en descifrar en los fenómenos culturales los 
elementos de la tendencia social general a través de los cuales 
se realizan los intereses más poderosos. La crítica cultural se 
convierte en fisiognómica social. Cuanto más alienado, social-
mente mediado, filtrado, se hace el todo de los elementos natu-
rales, cuanto más "conciencia" es, tanto más se hace el todo 
"cultura". El proceso material de producción se manifiesta como 
tal al final como lo que ya era en su origen, en la relación de 
trueque: como la falsa conciencia de los contratantes el uno 
respecto del otro, como ideología, además de medio para la con-
servación y reproducción de la vida. A la inversa, empero, la 
conciencia se reduce cada vez más insistentemente a mero mo-
mento de transición en la conexión del todo. Ideología es hoy 
la sociedad como fenómeno. La mediación de la ideología com-
pete a la totahdad, detrás de la cual está sin duda el dominio 
de algo parcial, pero sin que pueda estaparcialidad ser redu-
cida directamente a un interés parcial, sino más bien como una 
parcialidad que en todos sus fragmentos está a la misma distan-
cía del centro. 
La teoría crítica no puede admitir la alternativa de colocar 
la cultura entera en tela de juicio, desde fuera de ella y bajo 
el concepto supremo de ideología, o confrontarla con las normas 
que ella misma ha hecho cristalizar. La decisión sobre permaná-
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 2 5 
cer en la inmanencia de la cultura o situarse en transcenden-
cia de ella supone una recaída en la lógica tradicional que fue 
el objeto de la polémica de Hegel contra Kant: todo método 
que determina límites y se mantiene dentro de los límites de 
su objeto rebasa por eso mismo dichos límites. La dialéctica 
presupone en cierto sentido la posición cultural-transcendente, 
como conciencia que se niega a someterse desde el primer mo-
mento a la fetichización de la esfera del espíritu. Dialéctica 
significa intransigencia contra toda cosificación. El método trans-
cendente, que se dirige al todo, parece más radical que el inma-
nente, que empieza por suponer ese cuestionable todo. El méto-
do transcendente-cultural se sitúa en un punto superior a la 
cultura y a la ceguera social, punto arquimédico desde el cual 
la conciencia consigue poner en movimiento la totalidad, a pe-
sar de la inercia de ésta. El ataque al todo cobra su fuerza del 
hecho de que cuanta más apariencia de unidad y totalidad hay 
en el mundo, tanta más cosificación lograda se da en él — tanta 
más escisión. Pero la sumaria liquidación de la ideología — tal 
como se manifestó entre los soviets en la condena del "objeti-
vismo", pretexto de un terror cínico — hace en el fondo dema-
siado honor a esa totalidad. Es una posición que consiste en 
comprar a la sociedad su cultura en bloc, sin preocuparse por 
cómo se va a disponer de ella. La ideología, la apariencia social-
menle necesaria, es hoy la sociedad real misma, en la medida 
en que su fuerza y su inevitabilidad integrales, su existencia 
irresistible, se ha convertido en un sustitutivo del sentido arra-
sado por ella misma. La afirmación de un punto de vista sus-
traído a la órbita de la ideología así cristalizada es tan ficticia 
como la construcción de utopías abstractas. Por ello la crítica 
transcendente de la cultura, igual que la crítica cultural bur-
guesa, se ve obligada a retroceder, a apelar a lo que está a sus 
espaldas, a aquel ideal de naturalidad que constituye precisa-
mente una pieza esencial de la ideología burguesa. El ataque 
transcendente a la cultura se expresa por ello generalmente en 
el lenguaje falso del buen salvaje. Desprecia el espíritu: las 
formaciones espirituales, que son manufactura, que no tienen 
— según piensa ese ataque — más misión que recubrir la vida 
natural, pueden manipularse a placer a causa de esa supuesta 
nulidad de sustancia, y pueden aprovecharse para fines de do-
26 PRISMAS 
minio. Esto explica la insuficiencia de la mayoría de las aporta-
ciones socialistas a la crítica de la cultura: esas aportaciones 
carecen de experiencia del objeto de que se ocupan. Queriendo 
borrar el todo como con una esponja, desarrollan cierta afinidad 
con la barbarie, y sus simpatías están innegablemente con los 
primitivos e indiferenciados, por más que ello contradiga el 
actual estado de la fuerza de producción espiritual. La precipi-
tada negación de la cultura se convierte en un pretexto para 
favorecer lo más grosero y pecaminoso, hasta la represión, al 
mismo tiempo que se decide en favor de la sociedad el viejo 
conflicto de ésta con el individuo, todo según la medida del ad-
ministrador que se ha apoderado de la sociedad. Desde aquí no 
hay más que un paso hasta la reintroducción oficial de la cul-
tura. El proceder inmanente se resiste a ello, mostrando ser el 
más esencialmente dialéctico. Este proceder recoge consecuen-
temente el principio de que no es la ideología la que es falsa, 
sino su pretensión de estar de acuerdo con la realidad. Crítica 
inmanente de formaciones espirituales significa comprensión, 
mediante el análisis de su configuración y de su sentido, de la 
contradicción existente entre la idea objetiva de la formación 
cultural y aquella pretensión, y consiste en dar nombre a aquello 
que expresa la consistencia e inconsistencia de las formaciones 
espirituales de la constitución y disposición de la existencia. 
Esta crítica no se contenta con un saber general de la esclavi-
tud o servidumbre del espíritu objetivo, sino que intenta con-
vertir ese saber en energía para la consideración de la cosa 
misma. La comprensión de la negatividad de la cultura no es 
tal, no es concluyente, más que cuando se justifica con la prueba 
precisa de la verdad o falsedad de un conocimiento, de la con-
secuencia o incoherencia de un pensamiento, de la cohesión 
o incongruencia de una formación, de la sustancialidad o nuli-
dad de una configuración lingüística. Cuando tropieza con 
insuficiencias no las atribuye precipitadamente al individuo y 
a su psicología, al chivo expiatorio del fracaso personal, sino 
que intenta derivarlas de los diversos momentos del objeto. Esta 
crítica persigue las aporías de la lógica, las irresolubilidades 
ínsitas ya en su tarea. Y en esas antinomias comprende las pro-
piamente sociales. Para la crítica inmanente lo logrado no es 
tanto una formación que reconcilie las contradicciones objetivas 
LA CRÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD 27 
en el engaño de la armonía cuanto aquella que exprese negati-
vamente la idea de armonía, formulando las contradicciones con 
toda pureza, inflexiblemente, según su más íntima estructura. 
Ante una formación así lograda pierde todo sentido la senten-
cia de "mera ideología". No obstante, la crítica inmanente sigue 
subrayando la evidencia de que hasta hoy el espíritu se en-
cuentra siempre sometido a unos lazos. No es capaz por sí mismo 
de superar las contradicciones de que se ocupa. Incluso la más 
radical reflexión sobre el propio fracaso tropieza con el límite 
infranqueable de no ser más que reflexión, sin poder modificar 
la existencia de que da testimonio el fracaso del espíritu. Por 
ello la crítica inmanente no consigue tranquilizarse con su mero 
concepto. Ni tampoco es lo suficientemente vanidosa como para 
equiparar sin más la inmersión en el espíritu a la liberación 
de su cárcel, ni lo suficientemente ingenua como para creer que 
la decidida inmersión en el objeto, gracias a la lógica interna de 
éste, sea premiada con la verdad con sólo que el saber subjetivo 
sobre el todo no se introduzca constantemente, como cosa ex-
traña, en la determinación del objeto. En la medida en que el 
método dialéctico tiene que recusar hoy la identidad hegeliana 
de sujeto y objeto está también obligado a tener en cuenta la 
duplicidad de momentos: se trata de relacionar el saber de la 
sociedad como totalidad, y el saber de la imbricación del es-
píritu en ella, con la exigencia del objeto — como tal, según su 
contenido específico — de ser conocido. Por esta razón, la dia-
léctica no permite que ninguna exigencia de pureza lógica le 
castre su derecho a pasar de un género a otro de las cosas, su 
derecho a iluminar la cerrazón de las cosas con la mirada pues-
ta en la sociedad, y su derecho a presentar la cuenta a la socie-
dad que no es capaz de redimir la cosa. Al íinal, se hace suspecta 
al método dialéctico la contraposición de conocimiento interno 
y procedente del exterior, que se le presenta como síntoma de 
esa cosificación que ella debe combatir como crítica: a la abs-
tracta atribución del pensamiento administrativo corresponde 
aquí el fetichismo del objeto ciego a su génesis, la prerrogativa 
del especialista. Mientras que la consideración inmanente in-
flexible está siempre en peligro de recaer en el idealismo, en la 
ilusión de un espíritu autosuficiente, dueño de sí mismo y de 
la realidad, la consideración transcendente corre el riesgo de 
2 8 PBISMAS 
olvidar el trabajo del conceptopara contentarse con el ukase 
promulgado arriba, la etiqueta prescrita y el dicterio ya tópico 
y sin fuerza, como "pequeño-burgués". Un pensamiento topoló-
gico —un pensamiento que sabe el sitio de todo fenómeno y 
no sabe lo que es ninguno de ellos — está secretamente empa-
rentado con el paranoico sistema idealista, horror de toda expe-
riencia del objeto. Con vacías categorías se divide el mundo 
en blanco y negro y se dispone para el dominio contra el cual 
se concibieron inicialmente los conceptos. Ninguna teoría, ni 
siquiera la verdadera, está segura de no pervertirse nunca en 
locura el día en que se prive de la relación espontánea con el 
objeto. La dialéctica tiene que guardarse de ese peligro, tanto 
como de la ingenua esclavitud al objeto de cultura. No debe 
prescribirse el culto al espíritu ni la hostilidad al espíritu. El crí-
tico dialéctico de la cultura tiene que participar y no participar 
de ella. Sólo así conseguirá justicia para la cosa y para sí mismo. 
La crítica tradicional de la ideología, que es crítica trans-
cendente, está anticuada. En principio, a causa de la trasposi-
ción directa del concepto de causa de la naturaleza física a la 
sociedad, se apropia precisamente el método de aquella cosifi-
cación que tiene como tema crítico, y queda así, por tanto, por 
debajo de su objeto. De todos modos, no hay duda de que la 
crítica de método transcendente puede responder que no utili-
za conceptos de esencia cosificada más que en la medida en que 
lo está la misma sociedad, y que mediante la dureza y la gro-
sería de ese concepto de causa presenta a la sociedad el espejo 
que le demuestra su propia dureza y grosería y su prostitución 
del espíritu. Pero la sombría sociedad unitaria no soporta ni 
siquiera aquellos momentos relativamente sustantivos, separa-
dos, en que pensaba la teoría de la dependencia causal de la 
sobreestructura respecto de la estructura: En esta cárcel al 
aire libre en que se está convirtiendo el mundo no se trata ya 
de preguntar qué depende de qué, hasta tal punto se ha hecho 
todo uno. Todos los fenómenos han cristalizado en signos del 
dominio absoluto de la realidad. Precisamente porque no exis-
ten ya ideologías en el sentido estricto de conciencia falsa, sino 
sólo propaganda por un determinado mundo mediante su sim-
ple reproducción, o bien mentira provocatoria que no pretende 
ser creída, sino que se limita a imponer silencio, la cuestión de 
LA CKÍTICA DE LA CULITFRA Y LA SOCIEDAD 29 
la dependencia causal de la cultura planteada como cuestión 
sobre una mera y clara dependencia, tiene hoy algo de primitivo. 
No hay duda de que, en última instancia, ese primitivismo afecta 
también al método inmanente, arrastrado por su objeto hasta el 
bajo nivel de éste. La cultura materialísticamente aclarada no 
se ha hecho materialísticamente sincera, sino sólo más baja. 
Con su propia particularidad, ha perdido también la sal de la 
verdad, que consistía en otro tiempo en su contraposición a 
otras particularidades. Si se la pone ante la responsabilidad que 
recusa no se consigue más que una prueba de enfática retórica 
cultural. Por su parte, la cultura tradicional, en bloque, es hoy 
nula, por haberse neutralizado ella misma y haberse dispuesto 
Y confeccionado a la medida de los intereses; su herencia, rei-
vindicada por los rusos con aparente piedad, es superfina, inútil 
en general a causa de un proceso irreversible; es un verdadero 
objeto de ludibrio, y en esto llevan sin duda razón los nego-
ciantes de la cultura de masas que pueden aludir a ello mien-
tras la negocian en baratijas. Cuanto más total es la sociedad, 
tanto más cosificado está el espíritu, y tanto más paradójico es 
su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta 
la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cha-
chara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón 
de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó 
en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, 
y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué 
se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, 
si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es 
capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre 
sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dis-
pone a desangrarlo totalmente. 
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA D E L SABER 
La sociología del saber representada por Karl Mannheim 
empieza a influir de nuevo en Alemania. Debe esa resurrección 
a su gesto de inofensiva skepsis. Igual que sus competidores 
filosófico-existenciales, hace cuestionable todo y no ataca a nada. 
Los intelectuales que sienten repulsión por los "dogmas" — rea-
les dogmas o pretendidos dogmas — se sienten atraídos por su 
clima de carencia de prejuicios y de presupuestos, con el suple-
torio regalo de un poco del pathos de la racionalidad, cons-
ciente, tenaz y solitaria, que puede dar Max Weber como viá-
tico para la conciencia insegura. Tanto en Mannheim cuanto 
en su antípoda Jaspers se manifiestan muchos impulsos de la 
escuela weberiana, impulsos inicialmente encerrados en el po-
lihistórico edificio del maestro. El más importante de esos im-
pulsos es el de defensa contra la doctrina de las ideologías en 
su forma auténtica. Todo ello puede justificar una nueva con-
sideración de un libro ya viejo de Mannheim, como Mensch 
und Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus. Éste se dirige a una 
capa de lectores más amplia que la destinataria del libro sobre 
la ideología. No puede, por tanto, resumirse en ninguna de sus 
formulaciones. Tanto mayor es, empero, su contribución a la 
comprensión de la influencia de estas ideas. 
La tendencia, la mentalidad es "positivista": los fenómenos 
sociales se aceptan "como tales" y luego se distribuyen me-
diante una clasificación según conceptos generales. Con ello 
quedan nivelados tendencialmente los antagonismos sociales, 
los cuales no pueden ya manifestarse más que como sutiles 
modificaciones de un aparato conceptual cuyos destilados "prin-
cipios" se instalan independientemente y se libran a una batalla 
de sombras: "La raíz última de todos los conflictos de esta 
LA CONCIENCIA DE LA SCXIIOLOGÍA DEL SABER 3 1 
época de reestructuración puede apresarse en una simple fórmu-
la. Se trata en toda la línea de tensiones producidas por la 
incontrolada simultaneidad de la acción de los principios del 
laissez-faire y de la nueva regulación". Como si no dependiera 
todo de la cuestión de quién regula a quién. Otro rasgo consiste 
en colocar como explicación de la miseria de la época "lo Irra-
cional", en el lugar de determinados grupos humanos o de un 
determinado rasgo constitucional de sociedad; la intensificación 
de los antagonismos se bautiza con la noble expresión de "des-
arrollo desproporcional de las capacidades humanas", como si 
se estuviera hablando de alguna persona particular y no de la 
anónima maquinaria que extermina al individuo. La niveliza-
ción afecta indiferentemente a justos e injustos; una vez prac-
ticada, se abstrae muy fácilmente de ella el "hombre medio", y 
entonces se atribuye a éste, "que siempre ha existido", una gran 
"estrechez mental". Hablando de la "autoobservación experi-
mentadora", cuyo nombre toma de ciencias más exactas, con-
fiesa francamente Mannheim: "Todas estas formas de auto-
observación tienen una tendencia a la nivelización y renuncian 
a las diferencias individuales porque se interesan por lo general 
del hombre y de su mutabilidad". Y no se interesan por su espe-
cial situación ni por su mutación real. El orden generalizador 
del mundo conceptual de Mannheim está en realidad y en su 
neutralidad muy bien dispuesto para con el orden real, y uti-
liza los términos de la crítica social extirpándoles al mismo 
tiempo su aguijón. 
Lo primero que se niveliza es el concepto de sociedad como 
tal, por medio de un modo de hablar que apela al muy com-
prometido término de "integración". Ese término no aparece 
casualmente.El recurso a la totalidad social tiene en Mannheim 
no tanto la función de destacar la dependencia del hombre en 
el todo cuanto la de glorificar el proceso social mismo en el 
sentido de una armonización mediadora de las contradicciones 
del todo, mediación por la cual desaparecen teoréticamente las 
contradicciones en las que realmente consiste el proceso vivo 
de "la" sociedad. "No es fácil sin más ver en una opinión que 
se impone en la sociedad el resultado de un proceso de selec-
ción que integra muchas manifestaciones vitales que se movían 
en la misma dirección": en ese concepto de selección se esconde 
32 PRISMAS 
el hecho de que lo que mantiene en marcha el mecanismo es la 
miseria de la vida bajo la constante amenaza de catástrofe, y 
las víctimas involuntarias con sus gemidos. La precaria e irra-
cional conservación de la sociedad se falsea así hasta presentar-
la como un logro de su justicia o "racionalidad" inmanente. 
Cuando se trata de integrar, no andan lejos los hombres se-
lectos. La "crisis cultural" en que se subliman velozmente para 
Mannheim el terror y la tragedia, se convierte así en "problema 
de la formación de élites". Y luego presenta cuatro prepara-
ciones de otros tantos "procesos" en los que cristaliza ese pro-
blema: el creciente número de las élites y la subsiguiente dis-
minución de su fuerza de choque; la destrucción de la cerra-
zón y cohesión interna de esos grupos de hombres selectos; 
la transformación del proceso de selección de las élites; y el 
cambio en su composición. Lo primero que hay que discutir es 
el sistema de categorías utilizado. El positivista, que registra 
los hechos sine ira et studio, está dispuesto a registrar con 
ellos las frases que los disimulan. El concepto de élite es una 
de esas meras frases veladoras. La inveracidad de este concepto 
consiste en que con él los privilegios de determinados grupos 
se conciben teleológicamente como resultado de un objetivo 
proceso de selección — mediante el mecanismo que sea —, 
cuando en realidad nadie ha seleccionado esas élites, como no 
sea ellas mismas. No obstante, al aplicar el concepto de élite 
Mannheim abstrae del poder social: lo utiliza sólo con criterios 
sociológico-formales, "descriptivos". Esto le permite iluminar 
con toda la luz deseable a los privilegiados de cada contexto. 
Pero al mismo tiempo el concepto está elaborado de tal modo 
que la miseria concreta puede deducirse desde arriba mediante 
unas cuantas perturbaciones — también "neutrales" — del me-
canismo de selección de élites, y sin necesidad de tener en 
cuenta la economía política general. Así acaba por encontrarse 
Mannheim en abierto conflicto con los "hechos" del positivista. 
Cuando afirma que en la sociedad "democrática de masas" cada 
vez es más fácil para todo el mundo acceder a cualquier esfera 
de acción social, y que con eso "se priva a las élites de la ex-
clusividad necesaria para la gestación de los impulsos anímico-
espirituales", está sencillamente en contradicción con la más 
modesta experiencia precientífica. Que las actuales élites care-
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABEB 3 3 
ceil de homogeneidad es una ficción emparentada con la más 
comente de que el mundo de los valores está en caos y con la 
de que todo orden sólido se está disolviendo. El que no se adap-
ta fielmente se queda fuera. Ni siquiera las diferencias de opi-
nión o convicciones, en las que se manifiestan las diferencias 
de los intereses reales, son capaces de esconder la unidad en 
cuanto a lo decisivo. Nada tan útil para esa unidad básica 
como la chachara sobre la crisis de la cultura, a la que Mann-
heim se adhiere sin vacilación. Esa charlatanería traslada por 
obra de magia el sufrimiento real a la cuenta del espíritu, se 
hace denuncia de la cultura y acaba generalmente por ser útil 
a la barbarie. La crítica cultural ha cambiado de función. Hace 
ya mucho tiempo que el fariseo de la cultura no es el progre-
sista, la figura que Nietzsche personificaba en David Friedrich 
Strauss. El fariseo ha aprendido ahora "profundidad" y pesi-
mismo, y en nombre de ellos niega el humanismo que se ha 
hecho incompatible con sus actuales intereses. Su viejo impulso 
destructor se orienta contra los mismos bienes cuya ruina la-
menta sentimentalmente. Pero los sociólogos de la educación, 
activos en la crisis cultural, no se sienten turbados por ello. 
Su heroica ratio llega incluso a entonar contra la modernidad, 
romántica y reaccionariamente, la conocida salmodia sobre el 
agotamiento de la energía creadora de estilo en el arte europeo. 
Con la teoría de las élites se recoge también el tono específico 
de las élites interesadas en cada caso, otorgando a los conceptos 
convencionales un ingenuo respeto por los elementos que se 
benefician de ellos. Como principios de selección enumera 
Mannheim "la sangre, la posesión y el rendimiento", sin que 
su positivística pasión destructora de ideologías le sugiera por 
lo menos la idea de preguntar por la legitimación de esos con-
ceptos; aún más: escribiendo en tiempos de Hitler, se pone a 
contar historias de cierto "auténtico principio de la sangre" que 
en otros tiempos garantizara "la pureza de nobles minorías bio-
lógicas y de sus tradiciones". No queda ya más que un paso 
para teorizar la nueva nobleza hitleriana de la sangre y el suelo. 
Su general pesimismo cultural impide a Mannheim dar el paso. 
Aun no hay bastante sangre noble para él. Por eso siente terror 
ante una "democracia de las masas" que no respete los prin-
cipios selectivos de la sangre y de la posesión, o que compro-
34 PBISMAS 
meta la continuidad a causa de un relevo demasiado rápido de 
las élites. Lo que más le angustia es que la esotérica del "autén-
tico principio de la sangre" se encuentre tan comprometida: 
parece que en este terreno "existe una tendencia democrática 
que aspira a conceder a los abiertos grupos de las grandes 
masas el privilegio de subir socialmente sin necesidad de probar 
un rendimiento social". Los nobles no han sido nunca más 
nobles que los demás, ni tampoco se han encontrado nunca 
en la situación objetiva, o en la voluntad subjetiva, de ceder 
seriamente en cuanto al principio del privilegio. La teoría de las 
élites, que tanto gusta de dalos permanentes, invariables, aglo-
mera estadios históricamente diversos de lo que los sociólogos 
llaman diferenciación social —por ejemplo, funde en uno los 
criterios respectivamente feudal y capitalista de la sangre y 
de la propiedad—, y por otra parte, separa y aisla también 
muy gustosamente lo que en realidad debe ir unido: posesión 
y rendimiento. Max Weber había probado que el espíritu del 
capitalismo temprano identificaba ambos conceptos: para el 
genio del capitalismo inicial, la capacidad de rendimiento, en el 
proceso de trabajo racionalmente construido, se mide por el 
éxito material. La identificación del rendimiento en general con 
el éxito material tenía su eco psicológico en la disposición 
siempre presente a convertir en fetiche el éxito como tal. 
Mannheim lo dignifica bajo la denominación de "instinto de 
valía personal". Posesión y rendimiento no se separan en la 
ideología sino cuando se hace evidente que la "posesión" no 
se sigue ya sin más del éxito posible de la ratio económica del 
individuo. En ese momento los burgueses se convierten real-
mente en nobles, en aristócratas. Los "mecanismos de selección" 
de Mannheim son inventos, sistemas referenciales de arbitraria 
elección distanciados del proceso vital de la sociedad existente. 
Por eso tienen que admitir consecuencias fatalmente pare-
cidas a las tristes imaginaciones de Sombart u Ortega y Gasset. 
Mannheim habla de "proletarización de la inteligencia". Empie-
za por observar correctamente la supersaturación del mercado 
cultural: hay, según Mannheim, más personas calificadas "cultu-
ralmente", esto es, pedagógicamente, que posiciones sociales 
adecuadas para ellos. Y por eso tiene que disminuir, según el 
sociólogo, el valor social de la cultura, pues"es una ley socio-
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABEB 3 5 
lógica la de que el valor social del espíritu se orienta según la 
posición social de los que lo producen". Al mismo tiempo el "va-
lor social" de la cultura disminuye también inevitablemente 
porque la recluta de los intelectuales se lleva a cabo en capas 
sociales cada vez más bajas, ante todo la de los pequeños 
funcionarios. Con ello formaliza Mannheim el concepto de lo 
proletario: así aparece como una mera estructura de la con-
ciencia; lo mismo ha hecho siempre la alta burguesía al calificar 
de paleto, paria, proletario o "menestral" al que se mueve mal 
con las reglas del distinguido juego de la convivencia burguesa. 
La génesis de esta concepción de "proletario" no es objeto de 
estudio por Mannheim. El resultado es una simple falsificación. 
Al afirmar la asimilación "estructural" de la conciencia a la de 
las capas sociales bajas, la culpa de los males culturales se carga 
implícitamente sobre esas capas y sobre su supuesta emancipa-
ción democrática. La verdad es lo contrario: no son los opri-
midos los que obran la estupidización, sino la opresión la que 
estupidiza: la estupidez afecta pues a los oprimidos y a los 
opresores — esencialmente también a estos últimos, aunque 
a Mannheim el hecho no le parezca muy importante —. La sa-
turación de las profesiones intelectuales está condicionada por 
la saturación de las profesiones económicas y por tanto, en el 
fondo, por el paro tecnológico. El fenómeno no tiene nada que 
ver con la democratización de las élites de que habla Mann-
heim; el ejército de reserva intelectual no influye en esa demo-
cratización sino en última instancia. Por lo demás, la ley socio-
lógica según la cual el sedicente prestigio de una cultura 
depende de la categoría social de sus portadores es una falsa 
generalización. Recuérdese la música del siglo xviii, cuya rele-
vancia cultural está fuera de duda, por ejemplo, en la Alemania 
de la época. Mientras que los grandes músicos — aparte de los 
maestri especialmente relacionados con las cortes, las prima-
donne y los castrados — eran muy poco apreciados social-
mente, mientras Bach fue un funcionario eclesiástico subalterno 
y el joven Haydn fue un criado, la profesión empezó a cobrar 
importancia social cuando sus productos perdieron la capaci-
dad de uso social inmediato, cuando el compositor se enfrentó 
a la sociedad como individuo endiosado: con Beethoven. La base 
del error de Mannheim está en el psicologismo de su método. 
3 6 PBISMAS 
La fachada individualista de la sociedad oculta a Mannheim el 
hecho de que su esencia consiste en desarrollar formas que se 
sedimentan y humillan a los individuos hasta convertirlos en 
meros agentes de la tendencia objetiva. Por ese error, y a pesar 
de sus desilusionadas actitudes, la sociología del saber es un 
punto de vista prehegeliano. Su apelación a los hombres que 
constituyen un grupo — a los portadores de cultura, en el caso 
de la citada "ley" — presupone una armonía en cierto sentido 
trascendental entre el ser social y el individual, armonía cuya 
inexistencia es uno de los objetos más destacados de la teoría 
crítica. Ésta no es la doctrina de las relaciones entre los hom-
bres sino en la medida en que lo es de la inhumanidad de esas 
relaciones. 
Las deformaciones de la realidad producidas por la socio-
logía del saber arraigan pues en su método. Éste consiste en 
reducir los conceptos dialécticos a conceptos clasificatorios. 
Al subsumir la contradicción social en las diversas clases lógico-
clasificatorias, desaparecen las clases sociales y se obtiene una 
armónica imagen del todo. Cuando en la tercera sección del 
libro Mannheim inventa tres grados de la conciencia —hallar, 
inventar y planear—, lo que intenta es simplemente interpre-
tar el esquema dialéctico de las épocas en el sentido de un 
conjunto de modos de comportamiento cambiantes y coprescn-
tes en el hombre social en general — sin precisión cronológi-
ca—, con lo que desaparecen las contraposiciones determinan-
tes: "Es claro que la transición del pensamiento inventivo, que 
realiza racionalmente fines inmediatos, al pensamiento planea-
dor, es fluida. Nadie podrá precisar en qué grado de previsión 
y en qué momento de la ampliación de la perspectiva empieza 
la transición del grado de pensamiento inventivo al del pensa-
miento planeador". Esta idea de una transición sin hiato de 
la sociedad liberal a la sociedad "planificadora" es paralelo 
de la concepción de dicha transición como fenómeno que en-
laza simplemente diversos modos de "pensamiento". Con ello 
se suscita la idea de que el proceso histórico está dirigido por 
un sujeto social armónico en sí mismo. La reducción de los con-
ceptos dialécticos a conceptos clasificatorios abstrae de las con-
diciones de la fuerza social real, que es la instancia de que 
dependen aquellos estadios del pensamiento. "La novedad de la 
l A CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABER 3 7 
consideración sociológica del pasado y del presente consiste 
en ver la historia como el campo de experimentación de una 
intervención reguladora", como si la posibilidad de esa inter-
vención coincidiera en todo caso con el grado de comprensión 
mera. Esa nivelización de las luchas sociales, convirtiéndolas 
en modos de comportamiento formalmente definibles y previa-
mente espiritualizados, permite edificantes proposiciones sobre 
el futuro: "Aún quedaría otro camino abierto, a saber: que la 
planificación unitaria se produzca sobre la base de un enten-
dimiento y un compromiso, o sea, que se impongan en la direc-
ción de la sociedad aquella mentalidad que antes no fue pro-
piamente posible más que en el seno de la sociedad y en los 
enclaves pacíficos de la misma". Mediante la idea de compro-
miso se desplazan simplemente las contradicciones que la pla-
nificación tenía que superar: el concepto abstracto de planifica-
ción las disimula y constituye él mismo un compromiso entre 
el laissez-faire conservador y la comprensión de su insuficiencia. 
Los conceptos dialécticos no son "traducibles" a conceptos 
sociológico-formales, y no pueden ser, por tanto, traducidos a 
ellos sin perjuicio de su verdad. Mannheim coquetea con el 
positivismo en la medida en que cree poder basarse en hechos 
objetivamente dados — aunque, según su laxa locución, "inar-
ticulados"— los cuales serían "elaborados" por el mecanismo 
mental sociológico y llevados a concepto general. Para hacerlo 
le basta la corriente lógica de la ciencia. Pero la clasificación 
según conceptos de orden sería un procedimiento noético sufi-
ciente sólo en el caso de que los hechos supuestamente inme-
diatos fueran tan fáciles de separar abstractivamente de su 
fundamento como pueden parecerlo a una ingenua y "primera 
aproximación". No en el caso de que la realidad social tenga 
— como tiene — una estructura real y lógicamente previa a 
toda "aproximación" teorética y, además, sumamente "articu-
lada", estructura de la cual depende el mismo sujeto cientifi-
cístico, junto con todos los datos de su experiencia. A medida 
que el análisis va destruyendo la pretensión de los "hechos" en 
el sentido de datos descriptivos autónomos, la sociología pierde 
todo derecho a disponer clasificatoriamente de ellos según sus 
necesidades. La necesaria corrección de los "hechos" en el pro-
ceso del conocimiento teorético de la sociedad no significa sólo 
3 8 PRISMAS 
que haya que escoger esquemas ordenadores subjetivos diver-
sos de los que suele usar la experiencia ingenua, sino, además, 
que los supuestos datos elementales son algo más que mero 
material nudo para la elaboración conceptual, pues llevan la 
impronta del todo y están por eso mismo ya "estructurados" en 
sí. Para liberarse totalmente del idealismo habría que abando-
nar del todo la libertad de la conceptuación abstractiva. La tesis 
del primado del ser respecto de la conciencia incluye la exigen-
cia metódica de no formar ni verificar conceptos según el criterio 
de las notas conceptualesprácticas y útiles para la función men-
tal: en vez de ello, hay que expresar en la formación y en el 
movimiento de los conceptos las tendencias del movimiento de 
la realidad. La conciencia de la sociología del saber no recoge 
esta exigencia. Para ella los cortes abstractos son indiferentes, 
con la condición mera de que estén de acuerdo con una expe-
riencia diferenciadora y correctora. Mannheim rehuye enton-
ces la consecuencia de que un "registro sin prejuicios" de los 
hechos es algo ficticio, pues el investigador social no dispone 
nunca de un material empírico incualificado y caótico para or-
denar, sino que el material de su experiencia es el orden 
social, un "sistema" en el sentido más fuerte que la filosofía 
pueda dar a esa palabra; sobre la razón o sinrazón de los con-
ceptos del investigador social no deciden la generalidad de los 
mismos y su aproximación a hechos "puros", sino más bien el 
que consigan abarcar suficientemente las leyes del movimiento 
real de la sociedad y hacer transparentes con ellas aquellos 
hechos brutos. En un sistema de coordenadas definido por con-
ceptos como integración, élite, articulación, aquellas leyes de-
terminantes y todo lo que ellas significan para la existencia 
humana aparecen como "diferenciaciones" sociológicas meras, 
como entidades contingentes o accidentales; por ello la socio-
logía generalizadora y diferenciadora resulta un sarcasmo ante 
la reahdad. En sus autores no es raro encontrar frases tan in-
imaginables como la de "sin tener en cuenta la concentración y 
centralización del capital", etc. Tales cortes abstractivos no son 
"neutrales". La cualidad misma de una teoría queda determi-
nada por aquello que "tiene en cuenta" y por aquello que "no 
tiene en cuenta". Si el "tener en cuenta" o el "prescindir de" es 
operación metódica neutral, podrá entonces realizarse un ana-
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABEB 39 
lisis de las élites, por ejemplo, estudiando el grupo de los vege-
tarianos o el de los sectarios del fin del mundo, corrigiendo luego 
el análisis mediante la necesaria pulimentación de los concep-
tos, de tal modo que no resulte palmariamente absurdo. Pero 
no hay corrección que pueda eliminar la falsedad en la elección 
de las categorías fundamentales, el hecho de que el mundo no 
está ordenado según esas categorías. Esta falsedad desplazará 
tan totalmente los acentos, a pesar de toda corrección, que la 
realidad seguirá fuera de los conceptos: las élites, en nuestro 
ejemplo, seguirían siendo "grupos de estructura vegetariana" 
con la cualidad añadida de "poder social". Cuando Mannheim 
dice que "en lo cultural (y propiamente tampoco en lo económi-
co) no ha existido jamás un liberalismo absoluto, en el sentido 
de que junto a las fuerzas sociales dominantes según criterios 
liberales no haya existido además una regulación, al menos de la 
educación", está esforzándose evidentemente por conseguir una 
corrección de la creencia de que el principio del laissez-faire, 
ya de antiguo desenmascarado como ideológico, haya dominado 
alguna vez la realidad en toda su pureza. Pero con la elección 
inicial de ese concepto — el del principio del laissez-faire — 
como punto de partida, aunque luego se someta a esa correc-
ción diferenciadora, se falsea lo auténticamente real, a saber, 
que el principio del laissez-faire, también bajo el liberalismo, 
disfrazaba el dominio económico, y que, por tanto, también la 
selección de los "bienes culturales" tenía lugar esencialmente 
según el criterio de su conformidad con los intereses sociales 
dominantes. Con esa ocultación, la comprensión sociológica 
de un hecho fundamental de la ideología queda desvirtuado y 
pasa a ser una mera sutileza sin valor metódico: el método del 
sociólogo quiere con esa sutileza mostrar conciliantemente que 
no se olvida de lo concreto; pero lo que un método tiene que 
hacer es orientarse desde el primer momento por lo concreto, 
sin sustantivizar e hipostatizar los inevitables conceptos ge-
nerales. 
La insuficiencia del método se hace manifiesta en sus polos: 
en las "leyes" y en los "ejemplos". Cuando los resistentes hechos 
se subsumen como meras diferenciaciones bajo las supremas uni-
dades generales de la sociología del saber, se atribuye a estas 
arbitrarias generalidades, como "leyes" sociales — del tipo, por 
40 PKISAÍAS 
ejemplo, de la citada "ley" de dependencia del valor del bien 
cultural respecto del prestigio social de su productor—, un 
poder independiente sobre los hechos mismos. Son, en defini-
tiva, hipostatizadas por la sociología del saber. A veces esas 
"leyes" tienen vigoroso carácter: "Ahora bien, hay una ley 
decisiva bajo la cual precisamente nos encontramos en los mo-
mentos actuales. Unos ámbitos no planificados y regulados por 
selección natural y unas formaciones conscientemente inventa-
das y reflexivamente articuladas no pueden coexistir sin cho-
ques sino mientras predominen los ámbitos no planificados". 
Proposiciones cuantificadas de este tipo no son más luminosas 
que las de la metafísica de Baader, por ejemplo, con la única 
ventaja de ser más pobres en fantasía que éstas. La hipostati-
zación de los conceptos generales resulta fácil de percibir, en 
toda su falsedad, en los principia media que Mannheim incluye 
en su sistema para rebajar a ese nivel las leyes dialécticas del 
movimiento. "Aunque sin duda hay que historizar y diferenciar 
enérgicamente los principia media y los conceptos en ellos 
utilizados («capitalismo clásico», «paro estructural», «ideolo-
gía de empleados»), no debe de todos modos ignorarse que en 
ellos se diferencian e individualizan determinaciones abstractas 
y generales (fuerzas activas generales). En cierto sentido no 
son más que haces de cadenas causales temporalmente conso-
lidadas y que obran entonces con un complejo causal único. 
Nuestros ejemplos muestran que, esencialmente, se trata de 
fuerzas generales historizadas e individualizadas. Tras la pri-
mera observación se encuentra el principio general del funcio-
namiento de un orden social con personas jurídicas que pueden 
contratar libremente; tras la segunda, los efectos psicológicos 
generales del «paro» en general; y tras la tercera, la ley gene-
ral según la cual determinadas esperanzas de ascenso social 
obran sobre determinados grupos e individuos en el sentido de 
una ocultación o enmascaramiento de su situación colectiva". 
Mannheim indica que el "pasar por alto o descuidar, en los 
concretos modos de comportamiento de los tipos humanos his-
tóricos, los principios generales de la psique humana" no es 
menor error que el de creer que baste con ideas sobre el hombre 
en general. Según esto, el acaecer histórico parece determinado 
en parte por causas "generales" y en parte por causas "especia-
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABER 4 1 
les" que constituyen cierto "haz" temporalmente consolidado. 
Esta tesis implica una confusión de grados de abstracción con 
causas. Mannheim considera que el desconocimiento de las 
"fuerzas generales" es la debilidad decisiva del pensamiento 
dialéctico, como si la forma "mercancía" no fuera lo suficiente^ 
mente "general" para todas las cuestiones que trata. Pero esas 
"fuerzas generales" no existen independientemente y contra-
puestas a las "especiales" o particulares, como si, por ejemplo, 
un acaecer concreto fuera "causado" por la ley causal de una 
parte y la "situación histórica" específica de otra. Ningún acae-
cer es causado por fuerzas generales, ni menos por leyes: la 
causalidad no es la "causa" del acaecer, sino la suprema gene-
ralidad conceptual que permite reunir conceptualmente las di-
versas causaciones concretas. Ni la observación newtoniana 
transmitida por la anécdota de la manzana madura tiene el 
sentido de que en aquel hecho la legalidad general de la causa-
lidad "obrara" en una complexión con factores de un grado abs-
tractivo inferior. Sólo en lo particular hay la causalidad, y no 
como añadida a ello, y sólo en ese sentido puede ser descrita 
lamanzana que cae como "expresión de la ley de gravedad"; 
esta ley depende de la caída de la manzana, igual que puede 
decirse a la inversa que la caída de la manzana depende de la 
ley gravitatoria. El concreto sistema de fuerzas puede perfecta-
mente reducirse a esquemas de diversa generalidad, pero no 
hay fuerzas "generales" y fuerzas "especiales". Los generales 
y especiales son los conceptos. El pluralismo de Mannheim, que 
considera lo único y decisivo como una mera perspectiva entre 
otras muchas posibles, no puede evidentemente prescindir de la 
adición de fuerzas generales y especiales. 
El hecho, previamente bautizado de "situación única", se de-
grada al nivel de mero ejemplo, mientras que la teoría dialéc-
tica, como ya antes Kant, no da lugar al concepto de ejemplo. 
Los ejemplos se consideran ilustraciones indiferentemente sus-
tituibles unas por otras; por ello suelen elegirse desde una cómo-
da distancia de las verdaderas miserias del hombre vivo. El cas-
tigo, empero, les alcanza pronto. Dice Mannheim, por ejemplo: 
"Un ejemplo aclarador de las perturbaciones debidas a la irra-
cionalidad sustancial es el del plano de acción elaborado cui-
dadosamente por la diplomacia de un país, puesto de acuerdo 
4 2 PRISMAS 
con otras acciones políticas también planeadas, y destruido 
por la repentina crisis nerviosa de un funcionario diplomático 
que en un determinado momento obra de un modo incompati-
ble con el plan". Mucho tiempo debía sobrar al autor para pin-
tar como "fuerzas activas" esos asuntos de expediente adminis-
trativo; no sólo sobreestima románticamente el ejemplo el "radio 
de acción" del diplomático individual, pues un tal error de un 
diplomático se arregla en cinco minutos por teléfono, a menos 
que no se trate tanto de un error personal cuanto del fruto de 
una contradicción inserta en el proceso político y más fuerte 
que las reflexiones y los planes del cuerpo diplomático. Otras 
veces escribe, con la plasticidad de los libros infantiles: "Como 
soldado tendré que dominar mis mociones instintivas y mis de-
seos de un modo muy diverso del del cazador profesional, el cual 
no obra finalísticamente más que de tanto en tanto y sin tener 
que dominarse intensamente más que en algún momento crítico 
de la caza, por ejemplo, cuando va a tirar". No ya el cazador 
profesional, sino ni siquiera el moderno cazador deportivo, si no 
se domina intensamente más que "cuando va a tirar" —segu-
ramente para no asustarse con la detonación— no conseguirá 
gran cosa; lo más probable es que no consiga más que ahuyentar 
la caza, y acaso ni siquiera dé con su rastro. La nulidad de esos 
ejemplos está íntimamente relacionada con el modo de acción 
de la sociología del saber. Escogidos del modo subjetivamente 
más "neutral", e inesenciales ya por eso mismo, no sirven más 
que para desviar la atención de lo esencial. En sus principios, 
la sociología quería ser crítica de los principios de la sociedad 
con la que se encontraba. La sociología del saber se contenta 
con reflexiones sobre el cazador vestido de pieles o el diplo-
mático de negro frac. 
La meta del formalismo de una tal conceptuación queda de 
manifiesto en cuanto se presentan exigencias programáticas. 
Se exige entonces para la organización de la sociedad un opti-
mum, sin reflexión previa acerca del abismo que separa de él. 
El motto es que si la sociedad se articula razonablemente todo 
quedará en inmejorable orden. A ello corresponde el ideal de 
Mannheim de una "línea deseable" entre el "conservadurismo 
inconsciente" y la "pésima utopía": "Sobre esta base se hace 
al mismo tiempo visible una posible solución de las actuales 
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABER 4 3 
tensiones, por lo menos en su con tomo general: una democracia 
autoritaria con planificación, que cree un sistema equilibrado 
partiendo de los actuales principios en discrepaincia". En armo-
nía con esa "línea" está la estilización de las "c^iisis" hasta hacer 
de ella "el problema del hombre", estilización en la cual coin-
cide Mannheim, pese a su declaración contra la moderna antro-
pología alemana, con ésta y con los filósofos de la existencia. 
Pero hay dos rasgos primarios que caracterizan el conformismo 
de la sociología del saber de Mannheim. El primero es que no 
pasa de ser pensamiento sintomático. Su sociología del saber 
se inclina siempre a sobreestimar la importancia de las ideo-
logías respecto de los intereses que defienden. Tranquilamente 
comulga la sociología del saber con la equívoca concepción de 
lo "irracional" que es precisamente propia de las ideologías 
y que constituye el punto en el que habría que apoyar la pa-
lanca crítica: "Hay que darse cuenta de que lo irracional no es 
en toda circunstancia algo perjudicial, sino que, por el contra-
rio, lo irracional es quizá lo más valioso del acervo humano, 
cuando, por ejemplo, obra como estímulo poderoso para la 
consecución de fines racionalmente objetivos, o bien cuando 
crea valores culturales mediante su sublimación, o cuando inten-
sifica la alegría de la vida como vitalidad pura, sin destruir 
por ello ciegamente la vida social". El sociólogo no nos enseña 
con más detalle que es lo irracional que crea valores culturales 
mediante su cultivo y sublimación, productos que son por defi-
nición productos de cultura o cultivo, y que "intensifica" la 
alegría de la vida, la cual sin duda es irracional. En todo caso, 
esa identificación de los estímulos con la "irracionalidad" es de 
efectos lamentables. Pues el concepto recubre indiferente y "neu-
tralmente" la libido y la metáfora de su represión. Lo irracional 
parece dar en Mannheim una cierta sustancialidad a las ideolo-
gías, una sustancialidad que sin duda tiene que soportar la pa-
terna admonición del sociólogo, pero sin que éste descubra lo 
que esa sustancialidad esconde y la destruya así. Hermano de 
esa positivista aceptación de los síntomas meros y del silencioso 
respeto a la pretensión de las ideologías es empero el materia-
lismo vulgar de la práctica dominante: para que la fachada se 
mantenga siempre intacta bajo el sol de este pensamiento con-
formista, la más profunda sabiduría de esta sociología consiste 
4 4 PRISMAS 
en pretender que en el interior de la casa no prospere ninguna 
moción que pueda rebasar seriamente su mágico círculo: "De 
hecho, el acervo de ideas dado (análogo en esto al acervo lin-
güístico) no supera jamás el horizonte ni el radio de acción de 
la comunidad social existente". Una vez dicho esto, es natural-
mente muy fácil presentar como "tendencia a suscitar estados 
de ánimo determinados por valores anímicos" los factores que 
en cualquier caso "rebasen" el marco, etc. Este materialismo 
vulgar, el materialismo del padre de familia que considera im-
posible por principio que su hijo pueda pensar ideas nuevas, 
pues todo está pensado ya, y le aconseja consecuentemente que 
se ponga a ganar dinero como Dios manda, este experimentado, 
envilecedor materialismo es el contrapunto del idealismo en la 
concepción de la historia al que Mannheim jura fidelidad en la 
construcción de la "racionalidad" y del progreso y según el 
cual las modificaciones de la conciencia son perfectamente ca-
paces de "revelar desde dentro; por así decirlo, el principio 
estructural de la sociedad". 
La verdadera fuerza de atracción de la sociología del saber 
debe verse en el hecho de que aquellas modificaciones de la 
conciencia, concebidas como logros o rendimiento de la "razón 
planificadora", se ponen en relación inmediata con la razón de 
los que hoy pueden planificar: "El hecho de que la reflexión 
sobre las series de acciones se cumple en la sociedad funcio-
nalmente racionalizada sólo en las cabezas de unos pocos orga-
nizadores asegura a éstos una posición clave en la sociedad". 
Aquí se traiciona un motivo de mucho mayor alcance que la 
conciencia de la sociología del saber: en él se manifiesta el 
espíritu objetivo como espíritu de unos "pocos organizadores". 
Mientras la sociología del saber sueñacon nuevos ámbitos de 
trabajo académico, se pone ciegamente al servicio de los que 
no han vacilado nunca ni un instante en anular todos los ámbi-
tos que han podido. Las reflexiones de Mannheim, nutridas de 
common sense liberal tradicional, culminan todas en el consejo 
de "planificar" la sociedad sin penetrar hasta el fundamento de 
ésta. El objetivo es quitar importancia a las consecuencias del 
absurdo ya palmario — recogido por Mannheim sólo como "cri-
sis de la cultura" — limándolo desde arriba, es decir, por los 
mismos dominantes. Esto significa simplemente que el liberal, 
LA CONCIENCIA DE LA SOCIOLOGÍA DEL SABER 45 
viéndose ya sin ninguna salida, se convierte en portavoz de 
una disposición dictatorial de la sociedad en el mismo momen-
to en que cree estarse oponiendo a ella. Sin duda responderá 
a esto la sociología del saber que la instancia de su planifica-
ción no es un poder, sino la razón, y que de lo que se trata es de 
convertir a los poderosos a la razón. Pero en realidad todo el 
mundo ha tenido tiempo para darse cuenta de lo que significa 
esa conversión, desde su primera expresión en los "reyes-filóso-
fos" de Platón. La admiración de Mannheim por la antigua 
inteligencia que según él volaba libremente en el espacio puede 
refutarse no sólo con su propio postulado reaccionario del 
"arraigo en el ser", sino aún mejor con el hecho de que precisa-
mente la inteligencia que presume de libre vuelo arraiga muy 
profunda y firmemente en ese ser que hay que transformar y 
cuya crítica finge hacer aquella inteligencia. Para esa inteli-
gencia lo razonable es el funcionamiento óptimo del mecanismo 
— esto es, el funcionamiento que aplaza la catástrofe —, sin 
¡preocuparse por la posibilidad de que, en su totalidad, acaso 
sea esa solución la sinrazón óptima. El mantenerla en pie me-
diante la regulación planeada lleva en todos los sistemas tota-
litarios a la práctica de reprimir con barbárica presión bajo la 
superficie del ser social las contradicciones provocadas por aque-
lla óptima sinrazón que aplaza la catástrofe. Los abogados de 
esta regulación planeada atribuyen el poder, en nombre de la 
razón, a aquellos que ya lo tienen en nombre de la ceguera u 
ofuscación. La fuerza de la razón de lo actual es la ciega razón 
de los que hoy son poderosos. Y a medida que lleva hacia la 
catástrofe, tienta al espíritu que niega ésta con liberal come-
dimiento a abdicar ante la sinrazón. Este espíritu sigue llamán-
dose liberal, pero ya reconoce incluso que la libertad no es para 
él, "vista sociológicamente, sino una desproporcionalidad entre 
el crecimiento del radio de acción de los mecanismos de in-
fluencia centralmente organizados y el crecimiento del ámbito 
de la unidad de grupo sujeta a esa influencia". La sociología 
del saber organiza para la inteligencia, sin techo que la cobije, 
campos de reeducación en los que aprenda a olvidarse de 
sí misma. 
SPENGLER TRAS E L OCASO^ 
Si la historia de la filosofía no consiste tanto en la solución 
de sus problemas cuanto en el hecho de que el movimiento del 
espíritu hace caer en el olvido los problemas con centro en los 
cuales cristalizó, podrá decirse que Oswald Spengler ha sido 
olvidado con la velocidad de la catástrofe hacia la cual camina 
la historia universal según su propia doctrina. Luego de un 
éxito de público inicial, la opinión pública alemana se ha re-
vuelto rápidamente contra La Decadencia de Occidente. Los 
filósofos oficiales reprocharon superficialidad al libro, las cien-
cias especializadas oficiales le acusaron de incompetencia y 
charlatanería, y en la agitación del período de inflación y de 
estabilización nadie quería saber nada de la tesis del ocaso. 
Luego de la publicación del libro grande, Spengler había ex-
puesto la tesis en una serie de escritos menores con un tono 
tan vanidoso y un estilo de antítesis tan barato y tan baratas 
que la repulsa de la sana voluntad de vivir se produjo con 
suma facilidad. 
Cuando en 1922 apareció el segundo volumen de la obra no 
halló ya, ni de lejos, el respeto que había encontrado el pri-
mero, aunque sólo en este segundo se desarrollaba concreta-
mente la tesis del ocaso. Los legos, que leyeron a Spengler 
como antes habían leído a Nietzsche o a Schopenhauer, se 
habían alejado mientras tanto de la filosofía; los filósofos de 
gremio preferían a Heidegger, que daba expresión más cum-
1. Por ocaso se vierte aquí — y en todo contexto en el que lo que 
importe sea la conceptuación de la tesis de Spengler— la voz Untergang. 
Sólo en las citas del libro de Spengler se mantendrá la voz decadencia 
que prefirieron los traductores de Der Untergang des Abendlandes. (N. 
del T.) 
SPENGLEB TRAS EL OCASO 47 
plida y excelsa a su melancolía. Heidegger ennobleció la muer-
te decretada por Spengler sin consideración de personas, y pro-
metió convertir la reflexión sobre ella en un académico secre-
to de la empresa. Spengler perdió el mercado: su ensayo sobre 
El hombre y la técnica no pudo sostener ya la competencia de 
las antropologías filosóficas lanzadas simultáneamente. Apenas 
se enteró ya la gente de sus relaciones con los nacionalsocia-
listas, de su ruptura con Hitler y, finalmente, de su muerte. En 
Alemania quedó proscrito por pesimista y por reaccionario — en 
el sentido en que usaban esas palabras los señores del momen-
to—, y en el extranjero era ya considerado como uno de los 
cómplices ideológicos de la caída en la barbarie. 
A pesar de todo eso, hay razones de sobra para volver a 
plantear la cuestión de la verdad o falsedad de Spengler. Se-
ría dar a Spengler demasiada ventaja el entregarle el único 
tribunal de la historia, que por encima de él siguió su marcha 
hacia el orden nuevo. Tanto más cuanto que el curso de la 
historia universal ha confirmado sus prognosis inmediatas en 
una medida que tendría que asombrar si se recordaran aún 
aquéllas. El olvidado Spengler se venga amenazando con lle-
var razón. Su olvido, a pesar de la confirmación de sus tesis, 
da cierto momento objetivo a la amenaza de un fatalismo ciego 
que se desprende de sus concepciones. Los siete sabios especia-
listas de Alemania se reunieron una vez para liquidar defini-
tivamente en la revista Logos al molesto outsider, y su filisteico 
celo suscitó burla. Hoy resulta bastante menos ingenuo e ino-
cente, y da testimonio de una impotencia intelectual parecida a 
la política de la República de Weimar frente a Hitler. Spen-
gler no ha encontrado prácticamente ningún contrincante a 
su altura: el olvido es una escapatoria. 
Basta leer la obra de Manfred Schröter Der Streit um Spen-
gler (La pugna en torno a Spengler), que ofrece un conspecto 
completo de las críticas aparecidas hasta 1922, para compren-
der hasta qué punto fracasó el espíritu alemán ante un contra-
dictor que parecía recoger todo el poder histórico del pasado 
de aquel espíritu. Pedante mezquindad en lo concreto, fraseo-
logía de conformista optimismo en la idea, y, como propina, 
la involuntaria confesión de debilidad en la afirmación de que, 
después de todo, las cosas no están tan mal en nuestra cultura. 
4 8 PEISMAS 
O el truco sofístico de disolver las posiciones relativistas de Spen-
gler mediante una exageración de sus propios principios: eso 
fue todo lo que pudieron reunir la ciencia y la filosofía alema-
nas contra un hombre que la instruía a gritos de cabo de re-
clutas. En la grandilocuente impotencia de los académicos pue-
de adivinarse casi la secreta ansia de cerrar la boca al cabo. 
Pero a medida que el mundo marchaba según el uno-dos del 
cabo iba haciéndose urgente tomar posición ante aquellas pro-
posiciones que proclamaron un destino humano que ha supe-
rado en la práctica aquellas tenebrosas profecías, con el ase-
sinato de millones de hombres. La fuerza de Spengler se paten-
tiza al comparar algunas de sus tesis con los acontecimientos 
posteriores. Consiguientemente, habría que investigar cuáles 
son las fuentes de esa fuerza de que goza una filosofía cuyas 
deficiencias teoréticasy empíricas son tan obvias. Por último 
habría que preguntarse, con una total desconfianza respecto 
del thema prohandum, qué tipo de reflexión sería capaz de 
enfrentarse realmente con la de Spengler, sin la ipose de fuer-
za y la mala conciencia del optimismo oficial. 
Para mostrar la fuerza de Spengler es mejor no empezar por 
discutir sus generales ideas histórico-filosóficas del desarrollo 
y la muerte vegetativa de las culturas, sino considerar ante 
todo la radical aplicación de esa filosofía de la historia a la 
fase que, según Spengler, se encuentra en puertas, fase que, 
por analogía con otra del imperio romano, él llamó "cesaris-
mo". Las profecías más características de Spengler en este 
contexto se refieren a cuestiones del dominio de los hombres, 
propaganda, arte de dominar las masas, y a formas de dominio 
político, especialmente a las tendencias de la democracia a con-
vertirse por sí misma en dictadura. De acuerdo con la concep-
ción general de Spengler, que concibe la economía no como 
realidad social básica y portadora, sino más bien como "ex-
presión" de una "animidad" o alma dispuesta de un modo de-
terminado, la prognosis propiamente económica es secundaria 
respecto de las referentes a los temas indicados. Y así, por más 
que Spengler considerara con agudeza las consecuencias cultu-
rales de la centralización del poder, no plantea siquiera la 
cuestión de la trustización del poder económico. No obstante, 
la visión de Spengler es lo suficientemente amplia como para 
SPENGLER TRAS EL OCASO 49 
permitir ciertas acertadas conclusiones, ante todo sobre la ex-
tinción de la economía dineraria. 
Hay reflexiones del segundo volumen que se ocupan ex-
plícitamente de la civilización del cesarismo. fía aquí, para 
empezar, algunas palabras sobre la "fisiognómica de las ciu-
dades mundiales" o grandes urbes: De sus casas dice Spen-
gler: "En realidad no son ya casas en las que tengan lugar 
Vesta y Jano, los penates y los lares, sino meras habitaciones 
creadas por la utilidad, y no por la sangre, por el espíritu de 
empresa económico, y no por el sentimiento. Mientras el ho-
gar sigue siendo para la mente piadosa el centro real e impor-
tante de la familia, no se ha perdido la última relación con el 
campo. Pero cuando se pierde también esto, y la masa de los 
inquilinos y huéspedes sin derecho a cocina empieza su vida 
errante, de techo a techo, por ese océano de casas, como los 
cazadores y pastores prehistóricos, queda configurado el nó-
mada intelectual. La gran ciudad es un mundo, es el mundo. 
Sólo como totalidad tiene el sentido de casa humana. Sus ca-
sas son meros átomos que la componen". Reflexiones muy aná-
logas se exponían a principios de siglo en el folleto de Werner 
Sombart ¿Por qué no hay socialismo en América? 
Hay que subrayar especialmente esa idea de que el tardío 
habitante de la ciudad es un nuevo nómada. Esa idea no ex-
presa sólo temor y exlrañeza, sino también la latente ahisto-
ricidad de un estado en el cual los hombres no se encuentran 
sino como objetos de incomprensibles procesos, sin ser ya ca-
paces de una continua experiencia del tiempo, sometidos como 
están al violento choque de aquellos procesos y al inmediato 
olvido de los mismos. Spengler ha visto la conexión que existe 
entre la atomización y el tipo humano regresivo, tal como se 
ha manifestado en las explosiones totalitarias subsiguientes: 
"Una miseria espantosa, una barbarización de todas las costum-
bres de la vida, que están criando ya, entre altillos y bohardi-
llas, en sótanos y patios, un nuevo hombre primitivo, se en-
cuentran en todas esas lujosas ciudades de masas". 
En los "campamentos", que no conocen la casa, se ha ma-
nifestado esa regresión. Spengler no sabe decir muchas cosas 
sobre las condiciones y circunstancias de la producción que 
han dado lugar a esa situación. En cambio, ve con gran pre-
50 PKISMAS 
cisión el estado de conciencia en que se encuentran las masas 
fuera del proceso de producción propiamente dicho: los fe-
nómenos que nos hemos acostumbrado a llamar del "tiempo 
libre", después de la tensión impuesta por el aparato produc-
tivo. "La tensión intelectual no conoce ya más que una forma 
de descanso, que es la forma específicamente cosmopolita: la 
relajación, la »distracción». El juego auténtico, la alegría vi-
tal, el placer y la embriaguez, emanaciones del ritmo del cos-
mos, no pueden ser ya comprendidos íntimamente. En cambio, 
en todas las ciudades cosmopolitas de todas las culturas se 
encuentra la alternancia del más intenso trabajo mental prác-
tico con su contrario, el juego frivolo y absurdo cultivado cons-
cientemente; la alternancia de la tensión espiritual con la fí-
sica del deporte, y la de ésta con la sensual del «placer» y con 
la espiritual de la «excitación» de los juegos de azar, o la al-
ternancia de la pura lógica del trabajo cotidiano con una mís-
tica conscientemente buscada y disfrutada." 
Spengler hipertrofia esa reflexión hasta llegar a la tesis de 
que el arte mismo se convierte en deporte en esas ciudades. 
Spengler no conocía el jazz ni los concursos radiofónicos o 
televisivos. Pero si se quisiera resumir las tendencias más im-
portantes del actual arte de masas en una fórmula simple, se-
guramente sería imposible encontrar alguna más expresiva que 
la de deporte, superación de obstáculos rítmicos o periódicos, 
competición entre los ejecutantes o entre la producción y el 
público. Las víctimas del aparato civilizatorio de la cultura de 
la propaganda son empero los destinatarios del desprecio de 
Spengler, y no quienes manipulan todo ese arte de carteles y 
anuncios. "Así surge el tipo del fellah." 
Este tipo es luego más detalladamente analizado por Spen-
gler, que lo caracteriza como resultado de la expropiación de 
la conciencia de los hombres por los medios centralizados de 
la comunicación pública. La ve todavía bajo el signo del po-
der del dinero, aunque él mismo barruntara ya el final de la 
economía monetaria: consecuentemente, para Spengler el es-
píritu no puede existir en el sentido de autonomía sin trabas 
más que en conexión con la unidad abstracta del dinero. Sea 
de ello lo que fuere, su descripción puede aplicarse con toda 
exactitud al régimen totalitaxio que declara la guerra ideo-
SPENGLER TRAS EL OCASO 5 1 
lógica tanto al espíritu cuanto al dinero. Puede decirse que 
Spengler ha previsto para la prensa rasgos que no han sido 
totalmente desarrollados sino por la radio, del mismo modo que 
ha hecho a la democracia reproches que en realidad no cobran 
todo su peso más que dirigidos a la dictadura. "La democracia 
ha sustituido totalmente, en la vida espiritual de las masas po-
pulares, el libro por el periódico. El mundo de los libros, con 
su riqueza de puntos de vista —riqueza que obligaba al pen-
samiento a elegir y a criticar— no es ya propiedad real más 
que de reducidos círculos. El pueblo lee un periódico, su pe-
riódico, que penetra diariamente en millones de ejemplares 
en todas las casas, ata de buena mañana todos los espíritus a 
su poder, hacer olvidar los libros que aún aparezcan en el ho-
rizonte del individuo y obstaculiza en todo caso la acción de 
esos libros mediante una crítica que ha hecho ya sus efectos 
cuando empieza la lectura de los mismos." 
Spengler ha adivinado algo de la ambigüedad de la ilus-
tración en esta época de dominio universal. "En relación con 
la prensa política está la necesidad de una instrucción pública 
general, necesidad que la Antigüedad no conoció en abso-
luto. En ese motivo hay una tendencia inconsciente a poner 
las masas, como objeto de la política de partidos, bajo la po-
derosa influencia del periódico. A los idealistas de la primi-
tiva democracia esto les parecía pura ilustración sin segundas 
intenciones, y aún hoy día hay aquí o allá ingenuos que se 
entusiasman con la idea de la libertad de prensa; pero el he-
cho es que con ello precisamente abren vía libre a los cesares 
de la prensa mundial. Todo el que sabe leer queda bajo lainfluencia de éstos, y en vez de la independencia subjetiva lo-
grada por la ilustración, la democracia tardía significa una 
radical determinación de los pueblos por los poderes a los que 
obedece la palabra impresa." 
Lo que Spengler decía de los modestos magnates de la 
prensa de la primera guerra mundial ha madurado ya en la 
técnica de los programas "espontáneos" y de las "espontá-
neas" manifestaciones. "Sin que el lector se dé cuenta cam-
bia de dueño el periódico y, con él, el mismo lector." Esto ha 
ocurrido literalmente en el Tercer Reich. Spengler dice que 
ese rasgo forma parte del "estilo del siglo xx". "Un demócra-
52 PRISMAS 
ta de vieja cepa no pediría hoy libertad de prensa, sino li-
bertad respecto de la prensa, pero los dirigentes son hoy ya 
gente «que ha llegado» y que tiene que asegurar su posición 
frente a las masas." 
Spengler ha profetizado la aparición de Goebbels: "No hay 
domador que domine mejor a sus fieras. Basta con soltar al pue-
blo convertido en masa lectora, y él mismo se lanzará por las 
calles hacia el objetivo leído, amenazará, romperá ventanas. ^ 
Luego bastará una señal con el bastón de mando de la prensa 
y el pueblo lector se calmará y se volverá a su casa. La prensa 
es hoy un ejército con especialidades cuidadosamente organi-
zadas; los periodistas son los oficiales y los lectores son los sol-
dados. Y ocurre en ese ejército lo mismo que en cualquier otro: 
el soldado obedece ciegamente, y los cambios de objetivos de 
guerra y de planes de operaciones se consuman sin que él se 
entere. El lector no sabe una palabra de lo que se pretende de 
él, y no tiene que saberlo, ni tampoco el papel que desempeña 
en el asunto. No puede imaginarse más terrible sátira de la 
libertad de pensamiento. En otro tiempo uno no podía atre-
verse a pensar libremente; hoy puede atreverse uno a hacerlo, 
pero resulta imposible. Cada cual pensará lo que le hagan 
pensar, y lo sentirá como su libertad". 
No menos asombrosas son las profecías específicas de Spen-
gler. Ante todo la militar, prognosis probablemente influida por 
ciertas experiencias del mando militar alemán durante la pri-
mera guerra mundial, recogidas y pasadas consecuentemente a 
la práctica. Spengler considera superado el principio "demo-
crático" del servicio militar obligatorio, junto con todos los 
expedientes tácticos que dimanan de él. 
"En lugar de los ejércitos permanentes irán apareciendo a 
partir de ahora ejércitos profesionales constituidos por solda-
dos voluntarios y entusiastas de la guerra; en lugar de los mi-
llones de hombres volverán a aparecer los centenares de mi-
les, pero precisamente con esa transformación este segundo 
siglo" (tras las guerras napoleónicas) "será realmente el de 
1. r l aulor valo-a p'-obahlements esta frase como "profecía" de la 
I1amad.i R '< '; li'.^luilap 'il, la noche en que las unidades nacional-
Eocia'i ias dcSLiuvcion las vitu'nas de todos los establecimientos judíos. 
(ZV. del T.) 
SPENGLER TRAS EL OCASO 5 3 
los estados en lucha. La mera existencia de estos ejércitos no 
será un suficiente sustitutivo de la guerra" (como lo fue en 
cambio, según Spengler, la mera existencia de los ejércitos 
del siglo xix), "puesto que serán ejércitos realmente prepa-
rados para la guerra y deseosos de ella. En dos generaciones 
la voluntad de esos ejércitos será más fuerte que la de todos 
los hombres deseosos de paz. En estas guerras por la herencia 
del mundo entero entrarán en juego continentes, la India, Chi-
na, el África del Sur, Rusia, el Islam, y chocarán unas con otras 
nuevas tácticas y nuevas técnicas. Los grandes centros del po-
der cosmopolita dispondrán a su antojo de los pequeños esta-
dos, de sus territorios, de su economía y de sus hombres. Todo 
lo pequeño será mera provincia, objeto, medio para el fin; su 
destino carecerá de importancia visto desde la gran marcha de 
las cosas. En pocos años hemos aprendido a despreciar acon-
tecimientos que antes de la guerra habrían aterrorizado al 
mundo". 
Efectivamente, hoy día se acusa ya de torpe resentido al 
que recuerda la monstruosidad de Ausschwitz. Nadie da valor 
alguno a las terribles cosas del pasado inmediato. Lo que si-
gue a lo que Spengler llamó época de los estados en lucha es 
por su construcción una época diabólicamente ahistórica. La 
tendencia de la actual economía a eliminar el mercado y la 
dinámica de la competencia para conseguir un estadio eco-
nómico propiamente "sin crisis", regido por poderes de dis-
"posición inmediata, puede interpretarse muy bien según la 
prognosis de Spengler. Pero ésta se cumple aún más visible-
mente en la estática de la "cultura", cuyos intentos más avan-
zados, ya desde el siglo xix, niegan a la sociedad comprensión 
y recepción verdaderas, imponiéndole la incesante y mortal 
repetición de lo ya aceptado, mientras el estandardizado arte 
de masas excluye la historia mediante sus "congelados" mode-
los. Podría perfectamente interpretarse todo arte específica-
mente moderno como un intento de conjurar la dinámica de 
la historia para mantenerla en vida, o como el deseo de con-
vertir en schock el espanto producido por el enrigidecimiento 
y llevarlo a una catástrofe en la cual lo ahistórico tome repen-
tinamente el aspecto de lo pasado. Lo que Spengler profetiza 
a los pequeños estados empieza a cumplirse ya en los hombres 
54 PRISMAS 
mismos, incluso en los de las grandes ciudades y precisamente en 
los más poderosos de ellos. Por ello parece apagada la historia. 
Todo lo que ocurre, ocurre a los hombres, en vez de ocurrir por 
ellos. Incluso las mayores empresas estratégicas y los triunfos 
más grandes tienen algo de ilusorio, de irreal. La experiencia 
de este hecho quedará recogida para siempre en la palabra 
americana phony. Los acontecimientos se desarrollan entre los 
oligarcas y sus especialistas en muertes, y no nacen de la di-
námica de la sociedad, sino que someten ésta a una adminis-
tración que administra la aniquilación. 
Como objetos del poder político los hombres renuncian a 
su espontaneidad: "Desde el comienzo de la edad cesárea de-
jan de existir los problemas políticos. Cada cual se aguanta 
con la situación y el poder existentes. Torrentes de sangre ha-
bían enrojecido el asfalto de todas las ciudades cosmopolitas 
en la época de los estados en lucha, en la empresa de conver-
tir en realidad las grandes verdades de la democracia y para 
conquistar derechos sin los cuales la vida no parecía valer la 
pena. Ahora se han conseguido ya esos derechos, pero ya no 
hay manera de mover a los nietos a que hagan uso de ellos, ni 
siquiera bajo amenazas penales". 
La prognosis spengleriana de la transformación del partido 
ha sido radicalmente confirmada por el nacionalsocialismo: los 
partidos se convierten en "séquitos". La caracterización spen-
gleriana del partido, probablemente inspirada por Robert Mi-
chels, tiene aquella fabulosa claridad que el fascismo supo apro-
vechar tan satánicamente al convertir en justificación de la 
falsedad y de la inhumanidad absolutas la falsedad de un hu-
manismo qvie se declaraba patrón del mundo sin haberse reali-
zado propiamente. Spengler ha visto también la relación esen-
cial del sistema de partidos con el liberalismo burgués. "La 
aparición de un partido aristocrático en un parlamento es en 
el fondo tan inauténtica como la de un partido proletario. Sólo 
la burguesía tiene propiamente su hogar en el parlamento." 
Spengler insiste además en los mecanismos que dan lugar al 
paso del sistema de partidos a la dictadura. 
Las reflexiones del tipo spengleriano son habituales en la 
filosofía cíclica de la historia desde la stoa. Maquiavelo desarro-
lló la idea de que la corrupción de las instituciones democráti-
SPENGLER TRAS EL OCASO 55 
cas hace necesaria a ia larga la reinstauración de las dictadu-
ras. Pero Spengler, que restablece en cierto sentido y al final de 
la época la posición asumida por Maquiavelo al comienzo 
de la misma, muestra ser superior al filósofo del estado de co-
mienzosde la edad burguesa por su experiencia de la dia-
léctica histórica — aunque en ningún lugar pronuncie siquie-
ra su nombre—. El principio de la democracia se desarrolla 
para Spengler dialécticamente hasta convertirse en su propio 
contrario, gracias al elemento del dominio de partido. 
"La época del auténtico dominio de partidos abarca apenas 
dos siglos, y se encuentra entre nosotros ya en plena deca-
dencia desde la guerra mundial. El principio según el cual la 
masa electoral completa selecciona por impulso común unos 
hombres para que gestionen sus asuntos — al modo como ese 
principio se expone con toda ingenuidad en las constitucio-
nes —, no era de realización posible más que en un primerí-
simo momento, pues su realización presupone que no existan 
siquiera pródromos para la organización de grupos determina-
dos y coherentes. Tal fue el caso en Francia en 1789 y en Ale-
mania en 1848. Pero con la existencia de una asamblea está 
inmediatamente dada la de unidades tácticas formadas en el 
acto y cuya cohesión se basa en la voluntad de conservar la 
posición dominante conquistada; esas unidades no se conside-
ran ya en absoluto portavoces de sus electores, sino que, a la 
inversa, se someten esos electores con todos los medios de la 
agitación y los utilizan para sus propios fines. Con ello, cual-
quier orientación que se organice en el pueblo se convierte en 
seguida en instrumento de la organización, y el proceso sigue 
sin cesar en el mismo sentido hasta que la organización misma 
se convierte en un instrumento de los dirigentes. La voluntad 
de poder es más fuerte que todas las teorías. En el comienzo 
surge la dirección y surge el aparato al servicio del programa; 
luego sus titulares los defienden por deseo de poder y de bo-
tín, como ocurre hoy día generalmente en todos los países, en 
los que miles de personas viven de los negocios y los cargos 
dados por el partido; finalmente, el programa se olvida total-
mente y la organización trabaja por sí y para sí misma." 
Las siguientes palabras parecen cortadas a la medida para 
la Alemania de los años de gobierno minoritario que prepara-
56 PRISMAS 
ron la llegada de Hitler al poder: "La constitución alemana 
de 1919, surgida ya en el umbral de la democracia decadente, 
contiene con toda ingenuidad una dictadura de los aparatos 
de partido, los cuales se han hecho conceder por ella todos los 
derechos y no son seriamente responsables ante nadie. La sos-
pechosa elección proporcional y la lista del Reich les aseguran 
de todo riesgo. En vez de los derechos del pueblo, como decía 
la constitución de 1848 en su idea básica, lo que tenemos es 
el sistema de derechos de los partidos, lo cual parece inocen-
te, pero contiene ya en sí el cesarismo de la organización. En 
este sentido, esa constitución es la más progresiva de la época; 
permite adivinar ya el final; bastan unas pequeñas modificacio-
nes para que conceda a un individuo un poder ilimitado". 
Spengler presiente cómo el proceso de la historia hace ol-
vidar a los hombres la idea y la realidad de su propia libertad. 
"Estos abstractos ideales poseen una fuerza que no abarca 
mucho más de dos siglos: los de la política de partidos. Al 
final no han sido refutados, sino que aburren. Hace ya mucho 
tiempo que sonó la hora de Rousseau, y falta poco para que 
suene la de Marx. Lo que se abandona no es nunca, en reali-
dad, tal o cual teoría, sino la fe en las teorías en general, y con 
ello el febril optimismo del siglo xviii, que creía en la posibi-
lidad de mejorar los hechos insatisfactorios aplicándoles con-
ceptos que satisfacieran." "Nadie debe engañarse: también para 
nosotros está agonizando la edad de la teoría." 
La prognosis sobre la expiración de la fuerza del pensa-
miento culmina en la prohibición de pensar que pretende le-
gitimarse con la inevitabilidad del proceso histórico. 
Pero con esto se alcanza el punto arquimédico del esbozo 
spengleriano. Su afirmación hístórico-filosófica de la muerte del 
espíritu y las antinoéticas consecuencias que de ella se siguen 
no se refieren sólo a la fase de la "civilización", sino que son 
elementos básicos de la concepción spengleriana del hombre 
como tal. "Las verdades existen para el espíritu; los hechos no 
existen más que respecto de la vida. La consideración histó-
rica — el tacto fisiognómico en mi terminología— es la deci-
sión de la sangre, el conocimiento del hombre ampliado al pasado 
y al futuro, la visión innata de personas y situaciones, la intuición 
de lo que fue acaecer, lo que fue necesario, lo que tuvo 
SPENGLER TEAS EL OCASO 57 
que ser: es eso, y no la mera crítica científica, el mero cono-
cimiento científico de los datos." 
Lo decisivo en esa idea es el concepto de conocimiento del 
hombre y su acoplamiento con la ideología de la sangre, más 
tarde llegada plenamente a sí misma y al público terror. De-
trás de esas frases está implícitamente la hipótesis de Maquia-
velo, la tesis de la inmutabilidad de la naturaleza humana, la 
cual es necesario y suficiente conocer de una vez y para siem-
pre — especialmente en su indignidad — para poder disponer 
también para siempre de ella, en la expectativa de lo siempre 
idéntico. Para estos ideólogos creadores de la expresión, "co-
nocimiento del hombre" quiere decir en realidad, en sentido 
prägnante, "desprecio del hombre": el hombre es así, qué se 
le va a hacer. El interés rector de la consideración es el interés 
de dominio. Todas las categorías se trazan teniendo en cuen-
ta el dominio. Toda la simpatía va a los dominantes, y el filó-
sofo de la desilusión puede entusiasmarse como nadie, como 
ninguno de los pacifistas de que tanto se burla, en cuanto em-
pieza a hablar de la inteligencia supuestamente gigantesca y 
de la voluntad de acero de los modernos capitanes de la in-
dustria. La total imagen de la historia se juzga según el metro 
del ideal de dominio. La afinidad espiritual de Spengler con 
lo dominante da al escritor la agudeza con que penetra las si-
tuaciones en que se trata de potencialidades de poder o domi-
nio, y le ciega en cambio, por odio, en cuanto tropieza con mo-
tivaciones que rebasan la historia que ha sido hasta hoy, la 
historia como situaciones de poder. La tendencia de los sis-
temas idealistas alemanes a entronizar como fetiches los gran-
des conceptos generales y sacrificarles entonces en la teoría la 
existencia humana individual — la tendencia reprochada a He-
gel por Schopenhauer, Kierkegaard y Marx—, es en Spengler 
alegría sin rebozo ante las reales víctimas humanas. Donde la 
filosofía de la historia de Hegel habla del matadero de la his-
toria con sombría y rígida tristeza, Spengler no ve más que 
hechos que sin duda pueden lamentarse si uno tiene disposi-
ción melancólica, pero que es mejor eliminar como preocupa-
ción si uno es cómplice de la necesidad histórica y si la fisiog-
nómica de uno está del lado de los batallones más fuertes. En 
una crítica sin prejuicios ha escrito James Shotwell en sus Es-
58 PBISMAS 
says in Intellectual History: "El interés de Spengler se orienta 
hacia el grande y trágico drama que describe, y no desperdicia 
mucha ociosa simpatía por las victimas de la noche que se 
acerca de nuevo". 
En el grandioso y autoritario gesto con que Spengler elige 
sus conceptos, jugando con culturas como con cuentas de co-
lores y "situando" (como decían los nazis) el destino, el cos-
mos, la sangre y el espíritu con plena indiferencia, se expresa 
directamente el motivo del dominio. El que coloca en bloque 
todo lo fenoménico en la fórmula "todo ocurrió ya" practica 
sin más un régimen de fuerza de las categorías que está es-
trechamente emparentado con el régimen de fuerza político 
que entusiasma a Spengler. Así sitúa la historia en las seccio-
nes de su gran plan de conjunto, al modo como Hitler trasla-
daba las minorías de un país a otro. Al final le cuadran las 
cuentas. Todo está ordenado, y están liquidadas todas las re-
sistencias que en otro tiempo existían en los sectores que no 
habíansido abarcados. Por insuficiente que haya sido la crítica 
de los especialistas científicos a Spengler, tiene razón en este 
punto. Lo único que se sustrae a la Fata Morgana de la orde-
nación histórica de los "grandes espacios vitales" es el indi-
viduo, ante cuya tenacidad alcanza sus límites la dominante 
subsumción. Si Spengler resulta superior a una ciencia espe-
cializada y detallista, gracias a la perspectiva y a la generosidad 
de sus categorías, resulta por otra parte inferior a ella precisa-
mente por esa generosidad, que nunca es conseguida por Spen-
gler mediante una honesta extensión de la dialéctica entre el 
concepto y la particularidad individual, sino a través de un 
esquematismo que se sirve genérica e ideológicamente del "he-
cho" para aplastar al pensamiento, sin conceder a éste más que 
un primer vistazo clasificatorio. En la perspectiva histórico-uni-
versal de Spengler hay un elemento de ostentación e hincha-
zón análogo al espíritu de las grandes construcciones guiller-
minas, como la Avenida de las Victorias berlinesa: el mundo 
no tiene un aspecto que guste a Spengler más que cuando se 
transforma en una avenida de las victorias. La superstición se-
gún la cual la grandeza de una filosofía reside en sus aspectos 
grandiosos es mera herencia idealista; es como la concepción 
de que la grandeza de un cuadro depende de la excelsitud de 
SPENGLER TRAS EL OCASO 59 
SU tema. Grandes temas no son sino más garantía de la grandeza 
del conocimiento del que los trata. Si la verdad es, como quie-
re Hegel, la totalidad, no lo será sin embargo más que en el 
caso de que la fuerza del todo penetre completamente en el 
conocimiento de lo particular. 
Nada de eso hay en Spengler. En ningún lugar se le re-
vela lo especial, lo particular, en modo superior a la previa 
perspectiva esquemática de su morfología cultural comparati-
va. Su método pretende orgullosamente el nombre de fisiog-
nómica. Pero en realidad su pensamiento fisiognómico está ata-
do al carácter total de sus categorías. Todo lo individual y re-
moto es para él cifra de lo grande, de la "cultura", porque el 
mundo está pensado tan sin lagunas que no tiene espacio para 
nada que no sea idéntico con el todo y sin la menor tensión 
con él. Hay en esto un elemento de verdad, en la medida en 
que la sociedad organizada por el dominio se acerca constan-
temente a totalidades que no dejan al individuo libertad al-
guna: la totalidad es por tanto su forma lógica. La fisiognómi-
ca de Spengler tiene el mérito de permitir contemplar el "sis-
tema" también en aquellos casos en que se disimula con una 
libertad detrás de la cual no hay en realidad más que la uni-
versal dependencia. Pero este mérito queda anulado por el 
inconveniente de que la insistencia en la dependencia univer-
sal de los momentos individuales respecto del todo — enten-
dida como dependencia de los caracteres expresivos de la to-
taUdad de la cultura— oculta con su abstracta amplitud las 
dependencias concretas y bien diferenciadas que deciden real-
mente de la vida del hombre. Por ello lanza Spengler la fisiog-
nómica contra la causalidad. Spengler sitúa acasualmente el 
tipo del hombre-masa de reacción pasiva en el mismo plano que 
la concentración del poder que, en realidad, produce y repro-
duce ese hombre-masa incluso como categoría-clave del siste-
ma de Spengler y en el "sistema" real. Así le es posible una 
múltiple nivelización, por el cual las relaciones sociales de de-
pendencia se ponen al nivel del destino y del ritmo de las fases 
culturales. Y así es posible también cargar metafísicamente so-
bre los hombros del impotente hombre-masa el vilipendio que 
en la realidad histórica le han hecho los cesares. La mirada 
fisíognómica se pierde al atribuir los fenómenos al pobre es-
60 PRISMAS 
quema de las "invariantes". En vez de sumirse en los carac-
teres expresivos de los fenómenos, Spengler se apresura a ahu-
yentarlos a golpes de violenta propaganda. 
Spengler abre en canal las ciencias particulares para ven-
derlas en su liquidación. Si se tuviera humor para describir su 
obra en la lengua de la civilización por él denunciada y según 
su propio manierismo estilístico, habría que comparar La De-
cadencia de Occidente con unos grandes almacenes en los que 
se ofrece a buen precio la caine legible en conserva que el ge-
rente intelectual ha conseguido arrebatar de la masa de la 
quiebra de la cultura. En esa actitud de Spengler alienta el re-
suelto y resentido deseo del sabio alemán de la clase media, 
ansioso de convertir por fin su saber en capital para invertirlo 
en la rama más prometedora de la economía: la industria pe-
sada en la época de Spengler. El descubrimiento de la impo-
tencia del intelectual liberal bajo la sombra del poder totali-
tario en marcha hace de Spengler un desertor. El espíritu se 
autodenuncia para ser aprovechable como fabricante de ideo-
logías antiideológicas. Detrás de la proclama spengleriana del 
ocaso de la cultura se oculta, como padre de la idea, el mero 
deseo. El espíritu que se niega a sí mismo y se coloca de la 
parte del poder espera que se le perdone. En Spengler se cum-
ple la frase de Lessing sobre aquel prudente que lo era tanto 
como para no serlo. La introducción a La Decadencia de Oc-
cidente tiene una frase que debería hacerse célebre: "Si bajo 
la impresión de este libro los hombres de la nueva generación 
se dedican a la técnica en vez de a la lírica, a la marina en 
vez de a la pintura y a la política en vez de a la crítica del 
conocimiento, harán precisamente lo que yo deseo, y eso es 
lo mejor que puede deseárseles". 
Leyendo la frase no es difícil imaginarse cuáles eran las 
personalidades a las que Spengler lanzó respetuosa mirada de 
reojo mientras la escribía. Spengler está de acuerdo con esas 
personalidades — y sabe que lo está — en la convicción de que 
ha llegado la hora de quitar definitivamente a los jóvenes ve-
leidades de pensamiento. Esas personalidades son aquellas que 
más tarde apelaron a la Realpolitik, a la política de realidades. 
En esa furia contra pinturas, poemas y filosofía se anuncia el 
profundo miedo a que en ese estadio "ahistórico" entusiásti-
SPENGLEH TRAS EL OCASO 6 1 
camente descrito por Spengler, ese estadio en el que no habrá 
ya "problemas políticos" y acaso tampoco economía, la cultu-
ra, si no ha sucumbido a tiempo, pueda dejar de ser la inocen-
te fachada que Spengler denuncia y rebaja, y se ponga a de-
nunciar contradicciones sin sede en la reglamentada infraes-
tructura. La cultura oficialmente producida y puesta en mer-
cado en los países fascistas suscitó risa y escepticismo en los 
clientes, y mucha oposición halló un asilo en los libros, en las 
iglesias y en las piezas teatrales de los clásicos, tolerados por 
ser tan clásicos, pero que dejaron de serlo por el hecho de ser 
tolerados. El veredicto de Spengler afecta a toda cultura ofi-
cial sin distinción, así como a su contrario: el expresionismo 
y el cine se encuentran en el mismo lugar. El carácter indife-
renciado de ese veredicto está perfectamente de acuerdo con la 
disposición de los poderosos en los estados dictatoriales, los cua-
les desprecian las propias mentiras, odian la verdad y no pue-
den dormir tranquilos hasta que nadie se atreve a soñar. 
Para la resistencia de las ciencias especiales, Spengler, so-
bre todo en los países anglosajones, es un metafísico que vio-
lenta la realidad con la arbitrariedad de sus construcciones 
conceptuales. Aparte de los idealistas, que vieron en él la ne-
gación del progreso en la conciencia de la libertad, Spengler 
no habrá tenido contrincantes más encendidos que los positi-
vistas. No hay duda de que su filosofía hace violencia al mun-
do. La historia, tan llena de agitada vida que el mismo con-
cepto de progreso le resultó demasiado mecanicista, parece 
congelarse aún más inmediatamente en el esquema concep-
tual de Spengler. La cuestión de si una filosofía es metafísica 
o es positivista no puede resolverse al primer vistazo. Aveces 
los metafísicos son positivistas de mirada amplia o de menos 
miedo que los demás. ¿Es Spengler el metafísico que ven en 
él sus enemigos y él mismo? Si se insiste formalmente en la 
supremacía de la conceptuación sobre el contenido empírico, 
en la dificultad o imposibilidad de la verificación y en los con-
ceptos auxiliares de su teoría del conocimiento, tan grosera-
mente irracionalistas, no hay duda de que es un metafísico. 
Pero si se considera más profundamente la sustancia de sus 
conceptos, se acaba por llegar siempre a desiderata positivis-
tas, y especialmente al culto de los "hechos". Spengler no des-
62 PRISMAS 
perdicia ninguna oportunidad de denigrar la verdad, cualquie-
ra que sea el sentido de ésta, para glorificar lo que es, lo que 
tiene que ser meramente registrado y aceptado. "...Pero en 
la realidad histórica no hay ideales; no hay más que hechos. 
No hay razones, no hay justicia, no hay equilibrio, no hay 
objetivo final; no hay más que hechos. Y el que no lo entien-
da, que escriba libros sobre política, pero que no haga po-
lítica." 
La esencial comprensión crítica de la impotencia de la ver-
dad en la historia sida hasta ahora, de la omnipotencia del mero 
ente sobre todos los intentos de romper su círculo con la con-
ciencia, se convierte sin más en Spengler en justificación del 
ente mero, de lo existente. La idea de que lo que existe, lo 
que tiene poder y se impone, puede carecer de razón, es idea 
que no se le ocurre o, más exactamente, idea que se prohibe 
a sí mismo y a los demás. Cada vez que la impotencia hace oír 
su voz cae S^^engler en ataques de cólera, aunque no tiene más 
razón que objetar a aquella voz que el hecho de su impoten-
cia. La doctrina hegeliana de la racionalidad de lo real dege-
nera aquí en caricatura. Spengler mantiene el pathos hege-
liano de la plenitud de sentido de lo real y su burla contra 
los perfeccionadores del mundo, pero en Spengler el nudo pen-
samiento del dominio, la idea del poder sobre la realidad se 
hace con la pretensión al sentido y a la razón que es la raíz 
del pathos hegeliano. Razón y sinrazón de la historia son para 
Spengler lo mismo, puro dominio; y el hecho es aquello en 
que se manifiesta el dominio. 
Nietzsche, cuyo imperioso tono imita Spengler constante-
mente, aunque sin declararse nunca, ni siquiera de boquilla, 
libre de acuerdo con el mundo, dice en cierto lugar que Kant 
ha defendido los prejuicios del hombre común contra la cien-
cia utilizando los procedimientos de la ciencia misma. Cosa 
análoga puede decirse de Spengler. Spengler ha defendido la 
fe en los hechos y la docilidad del positivismo contra la crí-
tica resistencia de la metafísica con las armas de ésta; segundo 
Comte, ha hecho del positivismo una metafísica, del someti-
miento al ente ha hecho un amor fati, del absurdo ha hecho 
misterio y de la negación de la verdad ha hecho la verdad. Esa 
es su fuerza. 
SPENGLER TRAS EL OCASO 6 3 
Spengler debe contarse entre aquellos teoréticos de la ex-
trema reacción cuya crítica al liberalismo ha resultado ser en 
muchos puntos superior a la crítica progresiva del mismo. Va-
lía la pena investigar el porqué. Lo decisivo son las diferencias 
en relación con la ideología. La ideología liberal pareció ge-
neralmente a la crítica dialéctica como una promesa falsa. Los 
formuladores de la crítica dialéctica al liberalismo no han dis-
cutido las ideas de éste — humanidad, libertad, justicia —, sino 
que han analizado la pretensión de la sociedad burguesa que 
dice ser la realización de esas ideas. Para los críticos dialéc-
ticos eran las ideologías apariencia, pero apariencias de la ver-
dad. Por eso la crítica dialéctica iluminaba con cierta luz con-
cillante, si no lo existente mismo, sí al menos sus "tendencias 
objetivas". La tesis de la intensificación de los antagonismos 
y la admisión de la posibilidad real de la recaída en la bar-
barie no eran tomadas tan en serio por los críticos dialécticos 
como para ver en las ideologías algo peor que disfraces apolo-
géticos, a saber, absurdo objetivo destinado a transformar la 
sociedad de la competencia liberal en la de la opresión di-
recta. Por eso no se ha planteado apenas la cuestión de cómo 
van a transformar lo existente precisamente aquellos que so-
portan toda su carga. La crítica dialéctica aceptó positiva-
mente conceptos como los de masa y de cultura, sin hacerse 
plenamente cargo de su dialéctica, sin comprender el carácter 
de producto de la específica categoría de masa en el actual 
estadio social, ni la simultánea transformación de la cultura 
en un sistema de control. La crítica dialéctica no sospechó si-
quiera que las mismas "ideas", en su foraia abstracta, no re-
presentan meramente verdades regulativas, sino que adolecen 
ya de la injusticia bajo cuyo dominio se pensaron. 
Para los pensadores de la derecha era mucho más fácil pe-
netrar con la mirada las ideologías, por la sencilla razón de 
que no tenían ningún interés en la verdad contenida en ellas 
en forma falsa. Aquel para el cual las grandes palabras de la 
ideología liberal — libertad, humanidad, justicia — no son más 
que palabrería imaginada por los débiles para hacer frente a los 
fuertes — y en esta actitud los teóricos de la reacción alemana 
seguían generalmente a Nietzsche—, consigue perfectamente, 
abogando por los fuertes, descubrir la contradicción que existe 
64 PEISMAS 
entre aquellas ideas ya mutiladas y la realidad. La crítica de 
las ideologías se transforma así en su contrario dialéctico, y se 
alimenta de un desplazamiento de la comprensión de la maldad 
de la realidad, que pasa a serlo de la maldad de las ideas, mal-
dad probada (según la crítica reaccionaria) por el hecho de 
que no están realizadas. Lo que da a esta crítica tan pobre de 
espíritu su fuerza cognoscitiva es su profunda alianza con las 
fuerzas que se imponen en la sociedad. Spengler y los que 
son como él, son en el fondo, no tanto profetas de la marcha 
del espíritu cósmico cuanto celosos agentes suyos. 
Ya en la forma de la prognosis va implícita la disposición 
sobre los hombres como eliminación de los mismos respecto de 
la actividad decisiva. La teoría que lo espera todo de los hom-
bres y de su acción, que no juega con "relaciones de fuerza" 
políticas, sino que quiere terminar con el "juego de fuerzas", 
no se dedica a hacer profecías. Spengler dice que lo que im-
porta es calcular ampliamente en historia con incógnitas. Pero 
las incógnitas de la humanidad son precisamente aquello con 
lo que no se puede calcular. La historia no es una ecuación, no 
es un juicio analítico. La concepción que afirma que lo es exclu-
ye ya en el punto de partida la posibilidad de lo diverso. La 
profecía histórica de Spengler recuerda los mitos de Tántalo y 
de Sísifo y las sentencias de los oráculos, que desde antiguo 
anuncian lo malo. Spengler es más un adivino que un pro-
feta. Y en esa gigantesca y destructiva empresa de decir la mala 
ventura está en su gloría el pequeño burgués. 
La morfología de la historia universal presta a Spengler 
el mismo servicio que la grafología a Klages. Precisamente en 
el ansia del pequeño burgués de que le adivinen su destino 
por su escritura, por su pasado y leyéndolo en la baraja está 
el vicio que Spengler reprocha hipócritamente a las víctimas: 
la renuncia a una consciente autodeterminación. Spengler se 
identifica con el poder, pero su teoría revela al mismo tiempo, 
en su contenido pseudoprofético, la impotencia de esa identi-
ficación. Spengler está tan seguro de su éxito como pueda 
estarlo el verdugo cuando los jueces han pronunciado ya la 
sentencia de muerte. En la fórmula cósmica historicofilosófica 
no se eterniza sólo la debilidad ajena, sino también la propia 
de Spengler. 
SPENGLER TRAS EL OCASO 65 
Acaso permita esta caracterización básica del modo de pen-
sar de Spengler algunas reflexiones de principio sobre su crí-
tica. Su metafísica es positivista por el rasgo que consiste en 
contentarse con lo que existe y cómo existe,en extirpar la 
posibilidad por odio a un pensamiento que pudiera tomarse 
en serio lo posible para luchar contra lo real. Este positi-
vismo, queda, sin embargo, roto por Spengler en un punto 
decisivo — y la brecha abierta en la muralla positivista es tan 
importante que algún comentarista teológico de su obra creyó 
poder reivindicarle como aliado suyo —. Se trata de la concep-
ción spcngleriana de la fuerza motora de la historia, de la "ani-
midad", la enigmática constitución —plenamente interna e in-
explicable— que interviene repetidamente en la historia en 
forma de especial tipo humano o, como Spengler dice algunas 
veces, en forma de "raza". 
A pesar de toda la fe en los hechos, a pesar de toda skepsis 
relativista, un principio metafísico resulta ser así la explicación 
última de la dinámica histórica; un principio que, como el 
mismo Spengler asegura repetidamente, está íntimamente em-
parentado con el concepto de entelequia leibniziano y goethiano 
de "forma impresa que se desarrolla viviendo". Esta metafí-
sica del alma colectiva que se desarrolla y muere como las 
plantas coloca a Spengler cerca de los filósofos de la vida, 
Nietzsche, Simmel y Bergson, tan escasamente apreciado por 
él. Para el táctico Spengler la chachara sobre el alma y la 
vida no es más que un útil arma auxiliar para acusar de gro-
sería a un materialismo que, en el fondo, sólo le resulta odioso 
porque no es lo suficientemente positivista como para desear 
el mundo tal como éste es. 
Pero la metafísica de la animidad tiene consecuencias que 
rebasan su mera función táctica. Casi se podría hablar de 
Spengler como de un filósofo de la identidad. Con un poco de 
exageración podría decirse que la historia universal se convier-
te para él en historia de los estilos: los destinos históricos de 
la humanidad son producto de la interioridad anímica en grado 
no menor que las obras de arte. El creyente en los hechos 
ignora en cambio la intervención de la miseria vital en la his-
toria. El diálogo del hombre con la naturaleza, tal como se 
manifiesta en la tendencia al dominio de esta última que luego 
66 PRISMAS 
se continúa por el dominio del hombre por el hombre, no apa-
rece jamás en la perspectiva de La Decadencia de Occidente. 
A pesar de iluminarla con todos los focos de su reflexión, Spen-
gler no ve cómo la fatalidad histórica nace de la constricción 
de la lucha con la naturaleza. Spengler estetiza la imagen de 
la historia. La economía le resulta así un "mundo de formas" 
igual que el arte, una esfera de expresión pura del alma de 
tal configuración, esfera que se constituye esencialmente con 
independencia de la necesidad de reproducción de la vida. 
No es casual el que la comprensión spengleriana de los pro-
cesos económicos sea tan de diletante superficial. Spengler 
habla de la omnipotencia del dinero en el mismo tono que 
utiliza el agitador pequeño-burgués para desencadenarse contra 
la conjuración mundial de la bolsa. Spengler ignora que para 
la economía lo decisivo es siempre la producción, y no el medio 
de cambio. Está tan fascinado por la fachada dineraria, por la 
"fuerza simbólica" del dinero, que convierte el símbolo en 
cosa. Con manifiesta violentación de los programas de los par-
tidos obreros, declara que lo que éstos quieren no es superar 
el valor-dinero, sino poseerlo. Economía esclavista, proletaria-
do industrial, economía maquinista son para él, como catego-
rías, análogas en principio a las de plástica, polifonía musical 
o cálculo infinitesimal. Todas ellas se espiritúan hasta ser sig-
nos de algo meramente interno-anímico. Mientras que los enla-
ces transversales que Spengler establece entre las heterogéneas 
categorías de la realidad y la imagen iluminan frecuente y sor-
prendentemente la unidad de las épocas históricas, pierde en 
cambio todo lo que no pertenece, libre y autónomamente, a 
la esfera de la capacidad humana de expresión. Todo lo que 
no puede reducirse a la naturaleza humana —dotada por 
Spengler de plena soberanía, a pesar de todo su fatalismo — 
no aparece en su pensamiento más que en vaguísimas frases 
sobre la conexión cósmica. 
El mundo fatal de la filosofía spengleriana se transfigura 
así en un reino de la libertad. Pero sólo en apariencia. Con 
ella se forma una constelación sumamente paradójica. Precisa-
mente por el hecho de que para Spengler todo lo extemo se 
convierte en imagen de lo interno, sin que, por tanto, se llegue 
a un verdadero proceso entre sujeto y objeto, el mundo parece 
SPENGLER TEAS EL OCASO 6i 
desarrollarse orgánicamente a partir de la sustancia anímica, 
como la planta a partir de la semilla. Por su reducción a la 
esencia alma, la historia toma un carácter formal y sin cen-
sura, cerrado en sí y, con ello, radicalmente determinista. Karl 
Joel, en su crítica publicada en el número de Logos dedicado 
a Spengler, expone ese hecho como "la enfermedad radical de 
este importante libro: ha olvidado al hombre, con su obrar y 
su libertad. Pese a toda interiorización, el libro deshumaniza 
la historia hasta hacer de ella un decurso de procesos natura-
les típicos; pese a toda su animización, corporeíza la historia 
al entregarla a su «morfología» o «fisiognómica», esto es, al 
proponerse comparar sus formaciones extemas, sus formas de 
expresión, los rasgos específicos de sus manifestaciones". 
La verdad es que la historia no se deshumaniza en Spen-
gler "a pesar de toda interiorización", sino precisamente gra-
cias a ella. La naturaleza, con la cual han tenido que medirse 
los hombres a lo largo de toda su historia, es soberbiamente 
rechazada por la filosofía de Spengler. Por ello se convierte 
la propia historia en una segunda naturaleza, ciega, sin salidas 
y determinada como pueda estarlo la vida vegetal. Lo que 
puede llamarse libertad humana no se constituye sino en los 
intentos del hombre por romper la coerción natural. Si se ig-
nora esa coerción, el mundo se concibe como mera imagen 
producida por un puro ser humano, y en esa panhumanización 
de la historia se pierde la libertad. Esta no se desarrolla real-
mente sino con la resistencia del ente al hombre: si la libertad 
se absolutiza y se pone el alma como principio dominante de 
la realidad, la libertad sucumbre al ente. 
La hybris de la imagen spengleriana de la historia y el 
envilecimiento del hombre a que da lugar son en realidad lo 
mismo. La cultura no es, como enseña Spengler, la vida de 
almas colectivas en desarrollo, sino que surge en la lucha del 
hombre por conseguir las condiciones necesarias para la re-
producción de su vida. Por ello contiene la cultura un ele-
mento de contradicción a la ciega necesidad, una voluntad de 
determinarse a sí misma por el conocimiento. Spengler separa 
a la cultura de aquella tendencia del hombre a sobrevivir, y 
la convierte en un juego del alma consigo misma. Pero luego 
equipara ese fantasma que es la cultura como mera interiori-
Do PRISMAS 
dad con las fuerzas históricas reales, e incluso con las fuerzas 
naturales, puesto que ha perdido las fuerzas culturales exacta-
mente igual que la realidad en la que éstas operan. 
Precisamente en este punto se pone el idealismo spengle-
riano al servicio de la filosofía de la fuerza. La cultura se hace 
inmanente al dominio; aquel proceso que nacía de la mera 
interioridad anímica, y que revierte en ella, se le convierte, 
sin embargo, en destino, y la historia se disuelve en la atem-
poralidad del ciclo de las culturas aplicado por Spengler a las 
civilizaciones más tardías y que constituye el fundamento de 
su esquema mundial. Así se escamotea el elemento de la cul-
tura que se opone a la prisión en la naturaleza. Alma pura y 
puro dominio son lo mismo, al modo como, según Spengler, 
el alma domina violenta y despiadadamente a sus propios por-
tadores. La historia real se transfigura ideológicamente en his-
toria del alma para que lo antitético, aquello que se subleva 
en el hombre, su conciencia, sucumba plenamente a la ciega 
necesidad. Spengler ha puesto a pruebauna vez más la afini-
dad del idealismo absoluto —pues la doctrina de la animidad 
es herencia de Schelling— con la mitología demónica. En 
varios puntos excéntricos puede observarse palmariamente cómo 
está preso Spengler en prejuicios míticos. La regular periodi-
cidad de determinados acaeceres —se dice en una nota del 
segundo volumen — "alude de nuevo al hecho de que las olea-
das cósmicas que se presentan en el marco de la vida huma-
na, en la superficie de un astro pequeño, no son algo que 
subsista en sí, sino que están en profunda armonía con la infi-
nita moción del todo. En un notable librito (R. Mewes, Die 
Kriegs und Geistesperioden im Vólkcrlehen und Verkündigung 
des nächsten Weltkrieges (1896). [Períodos de la guerra y del 
espíritu en la vida de los pueblos y anuncio de la próxima 
Guerra Mundial] se establece el parentesco de esos períodos 
de guerras con períodos meteorológicos, períodos de las man-
chas solares y de ciertas constelaciones planetarias, y en base 
a ello se anuncia una gran guerra para el período 1910-1920. 
Pero ésta y otras innumerables conexiones análogas que se 
presentan en el ámbito de nuestros sentidos ocultan un miste-
rio que debemos venerar". 
Con todos sus sarcasmos contra la mística de la civilización, 
SPENGLER TEAS EL OCASO 89 
Spengler llega, como se ve, a formulaciones muy cercanas de la 
superstición astrológica. Esta es la estación de llegada de la 
glorificación del alma. 
El retorno de lo siempre igual, culminación de esa doctri-
na del destino, no es más que la constante reproducción de la 
culpa de unos hombres contra otros. En el concepto de un des-
tino que somete los hombres a un ciego dominio se refleja el 
dominio ejercido por unos hombres. Cada vez que Spengler ha-
bla del destino se trata en realidad del sometimiento de un 
grupo de hombres a otro. La metafísica del alma se añade al 
positivismo para poder declarar eterno e inevitable el principio 
de ese dominio que se reproduce constantemente. La inevita-
bilidad del destino queda en realidad definida por el dominio 
y por la injusticia, y esto es lo que tiene que ocultar el orden 
cósmico de Spengler. La justicia es en su obra un ridículo 
concepto contrapuesto al de destino. En uno de los lugares 
más brutales de su libro, involuntaria parodia de Nietzsche, 
lamenta Spengler que "el sentimiento cósmico de lo racial, del 
sentido político y nacional de los hechos — right or wrong, my 
country!—, la decisión de ser sujeto y no objeto del des-
arrollo histórico —pues no hay una tercera cosa entre sujeto 
y objeto —, en pocas palabras, la voluntad de poder, se vea 
dominada por una tendencia cuyos dirigentes son frecuente-
mente hombres sin instintos originarios y, por tanto, muy po-
seídos por la lógica, que quieren vivir en un mundo de verda-
des, ideales y utopías, hombres librescos que se creen capaces 
de sustituir lo real por lo lógico, la fuerza de los hechos por 
una justicia abstracta, el destino por la razón. La tendencia 
empieza con los hombres del eterno miedo, que se retiran de 
la realidad para refugiarse en monasterios, filosóficos rincones 
y comunidades espirituales, considerando indiferente la his-
toria universal; y termina en toda cultura con la aparición de 
los apóstoles de la paz mundial. Todo pueblo produce esa ba-
sura histórica. Las cabezas de esos hombres constituyen un 
grupo fisiognómico bien definido. Suelen conquistar un lugar 
excelso en la "historia del espíritu" —hay entre ellos una en-
tera serie de nombres célebres—, pero desde el punto de vista 
de la historia real son seres minusvalentes". 
Resistir a Spengler significaría según eso superar el "punto 
7 0 PBISMAS 
de vista de la historia real", que no es historia, sino mala na-
turaleza, y realizar el Posible histórico que Spengler considera 
imposible porque aún no está realizado. La crítica de James 
Shotweil ha penetrado inflexiblemente en ese punto: "Al otoño 
ha seguido siempre el invierno, porque la vida se repetía en 
círculo y se desarrollaba en el limitado ámbito de una econo-
mía autárquica. La relación entre las diversas sociedades par-
ticulares tenía un carácter más de latrocinio que de estimu-
lante, pues la humanidad no había encontrado aún un medio 
de mantenimiento de la cultura que no la colocara en indesea-
da dependencia respecto de aquellos que no participaban de 
sus bendiciones materiales. Desde las primeras y salvajes expe-
diciones de saqueo, desde la esclavitud hasta los problemas in-
dustriales de nuestra época, todas las cultui'as han estado fun-
dadas sobre bases económicas falsas, y apoyadas por bizanti-
nismos morales y religiosos igualmente falsos. Les ha faltado 
equilibrio interno porque partían de la injusticia de la explota-
ción. Pero no hay nada que fundamente la tesis de que la 
moderna cultura tenga que repetir necesariamente ese cíclico 
rítmico". 
Esta observación basta para juzgar de toda la concepción 
spengleriana de la historia. Si se empieza por poner que el 
ocaso de la Antigüedad sucede por necesidad autónoma en su 
vida y es expresión de su animidad, se consigue muy fácilmente 
que tenga el aspecto de un destino, y no menos fácil resulta tras-
ladar los rasgos de esa fatalidad a la situación actual. Pero si, 
según el sentido de las frases de Shotweil, el ocaso de la An-
tigüedad debe entenderse teniendo en cuenta la final impro-
ductividad del sistema latifundista —y, con la de éste, la 
improductividad consiguiente del sistema esclavista—, el des-
tino es vencible, si se consigue superar esa y otras formas 
análogas de dominio, y toda la estructura universal spengle-
riana resulta ser un sofisma por analogía con una determinada 
circunstancia histórica. 
Esto no es reducible, naturalmente, a la fe en el progreso 
constante y en la supervivencia de la cultura. Spengler ha 
subrayado de tal modo el carácter natural de la cultura que ha 
sido capaz de resquebrajar para siempre la confianza en la fun-
ción reconciliadora de ésta. Más penetrantemente que ningún 
SPENGLER TRAS EL OCASO 7 1 
Otro ha argüido Spengler el hecho de que la naturalidad de la 
cultura se mueve siempre hacia el ocaso y la catástrofe, y ha 
mostrado cómo la cultura misma, en tanto que forma y orden, 
está sometida al ciego dominio que en permanente crisis va 
preparando el destino a sus víctimas y a sí mismo. Todo lo 
que es cultura lleva en sí la impronta de la muerte; negar este 
hecho sería ingenuo luego del alegato de Spengler, que ha 
sido tan charlatán por lo que hace a los secretos de la cultura 
como Hitler por lo que hace a los de la propaganda. 
Para romper el círculo mágico de la morfología spengle-
riana no basta con condenar la barbarie y confiar en la salud 
de la cultura. Ante esa ingenuidad reiría Spengler con motivo. 
Lo que hay que hacer es penetrar con la mirada el elemento 
de barbarie que hay en la cultura misma. Sólo tienen una po-
sibilidad de sobrevivir al veredicto de Spengler aquellos pen-
samientos que someten a juicio la idea de cultura exactamente 
igual que la realidad de la barbarie. El alma vegetativa de la 
cultura spengleríana, el vitalista "estar en forma", el mundo 
simbólico inconsciente y arcaico que le entusiasma, todos esos 
testimonios de la glorificada independencia de la vida vege-
tativa son embajadores de la tragedia cuando realmente entran 
en acción. Todos ellos dan testimonio de la constricción y del 
sacrificio que la cultura impone a los hombres. Confiar en ellos 
y negar el ocaso significa quedar aún más profundamente apre-
sados en su mortal imbricación. Y significa al mismo tiempo 
querer restaurar aquello sobre lo cual la historia pronunció ya 
el veredicto que para Spengler es el último, mientras que la 
historia universal, al cumplir su sentencia, da razón precisa-
mente a lo que con razón se condenó. 
La aguda mirada del cazador spengleriano que registra 
despiadadamente las ciudades de los hombres como si fueran la 
selva que son, ha pasado por alto una cosa: las fuerzas que se 
liberan en la decadenciade la ruina. "Qué enfermo parece 
todo lo que nace": esta frase del poeta Georg Trakl trasciende 
el paisaje spengleriano. En el mundo de la vida violenta y opri-
mida, la decadencia — que arrebata a esa vida, a su cultura, a 
su rudeza y a su excelsitud, todo séquito — es el refugio de los 
mejores. Los impotentes, los que, según el decreto de Spengler, 
son dados de lado por la historia y son aniquilados, encaman 
7 2 PRISMAS 
negativamente en la negatívidad de esta cultura algo que pro-
mete romper el veredicto y terminar con el espanto de la pre-
historia — por más débilmente que pueda sonar esa promesa. 
En la aparición de esas fuerzas yace la última esperanza de 
que el destino y el poder no tengan la última palabra en el 
mundo. Frente a la Decadencia de Occidente no está, como 
instancia salvadora, la resurrección de la cultura, sino la utopía, 
que yace, silenciosa e interrogante, en la imagen misma de lo 
que se hunde. 
E L ATAQUE D E VEBLEN A LA CULTURA 
La Theory of the Leisure Class de Veblen se ha hecho cé-
lebre por su doctrina de la conspicuous consumption. Según esta 
doctrina, el consumo de bienes, a partir de un tempranísimo 
estadio de la historia caracterizado por el principio de la presa 
o botín, no está al servicio simplemente de la satisfacción de 
las verdaderas necesidades humanas, ni al sei-vicio de lo que 
Veblen gusta de llamar la plenitud de la vida, sino que sirve 
para mantener el prestigio social, el status. Veblen ha obteni-
do de la crítica del consumo como mera ostentación conse-
cuencias que resultan estar muy íntimamente emparentadas 
(en lo estético) con las del movimiento de la "nueva objetivi-
dad" — tal como, por ejemplo, las formulaba Adolf Loos con-
temporáneamente—, y (en la práctica) con las de la tecnocra-
cia. Pero los elementos históricamente activos de la sociología 
de Veblen no abarcan suficientemente las motivaciones objeti-
vas de su pensamiento. Estas se orientan contra el carácter 
barbárico de la cultura. La expresión barbarian culture se pre-
senta al lector con rígida insistencia, como una máscara sacri-
ficial, a lo largo de todo el libro capital de Veblen. Se presenta, 
en efecto, ya en su primera frase. Aunque con toda su pregnan-
cia significativa la expresión se refiere propiamente a una fase 
desorbitada cronológicamente —pues abarca desde los caza-
dores primitivos hasta los señores feudales y los monarcas 
absolutos, sin que se precise nunca el umbral que permite 
pasar de ella a la edad capitalista, umbral que queda intencio-
nadamente desdibujado—, en numerosos lugares del libro re-
sulta inconfundible la intención de denunciar la barbarie de 
los tiempos modernos precisamente en los contextos en que 
éstos presentan del modo más enfático su pretensión cultural. 
74 PRISMAS 
Precisamente los rasgos de la modernidad en los que ésta se 
ofrece como superadora de la mera utilidad y como verdade-
ramente digna del hombre son para Veblen reliquias de épocas 
históricas remotas en el tiempo. La emancipación respecto del 
reino de los fines no es para Veblen más que índice de carencia 
de éstos, debida a que las institutions culturales —la correcta 
traducción de este tecnicismo de Veblen no es "institución", 
pues en algún momento define institutions como habits of 
thought, hábitos mentales, estructura mental— y las determi-
naciones antropológicas no se modifican simultánea y armóni-
camente con los modos de la producción económica, sino que 
se retrasan respecto de la transformación de éstos y entran en 
contradicción abierta con ellos en determinados períodos. Las 
características de la cultura en las cuales y por las cuales pa-
recen superadas el ansia de beneficios, la codicia y la limitación 
a una mera inmediatez son para Veblen — si se atiende más al 
curso general de su pensamiento que a sus formulaciones, siem-
pre indecisas entre el odio y la precaución literaria — meras re-
liquias de configuraciones, objetivamente superadas, de la co-
dicia, el ansia de beneficios y una pésima inmediatez. Todas 
ellas surgen de la necesidad de probar a los hombres que han 
superado ya la necesidad de tener en cuenta la cruda vida 
práctica y, especialmente, que es posible dedicarse a cosas 
sin utilidad para elevar precisamente así la propia posición en 
la jerarquía social y el propio prestigio en la sociedad, así 
como, en último término, para robustecer el propio poder sobre 
otros hombres. La orientación de la cultura contra la utilidad 
está al servicio de una utilidad mediata. La cultura queda así 
marcada por la mentira vital. En el rastreo de esa mentira 
muestra Veblen una insistencia que recuerda la de su contem-
poráneo Freud en otro contexto. Céspedes, bastones de respe-
tables caballeros, jueces deportivos y rasgos de educación de 
los animales domésticos de lujo resultan, bajo la lúgubre mi-
rada de Veblen otras tantas alegorías del elemento barbárico 
de la cultura. 
Por este método y por toda su doctrina, Veblen fue difa-
mado en Chicago como destructivo, loco y outsider, y dio lu-
gar a un escándalo académico que terminó con su expulsión del 
cuerpo docente. Pero al mismo tiempo se realizó una adapta-
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CtILTURA / 5 
ción de su doctrina. Esta es hoy frecuentemente recogida por 
instancias oficiales, y su contundente terminología ha llegado, 
como la de Freud, hasta las columnas de la prensa diaria. En 
este fenómeno puede sin duda verse una manifestación más 
de la tendencia objetiva a desarmar una oposición peligrosa 
mediante su recepción. Pero hay que reconocer también que 
el pensamiento de Veblen no se defiende muy enérgicamente 
contra una tal recepción. Se trata de un pensamiento mucho 
menos outsider de lo que a primera vista puede parecer. De 
quererse establecer su genealogía habría que indicar tres fuen-
tes. La primera y más importante es el pragmatismo americano. 
Veblen pertenece plenamente a la vieja tradición pragmatista de 
tono darwinista. "The Life of man in society, empieza diciendo el 
capítulo central de su obra más importante, just like the life of 
other species, is a struggle for existence, and therefore it is a 
process of selective adaptation. The evolution of social struc-
ture has been a process of natural selection of institutions. The 
progress which has been and is being made in human insti-
tutions and in human character may be set down, bradly, to 
a natural selection of the fittest habits of thought and to a pro-
cess of enforced adaptation of individuals to an environment 
which has progressively changed with the growth of the com-
munity and with the changing institutions under which men 
have lived". El concepto de adaptation o adjustment se en-
cuentra en el centro de la concepción. El hombre está sometido 
a la vida como si ésta fuera el orden de experimentación de 
un desconocido laboratorio, y se espera de él, como reacción, 
su adaptación a las condiciones naturales e históricas que se 
le crean, de tal modo que le resten posibilidades de supervi-
vencia. La verdad de las ideas se mide según el criterio de su 
servicio a esa adaptación y a la supervivencia de la especie. 
La crítica de Veblen hace siempre pie en el lugar en qvie esa 
adaptación no haya sido plenamente lograda. Veblen ve muy 
bien la dificultad con que tropieza la doctrina de la adapta-
ción en el terreno social. Sabe que las condiciones a que en 
este terreno deben adaptarse los hombres son en gran medida 
producto social de ellos mismos, que entre interioridad y exte-
rioridad hay acción recíproca y que la adaptación puede ser 
un proceso favorecedor de situaciones cosificadas. La compren-
PBISMAS 
sión de esos hechos le mueve a refinar y modificar constante-
mente la teoría de la adaptación, pero sin llegar casi nunca al 
punto en el cual pudiera ponerse en tela de juicio la necesidad 
absoluta de la adaptación como tal. Progreso es simplemente 
adaptación. Veblen ignora resueltamente que la estructura in-
terna del concepto de progreso y su dignidad en el ser cons-ciente puedan ser cualitativamente distintas de lo que son en 
la ciega conexión natural. Esta armonía entre dicha concepción 
básica de Veblen y el clima espiritual que le rodeaba ha faci-
htado la recepción de su herejía. 
Pero el contenido específico de su doctrina de la adaptación 
indica otra fuente de positivismo anterior, a saber, la escuela 
de Saint Simon, Comte y Spencer. El mundo al que según 
Veblen tendrían que adaptarse los hombres es el mundo de 
la técnica industrial. Con Saint Simon y Comte afirma Veblen 
la supremacía de ese mundo. En concreto, progreso significa 
para él las formas de la conciencia y de la "vida" — la vida 
como esfera del consumo — correspondientes a las de la téc-
nica industrial. El instrumento para conseguir esa correspon-
dencia es el pensamiento científico. Este es considerado por 
Veblen como la realización universal del principio de causali-
dad frente a los restos animistas. El pensamiento causal signi-
fica para él la supremacía de relaciones objetivas y regulares 
— cuyo concepto procede del del trabajo industrial— sobre 
modos de conceptuación personalistas y antropomorfistas. Hay 
que eliminar especialmente todo concepto teleológico. En co-
rrespondencia con la idea de un decurso histórico que consiste 
en un lento e irregular progreso, de todos modos ininterrumpi-
do, en el sentido de la adaptación al mundo y de la desmitolo-
gización de éste, se encuentra en Veblen una doctrina de los 
"estadios" que, en su intención clasificatoria, no es muy di-
versa de la de Comte. En este contexto Veblen permite adi-
vinar a veces que cuenta con la supresión de la propiedad pri-
vada para la próxima fase o estadio. Con ello queda indicada 
la tercera fuente: Marx. La actitud de Veblen respecto del 
marxismo es ambigua. Su crítica no es una crítica de la econo-
mía política de la sociedad burguesa en sus presupuestos, sino 
en su vida no-económica. El recurso constante a la psicología 
y a los habits of thought para la explicación de datos económi-
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CLTT̂ TURA 77 
COS es incompatible con la teoría marxista objetiva del valor. 
No obstante, Veblen ha incorporado a sus concepciones básicas 
pragmatistas cuantos elementos de teorías marxistas secunda-
rias le era posible asimilar. En este contexto pueden aducirse 
incluso conceptos tan específicos de Veblen como conspicuous, 
waste y reversion. La idea de un consumo que no tiene lugar 
por el consumo mismo, sino sobre la base de cualidades del ob-
jeto reflejadas en categorías sociales, está emparentada con la 
doctrina marxista del fetichismo de la mercancía; la tesis de 
la reversión necesaria a formas anticuadas de conciencia bajo 
la presión de la situación económica debe, por lo menos, su 
elemento esencial a Marx. El intento de concebir el proceso de 
adaptación de los hombres, pese a su orientación pragmática, 
presenta en Veblen, como en Dewey, motivos dialécticos. Su 
pensamiento es una amalgama de positivismo y materialismo 
histórico. 
Pero con esta fórmula se consigue poco para comprender 
el núcleo de su teoría. Lo que importa es la fuerza que realiza 
y cohesiona esa amalgama. La experiencia fundamental de Ve-
blen puede caracterizarse como experiencia de la falsa unici-
dad. Cuanto más ampliamente se desarrolla la producción ma-
siva e industrial de bienes equiparables entre sí, junto con su 
distribución centralmente dirigida, cuanto menos lugar da el 
orden técnico-económico de la vida a la individuación hic et 
nunc producida por el modo artesanal de producción, tanto 
más plenamente falsa resulta la aparición del hic et nunc, de 
lo que no es sustituible por otros innumerables objetos de su 
categoría. Cada cosa presenta la pretensión de ser una y ex-
clusiva, y esa pretensión se refuerza por el interés de la venta; 
pero la pretensión resulta un verdadero sarcasmo, pues mien-
tras tanto el sistema en que se produce determina un estadio 
de la humanidad en el cual todos están sometidos a lo idéntico. 
Veblen no puede soportar ese sarcasmo. Por eso insiste tan enér-
gicamente en que el mundo debe presentarse con aquella 
abstracta igualdad de sus objetos que está ya prefigurada por la 
situación. Cuando Veblen defiende una estructuración racional 
del consumo, lo que en realidad está pidiendo es que la pro-
ducción masiva, que calcula como objeto al mismo comprador, 
se revele de una vez abiertamente también en la esfera del con-
78 PRISMAS 
sumo. Desde los tiempos en que deliciously different y quaint 
empezaron a convertirse ellas mismas en monótonas formas de 
publicidad, la experiencia básica de Veblen está al alcance de 
cualquiera. No obstante, él ha sido el primero en realizarla 
conscientemente. Veblen se ha dado cuenta de la falsa indi-
vidualidad de las cosas mucho antes de que los procedimientos 
técnicos terminaran definitivamente con esa mentida individua-
lidad. Ha descubierto la mentira de la individualidad en la dis-
crepancia misma de los objetos: en la contradicción entre su 
forma y su función. Exagerando un poco podría decirse que 
las baratijas del siglo xix, en sus recargadas formas de osten-
tación, 1 han sido para Veblen una imagen del futuro poder. 
Veblen ha visto en la baratija, en la chatarra artística, un as-
pecto que escapó a los críticos estéticos, pero que seguramente 
contribuye a explicar esa expresión de repentina catástrofe que 
tienen hoy tantas arquitecturas y tantos interiores del siglo xix: 
expresan represión. Bajo la mirada de Veblen la ornamenta-
ción se convierte en amenaza, identificándose con viejos mo-
delos de represión. Lo comunica al lector, del modo más plás-
tico, en un lugar dedicado a la discusión de los edificios de la 
beneficencia: "Certain funds, for instance, may have been set 
apart a foundation for a foundling asylum or retreat for inva-
lids. The diversion of expenditure to honorific waste in such 
cases is not uncommun enough to cause suprise or even to raise 
a smile. An appreciable share of the funds is spent in the cons-
truction of an edifice faced with some aesthetically objectiona-
ble but expensive stone, covered with grotesque and incon-
gruous details, and designed, in its battlemented walls and 
turrets and its massive portals and strategic approaches, to sug-
gest certain barbaric methods of warfare." El subrayar el as-
pecto amenazador de la pompa y de la ornamentación es útil 
para la filosofía de la historia de Veblen. Las estampas de agre-
siva barbarie que vio en la cursilería del siglo xix, y especial-
mente en la furia decorativa de los años "de fundación" de los 
1. Habría que estudiar el fundamento económico de la típica osten-
tación ochocentista. A piimera vista, parece imponerse la hipótesis de 
que ese caracteiístico tipo de ostentación derive de la necesidad de mos-
trarse solvente — en el sentido de digno de crédito financiero—. Esta 
necesidad nos remitiría a la escasez de capitales propia de épocas de 
expansión. 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTÜBA 79 
Estados Unidos, eran para su fe progresista reliquias de épocas 
pasadas o rasgos de regresión de los individuos no sometidos 
directamente al proceso del trabajo industrial. Pero al mismo 
tiempo se trata de rasgos de un espanto incipiente, y no de un 
pasado inucrto. La triste nerviosidad de Veblen da un mentís 
a su mentalidad progresista. Para él, la historia de la humanidad 
se constituyó en una anticipación de su forma más espantosa. 
El trauma que produjo a su sensibilidad aquel asilo de aspecto 
belicoso medieval se hizo potencia histórica en el Columbushaus, 
la cámara de torturas nacional-socialista, construido en el es-
tilo de la "nueva objetividad". Veblen hipostatiza el poder to-
tal. Toda la cultura de la humanidad se convierte para él en un 
gesto de nudo terror. Veblen define la cultura por la fascina-
ción del mal, que explica y justifica la injusticia. Si la cultura 
toma el carácter de la propaganda comercial y de la pobre 
chatarra o quincallería artística, Veblen da el paso teórico que 
consiste enafirmar que la cultura no ha sido nunca más que 
eso: propaganda, exhibición de poder, botín, beneficio. Con 
grandiosa misantropía quita de enmedio todo lo que rebase ese 
cuadro. La viga que hay en su ojo es un medio óptico para per-
cibir la sangre de la injusticia incluso en la estampa misma de la 
felicidad. Las metrópolis del siglo xix, en nombre de un poder 
de disposición ilimitado, han concentrado engañosamente las 
columnas del templo ático, las catedrales góticas y los capricho-
sos palacios de los estados-ciudades del Renacimiento italiano. 
Pero Veblen aprovecha ese hecho para situar entre esas false-
dades los auténticos templos, las auténticas catedrales y los pa-
lacios auténticos, sin que le parezcan éstos menos falsos que las 
imitaciones. La historia universal es para él exposición univer-
sal. Veblen explica la cultura basándose en la baratija cursi, 
en vez de hacer lo contrario. Stuart Class ha formulado con sen-
cillez insuperable la generalización de este estadio en el cual 
la cultura es devorada por la propaganda — generalización tí-
pica de Veblen: "People above the line of bare subsistance, in 
this age and all earlier ages, do not use surplus, which society 
has given them, primarily for useful purposes". Pero al con-
siderar esos all earlier ages se suprime todo lo que no se puede 
identificar con la business culture de la última edad: la fe en 
el poder real de las manifestaciones rituales, el motivo de la 
8 0 FßlSMAS 
sexualidad y su simbolismo — en toda la Theory of the Leisure 
Class no hay una sola alusión a la sexualidad— el impulso de 
expresión artística y toda el ansia de escapar a la esclavitud 
de los fines. El mortal y pragmatista enemigo de toda conside-
ración teleológica cae así, contra su voluntad, en un esquema 
de satánica teleología. El racionalismo más rudo es para su 
aguda inteligencia suficiente para aclarar la omnipotencia del 
fetiche sobre el aparente reino de la libertad. La concreción, 
que da unidad a la indiferencia de la corrupción natural, se 
pervierte en su acusación y se convierte en producto en masa 
que pretende sin razón ser también concreto. 
La mirada perversa es cosa temible. Sabe alcanzar fenó-
menos que se pasan por alto o se subestiman mientras no se 
hace con ellos más que considerarlos superiormente desde arri-
ba, como mera fachada de la sociedad, sin detenerse a su lado. 
Entre esos fenómenos está el deporte. Veblen ha caracterizado 
tajantemente como explosiones de violencia, represión y espíri-
tu de codicia todos los tipos de deporte, desde los juegos infan-
tiles y las clases de gimnasia hasta las grandes ostentaciones 
deportivas que más tarde florecieron en los estados dictatoria-
les de ambos tipos. "These manifestations of the predatory tem-
perament are all to be classed under the head of exploit. They 
are partly simple and unreflected expressions of an attitude of 
emulative ferocity, partly activities deliberately entered upon 
with a vievî to gaining repute for prowess. Sports of all kinds 
are of the same general character." La pasión deportiva es, 
por tanto, para Veblen de naturaleza regresiva: "The ground 
of an addiction to sports is an archaic spiritual constitution". 
Pero no hay nada tan moderno como ese arcaísmo: las organi-
zaciones deportivas fueron el modelo de las reuniones de ma-
sas totalitarias. Como excesos tolerados que son, suman en sí el 
momento de crueldad y agresión con el de autoritario y disci-
plinado respeto de las reglas del juego: son tan legales como 
los pogroms de la Nueva Alemania o de las democracias popu-
lares. Veblen adivina la afinidad existente entre el exceso de-
portivo y la capa rectora que lo manipula: "If a person so en-
dowed with a proclivity for exploits is in a position to guide 
the development of habits in the adolescent members of the 
conamunity, the influence which he exerts in the direction of 
FX ATAQUE DE VEBLEN A I ^ CULTURA 8 1 
conservation and reversion to prowess may be considerable. 
This is the significance, for instance, of the fostering care lat-
terly bestowed by many clergymen and other pillars of so-
ciety upon «boys brigades» and similar pseudo-military orga-
nisations". Pero la penetración de Veblen es aún más profunda. 
Veblen identifica el deporte como pseudoactividad, como cana-
lización de energías que en otras direcciones podrían ser peli-
grosas, como actividad sin sentido condecorada con engañosas 
insignias de seriedad e importancia. Cuanto menos intenso es 
el esfuerzo que hay que hacer para conquistar la propia vida, 
tanto más intensamente se sucumbe al deseo de aparentar una 
actividad seria, confiímada por la sociedad y, sin embargo, des-
interesada. Al mismo tiempo, el deporte responde al espíritu de 
presa agresivo y práctico. Pone sobre común denominador los 
antagónicos deseos de actividad útil y de pérdida de tiempo. 
Así se convierte en elemento de la estafa, en un make believe. 
Sin duda habría que completar el análisis de Veblen. Pues no 
sólo es propio del deporte el impulso de cometer violencia, sino 
también el de soportarla y defenderse de ella. La psicología 
racionalista de Veblen le impide ver el elemento de masoq') Is-
mo presente en el deporte. Ese instinto configura al deporte no 
como mera reliquia de alguna pasada forma de sociedad, sino 
al mismo tiempo — y acaso aún más acusadamente— como 
incipiente adaptación a una nueva forma amenazadora. Esto 
sea dicho frente al lamento de Veblen según el cual las institu-
iions se retrasan respecto del espíritu de la industria, identifica-
do por él, ciertamente, con la tecnología. Podría decirse que el 
deporte moderno intenta devolver al cuerpo parte de las fun-
ciones que le ha arrebatado la máquina. Pero lo hace con el 
fin de educar tanto más despiadadamente a los hombres para 
poneilos al servicio de la máquina. Por ello pertenece el depor-
te moderno al reino de la ilibertad, cualquiera que sea el modo 
como se lo organice. 
Menos contemporáneo parece otro complejo temático de la 
crítica cultural de Veblen; la llamada cuestión femenina. Para 
los programas socialistas, la final emancipación de la mujer era 
algo tan obvio que desde hacía tiempo carecía del atractivo 
necesario para que alguien se pusiera a pensar en la concreta 
situación de la mujer. En la literatura burguesa, el "feminis-
82 PRISMAS 
mo" resulta pura ridiculez desde Shaw. Strindberg pervirtió 
la cuestión, convirtiéndola en la de la emancipación del hom-
bre, al modo como Hitler hizo de la de la emancipación de los ju-
díos la de la emancipación respecto de los judíos. La literatura 
burguesa atribuye la imposibilidad de la emancipación de la 
mujer en las circunstancias dominantes no a estas circunstan-
cias, sino a los abogados de la libertad, y confunde la urgen-
cia de los ideales emancipatorios — que le suenan a neuro-
sis— con su realización. La empleadita sin prejuicios, con-
tenta con el mundo siempre que haya conseguido novio con 
el que ¡r al cine, ha eliminado a Nora y a Hedda, y si le ha-
blaran de ellas les reprocharía con gracioso cinismo su escaso 
sentido de la realidad. A esa mujer corresponde el hombre que 
no hace uso de la libertad erótica más que para apoderarse de 
ella, que le sigue con relativa voluntad, fría y sin alegría, dando 
pie con ello a que él la desprecie encima. Veblen, que tiene 
mucho en común con Ibsen, ha sido acaso el último pensador 
de categoría que no ha querido olvidar el problema de la mu-
jer. Tardío apologista del feminismo, Veblen recoge las expe-
riencias de Strindberg. Conoce la humillación patriarcal de la 
mujer, su posición de criada, reliquia, según él, del estadio de 
los cazadores y guerreros. El tiempo y el lujo que se conceden 
a la mujer no son más que signos para poner de relieve el sta-
tus de su amo. Esto implica dos consecuencias recíprocamente 
contradictorias. Sin atarse al texto de Veblen podrían formu-
larse del modo siguiente; por una parte, y precisamente a 
causa de su situación de "esclava" y objetode ostentación (y 
por humillante que sea esa situación), se encuentra en cierto 
sentido sustraída a la "vida práctica". La mujer no está ex-
puesta a la competencia económica en la misma medida en que 
lo está el hombre — o, al menos, no lo estaba en tiempos de 
Veblen. En diversas capas sociales y en diversas épocas la mu-
jer pudo pues abstenerse de desarrollar aquellas cualidades que 
Veblen cataloga bajo la suprema categoría del espíritu de pre-
sa. Gracias a su distanciamiento del proceso de producción la 
mujer conserva ciertos rasgos en los que sobrevive el ser huma-
no aún no totalmente abarcado, aún no totalmente socializado. 
Por eso la mujer de la clase alta parece estar destinada a alejar-
se de ella. Pero frente a esta tendencia hay otra contraria, como 
EL ATAQUE DE VEBL£N A LA CULTURA 8 3 
síntoma de la cual indica Veblen el conservadurismo femenino. 
La mujer no ha tenido apenas parte esencial como sujeto en el 
desarrollo histórico. La dependencia en que la mantienen la 
mutila. Y esto compensa la posibilidad que podía significar el 
encontrarse excluida de la competencia económica. Por com-
paración con la esfera de intereses espirituales del hombre 
— incluso del hombre absorbido en la barbarie de la ganan-
cia—, la mayoría de las mujeres se encuentra según Vcblcn 
en una situación mental que no vacila en calificar de oligo-
frenia. Las ideas de Veblen al respecto podrían formularse 
diciendo que la mujer no ha quedado excluida de la esfera de 
la producción sino para verse engullida tanto más totalmente 
por la esfera del consumo, encadenada a la inmediatez del 
mundo de la mercancía, igual que los hombres lo están a la 
del beneficio. La injusticia infei'ida por la sociedad masculina 
a la mujer se vuelve contra aquélla: la mujer se identifica con 
la mercancía. La idea de Veblen da indicio de una modifica-
ción en la utopía de la emancipación. La esperanza no apunta 
ya a que los mutilados caracteres sociales de la mujer se aseme-
jen a los mutilados caracteres sociales del hombre, sino a que 
con el rostro doliente de la mujer desaparezca también el del 
hombre de acción, eficaz y satisfecho; a que a la ignominia 
de la diferencia no quede más que su felicidad. 
Estas ideas están, naturalmente, lejos de Veblen. Su imagen 
de la sociedad, pese a aquella incierta expresión de "plenitud 
de la vida", no está trazada con el patrón de la felicidad, sino 
con el del trabajo. La felicidad no se presenta en su horizon-
te más que como satisfacción del "instinto de trabajo", que 
es su categoría antropológica suprema. Veblen es un puritano 
malgré lui. Mientras se lanza incansablemente contra todos los 
tabús que encuentra, su crítica se detiene ante el de la "san-
tidad del trabajo". Su crítica tiene algo de sabio paterno ser-
món: la cultura no honra suficientemente su propio trabajo, 
sino que coloca más bien su falaz honor en la excepción al 
trabajo, en el ocio. Veblen enfrenta a la sociedad con su propio 
principio de utilidad, para iluminar su sucia conciencia. Le re-
cuerda que según ese principio la cultura es despilfarro y es-
tafa, y tan irracional que suscita la duda acerca de la raciona-
lidad del sistema. Veblen procede un poco como el burgués 
84 PBISMAS 
que se toma por lo tremendo el principio del ahorro. Con ello 
la cultura entera se le presenta como un gasto absurdo y os-
tentatorio como el que suelen hacer los más audaces quebrados. 
Gracias precisamente a su rígida insistencia en ese motivo re-
cubre Veblen el absurdo de un proceso social que no consigue 
mantenerse en vida más que "calculando mal" a diestro y si-
niestro y levantando enteros palacios de apariencia y mentira. 
Pero el propio Veblen tiene que pagar el precio de su método. 
Veblen endiosa la esfera de la producción, que parece tener 
para él algo impetuoso y creador. Distingue Veblen dos cate-
gorías de modernas institutions económicas: pecunianj e in-
dustrial. Según esa división clasifica las ocupaciones huma-
nas y los modos de comportamiento que se supone correspon-
den a esas ocupaciones. "So far as men's habits of thought are 
shaped by the competitive process of acquisition and tenure; 
so far as their economic functions are comprised within the 
range of ownership of wealth as conceived in terms of exchan-
ge values, and its management and financiering through a per-
mutation of values; so far their experience in economic life 
favours the survival and accentuation of the predatory tempe-
rament and habits of thought." Incapaz de comprender el pro-
ceso social como proceso total, llega Veblen a esa distinción 
entre funciones productivas e improductivas dentro de aquel 
todo, distinción que se orienta principalmente contra los me-
canismos irracionales de la distribución. Así se ve, por ejem-
plo, en sus palabras sobre "that class of persons and that range 
of duties in the economic process which have to do with the 
ownership of enterprises engaged in competitive industry; es-
pecially those fundamental lines of economic management which 
are classed as financiering operation. To these may be added 
the greater part of mercantile occupations". A la luz de esa 
distinción queda muy claro lo que realmente tiene que objetar 
Veblen a la leisure class. No se trata tanto de la presión que 
esa clase ejerza cuanto de que no se somete ella misma a su-
ficiente presión del ethos puritano del trabajo que es precisa-
mente el suyo propio. Veblen niega incluso a esta clase la posi-
bilidad de escapar que aún le quede — y por más deformada que 
le quede. A Veblen le parece arcaico que la clase económica-
mente independiente no esté aún totalmente aferrada por las 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTURA 8 5 
necesidades de la vida: "An archaic habit of mind persits be-
cause no effectual economic pressure constraints this class to 
an adaptation of its habits of thought to the changing situa-
tion", entendiéndose por adaptación, como es natural, la pro-
pugnada por Veblen. Cierto que el contramotivo de este mo-
tivo — la musa como presupuesto de toda humanidad— no es 
ajeno a Veblen. Pero en este punto se impone a Veblen un es-
quema mental ateorctico y pluralista. Ocio y despilfarro tienen 
sus derechos, pero sólo "estéticos". Como economista no desea 
aceptarlos. Es bastante perceptible el sarcasmo que alienta en 
esa reducción a lo estético aislado. Tanto más urgente se hace 
el preguntar qué es propiamente "económico" para Veblen. 
No se trata tanto de averiguar en qué medida pertenecen sus 
escritos a la disciplina académica llamada economía cuanto 
de precisar su concepto de lo económico. Este concepto se en-
cuentra empero definido sólo implícitamente por Veblen como 
lo profitable. Su uso de la palabra económico coincide pues con 
el uso que hace de ella el hombre de negocios (también im-
plícitamente) cuando rechaza un gasto iniitil por "antieconómi-
co". Veblen no analiza el par conceptual útil-inútil que subyace 
a ese uso del concepto de "económico". Lo que Veblen mues-
tra es que la sociedad procede antieconómicamente, contem-
plada con su propio patrón. El resultado es importante y trivial 
al mismo tiempo. Importante, porque pone bajo cruda luz la 
sinrazón de la razón. Trivial porque fracasa ante las fronteras 
de la útil y lo inútil sin profundizar en lo propiamente profun-
dizable. Veblen entrega esta cuestión de lo inútil a categorías 
heterónomas propuestas por la división del trabajo en las cien-
cias, y se elige a sí mismo delegado de ahorro en la cultura, un 
delegado cuyo voto puede ser vetado por los colegas estetas; no 
llega así nunca a comprender esa misma oposición a su autori-
dad como expresión del fetichismo de la división del trabajo. 
Mientras que, como economista, se permite excesivas liberta-
des con la cultura, tachándola pura y simplemente del presu-
puesto por ser un despilfarro, Veblen capitula en cambio silen-
ciosamente ante la existencia bruta de la cultura fuera de las 
columnas del presupuesto. Veblen no se da cuenta de que la 
justicia o injusticiade la cultura no pueden juzgarse desde la 
posición o pimto de vista especializado del inquisidor, sino 
ÖO PRISMAS 
desde el conocimiento de la conexión de la sociedad. Por eso 
tiene su crítica cultural cierto elemento de clownerie. 
Veblen querría hacer tabula rasa, limpiar el campo de los 
escombros de la cultura y sacar a la luz el roquedo originario. 
Pero su caza de "residuos" sucumbe repetidamente a una ob-
nubilación. La apariencia es dialécticamente en tanto cjue re-
flejo de la verdad; si no se quiere admitir apariencia alguna 
se convierte uno definitivamente en víctima de ella, pues se 
pierde con los escombros la verdad misma, que no aparece 
sino en ellos. Pero Veblen es insensible a las motivaciones de 
todo aquello contra lo cual se dirige su experiencia fundamen-
tal. En el legado de Fraz Wedckind se encuentra la obseiva-
ción de que lo rebuscado y cursi es el gótico o el barroco de 
nuestra época. Veblen se ha planteado demasiado simple y có-
modamente el problema de la vulgaridad presuntuosa, cuya ne-
cesidad histórica contempla esa frase de Wedekind. El asilo-
pseudofortaleza medieval no es para Veblen más que anacro-
nismo. No se da cuenta de lo moderna que es la rcgrcsiém. Las 
engañosas pretensiones de exclusividad e individuaHclad en la 
era de la producción en masa son para él meras reliquias, y no 
réplicas a la mecanización industrial, capaces de decir algo 
sobre esta misma. El mundo de aquellas imágenes que Veblen 
desenmascara como conspicuous consumption es un sintético 
mundo imaginativo. Ese mundo representa el intento — fraca-
sado, pero inevitable— de escapar a la pérdida experiencial 
implícita en los modernos modos de producción, y sustraerse 
al dominio de lo abstractamente idéntico mediante una con-
creción producida por uno mismo. Los hombres prefieren fin-
girse ellos mismos lo concreto que abandonar la esperanza 
unida a la concreción. Las mercancías-fetiche no son solamen-
te proyección de relaciones humanas impenetrables con el 
mundo de las cosas. Son también, al mismo tiempo, las qui-
méricas divinidades que representan lo que no puede agotarse 
en el cambio, aunque deben precisamente su nacimiento al 
primado del cambio. El pensamiento de Veblen retrocede ante 
esta antinomia. Mas ella es precisamente la que convierte la 
cursilería en estilo. Cursilería no significa simplemente fallo del 
trabajo artístico. El que las imágenes sintéticas representen 
regresiones a un pasado remoto no da testimonio más que de 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTUBA 87 
SU imposibilidad. El arte avanzado ha propuesto imágenes que 
piensan al mismo tiempo el nivel de lo técnicamente posible y 
la aspiración humana a lo concreto. Pero este arte no ha go-
zado de recepción social. Acaso sea permisible formular con 
violencia de tesis la relación que existe entre progreso — "mo-
dernismo" — y regresión — "arcaismo —. En una sociedad en 
la que el desarrollo y el bloqueo de las energías proceden ine-
vitablemente del mismo principio, todo progreso técnico sig-
nifica al mismo tiempo una regresión. La expresión de Veblen 
barbarían normal parece contener cierta adivinación de esto. La 
barbarie es normal porque no consiste en meros rudimentos, 
sino que se reproduce constantemente en la misma medida que 
el dominio de la naturaleza. Veblen ha recogido esa equiva-
lencia sin darle suficiente importancia. Ha sabido percibir la 
discronía del castillo medieval y la estación de ferrocarril, pero 
no ha visto en esa discronía una ley histórico-filosófica. La es-
tación férrea se enmascara con almenas y formas de castillo 
caballeresco, pero esa máscara es su verdad. Sólo cuando el 
mundo cósmico y técnico se pone directamente al servicio del 
dominio consigue eliminar tales máscaras. Sólo en los estados 
totalitarios se parece, con su terror, a sí mismo. 
Al errar en la comprensión de la necesidad presente en el 
moderno arcaísmo y al creerse capaz de extirpar las imágenes 
sintéticas como mera mentira vital, Veblen fracasa al mismo 
tiempo ante la quaeslio iuiis social del lujo y el despilfarro, 
cuestión que este reformador del mundo querría extirpar como 
un absceso. Podría decirse que el lujo tiene dúplice carácter. 
Una de sus caras es aquella sobre la cual concentra Veblen sus 
focos: aquella parte del producto social que no favorece ni sa-
tisface necesidades humanas ni felicidad humana, sino que se 
pierde para mantener en pie situaciones trasnochadas. La otra 
cara del lujo es la utilización de partes del producto social que 
no se ponen directa ni indirectamente al servicio de la recons-
titución de fuerza de trabajo consumida, sino al servicio del 
hombre en la medida en que éste no está totalmente absorbido 
por el principio de la utilidad. Aunque Veblen no distingue ex-
plícitamente estos dos momentos del lujo, no hay duda de que 
su intención consiste en eliminar el primero como conspicuous 
consumption y salvar el segundo en nombre de la fullness of 
8 8 PRISMAS 
life. La debilidad de su teoría se encuentra precisamente en la 
rotundidad de esa intención. En el lujo de hoy es imposible 
aislar faux frais por una parte y felicidad por otra. Ambas com-
ponentes constituyen la identidad del lujo, identidad mediada 
en sí misma. ^ Mientras la felicidad no existe más que en los 
intermitentes momentos en que los hombres se sustraen a la 
mala socialización, la concreta estructura de su felicidad con-
tiene siempre el estado de la sociedad total, lo negativo. ^ Î a 
obra narrativa de Proust podría interpretarse como el intento 
de desarrollar esta contradicción. Así, la felicidad erótica no 
se refiere nunca al hombre en sí, sino al hombre en su deter-
minación social y en su apariencia social. Benjamín ha escrito 
que para el hombre no es menos importante eróticamente el que 
la amada se muestre con él en público que el que se le entre-
gue. Veblen se habría mostrado de acuerdo y habría hablado 
de conspicuous consumption. Pero la satisfacción realmente 
sentida por el hombre no puede separarse de la conspicuous 
consumption. No hay felicidad que no prometa cumplimiento 
al deseo constituido socialmente, pero tampoco la hay que no 
1. En la teoría psicológica de Freud que hace de la regresión un 
producto de la censura ejercida por el Yo .— el sujeto de todo "progre-
so" — hay objetivamente algún elemento de lo dicho. Pero el hecho mis-
mo no podrá determinarse en el "hombre", en su alma, objeto de la 
historia hasta hoy, sino en el proceso real de la sociedad, en el sujeto 
inconsciente cuya naturalidad se manifiesta más bien en que pone a toda 
creación el precio del aniquilamiento. La ambigüedad de la "sublimación" 
es cifra psicológica de la ambigüedad del progreso social, igual que el 
principio freudiano de economía, que formula la igualdad constante do 
credit y debet en el presupuesto anímico, no describe tanto un hecho an-
tropológico originario cuanto la permanente identidad de lo que ha ocu-
rrido siempre hasta ahora. 
2. La incapacidad de Veblen para articular la dialéctica del lujo se 
manifiesta del modo más llamativo en su idea de la belleza. Veblen in-
tenta depuríu- lo bello do la ostentación y el gasto. Pero con ello le arre-
bata toda concreta determinación social y cae en la posición prehegeliana 
que supone un concepto formal de belleza medible según categorías na-
turales. El discurso de Veblen sobre lo bello es tan abstracto porque en 
ninguna cosa bella puede extirparse el momento inmanente de la injus-
ticia. Si fuera consecuente tendría que pedir la supresión del arte. Su 
pluralismo, que complementa un principio económico de ahorro por otro 
estético de inaparieneia ostensiva, se debe precisamente a la incapacidad 
de ser consecuente. Pero, en su aislamiento, esos momentos divergentes se 
reúnen de nuevo por su absurdidez. Al modo como la perfecta adecuación 
final de lo IDCIIO se encuentra en contradicción irreconciliable con su propia 
inutilidad, así también la concepción de lo económico se encuentra en 
Veblen en contradiccióncon su idea de una sociedad justa. 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTUEA 89 
prometa también lo otro en el cumplimiento de aquéllo. La 
abstracta utopía que lo ignora se convierte en sabotage a la 
felicidad y se entrega precisamente a lo que quiere negar. Pues 
mientras emprende la tarea de extirpar de la felicidad los es-
tigmas sociales, se ve obligada a negar toda concreta exigencia 
de satisfacción y a reducir al hombre a mera función de su 
propio trabajo. El fetichista de la mercancía, sometido obse-
sivamente a la conspicuous consumption, no tiene tampoco par-
te alguna en el contenido real de la satisfacción, de la felici-
dad. Al negar su propia satisfacción, sustituyéndola por el pres-
tigio de las cosas — Veblen habla de social confirmation—, 
revela involuntariamente el enigma implícito en todo gasto y 
en toda ostentación: que no es posible ninguna satisfacción ni 
felicidad individual que no incluya en sí virtualmente la sa-
tisfacción y la felicidad de la sociedad entera. Tampoco la 
maldad, la exhibición del status, el deseo de impresionar, en el 
que inevitablemente se impone el momento social de la satis-
facción bajo el principio de la competencia, contiene el reco-
nocimiento de la sociedad, del todo en tanto que verdadero su-
jeto de la satisfacción. Los rasgos del lujo caracterizados de 
invidious por Veblen, la mala voluntad, no sólo reproducen la 
injusticia, sino que contienen además un deformado llamamien-
to a la justicia. Los hombres no son peores que la sociedad en 
que viven; éste es el correctivo adecuado para la misantropía 
de Veblen. Pero también la misantropía es un correctivo, pues 
si difama a la mala voluntad en sus más sublimados movimien-
tos es porque se mantiene rígidamente fiel a la buena. 
Resulta empero profundamente irónico el que esa fidelidad 
asuma inevitablemente en Veblen la forma que más intransi-
gentemente combate él mismo en la sociedad burguesa: la 
forma de regresión. Veblen no encuentra motivos de esperanza 
más que en Ja prehistoria de la humanidad. Toda la felicidad 
según él imposibilitada por la exigencia de una desalada jus-
ticia de la realidad, por la dócil adaptación a las condiciones 
del mundo del trabajo industrial, se refleja en la imagen de un 
paradisíaco estadio primitivo. "The conditions under which 
men live in the most pi-imitive stages of associated life can 
properly be called human, seem to have been of a peaceful kind; 
and the character — the temperament and spiritual attitude — 
90 PRISMAS 
of men under these early conditions of environment and ins-
titutions seems to have been of a peaceful and imaggressive, 
not to say an indolent cast. For the immediate purpose this 
peaceable cultural stage may be taken to mark the initial 
phase of social development. So far as concerns the present ar-
gument, the dominant spiritual feature of this pressumptive 
initial phase of culture seems to have been an unreflecting, 
unformulated sense of group solidarity, largely expressing it-
self in a complacent, but by no means strenuous, sympathy with 
all facility of human life, and an uneasy revulsion against ap-
prehended inhibition or futility of life." Los rasgos de des-
mitificación y humanitarismo que muestra la humanidad en la 
era burguesa no significan para Veblen la autoconscienciación 
de la humanidad, sino más bien una apelación a aquel estadio 
primitivo. "Under the circumstances of the sheltered situation 
in which the leisure class is placed there seems, therefore, to 
be something of a reversion to the range of non invidious im-
pulses that characterise the ante-predatory savage cultvire. The 
reversion comprises both the sense of workmanship and the 
proclivity to indolence and good-fellowship." Karl Kraus, el 
crítico del adorno retórico lingüístico, es autor de un verso que 
dice: "El origen es el fin". El tecnócrata Veblen siente nos-
talgia y ansia un restablecimiento de lo más antiguo: el mo-
vimiento feminista es según él un ciego y débil intento "to re-
habilite the women's pre-glacial standing". Tan provocativas 
formulaciones deberían molestar a la sensibilidad fáctica del 
positivista. Pero aquí precisamente se manifiesta una de las 
conexiones más notables de la teoría de Veblen: la conexión 
que existe entre la doctrina rousseauniana del ideal primitivo 
y el positivismo. Como positivista, no conociendo más norma 
que la adaptación, Veblen se encuentra con el problema obvio 
siguiente: ¿por qué no orientarse según los principios del was-
te, la futilitij y la ferocity, por qué no adaptarse a ellos puesto 
que, según Veblen, constituyen el canon of pecuaniary de-
cency? "But why are apologies needed? If there prevails a 
body of popular sentiments in favour of sports, why is not the 
fact a sufficient legitimation? The protracted discipline of pro-
wess to which the race had been subjected under the predatory 
and quasi-peaceable culture has transmitted to the man of 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTURA 9 1 
to-day a temperament that finds gratification in these expres-
sions of ferocity and cunning. So, why not accept these sports 
as legitimate expressions of a normal and wholesome human 
nature? What other norm is there that is to be lived up to than 
that given in the aggregate range of propensities that express 
themselves in the sentiments of this generation, including the 
hereditary strain of prowess?" Con esto la consecuencia de Ve-
blen, afectando un gesto no desconocido por Ibsen, llega hasta 
un punto en el cual se encuentra en peligro de capitular ante 
la existencia bruta, ante la barbarie normal. La respuesta de 
Veblen es sorprendente: "The ulterior norm to which appeal 
is taken is the instinct of workmanship, which is an instinct 
more fundamental, of more ancient prescription, than the pro-
pensity to predatory emulation". Esta es la clave de la teoría 
del estadio primitivo. El positivista no se permite pensar la 
posibilidad del hombre más que convirtiéndola por arte de 
magia en un dato fijo, o, dicho de otro modo: con virtiéndola 
en pasado. La única justificación teorética que Veblen puede 
encontrar para la idea de una vida reconciliada es el declarar-
la más dato, más positiva, más existente que el infierno de la 
existencia actual. El Paraíso es la aporía del positivista. Secun-
dariamente inventa el instinto del trabajo para poder reducir, 
de todos modos, a común denominador antropológico el Pa-
raíso y la edad industrial. Según Veblen, pues, los hombres es-
taban deseosos de ganarse el pan con el sudor de su frente ya 
antes incluso del pecado original. 
Veblen se ha expuesto sobre todo con teorías de este tipo, 
impotentes construcciones auxiliares, un tanto caricaturescas, 
en las que la idea de lo Diverso intenta pactar con la adapta-
ción a lo Siempre Igual. Es fácil convencer de locura a un po-
sitivista dominado por la repugnancia al dato. Toda la obra de 
Veblen está dominada por el motivo del spleen. Su obra es, 
pues, un verdadero sarcasmo para el sense of proportions que 
las reglas del juego positivista atribuyen siempre a su mundo. 
No se cansa Veblen de aducir analogías entre los usos y las ins-
tituciones deportivas y las religiosas, o entre el agresivo código 
del honor del gentleman y el del criminal. Ni siquiera se abs-
tiene de lamentar por razones económicas el derroche repre-
sentado por los ceremoniales parafernalia que tienen lugar en 
92 PRISMAS 
los cultos religiosos. No está muy lejos Veblen de los reforma-
dores de la vida. Muy frecuentemente, la utopía del estadio 
original se le convierte en trivial fe en lo natural, y en esos mo-
mentos se lanza a la guerra contra lo que llama locuras de la 
moda, como faldas largas y corsés, atributos, generalmente, 
del siglo XIX que ha barrido el progreso del siglo xx, sin termi-
nar precisamente por ello con la barbarie de la cultura. La 
conspicuous consumption se hace idea fija en Veblen. Para com-
prender la contradicción entre ese hecho y la agudeza de sus 
análisis sociales hay que dar cuentade la función cognoscitiva 
del spleen. Al igual que la imagen del pacífico estadio original, 
el spleen es para Veblen — y no sólo para él— un refugio de 
la posibilidad. El contemplador que se deja dirigir por el spleen 
intenta que la imponente negatividad de la sociedad se haga 
conmensurable con su propia experiencia. La impenetrabilidad 
y la extrañeza del todo tienen que ser conceptuadas con los ór-
ganos de los sentidos, por así decirlo, ignorando que aquellas 
entidades se sustraen a toda experiencia inmediata y viva. La 
idea fija se sustituye así al abstracto concepto general, robus-
teciendo y fijando determinadas y limitadas experiencias. El 
spleen se propone corregir la imprecisión y la inevidencia de un 
conocimiento meramente mediado y derivativo de lo más in-
mediato, a saber, del sufrimiento real. Pero este sufrimiento 
nace en el mal total que nos rodea, y, por tanto, no puede ser 
llevado a conocimiento sino abstracta y "mediatamente". Con-
tra ello se subleva el spleen, reproduciendo en esquema los equí-
vocos discursos sobre el señor Nontiendo. ^ Esos esquemas fra-
casan porque la enajenación social consiste precisamente en el 
hecho de que sustrae los objetos del conocimiento al ámbito de 
la experiencia inmediata. La pérdida experiencial del sujeto en 
1. Alusión a una narración de J. P. Hebel. Un joven alemán llega 
a una ciudad holandesa y pregunta a quién pertenecen los hermosos bu-
ques que ve en el puerto. Un transeúnte le contesta: "No entiendo", y 
el joven oye las palabras como nombre: "Nontiendo" (Kannitverstan). 
Ulteriores preguntas acerca del propietario de toda cosa hermosa que 
ve en la ciudad le proporcionan respuestas idénticas, y le llevan a 
hacerse una descabellada idea de la riqueza del señor Nontiendo. Por 
último, repite su pregunta al paso de un lujoso entierro, y com-
prueba cómo las riquezas del señor Nontiendo no le sirvieron para per-
durar eternamente (JOHANN PETER HEBEL, AUS dem Schatzkäitlein des 
Rheinischen Hausfreundes). (N. del T.) 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTUKA 9 3 
el mundo de lo Siempre Igual, presupuesto de toda la teoría 
de Veblcn, caracteriza la parte antropológica del proceso de 
alienación conocido desde Hegel y determinado según catego-
rías objetivas. El spleen es una reacción defensiva. Siempre, 
en todas partes — y ya en Baudelaire — el gesto del spleen es 
acusatorio. Pero el spleen denuncia la sociedad en formas de 
proximidad e inmediatez, cargando a los fenómenos la culpa 
de la sociedad. La conmensurabilidad del conocimiento con lo 
experimentable se paga con la insuficiencia del conocimiento. 
En esto se parece el spleen a la secta pequeño-burguesa que 
atribuye el mal del mundo a las conjuraciones de ciertas po-
tencias, mientras confiesa, por lo demás, él mismo el absurdo 
del objeto de su capricho. Cuando Vablen inculpa básicamente 
a un fenómeno de fachada, como es el gasto barbárico de os-
tentación, la misma desproporción de su tesis se convierte en 
elemento de su verdad. Lo que la tesis busca es provocar un 
schock. Este pone de manifiesto la desproporción entre este 
mundo y su experienciabilidad. El conocimiento se acompaña 
siempre a sí mismo con sardónica risa por el hecho de que su 
verdadero objeto se le escapa siempre, mientras él es conoci-
miento humano, pues sólo siendo conocimiento inhumano es-
taría a la altura del inhumano mundo. La única comunicación 
espiritual entre el sistema objetivo y la experiencia subjetiva 
es la explosión que los separa para iluminar con su llama, por 
un segundo, la figura conjunta que forman. Al aferrarse a la 
barbarie tal como la encuentra en la primera esquina, este tipo 
de crítica, que resulta ridicula ante la teoría no ingenua porque 
es incapaz de pasar la barbarie encontrada al terreno de los 
conceptos generales, presenta sin embargo a la teoría seria un 
momento cuyo olvido empezó en la concepción del socialismo 
científico y termina en lo que Karl Kraus ha llamado "chino de 
Moscú". 1 La cortedad de vista teórica no es sólo complemento, 
sino a veces también unos sanos lentes que dan garra a la mi-
rada demasiado amplia y teórica en su empresa de abarcarlo 
todo. Tal es su función en Veblen. Su spleen viene del dégoút 
por el optimismo oficial de un progresismo de cuya parte se en-
1. Es juego de palabras: Kauderwelsch, galimatías, y Moskau, Moscú, 
fundidos en Moskauderwelsch. (N. del T.) 
Ü4 PRISMAS 
cuentra, por lo demás, el mismo Veblen, en la medida en que 
sigue la comente del common sense. 
El spleen le dicta además el modo específico de su crítica. 
Es un modo de desilusión, debunking. Con predilección sigue 
Veblen un esquema tradicional de la Ilustración: el de la re-
ligión como mentira de los curas. "It is felt that the divinity 
must be of a peculiarly serene and leisurely habit of life. And 
whenever his local habitation is pictures in poetic imagery, 
for edification or in appeal to the devout fancy, the devout 
word-painter, as a matter of course, brings out before his audi-
tor's imagination a throne with a profusion of the insignia of 
opulence and power, and surrounded by a great number of 
servitors. In the common run of such presentations of the ce-
lestial abodes, the office of this corps of servants is a vicarious 
leisure, their time and efforts being in great measure taken up 
with an industrially unproductive rehearsal of the meritorious 
characteristics and exploits of the divinity". El modo como se 
reprocha aquí a los ángeles la improductividad de su trabajo 
tiene algo de blasfemia secularizada, y algo también de chiste 
malo. Un hombre experimentado no se deja engañar por los ac-
tos fallidos, los sueños v las neurosis de la sociedad. Su humor 
es como el del marido que obliga a la mujer a realizar los tra-
bajos domésticos como terapéutica contra la histeria de ésta. 
Como el spleen se aferra tenazmente al enajenado mundo de 
las cosas y hace responsable a la traición del objeto de la mal-
dad de los sujetos, la actitud del debunking es consecuente-
mente la del que no cae en la traición del objeto. Arranca al 
objeto los harapos ideológicos para poder manipularlo más se-
guramente. Su cólera se dirige más contra la maldita mentira 
que contra la mala situación recubierta por aquella mentira. 
Ño es casual que el odio del debunking recaiga tan frecuente-
mente en funciones mediadoras: mentira y mediación van jun-
tas. Pero también van juntos la mediación y el pensamiento. 
En el fondo del debunking alienta el odio al pensamiento. ' 
1. En el plano de la conciencia Veblen está totalmente exento 
de ese odio. Pero en su lucha contra las funciones sociales de media-
ción, así como en su denuncia del higher learning, están objetivamen-
te puestas las semillas del antiintelectualismo. En un debunking del tipo 
del de Aldous Huxley ese antiintelectualismo brota ya resueltamente. La 
EL ATAQUE DE VEBLEN A LA CULTUHA 95 
Pero la verdadera crítica de la cultura barbárica No puede 
contentarse con entonar barbáricas denuncias de la cultura. 
Tiene que determinar y condenar la abierta e inculta barbarie 
como télos de esa cultura, y no reconocer crudamente a la bar-
barie la preeminencia sobre la cultura por el mero hecho de 
que la barbarie no miente. La sinceridad como victoria del te-
rror resuena en formulaciones de Veblen como la de la impro-
ductividad industrial de los angélicos coros celestiales. Chistes 
como ése son un recurso al conformismo. La risa que ridiculiza 
la estampa de la bienaventuranza celestial está más cerca del 
poder que aquella imagen misma, por más deformada que esté 
ésta por el poder y el dominio. 
Hay empero algo bueno y saludable en la insistencia de 
Veblen sobre lo fáctico, en su tabú sobre todas las imágenes. 
La resistencia contra la vida barbárica se sumerge en él en la 
fuerza de la adaptación a su despiadada necesidad. Para un 
pragmatista del tipo de Veblen no hay totalidad: no hay iden-
tidad de ser y pensamiento, y ni siquiera el concepto de tal 
identidad. Incansablemente repiteque las formas de concien-
cia y las exigencias de la situación concreta son eternamente 
irreconciliables: "Institutions are products of the past process, 
are adapted to past circumstances, and are therefore never in 
full accord with the requirements of the present. In the nature 
of the case, this process of selective adaptation can never catch 
up with tlie progressively changing situation in which the com-
munity finds itself at any given time; for the environment, the 
situation, the exigencies of life which enforce the adaptation 
and exercise the selection, change from day to day; and each 
successive situation of the community in its turn tends to ab-
solescence as soon as it has been established. When a step in 
obra de éste es una denuncia — autodenuncia — del intelectual como 
estafador y en nombre de una sinceridad que desemboca en un endiosa-
miento de lo natural. Es posible que la limitación de la teoría de Veblen 
se explique en última instancia por su incapacidad de pensar plenamente 
el problema de la mediación. En su fisiognomía, el alma de zelote del 
luterano escandinavo, que no soporta mediación alguna entre Dios y la 
interioridad individual, se decide, cegado, a ponerse al servicio de un 
orden que rompe las mediaciones entre la producción bajo órdenes y los 
consumidores oprimidos y forzosos. El anti-intelectualismo es común a 
ambas actitudes: la del radicalismo protestante y la del capitalismo de 
estado. 
96 PKISMAS 
the development has been taken, this step itself constitutes a 
change of situation which requires a new adaptation; it beco-
mes the point of departure for a new step in the adjustement, 
and so on interminably". Esa irreconciliabilidad condena el 
ideal abstracto, o lo convierte en infantil fraseología. La ver-
dad se reduce al más minúsculo paso. Lo verdadero es lo in-
mediato, no lo más lejano. Contra la exigencia de defender el 
interés del "todo" frente al interés parcial, como quiera que 
se entienda éste, transcendiendo así la limitación utilitaria de 
la verdad, el pragmatista puede objetar fundadamente que el 
todo no está nunca dado, que sólo lo inmediato es experiencia-
ble, y que, por tanto, el ideal está condenado a fragmentación e 
incerteza. No basta contra esta objeción el distinguir el inte-
rés total de una sociedad justa del utilitarismo limitado. La 
sociedad existente y la otra no tienen dos verdades, sino que 
la verdad en esta última es inseparable del movimiento real 
en el seno de lo existente y de cada uno de sus momentos. Por 
ello la contraposición entre dialéctica y pragmatismo se re-
duce al matiz, como ocurre con toda contraposición auténti-
camente filosófica. Y el matiz es la concepción de aquel pri-
mer paso. El pragmatismo lo determina como adaptación, la 
cual eterniza el dominio de lo Siempre Igual. Sancionando ese 
dominio, la dialéctica se suprimiría en cambio a sí misma, es 
decir, suprimiría la idea de posibilidad. Pero, ¿cómo puede pen-
sarse esa idea, si no ha de ser abstracta ni arbitraria, es decir, 
si no ha de ser del tipo de aquellas utopías condenadas por los 
filósofos dialécticos? A la inversa, ¿cómo puede conseguir el 
primer paso dirección y meta, sin que el sujeto sepa algo más 
que lo meramente dado? Si se quisiera reformular hoy en tér-
minos actuales la pregunta kantiana habría que decir: ¿Cómo 
es posible en general algo nuevo? En la radicalización de esta 
pregunta está la seriedad del pragmatista, seriedad parecida a 
la del médico, cuya capacidad de ayudar al hombre tiene como 
canon la semejanza del hombre con los animales. Es realmente 
la seriedad de la muerte. El dialéctico tendría que definirse 
como aquel que no se resigna a esa situación. Ante su determi-
nación se disipa el o-lo-uno-o-lo-otro de la lógica discursiva. 
Donde el pragmatismo se queda con los hechos como opaque 
items, como dato impenetrable; donde los datos no posibilitan 
EL ATAQIIE DE VEBLEN A LA CULTURA 97 
más que su clasificación, y no su conocimiento, el dialécüco se 
ve por fin puesto ante su propia tarea cognoscitiva: la tarea que 
consiste en analizar mediante el concepto los residuos fenome-
nales, los "átomos". Pero nada es más impenetrable que la adap-
tación misma que instala como medida de la verdad la imita-
ción de la mera existencia dada. El pragmatista insiste en el 
índice histórico de toda verdad; pero su propia idea de adap-
tación presenta ese índice. A ese índice ha llamado Freud la 
miseria vital (Lehensnot). El primer paso es un paso de adap-
tación en la medida en que la pobreza y la carencia dominan 
el mundo. La adaptación es el modo de comportamiento que 
corresponde a la situación de la escasez. El pragmatismo se en-
cuentra preso en esa situación — y estrechamente — porque la 
hipostatiza como eterna. Eso es lo que significan sus conceptos 
de naturaleza y vida. Lo que desea para el hombre es la "iden-
tificación con el proceso vital", comportamiento que perpetúa 
el que observan los seres vivos en la naturaleza mientras ésta 
no les concede alimentación suficiente. Las explosiones de Ve-
blen contra los "protegidos", aquellos cuya privilegiada situa-
ción les permite sustraerse más o menos completamente a la 
necesidad de adaptarse a las situaciones que se modifican, des-
emboca en una glorificación de la darwinista lucha por la exis-
tencia. Se trata precisamente de la hipóstasis de la miseria vi-
tal, miseria que hoy día empieza a verse superada en su cris-
talización social, y precisamente gracias a ese desarrollo de la 
técnica a cuyo estadio tienen que adaptarse los hombres según 
la doctrina de Veblen. Así se convierte el pragmatista en víc-
tima de la dialéctica. Comprender la actual situación técnica, 
que promete a los hombres abundancia y sobreabundancia, 
significa instituirla según las necesidades de una humanidad 
que no necesita del poder ni de la violencia porque es dueña 
de sí misma. En uno de los lugares más hermosos de su obra 
ha reconocido Veblen la conexión que existe entre la pobreza 
y permanencia del mal: "The abjectly poor, and all those per-
sons whose energies are entirely absorbed by the struggle for 
daily sustenance, are conservative because they cannot aiford the 
effort of taking thought for the day after to-morrow; just as the 
highly prosperous are conservative because they have small oc-
casion to be discontented with the situation as it stands to-day". 
98 PRISMAS 
Pero el pi-agmatista, regresivo él mismo, se mantiene en la ac-
titud de aquel que no puede pensar en pasado mañana —más 
allá del primer paso — porque no sabe de qué vivirá mañana. 
Es el representante de la pobreza. Esta es su verdad — pues los 
hombres están aún encadenados a la pobreza— y su falsedad 
— pues ya se ha manifestado hoy el absurdo de la pobreza—. 
Adaptarse a lo que hoy es ya posible significa dejar de adap-
tarse, significa realizar lo posible. 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 
La catástrofe europea, precedida por su alargada sombra, 
produjo por vez primera en América el tipo "emigración inte-
lectual". El que durante el siglo xix pasaba al Nuevo Mundo lo 
hacia atraído por las ilimitadas posibilidades del mismo, emi-
graba para hacer fortuna o, por lo menos, para conseguir el 
bienestar que le negaban los superpoblados países europeos. 
El interés de la autoconservación era más fuerte que el de la 
conservación de la propia mismidad, y la expansión económica 
de los Estados Unidos se encontraba bajo el signo del mismo 
principio que lanzaba al emigrante por encima del océano. 
Este se esforzaba por adaptarse con éxito, y no tenía interés 
por ejercer una crítica que habría perjudicado a su pretensión 
y a las perspectivas de éxito de su esfuerzo. Dominado por la 
lucha por la reproducción de la vida, el recién llegado no era 
persona aficionada, ni por su cultura o su pasado ni por su po-
sición en el proceso productivo, a distanciarse intelectualmente 
del poder superior de la furiosa existencia cotidiana. En la 
medida en que los emigrantes enlazaban su emigracióncon 
esperanzas utópicas, éstas se fundían en el horizonte de una 
existencia aún no conocida en todos sus detalles, en el cuento 
legendario de la expansión sin límites, en la perspectiva de 
convertirse de lavaplatos en millonario. La skepsis de un vi-
sitante como Tocqueville, que ya hace cien años supo ver la 
cara de la ilibcrtad en aquel igualitarismo desenfrenado, ha sido 
excepción; la sublevación contra lo que en la jerga de los cultu-
ralistas conservadores alemanes se llamaba el americanismo se 
dio más fácilmente entre americanos, como Poe, Emerson y 
Thoreau, que entre los recién llegados. Pero cien años más tar-
de emigraron no ya intelectuales sueltos, sino la intelligentsia 
100 PRISMAS 
europea como capa, y no sólo los judíos. Lo que pretendían no 
era vivir mejor, sino sobrevivir; las posibilidades del Nuevo 
Mundo habían dejado de ser ilimitadas hacía ya tiempo, por 
lo cual el Diktat de la adaptación se impuso a los intelectuales 
mismos después de triunfar plenamente en el terreno de la com-
petencia económica. En lugar de la selva en la que el pionero 
— también el del espíritu— espera regenerarse, hay ya una 
civilización que, como sistema, afcrra la vida entera sin dejar 
siquiera a la conciencia sin reglamento de los emigrantes los 
escondrijos que la negligencia europea mantuvo abiertos hasta 
entrada la época de los grandes trusts. El Nuevo Mundo recibe 
al intelectual de la otra parte del océano declarándole inequí-
vocamente que lo primero que tiene que hacer, si quiere con-
seguir algo (si quiere ser admitido entre los empleados de la 
vida convertida en supertrust), es extirparse como ser indepen-
diente y autónomo. El que se resiste, el que no capitula para 
ponerse en fila con el alma y el cuerpo, sucumbo al trauma que 
aquel mundo cósico cristalizado en bloques gigantescos infiere 
a todo aquel que intenta no cosificarse. Y el modo de compor-
tamiento con el cual el intelectual, impotente en la maquinaria 
de la relación de mercancía que todo la envuelve y que es la 
única reconocida, reacciona al trauma es el pánico. 
El Brave Neto World de Huxley es el sedimento de ese 
pánico o, más bien, su racionalización. La novela, fantasía fu-
turista con una acción rudimentaria, intenta comprender los 
traumas sufridos partiendo del principio de desmagización del 
mundo, llevando este principio hasta el absurdo y arrancando 
a la inhumanidad así evidenciada la idea de la dignidad del 
hombre. El motivo inicial parece ser la percepción de la uni-
versal analogía de todo lo producido masivamente, cosas y 
hombres. Huxley toma al pie de la letra la metáfora schopen-
hauriana de la "fábrica de la naturaleza". En la retorta se pre-
paran hormigueros de niños en agemeladas parejas, pesadilla 
de infinitos sosias, que es la pesadilla producida por la estereo-
tipada sonrisa, por la gracia fabricada por la charm school, 
hasta la producción de la conciencia standardizada de innume-
rables hombres por la communication industry, fenómenos que 
irrumpen en la existencia cotidiana desde los primeros días del 
capitalismo americano. El aquí y ahora de la experiencia es-
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 101 
pontánea, ya corroído, queda impotente: los hombres no son 
sólo meros compradores de los productos en serie producidos 
por los grandes trusts, sino que parecen incluso producidos por 
la omnipotencia de éstos, perdiendo su propia individuación. 
La visión pánica, que ve cristalizar en alegorías de catástrofe 
sus observaciones no asimiladas, destruye la ilvisión de la irre-
levancia cotidiana. La sonrisa venal de las modelos de modas 
es para esa mirada lo que realmente es: la trágica mueca de la 
víctima. Los veinticinco años transcurridos desde la aparición 
del libro lo han confirmado hasta la saciedad: terror mínimo, 
como esos tests para la admisión como liftboy, que sirven para 
descubrir al más tonto, y visiones espantosas, como el aprove-
chamiento técnico de los cadáveres. El Brave New World es 
un único campo de concentración que, liberado de su contra-
dicción, se tiene a sí mismo por Paraíso Terrestre. Si —según 
dice una doctrina de la "Psicología de las Masas" freudiana — 
el pánico es el estado en el cual se disgregan poderosas iden-
tificaciones colectivas y la energía instintiva liberada se con-
vierte repentinamente en terror, entonces el hombre aferrado 
por el pánico consigue inervar lo más tenebroso que se encuen-
tra sobre el fondo de la identificación colectiva misma, la falsa 
conciencia de los individuos que, sin clara solidaridad, ciega-
mente atados a las imágenes del poder, se creen identificados 
con un todo cuya ubicuidad les asfixia. 
Iluxley no padece esa necia prudencia que consigue soltar 
un "no será tanto" incluso en presencia del más repugnante 
escándalo. No hace concesión alguna a la infantil superstición 
según la cual los supuestos excesos de la civilización técnica se 
equilibran por sí mismos en el constante progreso; también re-
nuncia al sofisma tan grato a los emigrados: afirmar que los te-
mibles rasgos de la cultura americana son efímeros restos de su 
primitivismo o robustas fortalezas de su juventud. Huxley no 
permite dudar de que la cultura americana no se ha quedado 
detrás de la gran marcha de la europea, sino que se le ha ade-
lantado, y el Viejo Mundo sigue cuidadosamente al Nuevo. Al 
igual que el estado mundial del Brave New World no conoce 
sino diferencias artificiales entre los campos de golf y las ins-
talaciones biológico-experimentales de Mombasa, Londres y el 
Polo Norte, así también da Huxley un mundo con su parodiado 
102 PRISMAS 
americanismo. Este mundo, según la cita de Berdiaev que 
Huxley antepone a la obra, tiene que parecerse a la utopía cuya 
realización era previsible después del estadio de la técnica. 
Y ese mundo se transforma en infierno con sólo prolongar sus 
líneas características: Huxley prolonga observaciones del actual 
estado de la civilización, moviéndolas en el sentido de su pro-
pia teleología, hasta hacer inmediata la evidencia de su maldad. 
Pero el énfasis no recae tanto en los elementos técnico-objetivos 
e institucionales cuanto en lo que resultará de los hombres cuan-
do no conozcan la miseria. La esfera económico-política como 
tal se coloca en segundo plano. Lo único que queda claramente 
sentado es que se trata de un sistema clasista racionalizado y a 
escala planetaria, esto es, que se trata de un capitalismo de es-
tado planeado y sin lagunas, que a la total colectivización co-
rresponde el dominio total, y que siguen funcionando la eco-
nomía dineraria y el motivo del beneficio privado. 
En lugar de las tres palabras de la Revolución Francesa se 
tiene la tríada Community, Identity y Stability. La Community 
define un estadio de la comunidad en el cual todo individuo 
está incondicionalmente subordinado al funcionamiento del to-
do, por lo cual en el Nuevo Mundo no está ya permitida —ni 
siquiera es posible— una cuestión problemática; la Identity 
significa la anulación de las diferencias individuales; la Stabi-
lity significa el final de toda dinámica social. Este estadio per-
fectamente equilibrado es una extrapolación de ciertos síntomas 
de desaparición del "juego de fuerzas" económico en el capi-
talismo tardío. Es la perversión del milenario. La panacea que 
garantiza la estática social es el conditioning, expresión difícil 
de traducir a lenguas europeas, que llegó a la lengua cotidiana 
americana procedente de la biología y de la psicología beha-
viorista —en la que significa la producción de determinados 
reflejos o modos de comportamiento por modificaciones planea-
das del mundo circundante, mediante el control de las "con-
diciones" — y sirve en esa lengua no técnica para denominar 
todo tipo de control técnico de las condiciones vitales; por 
ejemplo, air conditioning, que significa el equilibrio de tem-
peratura en espacio cerrado. En Huxley, conditioning significa 
la total preformación del hombre por la intervención social, 
desde la generación artificialy la dirección técnica de la con-
ALDOUS HUXLEY Y LA U T O P Í A 103 
ciencia y del inconsciente en los primeros estadios de la vida 
hasta el deaih conditioning, un training que quita a los niños 
el miedo a la muerte por el procedimiento de hacerles contem-
plar agonías al mismo tiempo que se les hace gustar dulces con 
los que asociarán para siempre la idea de muerte. El efecto 
final del conditioning, de la adaptación sobre sí mismo, es la 
interiorización y la aprobación de la presión y la opresión so-
ciales por encima de todo lo que haya podido ser en la tradi-
ción protestante: los hombres se someten a amar lo que tienen 
que hacer, sin saber siquiera que eso es someterse. Así se ase-
gura subjetivamente su felicidad y se mantiene el orden. Este 
orden penetra y considera superadas todas las ideas de influen-
cia mediada de la sociedad en el individuo por medio de los 
agentes externos que son la familia y la psicología. En el libro 
de Iluxley se infiere desde arriba y organizadamente a la fami-
lia lo que ya en el mundo de hoy le ha sido inferido de otro 
modo. Como hijos de la sociedad en el más literal de los sen-
tidos, los hombres no se encuentran ya en principio en una 
relación dialéctica con ella, sino que coinciden sustancialmente 
con ella. Dóciles exponentes de la totalidad colectiva en la que 
queda absorbida toda antítesis, están "condicionados social-
mente" en sentido material, nada metafórico, no simplemente 
equiparados al sistema dominante por un "desarrollo" posterior. 
La relación de clase que se eterniza en el Brave New World 
se sitúa a nivel biológico: los directores de la generación de-
ciden ya la clasificación de los embriones entre las diversas 
castas designadas por letras griegas. El pueblo bajo se recluta, 
mediante una ingeniosa división de células, a partir de melli-
zos monovitelinos, limitando su desarrollo físico y espiritual 
mediante el añadido artificial de alcohol a su sangre. Lo que 
con ello indica Huxley es que la reproducción de la estupidez, 
realizada antes inconscientemente al dictado de la mera miseria 
vital, está ahora en manos de la triunfal cultura de masas, una 
vez eliminada aquella miseria. En esa fijación racional de la 
irracional relación de clase, Huxley anuncia la superfluidad de 
esta relación misma, a saber, que el límite de la clase ha per-
dido ya hoy el carácter "natural", el carácter que ese mismo 
límite produjo como ilusión en la historia incontrolada de la 
humanidad; que ya sólo la selección arbitraria, la diferencia-
104 PEISMAS 
ción administrativa en la distribución del producto social, con-
sigue garantizar la subsistencia de clases. Al mantener em-
briones y niños pequeños de las castas inferiores en una at-
mósfera pobre en oxígeno, las instituciones del Brave New 
World no hacen más que mantenerlos en la atmósfera de ba-
rrios de barracas construidos artificialmente. Aquellas institu-
ciones construyen artificialmente humillación y regresión en 
medio de la posibilidad ilimitada. Pero esta reflexión producida 
realmente y luego sutilmente imaginada por el sistema totali-
tario es realmente total. Huxlcy, que conoce el ambiente, re-
gistra las señales de la castración también en la clase superior: 
"Even alphas have been conditioned". Incluso la conciencia de 
aquellos que disfrutan su propia individuación está sometida a 
la standardización a causa de su identificación con el in-group. 
Automáticamente formulan juicios para pronunciar los cuales 
están precisamente conclHioned, igual que un gran burgués con-
temporáneo charla espontáneamente declarando sin que se lo 
pidan que lo importante no es la situación material del hombre 
espiritual, sino su regeneración religiosa. Con la misma espon-
taneidad ofrece también su confesión de ([ue no entiende el 
arte moderno. El no entender es virtud del grupo. Una pareja 
de la casta superior vuela sobre el canal un día tempestuoso, y 
el hombre desea retrasarse para no confundirse con la muche-
dumbre, para estar más tiempo solo con la amada, más cerca 
de ella y más en sí mismo. Pregunta a la amada que si no lo 
entiende. "I don't understand anything, she said with decision, 
determined to preserve her incomprehension intact." La ob-
servación de Huxley no retrata sólo el resentimiento que pro-
duce la formulación de la más humilde verdad en acjuel que no 
puede permitírsela sin quedar perturbado en su equilibrio, sino 
que ofrece además el diagnóstico de un poderoso y nuevo tabú. 
Cuanto más se convierte la existencia social en ideología de sí 
misma para el desilusionado — a causa de su omnipotencia y 
de su cerrazón-—, tanto más profundamente señala como pe-
cador a aquel cuyos pensamientos se sublevan ante la idea de 
que lo que existe es justo precisamente por el hecho de exis-
tir. Los hombres del Brave New World viven en máquinas vo-
ladoras, pero siguen rindiendo culto al mandamiento —tácito 
como todo auténtico tabú — que dice "No volarás". Los dioses 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPÍA 105 
de la Tierra castigarán a aquel que se yerga sobre ella. La 
antimitológica obediencia a lo existente restablece la cadena 
mítica. Huxley lo muestra en el habla de sus personajes. La 
cretinez del small talk, la decencia que impone una conversa-
ción de incoherencias, se radicaliza discretamente hasta el ex-
tremo. Ya no se trata simplemente de las reglas que prohiben 
una conversación especializada o la frase desvergonzada. La 
decadencia del habla se encuentra ya en su tendencia objetiva. 
La transformación virtual del mundo en mercancías, la deci-
sión previa sobre aquello que se piensa y se hace, realizada por 
la máquina social, hace ilusoria el habla: ésta se anquilosa bajo 
la maldición de lo Siempre Igual, hasta reducirse a una suce-
sión de juicios analíticos. Las damas del Brave New World — y 
para llegar a esto no hace falta mucha prolongación de líneas — 
no hablan entre ellas más que como consumidoras. En princi-
pio, la conversación no se refiere más que a lo relacionado en el 
catálogo de la omnipresente industria, informaciones sobre ofer-
tas, temáticamente superfinas, vacía vaina del diálogo cuya idea 
fue encontrar algo que no se supiera ya. Desprovisto de esa 
idea, el diálogo queda maduro para desaparecer. Los perfec-
tos colectivizados, en constante comunión, tendrían entonces 
que prescindir de toda comunicación y confesarse nómadas sin 
voz, como en realidad lo han sido desde la más temprana edad 
de la burguesía. Así se hunden en arcaica ilocuacidad. 
Están aislados del espíritu; Huxley identifica ese espíritu, 
un tanto rudamente, con los bienes culturales de la tradición, 
y lo ejemplifica en Shakespeare. Pero están aislados también de 
la naturaleza como paisaje, de la imagen como creación sin 
dominar más allá de la sociedad. La contraposición espíritu-
naturaleza constituyó el tema de la filosofía burguesa en su 
culminación. En el Brave New World, espíritu y naturaleza se 
alian contra la civilización que todo lo aplasta y que no soporta 
nada que no le sea análogo. Mientras la unidad de naturaleza 
y espíritu se concibió en la especulación idealista como la su-
prema reconciliación, aquí se entiende sólo como el contrario 
absoluto de la absoluta cosificación. Espíritu, espontánea y au-
tónoma síntesis de la conciencia, sólo es posible en la medida 
en que se encuentra frente a algo inabarcado, frente a "natura-
leza" no previamente acotada por vía categorial; y sólo es po-
106 PRISMAS 
sible naturaleza en la medida en que hay espíritu que se sabe 
contrario de la cosificación y la trasciende, en vez de hechizar-
se sumiéndose en ella. Ambos desaparecen aquí: Huxley conoce 
al burgués normal de nuestro tiempo, que considera el mar 
como una atracción y lo contempla como curiosidad, sentado 
en su coche y oyendo por la radio del mismo canciones publi-
citarias. Junto con eso se da la hostilidad a todo lo pasado, y 
el espíritu mismo lo parece, andrajoso añadido a los hechos 
glorificados, a lo que fue y ya no es: todo es bric-á-bracy cha-
tarra. Una frase que se atribuye a Ford — "history is bunk" — 
sirve para lanzar al vertedero todo lo que no corresponde a 
los más recientes métodos de producción, y, con ello, toda con-
tinuidad de la vida. A causa de esa reducción se anquilosan los 
hombres. Su incapacidad para percibir y pensar lo que no es 
como ellos mismos, la autosuficiencia ciega de su existencia, 
la imposición de la pura utilidad subjetiva, tienen como resul-
tado final una des-subjetivación pura. Estos sujetos-objetos del 
antiespíritu universal así realizado, producidos científicamente 
y limpios de todo mito, resultan infantiles. Las involuciones hoy 
ya existentes — en parte involuntarias, en parte ya organizadas 
premeditadamente— se convierten finalmente en mandamien-
tos conscientemente impartidos en el sentido de la cultura en 
masa, órdenes que organizan el tiempo libre de trabajo para 
hacer de él el proper standard of infantile decorum, carcajada 
infernal sobre el cristiano "si no os hiciereis como niños". La 
culpa es de la sustitución de todos los fines por medios. El culto 
del instrumento separado de todo destino objetivo (en el Brave 
New World impera abierta y literalmente la religión del automó-
vil, en otro tiempo implícita, con Ford en vez de Lord y el signo 
del modelo T en vez de la cruz); la afición fetichista a poseer 
perfectos equipos de toda naturaleza y, en general todos los in-
equívicos signos de confusión propios de aquellos que se ufanan 
de su sentido práctico y realista, se convierten ahora en norma 
de la vida. Ello ocurre incluso en los puntos en que la libertad 
parece irrumpir en el Brave New World. Huxley ha vislumbra-
do en efecto la contradicción consistente en que en una libertad 
en la que los tabús sexuales pierden su fuerza y se sustituyen 
por la autorización de lo antes prohibido o se fijan por huera 
constricción, el placer mismo degenera en miserable fun y en 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 107 
mera ocasión de narcisista satisfacción por haber "pescado" a 
ésa o a ése. El sexo se hace indiferente e irrelevante precisa-
mente por la institucionalización de la promiscuidad, y hasta 
la ruptura con la sociedad — o lo que antes lo era— queda 
instalada en la sociedad misma. Se desea la descarga fisiológica 
como elemento de higiene, y la carga emocional que pueda re-
presentar se sienta en cuenta como desperdicio de energía sin 
utilidad social. Lo que hay que evitar a toda costa es dejarse 
llevar por la emoción. La ataraxia, la proteactitud burguesa, 
se impone a toda reacción. Y al dirigirse contra el eros se vuel-
ve inmediatamente contra lo que en otro tiempo fviera su bien 
supremo, la eudaimonía subjetiva por servir a la cual se exi-
gía inicialmente la eliminación de las emociones. En el éxtasis 
aferra esa ataraxia precisamente el núcleo de toda relación en-
tre seres humanos, el rebasamiento de la existencia monádica. 
Iluxley conoce la relación de complemento que existe entre co-
lectivización y atomización. 
Pero su construcción del orgasmo organizado tiene un ligero 
tono fundamental que suscita dudas sobre la tesis satírica. La 
tesis, en efecto, al imputar lo burgués a lo imburgués, se ata a 
sí misma en lo burgués. Huxley parte en cruzada contra los 
fríos, pero en el fondo es él mismo enemigo de la embriaguez, 
y no sólo de la narcótica, en cuya condenación coincidió en 
otro tiempo con la opinión dominante. Como ocurre a muchos 
ingleses emancipados, su conciencia está preformada por el pu-
ritanismo mismo que quiere condenar. En esa conciencia van 
juntas entrega y humillación del sexo. Ya en sus novelas ante-
riores el libertinaje se presenta como estímulo fisiológico locali-
zado, sin aura, al modo como en las llamadas culturas masculi-
nas los caballeros suelen hablar entre ellos de mujeres y de 
erótica con un gesto que mezcla inevitablemente, con el or-
gullo por la conquistada soberanía para tocar el tema, el des-
precio por éste. En Huxley el hecho está más sublimado que 
en el Lawrence de las four letter words, pero también más pro-
fundamente reprimido. Su indignación contra la falsa felicidad 
sacrifica con ésta también la idea de la verdadera. Antes ya de 
que se convirtiera a sus posteriores simpatías budistas, su ironía 
traicionaba, especialmente en su autodenuncia de los intelec-
tuales, un espíritu de rabioso penitente, un sectarismo en gene-
108 PRISMAS 
ral ajeno a su categoría literaria. La condenación del mundo 
lleva a las colonias nudistas, en las cuales el sexo se extirpa tam-
bién mediante su descubrimiento. A pesar de las medidas que 
toma Huxley para pintar como deformado, repugnante y loco 
el mundo del "salvaje" que se ha quedado a las espaldas de la 
cultura absoluta de masas, como reliquia de lo humano, no hay 
duda de que impulsos reaccionarios penetran a través de sn 
pintura. Entre los personajes de la modernidad afectados por 
el anatema se encuentra también Freud, emparejado con Ford 
en un lugar del libro. Freud resulta allí mero efficiency expert 
de la vida interior. Con burla demasiado cómoda se le atribuye 
el haber sido el primero en descubrir the appalling dangers of 
family life. Pero el hecho es que Freud es realmente el descu-
bridor de eso, y la justicia histórica está de su parte: la crítica 
de la familia como agencia de opresión — crítica bien conocida 
precisamente en la oposición inglesa desde Samuel Butler — 
irrumpió en el mismo momento en que la familia perdía, con su 
base económica, también la última justificación de su disposi-
ción determinante del desarrollo del ser humano, y se trans-
formaba en la misma neutralizada monstruosidad que íluxlcy 
llama por su nombre enérgicamente en el terreno de la religión 
oficial. Frente a la estimulación de la sexualidad infantil que 
Huxley atribuye al mundo futuro —falseando, por lo demás, 
totalmente la fidelidad, tan ortodoxa, de Freud a la finalidad 
pedagógica de la renuncia al instinto— el escritor se coloca 
al lado de aquellos que objetan a la era industrial menos la 
deshumanización que la relajación de las costumbres. La men-
talidad del novelista se plantea la abismática pregunta dialéc-
tica de si, en resumidas cuentas, no hay felicidad posible más 
que en la medida en que hay prohibiciones que destruir, y la 
pervierte en afirmación, en pretexto para que se mantengan 
prohibiciones ya caducas y superadas, como si la felicidad di-
manante de la violación de un tabú pudiera justificar y legi-
timar el tabú mismo, el cual fue puesto en el mundo no preci-
samente en beneficio de la felicidad, sino para corroerla. Sin 
duda las orgías comunales y regulares de los romanos, el rápido 
y prescrito cambio de compañero erótico, se derivan justamen-
te de la ciega y oficial organización del sexo, que convierte el 
placer en broma y lo niega al concederlo. Pero precisamente en 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 109 
eso, en la imposibilidad de mirar cara a cara al placer, de en-
tregarse plenamente a él por la reflexión, sigue obrando el arcai-
co mandamiento cuya muerte llora Huxley demasiado prematu-
ramente. Si esa prohibición hubiera sido rota, si el placer se 
hubiera liberado ya de las riendas de la institución, riendas 
presentes también en la orgy-porgy, sería capaz también de 
disolver en un momento la rigidez del Brave New World. El 
principio moral supremo de ese mundo es que cualquiera per-
tenece a cualquiera, la fungibilidad absoluta que disuelve al 
hombre como ser individual, liquida como mera mitología su 
último en-sí y lo determina como mero para-otro y como nulo 
en el sentido de Huxley. En el prólogo puesto después de la 
guerra a la edición americana ha descubierto Huxley el paren-
tesco entre ese principio y el enunciado de Sade según el cual 
entre los derechos del hombre hay que contar la absoluta dis-
posición sexual de todos sobre todos. En esto ve Huxley la con-
sumación de la locura de la razón consecuente. Pero Huxley no 
se da cuenta de la irreconciliabilidad de la máxima con su es-
tado del futuro. Todas las dictadurashan condenado el liber-
tinaje, y las célebres "yeguadas de las SS" de Himmler eran su 
réplica estatal. El dominio puede definirse como la disposición 
de los unos sobre los demás, y no como disposición total de to-
dos sobre todos. Esto último es incompatible con un orden to-
talitario. Esto sea dicho más rotundamente aún por lo que hace 
a la relación de trabajo que por lo que hace a una situación de 
anarquía sexual. El hombre que no es más que para otra cosa, 
el absoluto Ŝwov TI'AITIX.OV, quedaría sin duda enajenado de su 
mismidad, pero también liberado de la atadura de la autocon-
servación que mantiene unido el Brave New World igual que 
el mundo viejo. La pura fungibilidad corroería el núcleo del 
poder y prometería la libertad. La debilidad de la concepción 
de conjunto de Huxley consiste en que, mientras dinamiza sin 
contemplaciones todos los conceptos, se guarda empero cuida-
dosamente de pasar a sus contrarios. 
La scene á faire de la novela es el choque erótico de los 
dos "mundos", el intento de la protagonista Lenina — que es el 
tipo perfecto de la cuidada y lograda career woman america-
na— de conquistar al "salvaje" (que la ama) según las reglas 
de la obligada promiscuidad. El salvaje en cuestión es el tipo 
l i o PEISMAS 
de adolescente tímido y estatizante, ligado a la madre, instin-
tivamente inhibido y que prefiere disfrutar su sentimiento con-
templativamente que expresarlo, satisfaciéndose con la lírica 
transfiguración de la amada; se trata, por cierto, de un carácter 
cuyo cultivo en las retortas de Oxford y Cambridge no es me-
nos intenso que el cultivo de épsilons en las retortas del Brave 
New WorJd, y que por eso resulta requisito imprescindible de 
la materia prima sentimental de la moderna novela inglesa. El 
conflicto se debe a que el salvaje John considera la concreta 
entrega de la muchacha como una humillación de su sublime 
sentimiento por ella, y huye de la ocasión. La fuerza de con-
vicción de la escena se vuelve contra su thema probandum. La 
artificial gracia y la desvergüenza envuelta en celofana de Le-
nina no hacen ni mucho menos el efecto antierótico que el au-
tor les confía, sino que resultan enormemente atractivas, hasta 
el punto de que el mismo colérico salvaje sucumbe a su gracia 
al final de la novela. Si Lenina fuera la imagen del Brave New 
World, éste dejaría de ser terrible. Cierto que cada uno de los 
gestos de Lenina está preformado socialmente y es parte de un 
ritual convencional. Pero al identificarse hasta el fondo con la 
convención, suprime la tensión de lo convencional con la natu-
raleza y, con esa tensión, la violencia ejercida por la injusticia 
de la convención: psicológicamente vista, la mala convención 
resulta siempre signo de una identificación insuficiente o malo-
grada. En el caso de Lenina, y si ésa fuera la imagen del Brave 
New World, resultaría superado el mismo concepto de conven-
ción. Gracias a la total mediación social, una segunda inmedia-
tez, una nueva humanidad se restablecería como de afuera a 
dentro. No faltan indicios de esto en la civilización americana. 
Pero Huxley construye humanidad y cosificación en rígida con-
tradicción, de acuerdo con toda la tradición novelística que tie-
ne por objeto el conflicto entre el hombre vivo y las petrificadas 
circunstancias. Huxley desconoce la promesa humanista de la 
civilización porque olvida que lo humano incluye en sí, junto 
con la contradicción de la cosificación, también la cosificación 
misma, y no sólo como condición antitética de la ruptura libe-
radora, sino también positivamente, como la forma —todo lo 
frágil e insuficiente que se quiera — que realiza la moción sub-
jetiva por el exclusivo procedimiento de objetivarla. Todas las 
ALDOUS HUXLEY Y LA U T O P Í A 111 
categorías iluminadas por la luz de la novela — familia, pater-
nidad, el individuo con su posesión— son ya productos de la 
cosificación. Huxley lanza ésta como maldición sobre el futu-
ro, sin penetrar en la presencia de esa misma instancia en la 
bendición de lo pasado, objeto de su invocación. Así se con-
vierte Huxlcy en involuntario portavoz de aquella nostalgia 
cuya afinidad con la cultura de masa ha sido tan penetrantemen-
te descubierta por su mirada fisiognómica en la canción de la 
retorta: "Bottle of mine, it's you I've always wanted! Bottle 
of mine, why was I decanted?... There ain't no Bottle in all 
the world Like thai dear Bottle of mine". 
La explosión del "salvaje" contra la amada no resulta, como 
acaso querría Huxley, protesta de la pura naturaleza humana 
contra la fría desvergüenza de la moda, sino que la justicia 
poética la presenta, a pesar del autor, como agresión de un 
neurótico al que Freud, tan maltratado por Huxley, podría de-
mostrar que el motivo de su crispada pureza es una homosexua-
lidad reprimida. El "salvaje" insulta a la "puta" como el hipó-
crita que tiembla de cólera santa contra aquello que él no pue-
de hacer. Al colocarle así en injusticia, Huxley se distancia de 
la crítica social. El verdadero titular de ésta en la novela es el 
alpha plus Bernard Marx, caricatura escéptica y simpatética 
de judío que se rebela contra el propio conditioning. Hu.xley 
sabe muy bien que los judíos son perseguidos como gente no 
totalmente adaptada, y que precisamente por eso su concien-
cia supera a veces el sistema social. Huxley no pone en duda la 
autenticidad de la visión critica de Bernard. Pero la atribuye 
a un tipo de minusvalencia orgánica, al inevitable inferiority 
complex, y, para colmo, el intelectual extremista judío se ve 
acusar, según esquema literario-ideológico rentable, de sno-
bismo vulgar y hasta de vergonzosa cobardía moral. Desde la 
creación ibseniana de Gregers Werle y Stockmann, y propia-
mente desde la filosofía de la historia hegeliana, la política 
cultural burguesa, en nombre de una concepción que contempla 
y pesa la totalidad, ha desenmascarado siempre como hijo au-
téntico — y a la vez aborto — del todo contra el que se resiste 
al que quiere cambiarlo, y ha insistido en que la verdad está 
siempre con el todo, ya sea contra el que se resiste, ya sea a 
través de él mismo. El novelista Huxley se solidariza con esa 
112 PBISMAS 
actitud aunque el profeta cultural Huxley odie la totalidad. 
Cierto que Gregers Werle arruina a los que quiere salvar, y 
que nadie que se levante por encima de la tontería está libre 
de la vanidad de Bernard Marx, por el hecho mismo de que se 
convencerá de su inteligencia. Pero la mirada externa que es-
tima los fenómenos libremente, superiormente, sin participar 
en ellos, creyendo levantarse por encima de la negación y su 
limitación, por encima de la resolución dialéctica, no es la mi-
rada de la verdad ni la de la justicia. La justicia no debe gustar 
la insuficiencia de lo mejor para comprometerlo ante lo peor, 
sino tomar de aquella insuficiencia aún más fuerza para la in-
dignación. A la subestimación de las fuerzas de la negatividad 
por su propia impotencia se añade la inanidad de la positividad 
puesta como absoluta frente a la dialéctica. Cuando en su de-
cisiva conversación con el world controller Mond el salvaje de-
clara que "what you need is something with tears of a change", 
la petulante e intencionada exaltación del sufrimiento no es 
una mera característica de irreductible individualismo, sino una 
apelación a la metafísica cristiana, que no promete más salva-
ción que la de después de la muerte y sólo a cambio del su-
frimiento. Pero como esa metafísica no se atreve a hacer acto 
explícito de presencia en la novela —que, a pesar de todo, 
está penetrada de espíritu ilustrado—, el culto del sufrimien-
to se convierte en absurdo fin en sí mismo, en tesoro de un es-
teticismo cuya alianza con las potencias oscuras no puede ha-
ber pasado inadvertida a Huxley; el "vive peligrosamente" 
nietzseheano, proclamado por el "salvaje" contra el tvorld con-
troller de resignado hedonismo, resultó adecuada consigna para 
el totalitario Mussolini, world conlroller él mismo. 
Enel lugar en que se discute un escrito biológico censiuado 
por el world controller aparece claramente el núcleo demasiado 
positivo de la novela. Se trata de "the sort of idea that might 
easily de-condition the more unsettled minds ainong the higher 
castes —make them lose their faith in happiness as the Sove-
reign Good and take to believing instead that the goal was 
somewhere beyond, somewhere outside the present human sphe-
re; that the purpose of life was not the maintenance of well-
being, but some intensification and refining of consciousness, 
some enlargement of knowledge". Por pálida, aguda, astuta y 
AI.DÜUS HUXLEY Y L'i UTOPÍA 113 
prudentemente que esté formulado el ideal, no escapa sin em-
bargo a su contradicloriedad. "Intensification and refining of 
consciousness" o "enlargement of knowledge" hipostatizan sin 
disimulo el espíritu frente a la práctica y a la satisfacción de 
las necesidades humanas. Pero, puesto que todo espíritu pre-
supone según su sentido el proceso de la vida social y la divi-
sión del trabajo, puesto que todo espíritu y todo lo espiritual 
está referido a existencia como a su "cumplimiento", y es por 
tanto también implícitamente una indicación a la práctica, co-
locar al espíritu en incondicionada y atemporal contradicción 
con las necesidades materiales significa eternizar el estadio de 
división del trabajo y de la vida. No hay nada espiritual, ni 
siquiera el sueño más irreal, que se haya concebido sin que su 
contenido comprendiera en sí objeti\'amente la modificación de 
la realidad material. No ha habido jamás emoción alguna, in-
terioridad alguna, que no significara en última instancia exte-
rioridad también; si se les sustrae esa intención —por subli-
mada que ésta sea—, espíritu, emoción, interioridad se con-
vierten en mera apariencia y falsedad. Ni la pasión de Romeo 
y Julieta, con ese olvido de sí mismo que Huxley convierte en 
algo así como un "valor", es un en-sí autárquico, sino que es 
espiritualidad, más que mero espectáculo del alma, en la me-
dida en que rebasa el espíritu y alude a la unión física de los 
cuerpos. Iluxlcy la traiciona con la ansiedad que significa. Pues 
la hermosura del "fue el ruiseñor, no fue la alondra" es in-
separable del simbolismo del sexo. Glorificar la canción coti-
diana por su trascendencia, sin pararse a oír cómo esta tras-
cendencia no descansa en sí misma, sino que quiere satisfa-
cerse, es tan vacío como la sexualidad fisiológicamente limitada 
del Brave New World, asesina del encanto que no puede con-
servarse por sí mismo. La vileza de hoy no es el predominio de 
la llamada cultura material sobre la espiritual: en los lamentos 
por ese predominio Huxley encontrará muchos colaboradores 
por él indeseados, a saber, los Arch-Community-Songsters de 
todas las neutralizadas denominaciones y concepciones del mun-
do. Lo verdaderamente digno de ataque sería la separación de 
la conciencia de su relación social, del lugar en que consegui-
ría su esencia. Precisamente el jorismós entre espiritual y ma-
terial, separación instituida por la philosphia perennis de Hux-
114 PRISMAS 
ley, la sustitución de la faith in happines por ese indeterminado 
y abstracto goal somewhere beyond, refuerza la situación co-
sificada cuyos síntomas le son insoportables, la neutralización 
de la cultura separada del proceso material de la producción. 
"Si a toda costa se quiere establecer una distinción entre ne-
cesidades materiales e ideales", ha dicho Horkheimer, "hay 
que insistir sin duda en la satisfacción de las materiales, pues 
en la satisfacción de éstas... está implícita la transformación 
de la sociedad. Esta satisfacción implica, por así decirlo, la 
sociedad justa, que proporciona a todos los hombres las me-
jores condiciones posibles de vida. Y esto significa la definitiva 
eliminación del mal dominio. En cambio, subrayar la aislada 
exigencia ideal lleva a un real absurdo. No es lícito subrayar el 
derecho a la nostalgia, al saber trascendente, a la vida peli-
grosa. La lucha contra la cultura en masa no puede llevarse 
adelante más que mostrando la conexión que existe entre la 
cultura masiíicada y la persistencia de la injusticia social. Es 
ridículo reprochar a la goma de mascar que perjudic[ue a la 
tendencia metafísica del sujeto; en cambio, probablemente po-
dría demostrarse que los beneficios de Wrigley y su palacio de 
Chicago se fundan en la función social de reconciliar a los hom-
bres con las malas condiciones de su vida y apartarlos de la 
crítica de éstas. Lo que hay que aclarar no es que la goma de 
mascar perjudique a la metafísica, sino que la goma de mascar 
es metafísica. No criticamos la cultura de masas porque dé de-
masiado al hombre o porque le haga la vida demasiado segura 
— quede esto para la teología luterana —, sino porque hace 
que los hombres reciban demasiado poco y demasiado malo, 
que capas sociales enteras — de dentro y de afuera — perma-
nezcan en espantosa miseria, que los hombres se adapten a la 
injusticia y que el mundo se fije como cristalizado en una si-
tuación en la cual hay que temerse, por una parte, gigantescas 
catástrofes y, por otra, la conjuración de astutas élites para 
mantener una paz muy dudosa". Frente a la esfera de la sa-
tisfacción de las necesidades, Huxley coloca como correctivo 
otra esfera que tiene la desgracia de parecerse sospechosamen-
te a esa esfera que los burgueses suelen llamar superior. Para 
hacerlo, parte de un concepto de necesidad invariable, propia-
mente biológico. Pero toda necesidad humana está histórica-
ALDOUS HUXLEY Y LA U T O P Í A 115 
mente mediada en su concreta manifestación. La estática apa-
rentemente asumida por las actuales necesidades, su fijación en 
la reproducción de lo Siempre Igual, es reflejo de la produc-
ción material, la cual, a causa de la eliminación del mercado 
y de la competencia con simultánea conservación de las rela-
ciones de propiedad, ha tomado un carácter estacionario. Cuan-
do termine osa estática la necesidad tendrá un aspecto comple-
tamente diverso. En el momento en que la producción se ponga 
incondicionada e ilimitadamente al servicio de la satisfacción 
de las necesidades —incluidas las producidas por el sistema 
que ha imperado hoy— las mismas necesidades se transforma-
i'án decisivamente. La intrincación de necesidad auténtica y 
necesidad falsa es algo que corresponde esencialmente a la fase 
actual. En ésta, la reproducción de la vida y la reproducción de 
su opresión constituyen una vmidad descifrable sin duda como 
ley del todo, pero no en sus detalles. Con bastante rapidez que-
dará un día claro que los hombres no necesitan las baratijas 
que les suministra la industria cultural ni la triste aristocracia 
que les proporciona la de primera categoría. La idea de que el 
cine, por ejemplo, es necesario para la reproducción de la fuer-
za de trabajo, como la vivienda y la alimentación, no es "ver-
dadera" más que en im mundo que dispone a los hombres ex-
clusivamente para la reproducción de la fuerza de trabajo e 
impone a sus necesidades la armonía con el interés de la oferta 
y del control social. La idea de que una sociedad emancipada 
suspire por el mal teatro de Lametta o por la mala sopa de De-
vory es absurda. Cuanto mejor sea la sopa, tanto más agrada-
ble será renunciar a Lametta. Cuando desaparezca la escasez 
se transformará la relación existente entre la necesidad y su 
satisfacción. Hoy día la necesidad de producir para las necesi-
dades en la forma mediada de éstas en y por el mercado y luego 
cristalizada en aparente naturalidad, es uno de los instrumen-
tos principales de la sujeción. No es lícito así pensar, escri-
bir, hacer ni producir nada que supere una situación que se 
mantiene sobre todo por las necesidades de sus sometidos. 
Pero es inimaginable que en una nueva sociedad la compulsión 
a la satisfacción de las necesidades pueda seguir actuando como 
una cadena. La actual sociedad ha negado satisfacción a muchas 
de sus necesidades inmanentes, pero, en cambio,ha mantenido 
116 PBISMAS 
atada la producción con el pretexto, precisamente, de esas ne-
cesidades. Ha sido una sociedad tan práctica cuanto irracional. 
Un orden que suprima la irracionalidad en la cual estuvo en-
vuelta la producción de mercancías, pero que al mismo tiempo 
satisfaga las necesidades, extirpará también el espíritu practi-
cista que se manifiesta aún incluso en la ateleología de l'art pour 
l'art burgués. Ese orden no supera sólo el tradicional antago-
nismo existente entre la producción y el consumo, sino tam-
bién su más reciente unidad en el capitalismo de estado, y con-
verge con la idea de que, según las palabras de Karl Kraus, 
"Dios no ha creado al hombre como consumidor ni como pro-
ductor, sino como hombre". Así deja de ser una vergüenza el 
que algo sea inútil. Pierde todo sentido la adaptación. La pro-
ductividad obrará entonces sobre la necesidad, en el sentido, 
pues, que le es auténtico: no silenciando lo insatisfecho con lo 
inútil, sino permitiendo que lo acallado se comporte ante el 
mundo sin tener que orientarse y disponerse según el principio 
de la utilidad universal. 
En su crítica de la íalsa necesidad Huxley mantiene la idea 
de la objetividad de la satisfacción. La monótona repetición de 
la frase Everybody's happy now se convierte en extrema acusa-
ción. Producidos los hombres por un orden fundado en el fra-
caso y la mentira, con imas necesidades que les inventa ese or-
den, la felicidad consistente en la satisfacción de esas imagina-
rias necesidades es realmente mala: es el último lazo que les 
ata a toda la maquinaria. En el mundo integral que no soporta 
el luto, el mandamiento de la Epístola a los Romanos, "llorad 
con los que lloran", tiene más validez que nunca, mientras que 
el "alegraos con los alegres" se ha convertido en burla sangrien-
ta: el poco de alegría que aún permite el orden a los ordenados 
se alimenta de la eternización del dolor. Por eso ya la mera re-
nuncia a la falsa felicidad resulta hoy día subversiva. La re-
acción de Lenina ante su "salvaje", el cual no puede soportar 
un film estúpido —Why did he go out of his way to spoil 
things?— es típica manifestación de esa densa y amplia ob-
nubilación. Lo de que hay que respetar a la gente como es, 
ha sido siempre principio de los que no la respetan. Pero, al 
mismo tiempo, la descripción de la irritación de Lenina con-
tiene el elemento de crítica a la propia visión de Huxley. Para 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 117 
él, la prueba de la nulidad de la felicidad subjetiva, según es-
calas de la cultura tradicional, significa sin más la nulidad de 
la felicidad en sí. En el lugar de ésta debe colocarse una onto-
logía de antiguo destilada a partir de la religión y la filosofía, 
que culmina en la afirmación de que la felicidad y el bien ob-
jetivamente supremo son inconciliables. Una sociedad que no 
aspire a nada más que a la felicidad marcha, según él, inevita-
blemente hacia la insanity, hacia la animalización mecánica. 
Pero la defensiva demasiado enérgica de Lenina traiciona inse-
guridad, la sospecha de que su tipo de felicidad esté destruido 
o corroído por la contradicción y de que, por tanto, no sea una 
verdadera felicidad según el propio concepto. Para darse cuen-
ta de la estupidez de aquel film —y, con ella, de la "desespe-
ración objetiva" del espectador— no hace falta ese farisaico 
recuerdo de Shakespeare. La esencia del film como mero doble 
y refuerzo de lo que ya existe aún sin él, su manifiesta super-
fluidad y su absurdo incluso en las horas de descanso mante-
nidas a nivel infantil, la inconciliabilidad de ese realismo de 
doble con la pretensión de ser imagen, todo eso se manifiesta c" 
la cosa misma, sin que haya que recurrir a la dogmática cita de 
vérités éternelles. El hecho de que el circulus vitiosus tan cui-
da iosaniente trazado por Huxley tenga sus lagunas no se debe 
a defectos de su construcción fantástica, sino a la idea de una 
felicidad subjetivamente completa y que en cambio sería ob-
jetivamente absurda. Si su crítica de la felicidad meramente 
subjetiva tiene valor, la idea de una felicidad meramente ob-
jetiva, hipostatizada y aislada de la pretensión humana, sucum-
be igualmente a la ideología. La causa de la falsedad es la co-
sificación de esa separación en rígida alternativa. Musíapha 
Mond, el raisonneur y advocatus diaboli del libro, el que en-
carna la más expuesta autoconsciencia del Brave New World, 
pone esa alternativa en fórmula. A la objeción del "salvaje" 
según la cual ese mundo degrada al hombre por la civiliza-
ción total, contesta Mond: "Degrade him from what position? 
As a happy, hard-working, gods-consuming citizen he's perfect. 
Of course, if you choose some other standard than ours, then 
perhaps you might say he was degraded. But you've got to 
stick to one set of postulates". En los dos sets of postulates pre-
sentados a elección como dos productos recién salidos de fá-
118 PRISMAS 
brica se trasparenta el relativismo: el problema de la verdad se 
convierte en una relación "si... entonces". Y así el mundo de 
los valores "profundidad" e "interioridad", aislado por Huxley, 
se convierte también en botín de la pragmatización. El "sal-
vaje" informa de que una vez, en una de sus ascéticas veleida-
des, se colocó con los brazos abiertos, apoyado en una roca, un 
día de gran calor, para sentir algo de lo que debe sentir un 
crucificado. Se le pide explicación y da la curiosa respuesta si-
guiente: "Because I felt I ought to. It Jesus could stand it. 
A.nd then, if one has done some thing wrong... Besides. I was 
unhappy, that was another reason". Si ya el propio "salvaje" 
no puede dar más razón de su religiosa aventura, elección del 
dolor, que el haber sufrido, no le será fácil responder suficien-
temente a su interrogador, cuando éste le diga que habría sido 
mucho más razonable tomar la eufórica y universal soma, para 
curarse de la depresión. En efecto, aún irracionalmente hispos-
tasiado, hecho casi existencia nuda, el mundo de las ideas sigue 
exigiendo justificación por la mera existencia: el mundo de las 
ideas es prescrito por gracia de a<|uella felicidad empírica que 
pretendía negar. 
La cruda alternativa de sentido objetivo y felicidad subje-
tiva, la tesis de su mutua exclusión, es el fundamento filosófico 
del resultado reaccionario de la novela. Según ese resultado ha)' 
que decidir entre la barbarie de la felicidad y la cultura como 
estadio objetivamente superior y que incluye en sí la infelicidad. 
"El progresivo dominio de la naturaleza y de la sociedad" — in-
tei-preta Herbert Mareuse — "elimina toda trascendencia, tanto 
la física cuanto la psíquica. La cultura, como rótulo complexivo 
de una de las caras de la contradicción, vive de incumplimiento, 
nostalgia, fe, dolor, esperanza, en una palabra, vive de lo que 
no es, sino que se anuncia en la realidad. Esto empero significa 
que la cultura vive de infelicidad". El núcleo de la conti^oversia 
es la tajante y rotunda disyunción de que no se puede tener lo 
uno sin lo otro, tener la técnica sin el death conditioning, tener 
el progreso sin la impuesta regresión infantil. Pero de esa dis-
cusión hay que destacar la idea insobornable de la constricción 
ideológica de la conciencia. Sólo el conformismo puede soportar 
el actual absurdo objetivo como mero accidente de la evolución. 
La involución es esencial a la consecuente evolución del domi-
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 119 
nio. La teoría no puede aceptar, con tranquila libertad de elec-
ción, aquello que le conviene de la tendencia histórica, dejando 
el resto. Todos los intentos de asumir una "actitud positiva" 
frente a la técnica, abogando porque se le infunda un sentido, 
son consuelos artificiales y propagandísticos, y sólo aprove-
chan al más discutible entusiasmo por el trabajo. La presión 
universal que ejerce el Brave New World es empero inconci-
liable según el concepto con aquella mortal estática que el libro 
pretende presentar como angustiosa pesadilla. No es casual 
que todoslos personajes principales del libro, incluso Lenina, 
presenten rasgos de enajenación mental subjetiva. El lo-uno-o-
lo-otro es falso. Ese estadio de total inmanencia tan cuidadosa y 
gustosamente pintado se trasciende a sí mismo, y no por medio 
de una selección externa e impotente de lo deseable y lo recu-
sable, sino por su misma estructura objetiva. Huxley sabe algo 
de la tendencia histórica que se impone por sí, por encima de 
los hombres. Esa tendencia es la autoalineación, la plena exte-
riorización del sujeto que se convierte a sí mismo en mero 
medio sin que ni siquiera exista un fin. Pero Huxley convierte 
en fetiche el fetichismo mismo de la mercancía. El carácter 
"mercancía" se le convierte en algo óntico, en algo en sí ante 
lo cual capitula, en vez de atravesar con la mirada todo ese fan-
tasma y verlo como forma refleja, como la falsa conciencia que 
el hombre tiene de sí mismo y que tendría que sucumbir con 
sus fundamentos económicos. Huxley no confiesa que la fantas-
magórica inhumanidad del Brave New World es una relación 
entre hombres —trabajo social— que se ha olvidado de sí 
misma: que el hombre cosificado es el hombre obnubilado 
frente a sí mismo. En vez de hacerlo, el novelista lanza uno 
tras otro fenómenos de fachada nada analizados, como el de 
"conflicto del hombre y la máquina". Aquello de que Huxley 
acusa a la técnica no está — como él mismo cree, tomándolo 
de los románticos fariseos— en su propio sentido, que es la 
eliminación del trabajo, sino que se sigue de su intrincación 
con las relaciones sociales de producción, como, por lo demás, 
se trasparenta en el libro mismo. Ni siquiera la inconciliabilidad 
del arte con la reproducción en masa, tal como se da hoy, pro-
cede de la técnica como tal, sino del hecho de que, bajo el 
dictado de esas absurdas relaciones que aún subsisten, la téc-
120 PRISMAS 
nica tiene que mantener la pretensión de individuación (el 
"aura", según la expresión de Benjamin) que no puede, sin 
embargo, cumplir. Ni la independización de los medios, que 
Huxley imputa a la técnica, arrebata innecesaria, casualmente 
lo suyo a los fines. Por el inconsciente camino de la conciencia, 
precisamente en el arte, ^ el ciego jugar con medios es capaz 
de poner fines y de desarrollarlos. La relación entre medio y 
fin, entre técnica y humanidad, no jDuede regularse según prio-
ridades ontológicas. La alternativa tiene como consecuencia la 
tesis de que la humanidad no debe luchar por salir de la des-
gracia. La humanidad queda así puesta ante la elección entre 
la recaída en una mitología que ya en el mismo Huxley es dis-
cutible y problemática, y el progreso hacia la total ilibertad de 
la conciencia. No queda lugar para un concepto del hombre (jue 
no estuviera aferrado ni por la constricción sistemática colec-
tiva ni por la contingencia de lo individual. La construcción 
que denuncia el estado mundial totalitario y que trasfigura re-
trospectivamente el individualismo que precisamente llevó a 
aquel estado, es ella misma totalitaria. La idea de Huxlcy, que 
no deja salida alguna, implica ya la liquidación de todo lo que 
no se absorbe en el estado. La consecuencia práctica del bur-
gués "siempre ha sido así y no puede ser de otro modo" es ya 
exactamente el pérfido "tienes que someterte" de los Brave 
New Wolds, totalitarios. Lo unívoco de la tendencia, lo recti-
líneo del concepto de progreso, tal como se presentan en la 
novela, se derivan de la limitada forma de desarrollo de las 
fuerzas productivas en la "prehistoria". Lo inevitable se pro-
duce en la utopía negativa mediante una retroproyección de 
aquella limitación de las condiciones de la producción, de la 
entronización — determinada por el principio del beneficio — 
del aparato productivo como propiedad de las fuerzas produc-
1. Scliumann escribe en cierta ocasión que en su juventud deseaba 
dar algo especial a su instrumento, el piano —el medio —, mientras que 
en su madurez no se interesó ya más que por la música— el fin. Pero 
la indiscutible superioridad de sus obras juveniles sobre las del período 
de madurez no puede separarse de la riqueza fantástica inagotablemente 
productiva de la frase pianística, base del claroscuro, de la quebrada 
armonía cromática y hasta de la densidad de la estructura de la compo-
sición. Los artistas no realizan por sí mismos la "idea". Esta realización 
compete más a logros técnicos, y, a menudo, a juegos escasamente acla-
rados, 
AL0OUS HUXLEY Y LA UTOPÍA 121 
tivas técnicas y humanas. En su profecía de la entropía de la 
historia Huxley se pone al servicio de la apariencia que multi-
plica necesariamente la sociedad contra la que él mismo se 
mueve. 
Huxley critica el espíritu del positivismo. Pero como tam-
bién su crítica se queda en los shocks sin rebasarlos, se queda 
en la inmediatez vivida, registrando como hecho incuestionado 
la apariencia social, él mismo se hace positivista. A pesar de su 
tono poco amable, Huxley canta al unísono con la crítica des-
criptiva de la cultura, que proporciona pretextos para rebustecer 
el dominio objeto de su acusación mediante sus mismos lamen-
tos sobre la inevitable ruina de la cultura. En nombre de la 
cultura, la civilización se precipita en la barbarie. En el lugar 
de los antagonismos, Huxley apunta a una especie de sujeto 
total sin contradicciones, un sujeto que sería la ratio tecnoló-
gica, y ve, naturalmente, entonces un simple desarrollo total. 
Ideas de este tipo son fachada, como las corrientes de "historia 
universal" y "estilo de vida". Huxley no consigue descifrar los 
síntomas de la unificación misma, cuya penetrante fisiognómica 
ofrece, como manifestaciones de una esencia antagónica, como 
manifestaciones de la presión del dominio, teleológicamente 
orientada a la totalidad. Pese a todos sus sarcasmos sobre el 
everybody's happy nowadays, su imagen de la historia contiene 
según su forma —la cual permite ver más de la esencia que la 
materia misma de los datos — un elemento profundo armonís-
tico. La concepción de un progreso ininterrumpido se diferencia 
de la liberal por los acentos, y no por la orientación de la mira-
da a la cosa. Como un liberal benthamiano pronostica Huxley 
un progreso hacia la mayor felicidad posible del mayor número 
posible; la única diferencia es que ese progreso, en el que con-
fía tanto como el liberal, no le gusta. El novelista condena el 
Brave New World con el mismo sentido común que condena 
con burlas en el Brave New World. Por eso en la novela abun-
dan tanto momentos sin análisis del tipo de concepción del 
mundo pasada por agua a la que Huxley es por lo general poco 
favorable. Lo perecedero como nulo, la historia como historia 
del mal, se contrastan con las invariantes, con la filosofía peren-
ne, Sol eterno del Cielo de las Ideas. Por eso se encuentran en 
primitiva antítesis la exterioridad y la interioridad: el mal, 
122 PBISMAS 
desde la generación artificial hasta la senilidad galopante, es 
simplemente inferido a los hombres, mientras que la categoría 
"individuo" se presenta con incuestionada dignidad. Un indivi-
dualismo sin reflexión se afirma así como si el terror que denun-
cia la novela no fuera él mismo un aborto de la sociedad indivi-
dualista. Se elimina del proceso histórico la espontaneidad del 
hombre individual, y a cambio de eso se escinde de la historia 
el concepto de individuo, convirticndolo en un fragmento de 
philosophia perennis. La individuación, fenómeno esencial-
mente social, se convierte también en Huxley en naturaleza in-
mutable. Y en vez de comprender la intrincación del individuo 
en la conexión culposa, comprensión que al menos tuvo la filo-
sofía burguesa en su momento culminante, se presenta la niveli-
zación empírica del individuo por el psicologismo. Siguiendo 
una tradición cuya omnipotencia más debería mover a la resis-
tencia que al respeto, el individuo se sitúa como idea en lo 
desmedido, pero, al mismo tiempo, el heredero del romanticismo 
de la desilusión declara a cada individuoconvicto y confeso de 
bancarrota moral. El reconocimiento de la nulidad del indivi-
duo, tesis socialmente verdadera, se lanza como carga a las 
espaldas del individuo privado. El hecho de que el individuo 
sea fungible, de que no sea él mismo, sino la "máscara de ca-
rácter" de la sociedad, es atribuido por el libro de Huxley, 
como por toda su obra, al individuo absolutizado, como culpa 
suya, como inautenticidad, falsedad, limitado egoísmo, como 
todo eso en que se puede apoyarse una psicología del yo su-
tilmente descriptiva. Con auténtico espíritu burgués, el indi-
viduo es para Huxiey, al mismo tiempo, todo —porque fue 
el origen del principio del orden de la propiedad— y nada, 
totalmente sustituible, como mero portador de la propiedad. 
Este es el precio que paga la ideología del individualismo por 
su propia falsedad. El fábula docet del romano es más nihilístico 
de lo que conviene a la sociedad que proclama. 
Pero con esto se hace injusticia incluso a lo factual, objeto 
del énfasis positivista. Con todas las utopías desarrolladas com-
parte la de Huxley un elemento de vanidad. Las cosas han 
sucedido de otro modo, y seguirán sucediendo de otro modo. 
Lo que fracasa no es la fantasía exacta, sino que la mirada al 
futuro como tal» la tarea de descifrar la facticidad de lo que no 
ALDOUS HUXLEY Y LA UTOPIA 123 
es, está tarada por la omnipotencia del orgullo. El momento 
antitético de la dialéctica no puede escamotearse mediante la 
consecuencia lógica, como, por ejemplo, intenta hacerlo el con-
cepto genérico de la Ilustración. El que lo intenta pierde lo no 
sxibjetivo, lo que no es "espiritualidad" autotrasparcnte, la sus-
tancia motora del movimiento dialéctico. La utopía bien pintada 
en todos sus detalles, por más provista que esté de elementos 
materialistas-tecnológicos, por más correcta que sea desde un 
punto de vista científico-natural, es por su base misma una 
recaída en la filosofía de la identidad, en el idealismo. Por ello 
le falla la irónica "corrección lógica" que busca siempre Huxley 
en sus prolongaciones de líneas existentes. Tan seguro como 
que el concepto — a sí mismo inconsciente— de ilustración 
total tiende hacia su propia inversión en irracionalidad, así lo 
es el que de ese concepto no puede deducirse si la inversión 
se producirá o si todo se quedará en tendencia. Las catástrofes 
políticas que se apuntan no pueden dejar intacta la órbita cen-
trífuga de la civilización técnica. Ape and Essence es el intento, 
un tanto precipitado, de corregir un error, error debido no a 
un escaso conocimiento de la física atómica, sino a la concep-
ción lineal de la historia y que. por tanto, no puede corregirse 
mediante añadidos, como es la elaboración de materias suple-
mentarias. Si la plausibilidad de las prognosis del Brave New 
World era demasiado simplista, las del segundo libro sobre el 
futuro — la religión del diablo, por ejemplo — tienen un estig-
ma de inverosimilitud que, dada la técnica realista de la novela, 
apenas puede defenderse como alusión a una alegoría filosófica. 
En la inevitable deficiencia del pensamiento se venga la limi-
tación ideológica de la concepción. La actitud sigue estando 
involuntariamente emparentada con la de la gran burguesía 
que afirma soberanamente que no defiende la subsistencia de 
la economía del beneficio por interés propio, sino por los hom-
bres todos, porque éstos no están maduros para el socialismo, 
y si no tuvieran que trabajar tanto como tienen que trabajar 
ahora no sabrían qué hacer con el tiempo libre. Sabidurías de 
este tipo no están simplemente comprometidas por el uso que 
se hace de ellas, sino que además carecen de contenido cognos-
citivo, pues cosifican a los hombres como datos en la medida en 
que deifican como instancia libre al observador. La misma friaj-
124 FBISMAS 
dad se encuentra en lo más íntimo de la construcción de Huxley. 
Lleno de ficticia preocupación por la desgracia que podría 
infligir al hombre la utopía realizada, sigue sosteniendo la 
desgracia mucho más directa y real que la utopía, al menos, 
mina. Es ocioso ponerse a llorar sobre lo que será del hombre 
el día que desaparezcan del mundo el hambre y la ansiedad. 
Pues ese mundo es un botín, gracias precisamente a la lógica 
de esa civilización a la que la novela no sabe levantar acusa-
ción más grave que la del aburrimiento de su Tierra de Jauja, 
inalcanzable por principio. Pese a toda la indignación contra el 
mal, en la base del libro hay una construcción de la historia 
que se toma su tiempo. Y a ese tiempo se atribuye todo lo que 
el hombre podría ser. La actitud respecto del tiempo y la his-
toria es una actitud parasitaria. La novela traslada, por así de-
cirlo, a los por nacer la culpa del presente. Y en ello se refleja 
el desgraciado "siempre ha sido así y siempre será igual", pro-
ducto final de la archiprotestante imbricación de interioridad y 
represión. Como el hombre está manchado por el pecado ori-
ginal y no es, por tanto, capaz de bien suficiente en la Tierra, 
la misma mejora del mundo se deforma en pecado. Pero la 
sangre de los por nacer no le sienta a la novela, que fracasa 
por la debilidad propia de un esquema vacío, aunque adornado 
a menudo por magníficos hallazgos. Como la trasformación de 
los hombres no puede ser calculada y se sustrae a la imagina-
ción anticipatoria, se sustituye por la caricatura de los hombres 
de hoy, según el arcaico y supergastado procedimiento de la 
"sátira". La ficción del futuro se inclina ante la omnipotencia 
del presente: lo que todavía no existió nunca se ridiculiza me-
diante el modesto efecto que lo presenta análogo a lo que ya 
existe, como dioses en operetas de Offenbach. Huxley ofrece 
como imagen del futuro más remoto el espectáculo que permi-
ten descubrir unos gemelos de ópera puestos del revés y apun-
tados a lo más inmediato y presente. El truco formal que con-
siste en hablar del futuro como si fuera pasado da así al conte-
nido una repugnante claridad de acuerdo. Los elementos gro-
tescos que se suman al presente por su confrontación con su 
propia prolongación en el futuro consigue el mismo tipo de risa 
que los dibujos de realística copia en los que, por caricatura, se 
agrandan las cabezas. El patético concepto de hombre eterno 
AUDOUS HUXLEY Y LA UTOPÍA 125 
resulta en realidad ser lo mismo que el concepto —• indigno del 
hombre— de la normalidad de ayer, de hoy y de mañana. Lo que 
hay que reprochar a la novela no es el momento contemplativo 
que tiene en común con toda filosofía y con toda representación, 
sino el que no asuma además en la reflexión el momento de 
una praxis capaz de reventar el infame continuo. La elección de 
la humanidad no tiene que decidir entre estado mundial tota-
litario e individualismo. Si la gran perspectiva histórica es algo 
más que la Fata Morgana de la mirada dispositiva, lo que tiene 
que considerar es la cuestión de si la sociedad va a determinarse 
por fin a sí misma o si va a provocar la catástrofe telúrica. 
MODA SIN TIEMPO 
SOBRE EL JAZZ 
Durante más de cuarenta años, desde que en 1914 estalló 
en América el entusiasmo contagioso por el jazz, éste se ha 
mantenido como fenómeno de masas. Su técnica, cuya pre-
historia se remonta hasta ciertas cancioncillas de la primera 
mitad del siglo xix, como Turkey in the Straw y Old Zip Coon, 
sigue siendo esencialmente la misma, a pesar de todas las suti-
lezas de los historiadores propagandistas. El jazz es una música 
que, con simplicísima estructura melódica, armónica, métrica y 
formal, compone en principio el decurso musical con síncopas 
perturbadoras, sin tocar jamás la monótona unidad del ritmo 
básico, de los tiempos siempre idénticos. Esto no quiere decir 
que no haya ocurrido nada en el jazz. Así, por ejemplo, el 
monocromo piano fue desplazado del predominio que tuvo en 
el ragtime y sustituido por pequeños conjuntos, generalmente 
de viento; así también las salvajes prácticas de las primeras 
Jazzbands del sur, principalmente de Nueva Orleans,o de las 
de Chicago, se han suavizado al ritmo de la creciente comercia-
lización y recepción, y aunque periódicamente se reaniman 
(por esfuerzo profesional), vuelven regularmente a sucumbir al 
negocio, llámense swing o bebop, o pierden siempre su filo. 
Pero el principio que inicialmente hubo que destacar exagera-
damente se ha hecho mientras tanto tan obvio que puede pres-
cindir de la acentuación del primitivismo rítmico antes necesa-
rio. El músico que hoy quisiera componer con aquella acen-
tuación resultaría ridículo, corny, pasado de moda como los 
MODA SIN TIEMPO 127 
vestidos de noche de 1927. La original rebeldía se ha conver-
tido en conformismo de segundo grado, y la forma de reacción 
del jazz se ha sedimentado de tal modo que toda una juventud 
oye ya primariamente en síncopas, sin percibir apenas el ori-
ginario conflicto entre esas síncopas y el metro fundamental. 
Pero todo eso no cambia nada en la absoluta monotonía que nos 
plantea el enigma de cómo millones de hombres siguen sin 
cansarse de tan monótomo estímulo. Winthrop Sargeant, hoy 
mundialmentc conocido como redactor artístico de la revista 
Life y al que se debe el libro mejor, de más confianza y más 
reflexivo sobre este tema, escribió hace diecisiete años que el 
jazz no es en modo alguno un nuevo idioma musical, sino "in-
cluso en sus manifestaciones más complejas, asunto simplicísi-
mo, fórmulas incansablemente repetidas". Es probable que con 
esa claridad la cosa no pueda ser apreciada más que en América: 
en Europa, donde el jazz no se ha convertido aún en institución 
cotidiana, ocurre además que sus fieles, los que lo manejan con 
pretensiones de concepción del mundo, se inclinan a interpre-
tarlo erróneamente como irrupción de una naturaleza origina-
ria y sin trabas, como un triunfo sobre los bienes de cultura 
"museales". Pero por indudable que sea la presencia de elemen-
tos africanos en el jazz, no menos lo es el que todo lo irrefre-
nado en él se adaptó desde el primer instante a un esquema 
estricto, y que al gesto de rebelión se asoció siempre en el jazz 
la disposición a una ciega obediencia, al modo como, según la 
psicología analítica, ocurre al tipo sadomasoquístico, que se 
subleva contra la figura paterna pero la sigue admirando secre-
tamente, querría imitarla y disfruta aún en última instancia la 
odiada sumisión. Precisamente esta tendencia favoreció la stan-
dardización, el despedazamiento y el enrigidecimiento comer-
ciales del medio. La verdad del proceso no es que perversos 
mercaderes hayan violentado desde fuera la voz de la naturale-
za, sino que el jazz se procura por sí mismo esa violencia co-
mercializada y provoca por sus propios usos el abuso contra 
el que luego se indignan los puristas del jazz puro y sin aguar. 
Ya los negro spirituals, preformas del blue, enlazan seguramen-
te, como música de esclavos que son, el lamento contra la ili-
bertad con la servil confirmación de la misma. Es, por lo demás, 
difícil aislar los auténticos elementos negros del jazz. Es indu-
128 PEISMAS 
dable que el proletariado en harapos de raza blanca ha tomado 
también parte en la prehistoria del jazz antes de que éste se 
presentara en primer término, bajo las candilejas de una socie-
dad que parecía estar esperándole, pues ya tenía familiaridad 
con sus impulsos gracias al cake-walk y al step. 
Pero precisamente la pobreza de procedimientos y de carac-
terísticas, la rigurosa exclusión de toda base sin reglamentar, es 
lo que hace tan difícil de entender la tenacidad de esta espe-
cialidad tan mísera que casi no se provee de novedad y varia-
ción más que para fines publicitarios. A pesar de haberse asen-
tado como para una pequeña eternidad — y ello en medio de 
una fase no precisamente estática— sin dar la menor señal 
de estar dispuesto a ceder algo en su monopolio —pues no 
hace más concesión que la de adaptarse al auditor ocasional, 
que puede estar ya muy entrenado o ser en cambio un pxiblico 
atrasado e indiferenciado —, el jazz no ha perdido nada de su 
carácter de moda. Esto que se está montando y organizando 
desde hace ya cuarenta años es tan efímero como si no durara 
más que una temporada. El jazz es un manierismo de interpre-
tación. Y, como ocurre en toda moda, de lo que se trata es de 
la presentación, y no de la cosa; lo que se hace es la perma-
nente a la música fácil, a los más desalados productos de la 
industria de la canción. No se compone jazz como tal. Los fa-
náticos — que en americano se dan el nombre abreviado de 
fans — se dan probablemente cuenta de ello, y por eso invocan 
con predilección los rasgos de improvisación en la ejecución. 
Pero todo eso es viento. Cualquier adolescente que salga algo 
listo sabe hoy en América que la actual rutina apenas da lugar 
a la improvisación, y que lo que se presenta en público como 
improvisación espontánea ha sido aprendido cuidadosamente, 
con mecánica precisión. Pero incluso en los insólitos casos en 
que se dio improvisación, y en los conjuntos inconformistas o 
de oposición que acaso aún hoy la cultiven por gusto propio, el 
material único es la canción trivial comercial y de éxito. Por 
ello las llamadas improvisaciones se reducen a paráfrasis más 
o menos pobres de las fórmulas básicas, bajo cuya máscara se 
adivina el esquema a cada momento. Las mismas improvisa-
ciones están ampliamente reguladas y se repiten constantemen-
te. Todo lo que puede darse en el jazz está tan limitado como 
MODA Sm TIEMPO 129 
pueda serlo un elemento especial del corte de traje que esté de 
moda. En vista de la plétora de posibilidades de hallar y ti-a-
tar material musical incluso en la asiera de la música de dis-
tracción y sociedad —si es que realmente son necesarios esos 
materiales —- el jazz resulta de absoluta pobreza. Su manera 
de aplicar las técnicas musicales a disposición es totalmente 
arbitraria. Ya la mera prohibición de modificar con viveza el 
compás de la pieza según su proceso pone tan estrechos límites 
a la composición y a la ejecución que el aceptarla exige más 
regresión psicológica que conciencia estética estilística. No 
menos pesadas son las restricciones de naturaleza métrica, ar-
mónica y formal. La monotonía del jazz no descansa, vista en 
su conjunto, en una básica organización del material en la que, 
como en cualquier lengua articulada, la fantasía pudiera mo-
verse libre y sin inliibiciones, sino en la entronización exclu-
siva de unos cuantos trucos, fórmulas y clisés bien definidos. 
Es como si uno se aferrara convulsivamente al atractivo de lo 
en vof^iie y se negara a reconocer la expresión de una fecha 
resistiéndose a arrancar la correspondiente hoja del calendario. 
Es moda que se entroniza como cosa permanente y pierde pre-
cisamente por eso la dignidad de la moda, que es la dignidad 
de la caducidad. 
Para entender por qué imas pocas recetas son capaces de 
describir una entera esfera como si no existiera nada más habrá 
que liberarse ante todo de la fraseología de vitalidad y ritmo 
del tiempo que formulan adoratoriamente la publicidad, sus 
ejércitos periodísticos y hasta — al final — las mismas víctimas. 
Como riqueza rítmica, la que ofrece el jazz precisamente no 
puede ser más escasa. La música seria, desde Brahms en ade-
lante, había descubierto mucho antes que el jazz todo lo que 
en éste puede llamar la atención, y no se había detenido en 
ello. Aún más absolutamente discutible es eso de la vitalidad 
del jazz, la vitalidad de un procedimiento de fabricación en 
cadena que tiene standardizadas incluso sus irregularidades. 
Los ideólogos del jazz — especialmente en Europa — cometen 
130 PRISMAS 
el en-or de tomar una suma de efectos calculados y experimen-
tados psicotécnicamente por expresión del estado anímico pro-
vocado en el auditor por la industria misma; lo mismo sería 
considerar que esas estrellas cinematográficas, cuyos rostros 
llanos o torturados se estilizan según retratos de célebres perso-
najes, son, sin más y por ello, seres como Lucrecia Borgia o Lady 
Hamilton,o hasta creer que estas mismas han sido sus propios 
modelos. Todo eso que parece obstinada inocencia de selva 
virgen para el entusiasmo de los fieles es, al cien por ciento, 
mercancía fabril, incluso en los casos en que —como en las 
audiciones especiales — la tienda tiene un stand para la venta 
de espontaneidad. La paradójica inmortalidad del jazz arraiga 
en la economía. La competencia en el mercado cultural ha pro-
bado que una serie de rasgos, como síncopa, sonido semivocal 
y semiinstrumental, armonía impresionista e imprecisa, instru-
mentación exuberante según el principio de "esta casa no ahorra 
materia prima" son elementos de especial éxito. Esos elemen-
tos van siendo entonces seleccionados y caleidoscópicamente 
combinados en productos de aparento novedad, sin que tenga 
lugar la más ligera interacción entre el esquema total y los no 
menos esquemáticos detalles. Lo único que ha quedado, in-
cluyendo el procedimiento mismo petrificado, son los resulta-
dos de una competencia que acaso no fue nunca muy libre. La 
petrificación ha sido probablemente favorecida de un modo es-
pecial por la radio. Las inversiones que se esconden en las name 
bands, en las orquestas de jazz que se hacen célebres gracias a 
una propaganda científicamente dirigida, y aún más, acaso, el 
dinero gastado por las empresas que compran tiempo de emi-
sión para su publicidad, cubriéndolo con best-sellers musica-
les como la hit parade, convierten cualquier divergencia en 
verdadero riesgo. Además, la standardización significa el ro-
bustecimiento del dominio duradero sobre las masas de oyentes 
y sobre sus conditioned reflexes. Se espera de ellas que no 
pidan sino exclusivamente aquello a que se las ha acostumbra-
do, y que se encolericen si algo no corresponde a las exigencias 
cuyo cumplimiento es para ellos algo así como los derechos del 
hombre del cliente. Si a pesar de todo se realizara en la música 
ligera el intento de abrirse camino con algo diferente, ese inten-
MODA SEM TIEMPO 131 
to tendría asegurado de antemano el fracaso por causa de la 
concentración económica. 
En el hecho de que resulte insuperable algo que, según su 
esencia, es casual y arbitrario, se reflejan elementos de la arbi-
trariedad de los actuales controles sociales. Cuanto más plena-
mente elimina la industria cultural cualesquiera desviaciones, 
recortando así las posibilidades de desarrollo de su propio me-
dio, tanto más se acerca a la estática la empresa ruidosa y diná-
mica. Al modo como ninguna pieza de jazz conoce historia (en 
sentido musical), al modo como todos sus elementos son por así 
decirlo desmontables, sin que ni un solo compás se siga de una 
lógica de desarrollo, así también esta moda sin tiempo se con-
vierte en símbolo de una sociedad congelada según plan y que 
no dista mucho de la pesadilla del Brave New World de Huxley. 
Consideren los economistas si ello es expresión ideológica o in-
dicación al menos, de una tendencia de la sociedad superacu-
muladora a retrotraerse en involución al estado de la simple 
reproducción. El temor que alimenta el Thorstein Veblen ra-
dicalmente decepcionado de sus últimos escritos — el temor, 
esto es, a que el juego de fuerzas económico y social se para-
lice en una situación negativa, ahistórica y jerarquizada, en 
una especie de sistema feudal potenciado — es seguramente 
de poco probable realización, pero es en cambio la verdadera 
aspiración íntima del jazz. La imago del mundo técnico contiene 
ya algo ahistórico que éste utiliza como mítica ficción de eter-
nidad. La producción planeada parece retirar al proceso vital, 
del que extirpa lo no dirigido, prevesible y precalculable, tam-
bién lo propiamente nuevo, sin lo cual la historia es difícilmente 
concebible; y la forma del producto en masa standardizado co-
munica también a la sucesión temporal la expresión de la 
persistente identidad. Resulta paradójico que una locomotora 
de 1950 sea diversa de una de 1850: por eso se decoran a veces 
los más rápidos trenes modernos con fotografías de antigüeda-
des ferroviarias. Desde Apollinaire, los superrealistas, que tienen 
bastantes cosas en común con el jazz, se han referido a esa capa 
experiencial: "ici méme les automobiles ont l'air d'étres an-
ciennes". Inconscientemente han pasado a la moda sin tiempo 
huellas de esto; el jazz, que en vano se solidariza con la técnica, 
parece un acto cultural de rigurosa repetición y propiamente 
132 PRISAUS 
sin objeto, y así colabora en el tejido del "velo tecnológico", 
fingiendo que el siglo xx es un Egipto de esclavos y dinastías 
sin fin. Lo finge: pues la técnica, aunque se simboliza por la 
rueda que gira uniformemente, desarrolla sus propias fuerzas 
hasta lo inconmensurable, y se encuentra bloqueada por una 
sociedad con tensiones que llevan al hombre adelante, cuya 
irracionalidad sigue siendo un dato y que lanza sobre los hom-
bres más historia de la que éstos querrían. La atemporalidad no 
es de la técnica, sino que la proyecta sobre la técnica una cons-
titución mundial que no querría modificarse más, para no su-
cumbir. Pero lo malo, casual y bajo (|ue se instituye entonces 
como principio general mueslra la falsedad de esa imperecibi-
íidad. Los señores de los actuales imperios de los mil años ^ 
tienen el aspecto de criminales, y la gesticulación que se hace 
perenne en la cultura masiva es precisamente la gesticulación 
de asociales. El hecho de qi'e precisamente el truco de la síncopa 
se hiciera con la dictadura musical sobre las masas advierte de 
la usurpación, de la existencia de controles totalitarios irracio-
nales en su finalidad última a pesar de toda la racionalidad de 
sus medios. Hay en el jazz, expuestos y visibles, mecanismos 
que, en verdad, pertenecen a toda la ideología actual, a la indus-
tria cultural entera. Y están visibles y en la superficie porque 
no es tan fácil en música clavarlos bien en el fondo — sin cono-
cimientos técnicos —, como lo es, por ejemplo, en el cine. Pero 
también el jazz toma sus precauciones. En paralelismo con la 
standardización procede la pseudoindividualización. Cuanto 
más estrechamente obedecen los oyentes al tirón de la brida, 
tanto menos deben sentirlo. Se les explica que están en presen-
cia de un "arte de consumidores" que se les ha cortado a la 
medida. Los efectos específicos con los que el jazz rellena su 
esquema, y especialmente la misma síncopa, se presentan siem-
pre como explosión o caricatura de una subjetividad aún no 
apresada — y que quiere vírtualmente ser la del oyente— o 
bien como refinado matiz en honor suyo. Pero el método queda 
preso en su propia red. Mientras constantemente promete al 
oyente algo distinto, mientras instiga su atención y tiene que 
1. Alusión al tausendjährige Reich (El Reich de los mil años) hit-
leriano. (N. del T.) 
MODA SIN TIEMPO 133 
destacarse de la gris monotonía, debe por otra parte guardarse 
de superar la órbita previamente fijada; tiene que ser siempre 
nuevo y siempre lo mismo. Por eso están las desviaciones tan 
standardizadas como los standards mismos, y por eso se retiran 
en el mismo momento en que se presentan: como toda la indus-
tria cultural, el jazz no satisface deseos más que para negarlos 
al mismo tiempo. Por mucho que el sujeto de jazz, el repre-
sentante del oyente en la música, se comporte extrañamente, 
caprichosamente, sigue sin ser nunca él mismo. Los rasgos indi-
viduales que no concuerdan con la norma están predetermina-
dos y prefigurados por ésta: son signos de la mutilación. Lleno 
de temor se identifica el jazz con la sociedad que lo teme por-
que hizo de él lo que es. Esto da al ritual del jazz su afirmativo 
carácter, el carácter de recepción en una comunidad de esclavos 
iguales. Bajo su signo puede apelar el jazz, con diabólica buena 
conciencia, a las mismas masas de oyentes. Unos procedimien-
tos standard que reinan indiscusos y se manejan durante mucho 
tiempo acaban por producir también reacciones standard. 
Resulta demasiado ingenua la opinión de que con un merocambio de programación — como el cambio en que piensan 
algunos bienintencionados pedagogos— fuera a conseguirse 
para el hombre violentado algo mejor o simplemente algo di-
verso. Cualquier cambio serio de la política de programación 
sería rechazado con indignación si no superara ampliamente 
todo el ámbito de la industria de la cultura. La población está 
tan acostumbrada al abuso que se le infiere que no consigue 
renunciar a él ni siquiera cuando lo advina a medias; por el 
contrario, tiende a reforzar conscientemente su propio entu-
siasmo para convencerse de que la humillación es homenaje. 
El jazz esboza esquemas de un comportamiento social al cual 
están obligados los hombres sin necesidad de que el jazz lo 
esquematice. Los hombres ejercitan entonces en el jazz ese 
comportamiento, y se aficionan además a él porque les hace 
más fácil lo inevitable. El jazz reproduce su propia base de 
masas sin que por eso resulten menos culpables sus fabricantes. 
La eternidad de la moda es un circulus vitiosus. 
134 PKISMAS 
Como de nuevo ha subrayado David Riesman, los partida-
rios del jazz se reparten entre dos grupos muy claramente sepa-
rados. En el intei-ior viven los expertos, o aquellos que se tienen 
por tales, pues muy a menudo los fanáticos que hacen tanto 
ruido con la terminología que ellos mismos han propagado y 
que distinguen con pretenciosa contundencia estilos de jazz, 
son casi incapaces de dar cuenta de eso que según ellos les 
arrastra y entusiasma si se les pide que lo hagan con precisos 
conceptos técnico-musicales. En general, y con una confusión 
que hoy día puede observarse en todas partes, se consideran 
gentes de vanguardia. Entre los síntomas de la decadencia de 
la educación no es el menos importante el que consiste en que 
la distinción entre arte autónomo "superior" y arte comercial 
"ligero" —por discutible que sea esa distinción— sin ser pe-
netrada críticamente, ha dejado ya, simplemente, de ser perci-
bida. Luego de que algunos derrotistas intelectuales lanzaran 
este último contra aquél, los banáusicos campeones de la indus-
tria cultural han adquirido además la seguridad orgullosa de 
marchar en la vanguardia del espíritu de la época. La distinción 
organizada de "niveles culturales", según el esquema lowbrow, 
middlebrow y highbrow, para oyentes del primer programa, del 
segundo y del tercero, ^ es una cosa repugnante. Pero para su-
perarla no basta con que sectas lowbrows se declaren ellas mis-
mas highbrows. El justificado malestar cultural ofrece un pre-
texto — no un fundamento— para glorificar la racionalizada 
producción en masa que rebaja toda cultura, la vende en Hqui-
dación y no la trasciende en absoluto, presentándola como 
irrupción de un nuevo sentimiento cósmico, mezclándola en la 
publicidad con el cubismo, la lírica de EHot y la prosa de Joyce. 
1. Estas expresiones son hoy comunes también en Europa, en el len-
guaje técnico profesional de la radio y la televisión. El tercer programa 
(segundo en los países en que no hay más que dos) da emisiones de más 
"calidad". Por ejemplo, en centenarios como el de Bach o el de Mozart, 
el primer programa trasmite algún concierto socialmente importante, mien-
tras el tercero (o segundo) organiza durante meses la audición de todas 
las obras de Bach o de Mozart, con comentarios históricos y técnicos. 
(N. del T.) 
MODA SIN TIEMPO 135 
Regresión no significa originariedad, sino que esta palabra cifra 
la ideología de aquélla. Aquel que ante la creciente respeta-
bilidad de la cultura en masa se deje tentar y tome un bailable 
por arte moderno porque hay un clarinete que grazna notas 
falsas, o tome por música atonal un trítono equipado con dirty 
notes ha capitulado ya ante la barbarie. La cultura degenerada 
en cultura recibe el castigo condigno: a medida que difunde 
sus abusos se la confunde cada vez más desesperadamente con 
su propia basura. Un analfabetismo consciente de sí mismo y 
para el cual la estulticia del exceso tolerado es el reino de la 
libertad, se venga del privilegio en la educación. En su débil 
rebelión están ya dispuestos a doblegarse tal como se lo enseña 
en jazz, al integrar tropezón y destiempo con el paso de la 
marcha rebañega. Es notable el parecido del tipo del entusiasta 
del jazz con el del joven adepto del positivismo lógico, que se 
sacude la educación filosófica con el mismo celo con el que aquél 
renuncia a la musical. Se trata de entusiasmo surgido de la 
intimidación, y sus emociones se aferran a una técnica hostil a 
todo sentido. Se sienten protegidos en un sistema tan perfecta-
mente definido que no pueden escabullirse los errores, y la re-
primida nostalgia por lo que pueda estar fuera del sistema se 
manifiesta en un odio impaciente y en una actitud en que se 
funde la sabihondería del iniciado con la pretensión del que 
está más allá de toda ilusión. La exultancia triunfal de la trivia-
lidad, la prisión en lo superficial como certeza absoluta, basta 
para explicar la cobarde negativa a toda reflexión sobre sí 
mismo. Todas estas formas ya viejas de reacción han perdido 
recientemente su inocencia, se presentan como filosofía y co-
bran así finalmente su propia maldad. 
En torno a los entendidos en una cosa en la que hay muy 
poco que entender, aparte de algunas reglas de juego, cristali-
zan luego los vagos o inarticulados partidarios. Generalmente 
se embriagan con la gloria de la cultura masiva, manipulada por 
ésta; igual podrían asociarse en clubs adoradores de estrellas 
cinematográficas, o bien coleccionar firmas de personalidades de 
otro tipo. Lo que les importa es la dependencia como tal, la 
identificación, sin muchos problemas en cuanto al contenido de 
cada ocasión. Si se trata de muchachas, se han entrenado ya para 
desmayarse al oír la voz de un crooner, de un cantor de jazz. 
136 PRISMAS 
Su aplauso, que se desencadena disciplinada y generosamente 
a una señal luminosa del director de las emisiones con público, 
se transmite como un elemento más del programa popular. Ellas 
mismas se llaman ptterburgs, i escarabajos realizando movimien-
tos reflejos, actores interpretando su propio éxtasis. El entusias-
marse por algo, el tener una cosa supuestamente propia es para 
ellas una compensación de su miserable existencia sin formas. 
Así se socializa la actitud de la adolescencia, decidida a entii-
siasmarse por esto o por lo otro y de un día para otro, con la 
posibilidad siempre presta de condenar mañana como tontería 
lo que hoy se adora con pasión. En Europa se pasa a menudo 
por alto el hecho de que los fieles europeos del jazz no se pare-
cen ya nada a los americanos. Lo excesivo, lo indisciplinado que 
todavía se siente en el jazz en Europa ha desaparecido ya en 
América. El recuerdo del anárquico origen que el jazz tiene en 
común con todos los movimientos de masas de que esta época 
ha visto la recepción está radicalmente reprimido, por más que 
pueda seguir existiendo bajo tierra. Lo que existe en América 
es el jazz como institución, taken for granted, desinfectado y 
bien lavado. Pero todos los entusiastas del jazz, en todos los 
países, tienen en común el momento de la docilidad manifiesto 
en el paródico frenesí. Por ello recuerda su juego la animal 
seriedad de los séquitos en los estados totalitarios, por más que 
la diferencia entre el juego y la seriedad tenga en su fondo la 
diferencia entre la vida y la muerte. Un anuncio de publicidad 
de cierto bailable tocado por una célebre name hand tenía el 
texto siguiente: "Follow Your Leader, X. Y.". Mientras en las 
dictaduras europeas los caudillos de ambos matices tronaban 
contra el decadentismo del jazz, la juventud de los otros países 
&e dejaba electrizar — como por marchas militares — por los 
bailes sincopados, cuyas orquestinas proceden técnicamente de 
la música militar, y no por casualidad. Y la división entre fuerzas 
de choque y séquito inarticulado tiene algo de la distinción 
entre élite de partido y restante base popular. 
1. Literalmente, "bichos nerviosos". (N.del T.) 
MODA Sm TIEMPO 137 
El monopolio del jazz se basa en la exclusividad de la oferta 
y en la prepotencia económica que hay detrás de ella. Pero ese 
monopolio habría sido destruido ya hace mucho tiempo si esa 
especialidad omnipresente no contuviera un elemento de gene-
ralidad sobre el cual dirigirse a los hombres. El jazz tiene que 
poseer una "base de masas", en algún momento tiene que enla-
zar la técnica con los sujetos, momento que remite luego a la 
estructura social y a conflictos típicos entre el yo y la sociedad. 
En busca de ese momento puede pensarse ante todo en el 
excentric-clown, o se puede buscar paralelismos con viejos cómi-
cos del cine. En el jazz se rechaza la manifestación de la debi-
lidad individual y se confirma el tropiezo en la marcha como 
una especie de habilidad superior. En la integración de lo aso-
cial el esquema del jazz entra en contacto con el esquema, 
idénticamente standardizado, de la novela policíaca y de sus 
injertos, en la que el mundo se deforma — o descubre — siste-
máticamente de tal modo que resulte que lo asocial, el crimen, 
es la norma cotidiana, eliminando al mismo tiempo, como por 
arte de magia, la atractiva y amenazadora agresión mediante la 
indefectible victoria del orden. Probablemente la única teoría 
adecuada a estos hechos sea la psicoanalítiea. El objetivo del 
jazz es la reproducción mecánica de un momento regresivo, 
una simbólica de la castración que parece decir: abandona la 
reivindicación de tu masculinidad, cástrate como proclama y 
ríe el eunucoide sonido de la Jazzband, y serás premiado con la 
admisión en una asociación de hombres que participará contigo 
del secreto de la impotencia, entrevisto en el instante del rito 
de iniciación. ^ Esta interpretación del jazz no es arbitraria ni 
exagerada. Los molestos enemigos del jazz tienen ideas más 
claras acerca de las implicaciones sexuales del mismo que sus 
apologistas, como podría documentarse con innumerables luga-
res y detalles de la música y de las palabras de las piezas. En su 
1. La teoría está desarrollada en el estudio Über Jazz aparecido en 
1936 en la Zeitschrift für Sozialforschung (pág. 252 ss.), que se completa 
con la crítica de los libros de Sargeant y Hobson en los Studies in Phi-
losophy and Social Science, 1941, pág. 175. 
138 PRISMAS 
libro American Jazz Music, Wilder Hobson describe la actua-
ción de un antiguo director de orquesta de jazz llamado Mike 
Riley, el cual manifestaba su musical excentricidad sometien-
do sus instrumentos a verdaderas mutilaciones. "The band 
squirted water and tore clothes, and Riley offered perhaps the 
greatest of trombone comedy acts, an insane rendition of Dinah 
during which he repeteadly dismembered the horn and reas-
sembled it erratically until the tubing hung down like brass 
furnishings in a junk shop, with a vaguely harmonic honk still 
sounding from one or more loose ends". Ya antes Virgil Thomson 
había comparado las hazañas del célebre trompeta de jazz, 
Armstrong, con las de los grandes castrados del siglo xviii. En 
todo este ambiente vale el uso lingüístico que distingue entre 
long-haired y short-haired musicians. Estos últimos son los mú-
sicos de jazz que ganan dinero y pueden permitirse un cuidado 
aspecto exterior; los otros, caricatura en cierto modo de la ima-
gen del pianista eslavo de largas melenas, caen bajo el despec-
tivo estereotipo del artista hambriento que desprecia al mismo 
tiempo con desparpajo las exigencias convencionales. Tal es el 
contenido explícito de esas expresiones. Pero no hará falta ex-
plicar cuál es el significado no explícito de esos cabellos corta-
dos. En el jazz se proclaman en dominio permanente los filisteos 
que atan a Sansón. 
Los filisteos, realmente. ^ Pues mientras que el simbolismo de 
la castración queda profundamente recubierto en el desarrollo 
y cumplimiento del jazz, desdibujado por la institución de lo 
Siempre-Igual y borrado de la conciencia (aunque acaso más 
potente precisamente por ese disimulo), las prácticas del jazz 
tienen como significación social el llevar casi hasta la fisiología 
del sujeto el permanente reconocimiento de un mundo realista 
sin sueños, hmpio de todo recuerdo de cualquier cosa que aún 
pudiera sustraerse a la garra de la realidad presente. Para com-
prender el fenómeno de la base de masas del jazz hay que tener 
presente el tabú impuesto en América sobre toda expresión 
artística, incluso sobre la infantil, a pesar de la importancia de 
la industria artística oficial. (La progressive education, que de-
1. Philister es expresión consagrada desde Heine para nombrar al 
conformista intelectual y social. (N. del T.) 
MODA SIN TtEMPO 139 
fiende la libre producción expresiva individual y llega incluso 
a proclamar como fin en sí misma la capacidad de expresión, 
no es más que una reacción a esa situación de tabú). El artista 
es en parte tolerado y en parte incluido organizadamente, como 
"agente de distracción", como funcionario, en la esfera del con-
sumo, sometido a la obligación de prestar concretos servicios 
como los de un camarero muy bien pagado; al mismo tiempo, 
el estereotipo del artista coincide con el del introvertido, el 
loco egocéntrico y, frecuentemente, el homosexual. En el caso 
de los artistas profesionales esas cualidades pueden ser tolera-
das por la sociedad americana, y hasta en muchos casos puede 
exigirse del artista el escándalo de su vida privada como parte 
de la diversión que debe suministrar; pero, en cambio, cual-
quier otra persona que no sea artista profesional, que exprese 
mociones artísticas espontáneas, no previamente determinadas 
por la sociedad, se hace sin más sospechosa. Un niño más aficio-
nado a oír música seria o a tocar el piano que a contemplar 
un partido de baseball en el estadio o por televisión sufrirá 
mucho en su clase o en cualquier grupo al que pertenezca 
— grupo que siempre encarna para él más autoridad que los 
padres o los maestros — porque resultará ser el sissy del grupo, 
el débil y afeminado. La misma amenaza de castración que se 
simboliza y domina en el jazz por vías mecánico-rituales se 
yergue ya contra la mera moción expresiva. Pero precisamente 
en los años de desarrollo hacia la madurez es ineliminable la 
necesidad de expresión (que, desde el punto de vista de su 
calidad objetiva, puede perfectamente no ser nada artística). 
Los adolescentes no están aún totalmente sometidos a la vida 
lucrativa y a su correlato anímico, el "principio de realismo". 
Sus impulsos estéticos no son por tanto totalmente suprimidos 
por la opresión, sino simplemente desviados. El jazz es el ins-
trumento preferido para desviarlos. Para las masas juveniles 
que acuden año tras año a la moda sin tiempo —probable-
mente para olvidarla de nuevo a los pocos años — el jazz es un 
compromiso entre la sublimación estética y la adaptación social. 
Con el jazz se permite seguir viviendo al elemento "no realista", 
prácticamente inutilizable, imaginativo, siempre y en la medida 
en que ese elemento se modifique hasta el punto de irse asimi-
lando incansablemente al aparato real, repitiendo en sí sus man-
140 PRISMAS 
damientos, sometiéndose a ellos y articulándose en el dominio 
que habría querido romper. El arte se desartifica y acaba por 
aparecer él mismo como fragmento de aquella adaptación que 
contradice a su propio principio. Esto ilumina bastantes rasgos 
extraños del jazz y de su procedimiento. Así, por ejemplo, se 
ilumina la significación de los "arreglos", que no pueden expli-
carse simplemente por la división técnica del trabajo o por el 
analfabetismo musical de los sedicentes compositores de ja// . 
El verdadero principio del "arreglo" en el jazz es impedir que 
exista algo tal como es en sí: hay que arreglarlo todo. Todo tiene 
que llevar la huella de una preparación y condimentación que 
lo haga más comprensible al acercarlo a lo ya conocido, y que 
dé al mismo tiempo testimonio de que ya está a disposición del 
oyente, sin idealizar a éste. La música "arreglada"se presenta 
como ya aceptada por el aparato general de la industria, y ya 
no exige distancia, sino que está sometida sin reservas al juego: 
es música sin vanidosa ilusión de mejoría del hombre. 
Del mismo modo obedece al primado de la adaptación c1 
específico tipo de habilidad que el jazz exige a los músicos, a 
los oyentes también en cierta medida y, desde luego, a los 
bailarines que quieren imitar la música. La técnica estética, 
que es la aclaración de los medios para la objetivación de un 
algo autónomo, se sustituye por la habilidad de conquistar 
obstáculos, de no perderse bajo el impacto de factores pertur-
badores como la síncopa, y de llevar a cabo a pesar de todo la 
acción particular sometida a las abstractas reglas del juego. 
La realización estética se convierte en deporte y en un sistema 
de trucos. El que los domina resulta ser un práctico. La opera-
ción del músico de jazz y del entendido es una serie de tests 
felizmente superados. Pero la expresión, auténtica portadora de 
la protesta estética, sucumbe al poder contra el cual protesta. 
De ese poder toma el jazz su tono de sorna y miseria, aunque 
lo disfrace transitoriamente de claridad y pasión. El sujeto que 
se expresa en el jazz está así diciendo: yo no soy nada, soy una 
basura, es justo que me hagan lo que me están haciendo; el 
sujeto del jazz es ya potencialmente uno de esos acusados a 
estilo ruso que son inocentes, pero que cooperan desde el pri-
mer momento con el fiscal y piensan que cualquier castigo es 
demasiado suave para ellos. Mientras que el ámbito estético 
MODA SIN TIEMPO 141 
surgió al principio, como esfera de leyes propias, del tabú má-
gico que separa lo santo de lo cotidiano y ordenaba mantener 
lo sanio puro y separado, la profanidad se venga ahora de la 
descendencia de la magia: el arte. Se peimite a éste la subsis-
tencia sólo a condición de que renuncie al derecho de ser di-
verso y se someta a la omnipotencia de la profanidad en que 
al final se convirtió el tabú. No debe existir nada que no sea como 
lo que es. El jazz es la falsa liquidación del arte: en vez de 
realizarse la utopía, se trata de que desaparezca del texto. 
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTUSIASTAS 
La comprensión de Bach hoy imperante en los ambientes 
técnicos musicales coincide perfectamente con el papel que le 
atribuyen la estagnación y la industriosidad de la resucitada 
cultura. Según esa comprensión, con Bach se revela, en pleno 
siglo ilustrado, otra vez la atadura de tradicional fundamento, 
el espíritu de la polifonía medieval, el cosmos de teológica bó-
veda. Su música sería ajena y superior al siijeto y a su acciden-
talidad: su sonido no vendría del hombre y de su interioridad, 
sino que en ella se manifestaría constrictivamente el orden del 
ser en sí. La esti-uctura de ese ser, presentada como inmutable 
e inevitable, resulta un sustitutivo del sentido, y lo que no 
puede ser sino como aparece se convierte así en justificación 
de sí mismo. A Bach se aforran todos aquellos que, perdida la 
costumbre de la fe o la de la autodeterminación, o incapaces 
ya de ellas, buscan una autoridad, porque sería bueno sentirse 
protegidos. La actual función de la música de Bach es pare-
cida a la de la moda ontológica: se parece a ella en la promesa 
de superar la situación individualista mediante la posición de 
un principio abstracto supraordinado al hombre, independiente 
de la existencia, pero carente al mismo tiempo de contenido 
teológico unívoco. Se goza del orden de la música de Bach 
porque así puede uno someterse a algún orden. La obra que 
nació de la estrechez del horizonte teológico para romperlo y 
para irrumpir en universalidad se ve ahora conminada a volver 
a las Umitaciones que superó: la impotente nostalgia degrada a 
Bach colocándole precisamente a la altura del compositor ecle-
siástico contra cuya función se rebeló su música — cuya función 
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTUSIASTAS 143 
Bach no pudo cumplir sino en pleno conflicto —. Lo que separa 
a Bach de los procedimientos de su época no se percibe ahora 
como contradicción de su contenido con las formas de proce-
dimiento en cuestión, sino que no sirve más que para sublimar 
en clasicismo el nimbo de la limitación artesana. La reacción, 
perdidos sus héroes políticos, se apodera plenamente de aquel 
al que requisó ya hace tiempo bajo el humillante nombre de 
"el cantor de la iglesia de Santo Tomás". Institutos sin musa le 
monopolizan, y su acción no brota ya — como aún ocurre con 
Schumann o Mendelssohn — de lo que se realiza musicalmente 
en su música, sino sólo del estilo y el juego, de la forma y la 
simetría, del mero gesto de lo confirmado. Al quedar puesto 
al servicio de la furia de los conversos, el neoiTeligioso Bach 
se hace pobre, esquelético, y pierde incluso y precisamente el 
específico contenido musical en que, sin embargo, se basa su 
prestigio. Le ocurre entonces lo que sus celosos protectores 
querrían en última instancia: Bach se convierte en neutralizada 
mercancía cultural, en la que la perfección técnica estética se 
mezcla tristemente con una verdad que ya en sí misma no es 
sustancial. De Bach han hecho un compositor para festivales 
de órgano a celebrar en ciudades barrocas bien conservadas: 
han hecho de él un fragmento de ideología. 
La más sencilla reflexión histórica debería bastar para des-
confiar de la estampa histórica que se ofrece de Bach. Contem-
poráneo de los enciclopedistas, Bach murió seis años antes del 
nacimiento de Mozart, y sólo veinte años antes de que naciera 
Beethoven. Ni la más audaz especulación teórico-constructiva 
acerca de la "discronía" de la música se atreverá a sostener la 
tesis de que en un Yo individual pueda mantenerse sustancial-
mente en vida algo que fue disuelto por el espíritu de la época, 
como si la verdad de un fenómeno pudiera deberse exclusiva-
mente a su retraso. El mal individualismo y la superstición de la 
atemporalidad coinciden aquí: sólo la arbitrariedad puede in-
tentar aislar al individuo de su relación (con toda la polémica 
que ésta pueda ser) con el estadio histórico de la conciencia. 
144 PRISMAS 
A la objeción de que Bach, en su taller prácticamente ahistó-
rico, al que de todos modos llegaron todos los hallazgos técni-
cos de la época, no conoció nada de aquel espíritu de la época 
y vivió con la sola experiencia del pictismo, es decir, de una 
tendencia hostil a la ilustración, habría que responder que el 
propio pietismo, como todas las configuraciones de la Restau-
ración, llevaba en sí mismo las fuerzas de la Ilustración a las 
que se oponía. El sujeto que se cree capaz de apresar la Gracia 
por medio de su inmersión en sí mi-^rno, por medio de una leílo-
xivización de su "interioridad", se ha salido sin más del orden 
dogmático, se ha puesto a sí mismo como base y entra autóno-
mamente en la elección de la heteronomía. Pero, además, hay 
hechos de la estructura de la música de Bach que dan drástico 
testimonio de su participación en el tiempo y en la época. Al 
contraponer la generación de Philipp Emanuel a la de su padre 
se olvida que la obra de este incluye toda la esfera de lo "ga-
lante", y no sólo en modelos estilísticos como las suites fran-
cesas, en las que a veces la poderosa mano parece dar forma 
definitiva a tipos de género del siglo xix, sino también en las 
grandes estructuras cuidadosamente construidas, como la Ober-
tura francesa, en la que lo complaciente y lo organizado se im-
pone con perfección no menor — aunque al modo de Bach — 
de la que luego cobra en el clasicismo vienes. Pero ¿quién ha 
tocado todo el Clave bien Templado — cuyo título es una ape-
lación al proceso de racionalización—, quién lo ha tocado todo 
y con espíritu abierto sin tropezar repetidamente con un ele-
mento lírico que por su diferenciación, su individuación y su 
libertad resulta muy poco adecuado a una imagen de la Edad 
Media ya cuestionable? Recuérdese el Preludio y Fuga en ja 
sostenido mayor del primer volumen, aquella fuga que un com-
positorcomparó con la pequeña leyenda del baile de Keller 
y en la que no sólo se manifiesta de un modo inmediato la 
gracia subjetiva, sino que, además, el mismo proceso de com-
posición, por el modo como el motivo de la frase intermedia 
comunica su impulso a la ejecución durante toda la pieza, se 
burla de todo el regular orden de la fuga, establecido por el 
propio Bach. O bien la Doble Fuga en sol sostenido menor, del 
segundo volumen, seguramente muy bien conocida por el 
Beethoven tardío: esa fuga es asombrosa no sólo por el croma-
DEFENSA DE BACH CONTKA SUS ENTUSIASTAS 145 
tismo, que no es nada insólito en Bach, sino sobre todo por la 
armonización oscilante y premeditamentc vaga, la cual, dado 
el carácter de 6/8 de la pieza, evoca inevitablemente al más 
maduro Chopin. El conjunto es una música quebrada en innu-
merables facetas colorísticas, moderna precisamente en el sen-
tido de esa nerviosa sensibilidad que el historicismo querría 
exorcisar. El que a pesar de todo eso quiera seguir hablando de 
incomprensión romántica de Bach tendrá que empezar por 
liberarse, por amor del thema probandurn, de toda relación 
espontánea con el sentido del idioma musical, relación que, 
desde Monteverdi hasta Schönberg, está en la base y es pre-
supuesto de cualquier acto de comprensión musical. El no oír 
en esas configuraciones más que el orden del ser, prescindiendo, 
a costa del sujeto, del nostálgico eco anímico que el orden que 
se pierde suscita en la conciencia, implica no aferrar más que 
el captd morlinim de esta música. El fantasma de la ontología 
bachiana nace de la mecánica violencia de la banausía que no 
desea más que soportar el arte, porque carece de cualquier 
órgano para apresar su sentido. 
Frente a todo lo indicado se encuentran naturalmente aque-
llos rasgos de la música de Bach que ya en su tiempo fueron 
sentidos como anacrónicos. Esos rasgos son los causantes de que 
una enigmática amnesia recubriera su obra durante ochenta 
años e impidiera — con incalculables consecuencias para la his-
toria de la música occidental — que los logros de esa música 
pasaran en tradición directa y en su totalidad al clasicismo 
vienes. Bach, en efecto, no sólo realizó el espíritu del bajo ge-
neral, el espíritu del pensamiento armónico-gradual, sino que 
fue en eso espíritu y al mismo tiempo el polifonista que par-
tiendo de los vacilantes comienzos del siglo xvii creó la forma 
de la fuga — la teoría de ésta deriva de él, igual que la del 
contrapunto estricto deriva de Palcstrina— y fue para siempre 
su único maestro. Pero precisamente esa duplicidad de con-
ciencia armónica y conciencia contrapuntística, duplicidad que 
abraza todos los problemas de composición que Bach resolvió 
146 PBISMAS 
paradigmáticamente, excluye la sólita imagen de un Bach que 
fuera la consumación de la Edad Media. Si lo hubiera sido, 
según la imagen que hoy se suele trazar de él, no habría pre-
sentado esa duplicidad ni se hubiera preocupado — como se 
preocupó especialmente en las obras especulativas de la última 
época— por una paradoja que resultaba inimaginable para la 
antigua conciencia polifónica, a saber, el problema de cómo 
puede la música manifestarse como plena de sentido en su pro-
gresión armónica según el espíritu del bajo general y organizarse 
al mismo tiempo, de arriba a abajo, polifónicamente mediante 
la simultaneidad de voces independientes. Ya la mera expresión 
de numerosas piezas de aspecto arcaico debería predisponer 
excépticamente. El afirmativo tono de la Fuga en mi bemol 
mayor, del segundo volumen, no es la inmediata seguridad, 
hecha música, de una comunidad sacralmente fundada en la 
verdad revelada; una afirmación y un énfasis de esa naturaleza 
son completamente ajenos a los maestros holandeses. Es más 
bien, según la sustancia — no, ciertamente, según la conciencia 
subjetiva— la reflexión sobre la felicidad de lo confirmado, de 
la protección en lo musical, felicidad que no puede darse de 
este modo más que al sujeto emancipado: sólo el sujeto eman-
cipado es capaz de concebir la música como enfática promesa 
de una salvación objetiva. Una fuga como ésta presupone el 
dualismo. Expresa lo hermoso que sería retrotraer al hombre, 
desde el cosmos ilimitado, el evangelio, el mensaje de la con-
firmación; la fuga es romántica, dicho sea para escándalo de los 
neófitos religiosos á la page, aunque, naturalmente, con un al-
cance incomparablemente más amplio del que más tarde pudo 
conseguir el estilo romántico. Esta fuga no refleja al sujeto soli-
tario como único garante del sentido, sino que mienta la supe-
ración del solitario sujeto en un absoluto objetivo y compren-
sivo. Pero la música conjura, afirma y sienta este absoluto pre-
cisamente porque, y en la medida en que, el absoluto mismo 
no está presente a la experiencia real: la fuerza de Bach es la 
fuerza de ese conjuro. Bach no fue un arcaico maestro artesano, 
sino un genio del recuerdo. Sólo la irruptora barbarie, que ata 
las obras de arte a lo dado y es ciega para la diferencia entre la 
esencia y la apariencia en ellas, puede confundir tozuda y pale-
tamente el ser de su música con la intención de ella, extirpando 
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTÜSUSTAS 147 
precisamente así de esa música la metafísica misma que se 
pretende proteger. Pero como al obscurecer la esencia la bar-
barie oscurece también lo dado, pasa por alto que precisamente 
los medios polifónicos específicos de que se sirve Bach para la 
construcción de la objetividad musical presuponen la subjeti-
vización. El arte de componer fugas es un arte de la economía 
de motivos: consiste en aprovechar de tal modo los mínimos 
elementos componentes de un tema, que éste se convierta en 
una entidad integral. Es un arte de descomposición, de disolu-
ción — podría casi decirse— del ser puesto como tema, diso-
lución incompatible con la difundida idea de que el ser se 
mantenga estático e inmutable en la construida fuga. Érente a 
esta técnica Bach no utiliza sino en segundo lugar la configura-
ción polifónica, propiamente medieval, la imitatoria. Por lo 
demás, incluso en las partes y piezas — nada frecuentes en 
Bach — en las que triunfa la imitatoria, como en la Fuga en re 
mayor del segundo volumen, que llega a ser vida de la más den-
sa, el venerable procedimiento está al servicio de un efecto ur-
gente, plenamente dinámico, plenamente "moderno". Y el hecho 
de que la identidad de los temas que se repiten pueda mantener-
se en Bach bajo el ataque de los nuevos medios de composición 
liberados de la polifonía no prueba más estatismo que el hecho 
de que la dinámica sonata beethoveniana se mantenga en gene-
ral fiel a la exigencia tectónica de la reprise, aunque, cierta-
mente, para desarrollar esta misma partiendo del "proceso" de 
la ejecución. Por eso tiene razón Schönberg cuando en su último 
libro habla de una técnica bachiana de desarrollo de la varia-
ción que luego se habría convertido en principio sin más de la 
composición en el clasicismo vienes. El descifrado social de la 
música de Bach tendría probablemente que poner en relación 
esa escisión de lo temáticamente dado mediante la reflexión sub-
jetiva del trabajo sobre el motivo que se cumple en ella con las 
transformaciones del proceso del trabajo que se impusieron por 
aquella misma época en la manufactura, transformaciones que 
consistieron esencialmente en la descomposición de las viejas 
manipulaciones artesanas en actos parciales y reducidos. De estas 
transformaciones surgió luego como resultado la racionalización 
de la producción material; y Bach, que no en vano ha dado a 
su obra capital instrumental un título que recoge las principales 
148 PEISMAS 
conquistas técnicas de la racionalización musical de la época, 
ha sido el primero en hacer cristalizar la idea de una obra cons-
tituida racionalmente, la idea del dominio estético de la natura-
leza. Tal vez la verdad más profunda de Bach sea el hecho de 
que en él la tendencia social que es hasta hoy la más poderosa 
de la eraburguesa ha quedado no sólo fijada en reflexión ima-
ginativa, sino reconciliada además con la voz de lo humano, 
que en el campo real fue en cambio condenada a la mudez por 
aquella misma tendencia una vez desencadenada. 
Pero, si Bach fue realmente moderno, ¿por qué fue al mismo 
tiempo arcaizante? Pues no puede caber duda de que el mundo 
formal de Bach, y precisamente en las poderosas manifestacio-
nes de su estilo tardío — que recientemente ha sido objeto de 
im grotesco error de interpretación por parte de Ilindcmith —, 
resucita muchos elementos que ya para su propio tiempo sona-
ban a pasado y que parecen sohcitar traidoramcnte el error de 
pedantes y sabihondos. Es imposible no oír el tono del siglo xvii 
precisamente en concepciones tan magníficas como la FÍÍ^A en 
do sostenido menor del primer volumen del Clave bien Tem-
plado, la cual, para destacar más drásticamente la contraposi-
ción de los tres temas, deja sin dibujar, como atemáticamente, 
todo lo que no se relaciona inmediatamente con ese contraste, 
en el sentido de los rudimentarios tipos de fuga prebachianos, 
a uno de los cuales precisamente, la ricercata, alude una pieza 
de la Ofrenda Musical. Como en ésa, también la Fuga en mi 
mayor escrita en gran compás alia breve (segundo volumen) 
lleva lo arcaico a las notas, como si estuviera escrita según el 
"gusto" 1 de un pasado ya sin duda ficticio y muy estilizado, 
igual que ocurre con el célebre Concierto para piano al gusto 
italiano. Bach obedece frecuentemente a una inclinación muy 
poco compatible con una cierta solidez existencial: la inclina-
ción a experimentar con idiomas ajenos y arbitrariamente esco-
gidos para despertar en ellos la fuerza estrueturadora de la con-
1. En italiano en el original. (N. del T.) 
DEFENSA DE BACH CONTHA SUS ENTUSIASTAS 149 
figuración musical. Ya en él la racionalización de la técnica de 
la composición, el predominio de la razón subjetiva, trae con-
sigo la libertad de elección entre todos los procedimientos ob-
jetivamente disponibles en la época. Bach no se sabe ciega y 
sustancialmente atado a ninguno de esos procedimientos, sino 
que elige cada vez aquel que más exactamente se adapta a la 
intención compositoria. Ahora bien; una tal libertad para utili-
zar lo arcaico no puede ser en modo alguno tomada por tnia 
consumación de la tradición, pues ésta debería empezar por pro-
hibir el uso de esa mirada que dispone soberanamente de las 
posibilidades. Aun menos puede interpretarse el sentido de la 
apelación bachiana a lo arcaico como vm intento de restaura-
ción. Pues las piezas bachianas de tono arcaizante sou muv a 
menudo precisamente las más audaces, no sólo por lo que hace 
a la combinatoria contrapuntística, promovida directamente por 
las viejas configuraciones polifónicas, sino también por lo que 
hace a lo avanzado del efecto. Aquella Fuga en do bemol menor 
que empieza como si fuera un denso tejido de líneas igualmente 
relevantes cuyo "tema" no parece al principio ser más que el 
cemento imperceptible que mantiene juntas las voces, releva 
ser luego, desde el momento en que empieza el figurado se-
gundo tema, un crescendo incesante, con la poderosa explosión 
del tema principal en el bajo, la extrema condensación de una 
pseudo-decafonía y el punto crítico de una di;.onanc¡T dura-
mente subrayada, para desaparecer luego como por im negro 
portón. Por más que se insista en el carácter estático del cémba-
lo y el órgano no podrá pasarse por alto la dinámica ínsita en la 
estructura misma de la composición, aparte de la cuestión de 
si esa dinámica debía realizarse en los instrumentos como 
crescendo, y aparte también de la ociosa cuestión de si Bach 
estaba realmente "pensando" en un tal crescendo. En ningún 
lugar está escrito que la idea que un compositor se hace de su 
música tenga que coincidir necesariamente con su esencia in-
manente, con su propia ley objetiva. Una obra así es arcaica 
mucho más en el sentido representado por el teatro del siglo XVIT 
— como excesivo, llevado a potenciada expresividad alegórica, 
deseoso de efectos de perspectiva — que en el sentido "pre-
clásico", cuyo concepto fracasa siempre cuando se trata de apre-
sar lo específico de Bach, y, sobre todo, ante sus tendencias. 
150 PEISMAS 
arcaizantes. Para dar razón de éstas habrá que preguntarse por 
su función en la estructura compositiva. Y al hacerlo se tropieza 
con una ambigüedad del progreso mismo, ambigüedad que 
desde entonces se ha desarrollado universalmente. Para la 
época de Bach, moderno era el que se sacudía el peso de la 
res severa por amor del gaudium, de lo amable y juguetón bajo 
el signo de la comunicación, de la consideración al presunto 
auditor que, con el viejo orden teológico, había perdido también 
conciencia de que el lenguaje de formas alusivo a aquel orden 
fuera obligatorio. No puede negarse la necesidad histórica por 
la cual el arte abandona aquellos medios que no se basan ya 
en el espíritu objetivo, ni tampoco puede negarse que dicho 
cambio liberó en la época fuerzas de la elocuencia humana en 
música que redundaron finalmente en una configuración supe-
rior. Pero el precio que hubo que pagar por la libertad conquis-
tada fue el inmanente acuerdo armónico de la música. Precisa-
mente los primeros productos del "estilo no-sabio", y sobre todo 
los de los propios hijos de Bach, tuvieron que pagar ese precio. 
El enigmático cuadro de la aludida ambigüedad del progreso 
se ilumina repentinamente cuando se compara tipos formales 
conmensurables del clasicismo vienes y de Bach, el rondó, por 
ejemplo, de un concierto para piano de Mozart con el presto del 
Concierto italiano. Pese a la flexibilidad y al aire conseguidos 
en el arte compositor, la proverbial gracia de Mozart tiene algo 
de mecánico y grosero comparada con el procedimiento de 
Bach, infinitamente mediano en sí mismo, totalmente libre de 
esquematismo. Se trata de una gracia del tono, más que de la 
factura. Cuanto más precisos se hacen los contomos de la forma, 
tanto más parece sustituirse su densa y pura consecuencia por 
la apelación al esquema establecido de una vez para siempre. 
El que luego de ocuparse intensamente de Bach vuelve a 
Beethoven siente incluso alguna vez como si se encontrara en 
presencia de una especie de música decorativa y de entreteni-
miento en la que sólo el clisé cultural es capaz de sospechar 
una profundidad. Cierto que un juicio como éste es deforme 
y carece de objetividad porque aphca al objeto una escala ex-
tema. (No en vano se mostrarían de acuerdo con ese juicio los 
actuales apologetas de Bach.) Pero contiene elementos de la 
ponstelación histórica que constituye la esencia de Bach. Sus 
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTUSIASTAS 151 
rasgos arcaizantes llevan en sí el intento de hacer frente al 
empobrecimiento y al endurecimiento del lenguaje musical que 
constituyen la sombra de su decisivo progreso. Esos rasgos ar-
caizantes significan la resistencia contra el carácter de mercan-
cía que se impone incesantemente a la música con su misma 
subjetivización. Pero al mismo tiempo son idénticos con la mo-
dernidad de Bach en la medida en que representan en todo 
momento la invasora consecuencia de la lógica musical objetiva 
frente a su cesión al gusto. El arcaizante Bach se distingue de 
los clasicistas posteriores hasta Strawinsky por el hecho de que 
no contrapone ningún abstracto ideal estilístico al nivel histó-
rico del material, sino que lo sido se convierte en medio para 
imponer a lo contemporáneo el futuro del propio desarrollo. 
La reconciliación de lo sabio y lo galante, que, como destacó 
Alfred Einstein, es desde Haydn la idea del clasicismo vienes, 
resulta en cierto sentido también la de Bach. Pero Jo que a 
Bach importaba no era un compromiso intermedio entre ambos 
elementos. Bach ha aspirado a la indiferencia de los extremos 
tan radicalmente como sólo en el estilo tardío de Beethoven. 
Bach, el más progresivo maestro del bajo general, se negó al 
mismo tiempo, en su calidad de polifonistaarcaizante, a obede-
cer a la tendencia del tiempo, por él mismo acuñada; pero fue 
precisamente para mover esa tendencia hacia su propia verdad, 
hacia la emancipación del sujeto en la objetividad en un todo 
sin fallas que surge de la subjetividad misma. De lo que se 
trata es de la intacta coincidencia de la dimensión armónico-
funcional y de la dimensión contrapuntística hasta en las más 
sutiles dimensiones de la estructura. Lo muy pesado se hace 
portador de la utopía del sujeto-objeto musical, y el acronismo 
se hace embajador del futuro. 
Pero todo esto no sólo coloca el conocimiento de la música 
de Bach en contradicción con la opinión hoy dominante, sino 
que, además, afecta a la inmediata relación con ella. Esa rela-
ción se determina esencialmente por la práctica de la ejecución. 
Hoy día, bajo la estrella del historicismo, la ejecución ha asu-
152 PRISMAS 
mido un gesto sectario que suscita un interés fanático sustraído 
a la obra misma. A veces es imposible deshacerse de la sospe-
cha de que los actuales entusiastas de Bach no se interesan más 
que por la exclusión de cualquier dinámica inauténtica, cual-
quier modificación de los tempi, cualquier exceso en la dotación 
de coros y orquestas. Es como si almacenaran cólera potencial 
para desencadenarla contra cualquier moción humana que se 
atreva a manifestarse en la ejecución de las obras de Bach. No 
hay por qué oponerse a la crítica actual contra la estampa ba-
chiana del romanticismo tardío, estampa hinchada y sentimen-
talizada (aimque, por otra parte, la relación con Bach que se 
manifiesta en la obra de Schumann resulta ser infinitamente más 
productiva que la cuidadosa pureza de hoy día). Pero lo que 
probablemente puede negarse a esa crítica es precisamente 
aquello en que más se complace: su presunta objetividad, su 
presunta fidelidad a la cosa. La única exposición objetiva de 
música, la única ejecución fiel a la cosa es aquella que se mues-
tra a la altura de la esencia de la cosa. Y esa interpretación no 
coincide, como aún cree Ilindemith, con la idea de la primera 
ejecución (primera en sentido histórico). El hecho de que la 
dimensión colorística de la música no estaba apenas descubier-
ta en la era Bach, y cierto no disponible como medio de la com-
posición; el hecho de que los compositores no distinguían si-
quiera rigurosamente entre los diversos tipos de instrumentos 
de teclado y el órgano, sino que confiaban el sonido en gran me-
dida al gusto: todos esos hechos son otros tantos indicios de la 
falsedad de la idea de que hay que imitar del modo más fiel 
el sonido entonces usual. Pero aun en el caso de que Bach se 
hubiera dado realmente por satisfecho con los órganos y cém-
balos y con los pobres coros y orquestas de su época, ello no 
significaría que esos medios puedan estar a la altura de la 
sustancia de su música. La autoconciencia del artista — su 
"idea" de la propia obra es, por lo demás, imposible de recons-
truir — puede contribuir sin duda mucho a nuestro conocimien-
to de la obra, pero no da el canon de ésta. Las obras auténticas 
desarrollan su contenido veritativo — el contenido que rebasa 
el círculo de la conciencia individual — gracias a la objetividad 
de su propia ley formal, y ese desarrollo se realiza en el tiempo. 
Por lo demás, lo que sabemos del intérprete Bach es totalmente 
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTUSIASTAS 153 
opuesto al estilo de ejecución histórico-musical y trasluce una 
flexibilidad más dispuesta a renunciar a lo monumental que a 
la posibilidad de adherir el tono a la moción subjetiva. Cierto 
que el célebre estudio de Forkel apareció a demasiada distancia 
de la muerte de Bach para pretender plena autenticidad; pero 
lo que Forkel dice del pianista Bach sigue evidentemente datos 
precisos, y no hay motivo que permita explicar por qué en una 
época que no conocía aún la actual controversia sobre Bach y 
que tampoco tenía mucha simpatía por el clavicordio iba a fal-
sificarse necesariamente la imagen del músico. "Le complacía 
sobre todo tocar el clavicordio. Las llamadas alas (seil, el cém-
balo), aunque con ellas se tiene una ejecución muy diversa" 
— scguram.ente esto no alude más que al registro — "le pare-
cían sin alma, y los pianoforte eran en vida de Bach demasia-
do primitivos y pesados para poder contentarle. Por eso con-
sideraba el clavicordio como el mejor instrumento de estudio 
y, en general, de entretenimiento musical personal. Era el ins-
trumento que consideraba más cómodo para la interpretación de 
sus más delicados pensamientos, y no creía que con ningún 
pianoforte u otro instrumento análogo pudiera conseguirse tal 
multiplicidad de matices del tono como es la que se obtiene en 
ese instrumento, sin duda pobre de tonos, pero extraordinaria-
mente flexible en el detalle". Más lo que vale para la diferen-
ciación de lo íntimo vale a la inversa y plenamente para la di-
námica que se libera en las grandes obras corales. Independien-
temente de cómo se procediera en la iglesia de Santo Tomás, 
una interpretación de la Pasión según San Mateo, por ejemplo, 
con medios muy pobres resulta para el oído actual pálida y poco 
convincente, como un ensayo para el cual no se hayan reunido, 
casualmente, más que unos pocos ejecutantes, y cobra al mis-
mo tiempo el didáctico carácter de su buscada exactitud. Pero, 
además, una intei-pretación de ese tipo entra en contradicción 
con la esencia de la música bachiana en sí. A la altura de la 
dinámica objetivamente ínsita en las obras de Bach no puede 
estar más que una interpretación que realice esa dinámica. 
Pues la verdadera interpretación es la radiografía de la obra: 
su misión es destacar en el fenómeno de los sentidos la totalidad 
de todos los caracteres y conexiones, y este conocimiento se con-
quista hundiéndose en el texto. El argumento favorito de los 
154 PRISMAS 
puristas — a saber, que todo eso tiene que dejarse al efecto 
de la obra misma, que basta que el intérprete se niegue a sí 
mismo y haga sonar la obra para que ésta hable por sí, que la 
ejecución propiamente interpretativa no hace más que voci-
ferar lo que sin tal interpretación se manifiesta sutil, pero más 
penetrantemente, y en cambio se da deformado cuando se su-
braya— es un argumento sin fuerza. En la medida en que la 
música requiere por principio la interpretación, su ley formal 
reside en la tensión entre el texto de la composición y su apa-
riencia sensible. El llevar la obra a esa apariencia sensible se 
justifica sólo si se da testimonio de su esencia. Y ésta es pre-
cisamente la función de la reflexión en el sujeto y de su esfuer-
zo. El intento de hacer justicia al contenido objetivo de Bach 
por el procedimiento de lanzar todo el esfuerzo subjetivo al 
objetivo de la extirpación del sujeto es un intento que se con-
tradice. La objetividad no es cosa que quede como resto luego 
de sustraer al todo el sujeto. Jamás y en ningún lugar es el 
texto musical idéntico con la obra; más bien es siempre la exi-
gencia concebir, en fidelidad al texto, lo que se oculta en él. 
Si no dispone de esta dialéctica, la fidelidad se hace traición: 
la interpretación que no se preocupa por el sentido musical, 
pensando que este sentido se manifiesta por sí mismo, en vez 
de reconocer que el sentido es algo en constitución, lo yerra 
finalmente. El sentido no está en manos de una ejecución pu-
rificada de un supuesto exhibicionismo, sino que esa ejecución, 
carente en sí misma de sentido e indistinguible de lo "amusi-
cal", resulta ser un murallón que oculta el sentido musical cuya 
ventana quiere ser. Con esto no se pretende defender las mons-
truosas interpretaciones de Bach, con movilizaciones de masas, 
que fueron sólitas hasta después de la primera guerra. La di-
námica que aquí se desea no se refiere a la dimensión de los 
coros ni a la del crescendo y decrescendo, sino que es la esen-
tía de todos los contrastes, de todas las mediaciones, divisio-
nes, transiciones y relaciones de composición que contienen la 
obra; y en la época másmadura de Bach el componer era el 
arte de la transición infinitesimal, tal como pueda serlo en los 
posteriores. Toda la riqueza de la estructura musical, en cuya 
integración consiste propiamente su fuerza, tiene que ser des-
tacada hasta la evidencia por la ejecución, en vez de contra-
DEFENSA DE BACH CONTRA SUS ENTUSIASTAS 155 
poner a la plenitud una rígida uniformidad inmóvil en sí, la 
nula apariencia de una unidad que ignora la multiplicidad que 
debería dominar. La reflexión sobre el estilo no debe desplazar 
el concreto contenido musical para contentarse modestamente 
con la pose del ser trascendente. Esa reflexión tiene que per-
seguir la estructura compositiva de la música, oculta por de-
bajo de la superficie sonora. La mecánica cantilena de los ins-
trumentos del continuo y los mendicantes coros de escuela no 
están en realidad al servicio de la santa sobriedad, sino al del 
sardónico fracaso, y es mera superstición pensar que los órganos 
barrocos, algo chillones y acatarrados, vayan a ser capaces de 
apresar la onda larga de las grandes fugas lapidarias. La mú-
sica de Bach está separada del nivel general de su época por 
una distancia astronómica. Esa música no resulta de nuevo 
elocuente sino cuando se la arranca a la esfera del resentimien-
to y del oscurantismo, al triunfo de lo sin sujeto sobre el subje-
tivismo. Dicen Bach, piensan Telemann y están secretamente 
de acuerdo con la regresión de la conciencia musical que ya 
por sí misma amenaza bajo la presión de la industria de la cultu-
ra. Sin duda se dibuja ya la posibilidad de que la contradicción 
entre la sustancia compositiva de Bach y los medios de su rea-
lización sonora —tanto los que estaban a su disposición en su 
tiempo cuanto los reunidos por la tradición — resulte imposible 
de resolución. A la luz de esa posibilidad cobra un nuevo ho-
rizonte la repetida "abstracción" sonora de la Ofrenda Musical 
y del Arte de la Fuga, como obras en las que queda libre la 
elección de los instrumentos. Es pensable que ya en ellas se 
manifestara abiertamente la contradicción entre la música y el 
material sonoro, ante todo la inadecuación del órgano a la infi-
nita articulación de la estructura. En este caso, Bach habría pres-
cindido del sonido y habría legado sus más maduras obras ins-
trumentales esperando el sonido que estuviera a su altura. Pero 
en estas piezas es donde menos puede satisfacer la operación 
de filólogo ajeno a la composición que consiste en separar las 
voces y confiarlas a instrumentos o grupos ya manidos. Lo ne-
cesario sería volver a pensarlas para una orquesta que no ador-
nara ni ahorrara, sino que valiera como momento de la compo-
sición integral. Para todo el Arte de la Fuga ha sido realizado 
un intento de este tipo, exclusivamente por Fritz Stiedry, cuyo 
156 PEISMAS 
trabajo no pasó de la primera ejecución en New York. No se 
puede hacer justicia a Bach mediante la usurpación osada por 
los especialistas del estilo, sino sólo mediante el adelantado es-
tadio de la composición que converge con el estadio de la obra 
en desarrollo de Bach. Las pocas instrumentaciones ofrecidas 
por Schönberg y Anton von Webern, especialmente la de la gran 
Fuga en mi bemol mayor y la de la Ricercata a seis voces, en 
las que cada rasgo de la composición se traduce en un correlato 
colorístico, la superficie del tejido de las líneas se disuelve en 
las más pequeñas conexiones de motivos para unirse luego me-
diante la constructiva disposición general de la orquesta, son 
mv)delos de una actitud de la conciencia ante Bach que puede 
coriesponder al nivel de su verdad. Tal vez el Bach de la tra-
dición se haya hecho efectivamente ininterpretable. En este 
caso su herencia recae en la composición, la cual le será fiel 
rompiendo la fidelidad y dando a su contenido el nombre ver-
dadero, produciéndolo de nuevo desde y por sí misma. 
ARNOLD SCHÖNBERG 
1874-1951 
Heard melodies arc sweet, but those unheard 
Are sweeter; therefore, ye soft pipes, play on; 
Not to the sensual ear, but, more endear'd. 
Pipe to the spirit ditties of no tone. 
KEATS 
Para la conciencia pública actual Schönberg es un innova-
dor, un reformador, acaso, incluso, el inventor de un sistema. 
Con malhumorado respeto se admite que preparó para otros 
un camino que luego esos otros no tuvieron, por cierto, gran 
deseo de seguir, pero al mismo tiempo se insinúa que el propio 
Schönberg no ha consumado su acción, y que ésta está ya an-
ticuada. Antes proscrito, Schönberg es hoy simultáneamente 
desplazado y absorbido impunemente. Hoy se quitan de en me-
dio como wagncrianas y postrománticas no ya sólo las obras 
juveniles del músico, que en otro tiempo le concitaron el odio 
de todos los propietarios de cultura, sino también las obras de 
su período intermedio, aunque apenas se ha aprendido, en 
cuarenta años, a ejecutarlas correctamente. Lo que publicó 
luego de la primera guerra mundial se considera como mero 
ejemplo de técnica dodecalónica. Y, ciertamente, numerosos 
compositores jóvenes se han entregado a esa técnica, pero más 
bien como a un techo o refugio cómodo que por necesidad de 
la propia experiencia y, por tanto, sin preocupaciones acerca de 
la función del procedimiento dodecafónico en la propia obra de 
Schönberg. Esa recusación y esa elaboración de Schönberg se 
ven provocadas por las dificultades que el músico plantea a un 
auditorio esclavizado por la industria de la cultura. El que no 
entiende algo proyecta inmediatamente su insuficiencia a la 
158 PRISMAS 
cosa misma — como la inteligente zorra de las célebres uvas 
verdes— y declara que la cosa misma es incomprensible. De 
hecho, la música de Schönberg exige desde el primer momen-
to una colaboración activa y concentrada: la más aguda aten-
ción a la multiplicidad de lo simultáneo, renuncia a las habi-
tuales muletas de una audición que siempre sabe ya lo que 
va a venir después, tensa percepción de lo individual, espe-
cífico, capacidad de apresar con precisión caracteres que cam-
bian frecuentemente en reducidísimo ámbito, y capacidad de 
entender su historia sin repeticiones. La pureza y la rectitud con 
las que Schönberg se entrega siempre a la exigencia de la cosa 
le han dejado sin influencia; la seriedad, la riqueza y la inte-
gridad de su música suscitan más bien rencor. Esa música ofre-
ce tanto menos al oyente cuanto más le regala. Exige que el 
oyente componga también en espontánea colaboración su mo-
vimiento interno, y le atribuye una praxis en vez de una mera 
contemplación. Pero con ello peca Schönberg contra la expec-
tativa — tan contradictoria de todo el énfasis idealista— de 
que la música se presente al oyente comodón como una suce-
sión de agradables estímulos sensoriales. Incluso escuelas como 
la de Debussy han cumplido fielmente lo que espera esa ex-
pectativa, a pesar de toda su estética atmósfera de l'art pour 
l'art. La frontera entre el joven Debussy y la música de salón 
era fluida, y las conquistas técnicas del Debussy maduro se 
incorporaron ágilmente a la música de masas comercial. Con 
Schönberg termina la comodidad. Schönberg termina con un 
conformismo que se apodera de la música como reserva o par-
que nacional para modos de comportamiento infantiles en el 
seno de una sociedad consciente desde hace mucho tiempo de 
que sólo es soportable para sus presos si les facilita cierta cuo-
ta de infantil felicidad controlada. Schönberg peca contra la 
división de la vida en trabajo y tiempo libre, e impone al tiem-
po libre una especie de trabajo que podría desconcertar ante el 
trabajo propiamente dicho. El pathos de Schönberg está al ser-
vicio de una música de la cual el espíritu no tiene que avergon-
zarse y que, por ello mismo, avergüenza a los dominantes. Su 
música quiere ser mayor de edad en sus dos polos a la vez: li-
bera lo instintivo y amenazador que la música común se limita 
a filtrar y falsear, y pone la energía espiritual en extrema ten-
AKNOLD SCHÖNBEHG 159 
sión; la música de Schönberg encama así el principiode un 
Yo que fuera lo suficientemente fuerte como para no renegar del 
instinto. Kandlnsky, en cuyo Blauer Reiter publicó Schönberg 
los Herzgewächse, formuló el programa de "lo espiritual en el 
arte". Schönberg fue fiel a ese programa no partiendo en busca 
de abstracciones, sino espiritualizando la misma imagen con-
creta de la música. 
Basándose en ello se le hace el reproche preferido: el re-
proche de intelectualismo. Para hacerlo se confunde la fuerza 
inmanente de la espiritualización con una reflexión ajena a la 
cosa misma, o bien se excluye dogmáticamente la música de la 
exigencia de espiritualización que se ha hecho innegable para 
todos los medios estéticos, como correctivo de la transforma-
ción de la cultura en mercancía cultural. En realidad Schön-
berg ha sido un artista muy ingenuo, especialmente en las in-
telcctualizaciones a menudo insostenibles con las que ha inten-
tado justificar su obra verdaderamente propia. Schönberg ha 
obedecido a la intuición musical involuntaria y pictórica tanto 
como el que más. Para este semiautodidacta el lenguaje de la 
música era algo obvio, y ha tenido que vencer la más extrema 
resistencia de sí mismo para modificar ese lenguaje hasta en 
sus estratos más profundos. Mientras su música orientó todas 
las fuerzas del Yo a la objetivación de sus impulsos (los de la 
música), se le mantuvo sin embargo durante toda su vida "des-
provista de yo". El propio Schönberg gustaba de pensarse como 
el elegido que se resiste a cumplir su misión; según él son va-
lientes "aquellos que realizan actos por encima de su valen-
tía". Lo paradójico de esa fórmula caracteriza la actitud de 
Schönberg respecto de la autoridad. El vanguardismo estético 
y la mentalidad conservadora discurren paralelamente. Mien-
tras da con su obra los golpes más mortales a la autoridad, 
Schönberg parece querer defender esa obra ante otra autori-
dad oculta, y levantarla por último a ella misma hasta el trono 
de la autoridad. Para aquel vienes nacido en un ambiente mo-
desto, las normas de una sociedad cerrada y semifeudal eran 
voluntad divina. Pero ese respeto chocaba con otro elemento 
contrario, aunque igualmente incompatible con el concepto de 
intelectual. La escasa integración, un elemento escasamente 
civilizado y hasta hostil a la civihzación, le mantenía fuera de 
160 PRISMAS 
aquel mismo orden del que tan poco dudaba. Y con esa acti-
tud de hombre sin ascendencia ni raíces, como caído del cielo, 
el Kaspar Hauser musical dio precisamente en el blanco. Nada 
debía recordar la conexión natural en la que, sin embargo, vi-
vía: pero precisamente con eso se hacía aún más tangible en 
él lo natural y precivilizado. Aquel que quiso cortar todos los 
hilos para no deber nada sino a sí mismo consiguió, precisa-
mente en ese aislamiento, contacto con la subterránea corriente 
colectiva de la música, y ganó aquella constricción, aquella 
fuerza de convicción que hace que cada una de sus configura-
ciones pueda representar el género entero. Nada más sorpren-
dente que el canto de aquel hombre de voz ronca y excitada. Su 
voz cálida, libre y armoniosa, no conocía el temor; esc Irmor 
al canto marcado al fuego en el civilizado y que hace aún más 
penoso el falso desparpajo del cantante profesional. No habían 
sido los padres los que le pusieran ante la música, sino que él 
mismo se la puso, él que era "musical" como verdadero portador 
del lenguaje de la música, que la hablaba como se habla vm 
dialecto, comparable en esto a Ricardo Strauss o a ciertos com-
positores eslavos. Desde sus primerísimas obras, y con toda cla-
ridad ya en la Yeiklärte Nacht, este lenguaje lanza de sí un ca-
lor específico, tanto en el tono como en la plétora de figuras 
musicales sucesivas y simultáneas, con potencia genesíaca irre-
frenada, con fecundidad casi oriental. Lo bastante no basta. La 
impaciencia de Schönberg contra todo recargo ornamental, con-
tra todo adobo, se debe a su generosidad: ninguna ostentación 
debe privar al oyente de la completa riqueza. Su generosa fan-
tasía, la hospitalidad artística que regala lo mejor a cada invi-
tado, le inspira probablemente más que lo que común y proble-
máticamente se llama "necesidad de expresión". Su música, 
totalmente ajena al espíritu wagneriano, nace de una embria-
guez creadora, y no de la nostalgia ambiciosa; su música es 
insaciable paridora. Como si todo el material artístico dispo-
nible para ejercitar su arte fuera indeseable préstamo, Schön-
berg acaba por crearse él mismo el material y sus resistencias, 
en agitado hastío por todo lo que no crea él mismo como si es-
tuviera en el primer día del mundo. La llama de lo irrefrenado 
y mimético que le nace a Schünberg de su herencia subterrá-
nea consume al mismo tiempo la herencia. Tradición y nuevo 
AKNOLD SCHÖNBERG 161 
comienzo se imbrican en él como el aspecto revolucionario y 
el conservador. 
El reproche de intelectualismo suele ir junto con el de po-
breza melódica. Pero Schönberg ha sido el melódico por an-
tonomasia. En lugar de las formas desgastadas ha creado in-
cesantemente nuevas figuras. Su inspiración melódica no puede 
satisfacerse casi nunca con una sola melodía, sino que perfila 
como melodías todos los incidentes musicales simultáneos, di-
ficultando precisamente con ello la comprensión melódica. El 
propio modo originario de reacción musical es en Schönberg 
melódico: todo en él es propiamente "cantado", incluso las lí-
neas instrumentales. Esto es lo que confiere a su música ese 
carácter articulado, vibrante al mismo tiempo y orgánico hasta 
el último sonido. El primado del aliento sobre la pulsación del 
Uempo abstracto es esencia de la contraposición entre Schön-
berg y Strawinsky y todos aquellos que, más adaptados a la 
actual existencia, se consideran más modernos que él. La con-
ciencia cosificada es alérgica a la invasora consumación de la 
melodía, y la sustituye por la obediente repetición de sus mu-
tilados fragmentos. Pero esta capacidad de dar libre curso a la 
respiración, al aliento musical, sin temor alguno, diferenciaba 
ya a Schönberg de otros compositores más antiguos de la mo-
derna escuela alemana, como Strauss y Wolf, en los que el 
desarrollo de la música a partir de su propia sustancia parece 
siempre paralizado y no consigue ir adelante, ni siquiera en el 
Lied, sin la muleta literario-programática. Frente a esos com-
positores, ya las primeras obras de Schönberg, las del período 
que comprende hasta el poema sinfónico Pelleas und Melisande 
y los Gurrelieder, están compuestas desde sí mismas. Schönberg 
tiene tan poco parentesco con los procedimientos wagnerianos 
como con la expresión wagneriana: como su impulso musical 
llega siempre a su meta, en vez de abandonar y volver a empe-
zar, Schönberg abandona el momento wagneriano de inhibida 
obsesión enfermiza. La expresión originaria de Schönberg, jo-
vial en sentido significativo, recuerda la beethovenina huma-
nística. Sí que está ciertamente dispuesta desde el primer mo-
mento a transformarse en resistencia y despecho contra un 
mundo que rechaza al que le regala. Burla y violencia se lan-
zan a dominar la fría resistencia, y el sentimiento de aquel que 
162 PRISMAS 
no llega a los hombres precisamente porque se dirige a ellos 
como a hombres se convierte en un sentimiento de temor. Así 
surge el ideal de perfección de Schönberg. Schönberg reduce, 
construye y acoraza la música; el regalo rechazado tiene que 
hacerse tan perfecto que acabe por imponer su admisión. Su 
amor tuvo que endurecerse por reacción, como el amor de todo 
espíritu que, desde Schopenhauer, no se contenta con lo que 
existe. El verso de Kraus — "¿qué ha hecho de mí el mun-
do?" — vale enfáticamente para el músico. 
El inconformismo de Schönberg no es cosa de pensamien-
to. La complexión de su intuición musical no le dejó elección, 
y tuvo que componer desde lo musical mismo. La pureza se le 
impuso; tuvo que resolver la tensión entre los elementos pro-
cedentes de Brahms y de Wagner. Su expansiva fantasíase 
encendió en contacto con el material wagneriano, y la exigen-
cia de consecuencia en la composición, la responsabilidad ante 
aquello que la música impone por sí misma, le llevó a los pro-
cedimientos de Brahms. En cambio, la cuestión de estilo wag-
neriano o estilo de Brahms fue irrelevante para Schönberg. El 
académico aspecto de la solución de Brahms no podía satisfa-
cerle más que el estilo wagneriano, con sus limitaciones com-
positivas. Por amor de la "idea", es decir, de la pura acuñación 
de pensamientos musicales, Schönberg ha rechazado en su prác-
tica el concepto de estilo, como categoría preordenada a la cosa 
y orientada al consenso extemo, igual que lo rechazó luego teo-
réticamente. Lo que le importaba en cualquier estado era el 
qué, no el cómo, los principios de selección o los medios de 
presentación. Por eso no hay que cargar demasiada significa-
ción a las diversas fases estilísticas de su obra. Lo decisivo se 
encuentra ya bastante pronto, y sin duda no más tarde de los 
Lieder op. 6 y el Cuarteto en re menor op. 7. El que se mueva 
bien en estas obras tiene abiertas todas las posteriores. En las 
innovaciones que en su tiempo hicieron sensación no se hace 
más que explicitar para el lenguaje de la música las plenas con-
secuencias de lo producido por los diversos e individuales acae-
ceres musicales en la obra específica. Las disonancias y los 
amplios intervalos, lo más llamativo en el procedimiento del 
Schönberg maduro, son cosas secundarias, meros derivados de 
la interna composición de toda su música; por lo demás, los 
AKNOLD SCHÖNBEBG 163 
grandes intervalos se presentan ya en la juventud del músico. 
Lo central es el dominio de la contradicción de esencia y apa-
riencia. Riqueza y plétora tienen que hacerse esencia, no mero 
adorno; pero la esencia, a su vez, tiene que salir a luz, dejar 
de ser rígido esqueleto revestido por la música y hacerse con-
creta y manifiesta en los más sutiles rasgos de esa música. Eso 
era lo que Schönberg llamaba "subcutáneo", la estructuración 
de los diversos acaeceres musicales particulares, estructuración 
que es momento irrenunciable de una totalidad consistente en 
sí misma. Lo "subcutáneo" rompe la superficie, se hace mani-
fiesto y se afirma con independencia de toda forma estereoti-
pada. Lo interno se lanza hacia afuera. El fenómeno musical 
se reduce a los elementos de su conexión estructural. Se eli-
minan las categorías de orden que facilitan la audición a costa 
de la pureza en la configuración de la imagen. Esta ausencia 
de toda mediación colocada desde afuera en la obra hace que 
el oyente ingenuo-pillo considere roto y abrupto el desarrollo 
precisamente en la medida en que éste está organizado en sí 
mismo. El temprano Lied Lockung, del op. 6, que puede to-
marse como ejemplo prototípico de un carácter presente aún en 
la fase dodecafónica, tiene una introducción de diez compases. 
Coloca en sucesión tres grupos que contrastan duramente y son 
diversos también en tempo: el primero es de cuatro compases, 
y el segundo y el tercero de tres cada uno. Ninguno de ellos 
repite perceptible y sensitivamente algo de los anteriores, pero 
los tres están relacionados por la variación. Al mismo tiempo 
lo» grupos están en conexión sintáctica: son sucesivamente una 
tempestuosa pregunta, su intensificación y una media respues-
ta provisoria que da ya la transición. En reducidísimo espacio 
sucede pues muchísima cosa, pero esa cosa está ya tan traba-
jada y formada que no se confunde. El segundo grupo es va-
riación del primero, pues sin duda se mantienen los intervalos 
de la reducida segunda y de la desmedida cuarta, pero al mis-
mo tiempo se abrevia el 3/8 en un 2/8, lo que precisamente 
da lugar a la intensificación o urgencia indicada. En el seno 
de una radical transformación domina la economía melódica. 
Lo propiamente sohönbergiano es esa organización de la es-
tructura musical, y no la preferencia por medios llamativos: 
el cambio más polícromo de configuraciones diversas y mati-
164 PRISMAS 
zadas en exacto contraste la una respecto de la otra, y la re-
tención al mismo tiempo de una universal unidad de las re-
laciones temático-motivísticas. Se trata de una música de la 
identidad y la no identidad. Todos los desarrollos tienen lugar 
de un modo más urgente y rápido de lo que espera la perezosa 
costumbre del culinario oyente; la polifonía opera con voces 
reales, no con contrapuntos de disfraz; los caracteres particu-
lares se dibujan del modo más tajante, la articulación renuncia 
a todas las siglas ya listas para el uso, y el contraste, reprimido 
en el siglo xix por la transición, se convierte en medio dador 
de forma bajo la constricción de una situación sentimental po-
larizada hacia extremos. Técnicamente, esta llegada de la mú-
sica a su mayoría de edad significa una protesta contra la es-
tupidez musical. Si bien la música de Scliönberg no es inte-
lectualista, exige sin embargo inteligencia musical. Su propicio 
fundamental es, según su expresión, el del desarrollo por varia-
ción. Lo que aparece exige su consecuencia, exige ser llevado 
adelante tenso y resuelto hasta el equilibrio. En esta música 
impera una obligación universal y una idiosincrasia contra to-
dos los rasgos de la música que se parecen a rasgos del len-
guaje periodístico. Se destierran la estúpida vaciedad de la 
frase y todo el mentiroso gesto que promete más de lo que 
cumple. La música de Schönberg hace al oyente el honor de 
no hacerle ninguna concesión. 
Por ello se la acusa de experimental. En el fondo de este 
reproche se encuentra la idea de que el progreso de los medios 
artísticos se realiza en una transición constante y como orgá-
nica. El que descubre algo nuevo por su propia autoridad, sin 
justificación histórica manifiesta, no sólo viola la veneración de 
lo tradicional, sino que sucumbe además a la vanidad y a la 
impotencia. Pero en las obras de arte, y también naturalmente 
en las musicales, se funden la conciencia y la espontaneidad de 
los hombres, aniquilando siempre esa apariencia de crecimiento 
continuo. Cuando la nueva música disfrutaba aún de la buena 
conciencia que le daba su hostilidad a la tradición que Mahler 
definió como "negligencia y desorden", sin sentir aún la nece-
sidad de probar miedosamente que sus intenciones no eran tan 
violentas, profesó ella también su adhesión al concepto de lo 
experimental. Sólo la superstición que confunde fetichística-
ARNOLD SCHÖNBERG 165 
mente con la naturaleza lo cosificado y petrificado, precisamen-
te lo enajenado de la naturaleza, si así quiere decirse, vela por-
fjue no se experimente nada en el arte. El extremo artístico 
tiene no obstante que tomar la responsabilidad de decidir si va 
a obedecer a la lógica de la cosa, a una objetividad que sin 
duda está tan oculta como se quiera, o si va a limitarse a so-
meterse a la arbitrariedad privada o a la del sistema abstrac-
to. La legitimidad tiene que venirle esencialmente de la mis-
ma tradición que niega. Hegel ha enseñado que siempre que 
algo nuevo se manifiesta de un modo auténtico, inmediato, re-
pentino, no hace más que despojarse de la cubierta que pro-
tegió su larga formación. Sólo lo que se ha alimentado de los 
jugos de la tradición tiene fuerza suficiente para oponerse a 
ésta con autenticidad; lo demás se convierte en indefenso de 
los poderes que no consigue dominar seriamente en sí mismo. 
Pero el lazo de la tradición no será el simple parentesco con 
lo que manifiestamente se sigue en la tradición histórica, sino 
algo subterráneo. "Una tradición", se lee en el tardío escrito 
de Freud sobre Moisés y el monoteísmo, "que no se fundara 
más que en la explícita comunicación, no podría producir el 
carácter constrictivo propio del fenómeno religioso. Si sólo 
consistiera en esa comunicación explícita, la tradición sería 
escuchada, juzgada y acaso rechazada como cualquier otra no-
ticia externa, y no conseguiría nunca que se le reconociera el 
privilegio de liberarse de la constricción delpensamiento lógico. 
Para alcanzar ese privilegio tiene que haber atravesado el des-
tino de la represión, el estadio de permanencia en el incons-
ciente, antes de poder desarrollar a su reaparición tan poderosos 
efectos como para someter las masas a sus ataduras". Pero no 
sólo la religiosa, también la tradición estética es recuerdo de 
un algo inconsciente, y hasta de algo reprimido. Cuando efec-
tivamente realiza "poderosos efectos", éstos no proceden de la 
conciencia superficial y rectilínea de la continuación de la tra-
dición, sino más bien de aquel lugar en que brota el recuerdo 
inconsciente rompiendo la continuidad superficial. La tradi-
ción está presente en las obras condenadas por experimentales, 
y no lo está en las obras que son intencionalmente tradiciona-
listas. Esto, que se observó hace mucho tiempo a propósito de 
la pintura francesa moderna, vale igual para Schönberg y para 
166 PRISMAS 
la escuela de los compositores vieneses. Schönberg ejerce una 
crítica productiva sobre el material manifiesto del clasicismo 
y del romanticismo, sobre los acordes tonales y sus conexiones 
normandas, sobre la melódica equilibrada entre los intervalos 
de tercia y segunda, en pocas palabras, sobre la entera fachada 
de la música de los dos últimos siglos. Pero lo que importaba 
en la gran música de la tradición no eran precisamente esos 
elementos como tales, sino el hecho de que esos elementos asu-
mieran una precisa función en la exposición del contenido mu-
sical específico, en la expresión de lo compuesto. Bajo la facha-
da yacía una segunda estructura latente. Esta estructura estaba 
complejamente determinada por la fachada, pero también ha 
producido y justificado constantemente la fachada, haciendo de 
ésta algo permanentemente problemático. Comprender música 
tradicional significó por eso siempre hacerse, junto con la es-
tructura de la fachada, también con aquella segunda estruc-
tura, y realizar la relación existente entre las dos. Esta relación 
se había hecho tan precaria a causa de la emancipación social 
de la subjetividad que, al final, las dos estructuras se separaron. 
La espontánea fuerza productiva de Schönberg pronunció una 
sentencia histórica objetiva: Schönberg ha sacado a la luz la 
estructura latente y ha eliminado la manifiesta. Así se convir-
tió en heredero de la tradición precisamente por el "experi-
mento", precisamente en lo insólito de lo aparente. Schönberg 
ha obedecido a normas que estaban ya teleológicamente conte-
nidas en el clasicismo vienes y luego en Brahms, y ha pagado 
también en este sentido histórico las deudas correspondientes. 
El logro objetivador bajo el primado de la "composición desde 
la música misma" quedó en Brahms sin fuerza constrictiva por-
que en él funciona en vacío, por así decirlo, esto es, sin inter-
venir en una materia musical que le resista, negando en prin-
cipio el impulso de la marcha. En Schönberg en cambio el mo-
mento musical particular y en sí mismo, hasta el mínimo nivel 
de la "ocurrencia", es incomparablemente más sustancial. Fiel 
al estadio histórico del espíritu, su totalidad arranca de lo in-
dividual, no del plan ni de la arquitectura. Como ya había he-
cho rudimentariamente Beethoven, Schönberg inserta el ele-
mento romántico en un componer integral. Este elemento se 
encuentra sin duda también en Brahms, como melódica de tipo 
ABNOLD SCHÖNBERG 167 
Lied en medio de la forma instrumental; pero en Brahms se 
iguala, se compensa y se mantiene en una especie de equilibrio 
con el "trabajo"; a ello se debe lo apariencial y, si se quiere, 
resignado de la forma de Brahms, la cual lima prudentemente 
las contradicciones en vez de dejar que se abran camino. En 
Schönberg, la objetivación del impulso subjetivo se hace crítica 
y seria. Si el trabajo motivístico-temático y de variación se ha 
educado en y ha aprendido de Brahms, la polifonía, gracias a 
la cual se hace tajante en Schönberg la objetivación de la sub-
jetividad, le pertenece totalmente a él y es, al pie de la letra, 
el íntimo recuerdo de algo olvidado durante doscientos años. 
Podría derivarse ese polifonismo de Schönberg del hecho de que 
el "trabajo temático" de Beethoven, especialmente su música 
de cámara, aceptó obligaciones polifónicas, aún sin cumplirlas 
plenamente salvo en algunas pocas excepciones tardías. En su 
estudio Zur Entuñcklungsgeschichte des Wiener klassischen Stils 
(Para la historia del estilo clásico vienes), Wilhelm Fischer ha 
llegado al siguiente resultado: "En general, la modulación vie-
nesa clásica es el propio campo de acción de los medios meló-
dicos del viejo estilo clásico, expulsados ya de la exposición". 
Pero eso es verdad no sólo del principio melódico "barroco" 
que exige hilar sin interrupción la melodía, sino también, y aún 
en mayor medida, de la polifonía que no se agita en las nodu-
laciones más qvie para enarenarse en seguida. Schönberg pien-
sa hasta el final lo que el clasicismo prometió y no cumplió, y 
con ello se rompe la fachada tradicional. Schönberg ha recogido 
la exigencia bachiana a la que se sustrajo el clasicismo — inclui-
do Beethoven—, pero sin recaer en un estadio anterior al cla-
sicismo. La autonomía del sujeto musical se sobrepuso a cual-
quier otro interés y excluyó críticamente la figura tradicional 
de la objetivización, imponiendo al auditor la apariencia de la 
objetivación, al modo como el juego sin inhibiciones de los su-
jetos parece garantizar la sociedad. Hoy por fin, cuando la sub-
jetividad en su inmediatez no impera ya como suprema cate-
goría, sino que está ya desenmascarada en su miseria como 
realización del todo social, se hace perceptible incluso la in-
suficiencia de la solución beethoveniana, que hincha el sujeto has-
ta hacer de él el todo, pero sin conseguir reconciliar el todo 
en sí. La realización que en Beethoven es aún "dramática", no 
168 PRISMAS 
compuesta desde sí misma, hasta la altura de la Heroica, está 
en la polifonía de Schönberg determinada como exposición dia-
léctica del impulso melódico subjetivo en la pluralidad de vo-
ces objetivamente organizada. Este elemento organizador que 
no tolera indiferencia alguna separa el contrapunto de Schön-
berg de cualquier otro de su época y supera al mismo tiempo 
el peso del predominio armónico. Se cuenta que Schönberg dijo 
en cierta ocasión que en un contrapunto verdaderamente bue-
no no se piensa en la armonía; y esto no caracteriza sólo a Bach, 
en el que la estringencia de la pluralidad de voces hace olvidar 
el esquema del bajo general en el que se produce, sino también 
el procedimiento propio de Schönberg, en el que aquella cua-
lidad hace finalmente superfluos todo esquema de acorde y 
toda fachada: música del oído espiritual. 
La espiriti-ialización, como "variación de desarrollo", se hace 
principio técnico. Este principio supera toda mera inmediatez 
al confiarse a su propio movimiento. Schönberg ha dicho iró-
nicamente que la teoría musical no trata propiamente más que 
del comienzo y del final, y nunca de lo que ocurre entre ambos, 
esto es, nunca de la música misma. Su obra entera no es más 
que un intento de responder a esa cuestión ignorada por la teo-
ría. Los temas y su historia, el proceso musical, tienen el mismo 
peso: puede incluso decirse que se liquida su diferencia. Esto 
ocurre en el grupo de obras que incluye más o menos desde los 
Lieder op. 6 hasta los Lieder sobre textos de George, incluyen-
do los dos primeros cuartetos, la primera sinfonía de cámara y 
el primer movimiento de la segunda. Sólo a los obesos del "es-
tilo" pueden parecer esas obras una mera "transición"; como 
composiciones, son de la mayor madurez. El Cuarteto en re me-
nor ha creado un nuevo nivel de música de cámara autónoma-
mente compuesta hasta la última nota. Las obras dodecafóni-
cas se estructuraron más tarde tal como está estructurada ésta, 
y para comprender aquéllas más vale estudiar el Cuarteto en re 
menor que ponerse a contar series. Desde el primer compás, 
toda "ocurrencia" es contrapuntísticay lleva en sí la posibili-
dad de su realización, siempre apoyada en la espontaneidad de 
la primera ocurrencia. En las reducidas dimensiones y en la 
polifonía de la primera sinfonía de cámara se comprime en 
simultaneidad todo lo que aún quedara de vivencia sucesiva 
ARNOLD SCHÖNBEEG 169 
en el primer cuarteto. Con esto empieza a derrumbarse la fa-
chada que aún toleró parcialmente el cuarteto. En su último 
libro ha descrito y probado Schónberg cómo siguió en la ex-
posición de la Sinfonía de Cánvira el impulso inconsciente — el 
desiderátum de la estructura latente—, sacrificando la idea co-
rriente de la "consecuencia" de las relaciones temáticas mani-
fiestas y obedeciendo en cambio a la consecuencia de la estruc-
tura interna de los temas. Las dos melodías principales, del pri-
mer complejo temático tienen superficialmente la más completa 
independencia recíproca, pero resultan emparentadas según el 
principio serial de la posterior técnica dodecafónica: tan profun-
damente arraiga ésta en el desarrollo de Schonberg, como im-
plicación del procedimiento de composición, más que como 
impheación del mero material. Pero la obligación de limpiar 
a la música de lo pre-pensado y pre-conccbido no lleva sólo a 
nuevos sonidos, como los célebres acordes de cuarta, sino tam-
bién a una nueva atmósfera expresiva sustraída a la reproduc-
ción de sentimientos humanos. Un director de orquesta ha com-
parado muy afortunadamente el campo de dispersión y disolu-
ción que se presonta al final del gran desarrollo musical con im 
paisaje de glaciares. La Sinfonía de Cámara rompe por vez pri-
mera con una capa fimdamental de la música, fundamental des-
de la época del bajo general, a saber, el stile rappresentativo, la 
adaptación del lenguaje musical al hombre pensante. Por vez 
primera el calor de Schönberg se trasmuta en la extremosidad 
de un frío cuya expresión es la inexpresividad. Más tarde se ha 
enfrentado Schönberg polémicamente con aquellos que piden 
a la música "un calor animal"; su frase de que la música dice 
algo que sólo se puede decir por la música esboza la idea de un 
lenguaje diverso del de los hombres. La claridad, la agitada 
aspereza, el carácter hiriente que se refuerza en el decurso de 
la primera Sinfonía de Cámara, anticipa casi en cincuenta años 
la posterior objetividad, pero sin toda la gesticulación preclási-
ca de ésta. Una música movida por la expresión pura y sin dis-
fraz se irrita hostilmente contra todo lo que pueda lesionar esa 
pureza, contra todo intento de congraciarse con el oyente, con-
tra todo intento del oyente de congraciarse con ella vulgari-
zándola, contra toda identificación e intra^•ivencia. ^ En la con-
1. Einfuhlmig. (N. del T.) 
170 PHISMAS 
secuencia del principio de la expresión yace ya el principio de 
su negación como aquella forma negativa de la verdad que 
traslada el amor a la fuerza de la firme protesta y lo convierte 
en ella. 
Al principio, y por muchos años Schönberg se abstuvo de 
seguir adelante por ese camino. El primer tiempo de la segunda 
Sinfonía de Cámara, escrito contemporáneamente, es plenamen-
te expresivo y armónico, es incluso uno de los ejemplos más 
perfectos de armonización total y sustantiva, de esa plenitud 
de niveles de acorde diversos y construidos que la fantasía de 
Schönberg arranca a la dimensión vertical. Pero el segundo mo-
vimiento, compuesto en América más tarde a instigación de 
Friz Stiedry y que aplica las experiencias de la técnica dode-
cafónica a la última tonalidad, manifiesta una limitación de ex-
presión y construcción que es única incluso en Schönberg mis-
mo: la pieza comienza juguetonamente, como una serenata, pero 
a medida que se adensa contrapuntísticamente va apretándose 
el trágico nudo hasta desembocar al final, confirmativamente, en 
el sombrío tono del primer movimiento. El Cuarteto en fa sos-
tenido menor, op. 10, está más cerca de esta segunda Sinfonía 
de Cámara que de la primera. H. F. Redlich ha indicado que 
este cuarteto representa, como un microcosmos, todo el des-
arrollo de Schönberg, tanto retrospectiva cuanto anticipativa-
mente. Ya el primer movimiento, con una extrema riqueza de 
niveles y de perfiles temáticos, presenta de golpe, sostenién-
dose, por así decirlo, en un solo pie, todo lo que la tonalidad, 
soberanamente prevista y aprovechada conscientemente como 
un medio de exposición desde el primer momento, podrá dar al 
final. El segundo tiempo, parecido a un scherzo, desencadena 
todo el violento blanco y todas las tenebrosas muecas del ex-
presionismo de Strindberg: hay demonios que desgarran la 
tonalidad. En el tercero, variaciones de la Litanei de George, 
la música medita sobre sí misma. Los elementos motivísticos 
esenciales del material de los dos primeros movimientos se 
reúnen en el tema como por series. La construcción integral 
refrena la explosión fúnebre. Pero el último movimiento, de 
nuevo con canto, como el tercero, suena desde el reino de la 
libertad: es la nueva música como tal, a pesar del fa mayor al 
final de su primer testimonio sin barreras, y está inspirada uto-
ARNOLD SCHÖNBEBG 171 
pícamente como ninguna otra Jo ha estado después. La intro-
ducción instrumental de este "desprenderse" suena con ver-
dad, como si la música se hubiera desprendido de todas las ata-
duras y se lanzara, por encima de monstruosos abismos, hacia 
aquel otro planeta conjurado por el poema. El encuentro de 
Schönberg con la lírica de George, que se le contrapone y le 
contradice violentamente y, sin embargo, está en electiva afi-
nidad con él, es una de las pocas casualidades afortunadas que 
se presentan en su esporádica e insegura experiencia de lo que 
pasaba en el espíritu de su época fuera de la música. Mientras 
se midiera con George, quedaría a cubierto de la literaria ten-
tación del barato "sonido originario". Schönberg habría podido 
tomar como máxima el principio de George: "la más rigurosa 
medida es al mismo tiempo la más alta libertad". Cierto que 
la calidad de la música no depende simplemente de la de la 
poesía, pero una auténtica música vocal no se logra más que 
cuando tropieza con autenticidad en el contenido del poema. 
Los Georgelieder op. 15 dan ya testimonio de la manifiesta 
ruptura de estilo; por eso en la primera ejecución les precedió 
una programática declaración de Schönberg. Pero por su sus-
tancia van juntos con el Cuarteto en ja menor, especialmente 
con el último tiempo de éste. Los medios compositivos, en aquel 
tiempo totalmente insólitos y difíciles para el oyente, recuerdan 
una vez más la idea de los grandes ciclos liederísticos, los de la 
Amada Lejana, la Molinera y el Viaje de Invierno. El "por vez 
primera" es siempre en Schönberg un "otra vez". El laconismo, 
la pregnancia y el carácter de cada uno de estos Lieder son 
dignos de la arquitectura del todo, con la cesura tras el oc-
tavo Lied, el punto de gravedad del adagio del onceavo y la 
intensificación del último para el final. El piano se ha despojado 
ascéticamente de toda sonoridad tradicional y ofrece a cambio 
de ella la mitigada magia de una lejanía cósmica. El lírico ca-
lor del "Saget mir auf welchem pfade", ^ la desnudez sin velos 
"Wenn ich heute nicht deinen leib berühre", ^ el pianisimo de 
1. "Decidme por qué sendero". — George escribe el alemán con per-
sonal grafía, al modo como Juan Ramón Jiménez el castellano. Entre 
otras cosas, no escribe los sustantivos con mayúsculas. (N. del T.) 
2. "Si no toco hoy tu cuerpo". 
172 PKis\us 
"Als vi'ir hinter dem beblümten tore", ^ tembloroso a la altura 
de una intensidad de expresión apenas soportable; todo sue-
na como si no pudiera ser de otra manera y existiera ya desde 
siempre. Pero el sombrío adiós del final se extiende sinfónica-
mente como en otro tiempo el júbilo del "Und ein liebend ílerz 
erreichet/vi'as ein liebend Herz geweiht". ̂ 
Con los Georgelieder empieza la fase del "atonalismo libre", 
fase que dio definitivamente a Schönberg la fama de destructor 
y revolucionario después de losabiertos escándalos provocados 
por la sinfonía de cámara y el segundo cuarteto. Hoy día la ra-
dical ruptura de entonces no parece ser más que la ratificación 
de lo inevitable. Schönberg ha volcado y vaciado el vocabulario 
entero, desde el sonido aislado hasta los esquemas de las grandes 
formas, pero ha seguido hablando el idioma, el tipo de textura 
musical, que estaba imbricado con los medios que él eliminó, 
por una fusión tanto de sentido como genética. Esa contradic-
ción ha sido para el desarrollo de Schönberg tanto motor cuan-
to obstáculo. Incluso en sus obras más arriesgadas ha seguido 
siendo Schönberg tradicional de ese modo, esto es, eliminando 
ciertamente el material lingúístico-musical con el cual se pro-
ducía la conexión musical desde principios del siglo xvii, pero 
manteniendo sin tocar casi las categorías de la conexión como 
tal, las portadoras, precisamente, de los momentos "subcutá-
neos" de su música. El idioma le era tan obvio y tan poco pro-
blemático como a Schubert, y la fuerza de convicción de sus 
formaciones se debe en parte a ello. Pero, al mismo tiempo, las 
categorías habituales de la conexión musical —por ejemplo, 
las de tema, tensión, continuación, resolución — no concucrdan 
ya con el material que él libera. Una vez limpio de todas las im-
plicaciones dadas, ese material queda al mismo tiempo despro-
visto de cualificación. Propiamente, todos los instantes y todos 
los tonos deberían estar a la misma distancia del centro, lo cual 
haría imposible la organización del tiempo que predomina en 
Schönberg. Ha obrado así ocasionalmente, sobre todo en algu-
nas piezas especialmente revoltosas, como la tercera del Op. 
II; pero en general ha procedido como si estuviera tratando 
1. "Cuando tras el portal adornado con flores". 
2. "Y un corazón amante alcanza / Lo que consagra un corazón 
amante". 
ARNOLD SCHÖNBERG 173 
material ya preconstruido. Es posible que en el fondo la técnica 
dodecafónica estuviera pensada como un intento de dar por sí 
mismo al material algo de esa preconstrucción. Pues en otros 
casos la caprichosa disposición sobre el material asume cierto 
rasgo externo, arbitrario y hasta ciego. Así queda sobre todo de 
manifiesto en la relación de Schönberg con el drama musical. 
Con todo el expresionismo de sus dos primeras obras teatrales, 
esa relación está lisa y llanamente dictada por la estética wag-
neriana. En el mismo Moses und Aron la música tiene con el 
texto una relación poco distinta de la que sería propia de cual-
quier compositor de la escuela neoalemana, aunque no tenga 
nada que ver con la idea de partitura musical dramática. En 
Schönberg se asiste al choque violento de cosas incoetáneas. El 
músico que en lo inmanente a la música se adelantó a su época 
en años-luz, siguió siendo un hijo del siglo xix cuando se tra-
tó del terminus ad quem de su música, esto es, de su función. 
Por eso la crítica de Strawinsky — o basada en Strawinsky — 
contra Schönberg no es sólo reaccionaria, sino que señala ade-
más justamente un límite que dibuja la ingenuidad de Schön-
berg. 
Contra esa ingenuidad y contra la crítica se revuelve sin 
duda el elemento antiartístico y explosivo de Schönberg. Las 
piezas para piano Op. 11 son antiornamentales hasta adoptar 
una gesticulación iconoclasta. Pero la expresión inestilizada y 
desnuda es lo mismo que la hostilidad al arte. ^ Hay algo en 
1. El gesto realiza ante el oído del oyente aquello a que tiende el 
desarrollo de Schönberg: descubrir lo subcutáneo, análogamente al coe-
táneo cubismo, trasladando a fenómenos inmediatos estructurales latentes. 
La analogía afecta especialmente a la eliminación de la perspectiva tra-
dicional en la pintura y de la armonía tonal — "espacial" — en la mú-
sica. Ambas son consecuencias del impulso de hostilidad al ornamento. 
La perspectiva pictórica, no en vano llamada "trompc-roeil", contiene un 
elemento de engaño propio también, aunque sin duda de un modo difí-
cilmente determinable, de la armonía tonal que produce la ilusión de 
profundidad espacial. Esta es precisamente la que queda destruida por 
las piezas para piano Op. 11. Lo insoportable de la armonía era su mo-
mento ilusionístico, y la reacción contra él ha contribuido decisivamente 
a dirigir lo interno hacia afuera. Pero el momento ilusionista estaba ín-
timamente emparentado con aquel stile representativo del que se dis-
tanció Schönberg. En la medida en que imita, el arte se basa siempre 
en ilusión. Pero, al igual que la pintura, tampoco la música consiguió 
eliminar simplemente el espacio, sino que sustituyó el espacio ilusorio y 
fingido por una especie de espacio ampliado que pertenece exclusivamen-
te a la música mi'ma. 
174 PRISMAS 
Schönberg, acaso una obediencia a aquel "No te harás imagen 
alguna" citado por un texto de los coros Op. 27, que querría ex-
tirpar de la música, del arte sin imágenes, todos los rasgos es-
téticos y de reproducción. Pero esos rasgos son al mismo tiempo 
caracteres del idioma en el que se piensa todo pensamiento 
musical de Schönberg. Así ha trabajado hasta el final. Cons-
tantemente, incluso en la fase dodecafónica, ha emprendido 
heroicos esfuerzos de olvido, de destrucción o desmonte de 
capas musicales recubridoras, pero siempre, a pesar de eso, ha 
seguido manteniendo tenazmente el idioma musical. Por eso se 
siguen siempre a las reducciones obras complejas y ricamente 
tejidas, en las que se hace lenguaje musical aquello mismo que 
quería romper con ese lenguaje. Así, por ejemplo, después de 
las primeras piezas atonales para piano surgen las obras para 
orquesta del Op. 16, las cuales no ceden sin duda en cuanto a 
la emancipación del material, pero se desarrollan de nuevo en 
polifonía y trabajo motivístico incluso en medio de su propia 
"prosa". El trabajo temático se presenta ya mucho antes de la 
técnica dodecafónica en las "formaciones básicas". También el 
Pierrot Lunaire conoce análogos, como por ejemplo el Mond-
fleck, célebre por el tour de force de una fuga acompañada por 
dos cánones simultáneos y regresivos, pero que, además, deriva 
rigurosamente el tema de la fuga y el del canon de viento de 
una serie, mientras que el canon de cuerdas constituye un "sis-
tema de acompañamiento" como los que luego fueron casi obli-
gados en la técnica dodecafónica. Al modo como el atonalismo 
libre surgió de la estructura de la gran música de cámara tonal, 
así surge el procedimiento dodecafónico del modo de compo-
sición del atonalismo libre. El hecho de que las piezas orques-
tales descubrieran el principio serial sin enrigidecerlo en sis-
tema hace de ellas obras de las más logradas. Algunas de esas 
piezas, como la segunda con su ramificada lírica y la última, 
concentrada en un final de fuerza de perspectiva sin preceden-
tes, están a la altura de las grandes obras de cámara tonales 
y de los Georgelieder. Tampoco están por debajo de ese nivel 
las obras teatrales Erwartung y Glückliche Hand, consideradas 
como composiciones. Pero en ellas la hostilidad al arte se hace, 
como pose, extrañeza al arte. Seguramente no ha compuesto 
ABNOLD SCHÖNBERG 175 
nunca Schönberg nada más libre que la Erwartung. No sólo 
se emancipan los medios expositivos, sino la misma sintaxis. No 
exageraba Webern cuando en el primer simposio publicado so-
bre Schönberg escribía que la partitura era "un acontecimiento 
sin precedentes. En ella se rompe con toda la arquitectónica 
tradicional; en todo momento se da la novedad de una violen-
tísima modificación de la expresión". Cada momento se entre-
ga a la moción espontánea, y el objeto de la composición, la 
exposición del temor, conserva la inervación histórica de Schön-
berg, emparentada con la del más profundo expresionismo in-
mediatamente anterior a 1914. Pero Schönberg no ha sabido 
elegir el texto. El monodrama de Marie Pappenheim es expre-
sionismo de segunda mano, diletantismo por su lengua y por 
su estructura, y esa inautenticidad se comunica a la música. 
Por ingeniosa que sea la división del todo entres partes por 
Schönberg —búsqueda, marcha y canto final o lamento— la 
música no puede tomar del texto una forma interna, y al pe-
garse a él tiene que repetir constantemente los mismos gestos 
y las mismas configuraciones. Así choca con el postulado de la 
innovación permanente. En la Glücklichen Hand que, con ac-
titud no menos expresionista, se dirige en lo compositivo hacia 
lo objetivamente sinfónico, esbozando pastosas formas, la ob-
jetividad queda irremediablemente comprometida por el necio 
narcisismo del texto teatral. La sinfonía a la que apuntaba la 
obra de Schönberg no llegó a escribirse. 
Los Lieder para orquesta op. 22 se terminan con las palabras 
"Un bin ganz allein in dem grossen Sturm". ^ Schönberg tiene 
que haber experimentado entonces la suma intensificación de 
sus fuerzas. Su música se dilata como un gigante, como si el 
total, la "gran tempestad", quisiera encenderse sobre la auto-
olvidada subjetividad: "completamente solo". A esos años per-
tenece el Pierrot Lunaire, la más conocida de todas las obras 
de Schönberg desde el abandono del tonalismo. Con mucha 
fortuna se equilibra en esta obra la tendencia a la objetividad 
y a la gran amplitud con lo que el sujeto es capaz de cumplir. 
Se establece un cosmos de todos los caracteres musicales y expre-
sivos imaginables, pero como en el espejo de una aislada inte-
1. "Y estoy completamente solo en la gran tempestad". 
176 PRISMAS 
ríoridad, en un invernadero anímico como el cantado poco antes 
en el Lied con palabras de Maeterlinck, legendario y absurdo. 
Lo restaurador de la pieza, passacaglia, fuga, canon, vals, sere-
nata y Lied con estrofas, se precipita irónicamente, como des-
naturalizado, en un paradis artificiel, y los temas, recortados has-
ta lo aforísmático, suenan como mero lejano eco de temas ple-
namente pensados. Este quebrado carácter es inseparable del 
intento de anacronismo. Los poemas de Albert Giraud traduci-
dos por liartleben retroceden a antes del expresionismo, a una 
esfera de artesanía artística, ornamentación figurativa y estili-
zación. Lo que el sujeto parece encontrar en esas poesías, en 
cuanto a forma y contenido, no es más que su propia incons-
ciente proyección. Esta exquisita y magistral pieza de Schönberg 
está, y no sólo por su asunto, bajo la paradójica amenaza de 
cursilería que afecta a todo lo exquisito, y, además, la música 
misma, en su inclinación a lo discursivo y lineal y a la obtención 
de puntas sensitivas, sacrifica algo de lo conseguido por Schön-
berg desde la Erwartung. Pese a toda la virtuosa cspiritvialidad 
del Pierrot y aunque en él se encuentren algunas de sus com-
posiciones más complejas, la empresa musical que representa, 
como producción de conexiones superficiales, es una impercep-
tible retirada de la más avanzada posición conseguida. Pero el 
hecho no puede atribuirse a una disminución de su capacidad 
de compositor. Nunca ha dispuesto Schönberg más soberana-
mente de sus medios que en los arabescos que superan como en 
juego todo peso musical. Pero el músico entra en colisión con 
esa necesidad histórica que se encarna en él con más plenitud 
que en cualquiera de sus colegas de la época. Schönberg ha 
caído en la aporía de la falsa transición. Nada espiritual se ha 
sustraído desde Hegel a esa aporía, acaso ya no es alcanzable 
la ausencia de contradicción en el ámbito, tan parco, del espíritu 
(ya, en el supuesto de que haya sido alcanzable alguna vez). El 
sujeto estético, como el filosófico, en cuanto plenamente desarro-
llado y dueño de sí mismo, no puede contentarse consigo mismo 
y con su "expresión" y tiene que apuntar a una obligatoriedad 
objetiva, como la mentada desde el primer día por el generoso 
gesto de Schönberg. Pero esa obligatoriedad no puede conse-
guirse por mera subjetividad, aunque esté alimentada por toda 
la dinámica social, si no se encuentra sustantivamente en la 
AHNOLD SCHÖNBEKG 177 
sociedad misma; mas el sujeto estético tiene que separarse pre-
cisamente hoy día de esa sociedad que ha perdido iodo conte-
nido sustantivo. En Schönberg se ha repetido el destino del 
Nuevo Decálogo de Nietzsche, y el destino de George que, por 
conseguir una posibilidad de lírica cultural, llegó a inventarse 
un Dios; no en vano se ha sentido Schönberg atraído por los dos. 
Luego del Fierrol y de los Lieder orquestales empezó a compo-
ner un oratorio. Los fragmentos que se publicaron de esa m.úsica 
muestran una vez más la capacidad schönbergiana de alcanzar 
lo sumo sin rodeos, como en el martilleo de la Glücklichen Hand; 
pero el texto revela lo desesperado de la empresa. En la insu-
ficiencia literaria se manificsía la imposibilidad de la cosa misma, 
la incoherencia de una coral religiosa en plena sociedad capita-
hsta tardía, de la estética figura de la totalidad. La voluntad y 
la fuerza del individuo no bastan para arrancar a la realidad 
alienada y escindida el todo como positividad, sino que el indi-
viduo queda remitido a la negación, si es que no quiere dejar 
pudrir su obra en la mentira y la ideología. El chef d'ceuvre 
quedó inacabado, y la confesión del fracaso, las palabras de 
Schönberg "fragmento como todo", testimonian en favor suyo 
de modo acaso más importante que todos sus éxitos. No hay 
duda de que habría podido forzar el problema para realizar lo 
que quería, pero seguramente habrá rastreado algo falso pre-
cisamente en lo que se proponía: la idea de diej d'ceuvre está 
hoy día embrujada, y es sólo el genre chef d'ceuvre. Es dema-
siado profundo el hiato entre la sustantividad del Yo y una 
constitución general de la existencia social que niega al Yo no 
sólo la sanción externa, sino también las condiciones a priori: 
así no pueden lograr las obras de arte la síntesis. El sujeto sabe 
de sí mismo como de algo objetivo, sustraído a la casualidad de 
su mera existencia; pero este saber es al másmo tiemno verda-
dero y falso. Ac(uclla objetividad arraigada en el sujeto se ve 
imposibilitada de reconciliarse con una situación que niega pre-
cisamente el contenido propio de aquella objetividad precisa-
mente en cuanto mienta la plena reconciliación con ella, recon-
ciliación a la que tendría que entregarse para escapar de la im-
portancia del mero ser-para-sí. Cuanto más alta es la especie 
del artista tanto más intensa es Ja tentación de lo quimérico. 
Pues el arte, a diferencia del conocimiento, no puede esperar, 
178 PEISMAS 
pero en cuanto que cede a la impaciencia queda envuelto en 
confusión. En esto se parece Schönberg no sólo a Nietzsche y a 
George, sino también a Wagner. Los rasgos sectarios que se dan 
en él y en su círculo son síntomas de la falsa transición. Su auto-
ritario ser es de tal naturaleza que, tras ponerse consecuente-
mente a sí mismo el principio de la música total, tiene que pres-
cribírselo y luego que soportarlo. La idea de libertad queda 
bloqueada en su música por la desesperada necesidad de some-
terse a una heteronomicidad, porque fracasa el esfuerzo por 
superar la mera individualidad y objetivarse. La interna impo-
sibilidad de la objetivación de la música se manifiesta en los 
rasgos constrictivos de su complexión estética. Esa música no 
puede en realidad salir de sí misma y, por tanto, tiene que levan-
tar como autoridad sobre sí misma la propia arbitrariedad bajo 
cuyo signo emprendió su intento. El iconoclasta se convierte en 
fetichista. El principio de vma música racional, transparente e 
inclusiva al mismo tiempo del sujeto quedó separado de la rea-
lización y se transforma, como abstracción, en precepto rígido 
e indiscutido. 
La pausa que se produce en la creación de Schönberg, pausa 
de bíblica duración, no puede explicarse satisfactoriamente por 
el particular destino de Schönberg durante la guerra y la época 
de la inflación. Sus fuerzas se reagrupan como tras una mortal 
derrota. En aquellos años se ocupó con increíble intensidad de 
la "Asociación para ejecuciones musicales privadas" fundada 
por él mismo. Es casi imposible exagerar lo que significa Schön-
berg

Mais conteúdos dessa disciplina