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ita a Calibán a «poner un poco de cal en tus dedos» en preparación para su incursión en la cueva de Próspero. Pero Calibán «no quiero nada de eso. Perderemos el tiempo, / Y todos seremos transformados en percebes». Todavía es extraño pensar que la cal que se echa a la tumba fue en su momento vida en forma de millones de minúsculos organismos marinos, y que, a su vez, nuestros huesos pueden convertirse en el alimento de futuras generaciones de animales con caparazón. Podemos apreciar los ciclos de la naturaleza del agua, el oxígeno y el nitrógeno, pero ignoramos el ciclo pétreo y moledor del vivificante calcio, que se desarrolla constantemente bajo nuestros pies. En su afán de menospreciar a personas, cultas por otra parte, que lamentablemente eran ignorantes de la ciencia, Huxley olvidó considerar aquella cualidad de la greda que es más probable que retenga al «estudioso más docto, que es muy leído en los registros de la humanidad»: su blancura. Tendemos a suponer que las marcas formales de la civilización humana son negro sobre blanco, hecho con carbón de leña o grafito o el carbono en polvo conocido como negro de humo usado en la tinta de los impresores. Pero nuestras trazas han sido a menudo el negativo básico de esto, delineaciones urgentes pero juiciosas marcadas sobre el suelo en blanco: la línea de meta en el Circus Maximus, el círculo de tiza caucasiano que es la manera de dispensar justicia salomónica en el drama de Bertolt Brecht del mismo nombre, el perfil de una víctima de asesinato. El blanco está allí, finalmente, cuando se pronuncia el juicio final. En italiano, calcio es el término tanto para el calcio como para el fútbol, y ambos términos derivan del latín calx, que no sólo es cal literal, sino también una metáfora para un fin, un logro marcado quizá por una línea de greda que se cruza. La intención humana revestida de blanco no siempre es sombría y ominosa. Herman Melville, en una digresión que ocupa todo un capítulo aparte de la caza de Moby Dick, medita acerca de como «la blancura mejora de forma refinada la belleza, como si impartiera alguna virtud especial propia, como en los mármoles, las camelias japonesas y las perlas». Dos de estos tres—no es sorprendente descubrirlo—son blancos de calcio. Las camelias japonesas son la excepción: el blanco en la naturaleza cuando no es mineral (caballos blancos de verdad, osos blancos, elefantes blancos, los albinos y los albatros) es atribuible no al calcio, sino a la disposición de materia orgánica en las células de tal manera que dispersa la luz de todos los colores. El famoso cetáceo de Melville presenta blancura de ambos tipos, porque mientras su piel es blanca debido a la ausencia de otros pigmentos, sus dientes de marfil están impregnados de sales de calcio. Rayuela dibujada con tiza. (Fotografía del autor.) La estructura compuesta del marfil, una dura matriz fibrosa con un relleno duro como piedra, lo ha convertido en un medio agradable para el artista. Se ha cincelado el marfil desde tiempos antiguos. Los navegantes fenicios decoraban los restos calcáreos de los animales que encontraban en el Mediterráneo y alrededor del mismo, incluyendo colmillos de hipopótamos. Pero fue el crecimiento de la industria ballenera en el siglo XIX lo que dio origen a la artesanía de la talla de marfil, un arte que románticamente se supone que es el subproducto creativo de las largas horas que pasaban los marineros en los océanos en busca del leviatán. El material favorito para los talladores eran los enormes dientes de los cachalotes, que eran su presa principal, aunque no se desaprovechaban la espada (colmillo) del narval y los colmillos de las morsas (ambos mutaciones evolutivas de dientes). Grababan imágenes de barcos y mapas y temas patrióticos, así como mujeres en forma de sirenas y en diversos estados de desnudez, pues el grano fino del material se prestaba a la ejecución, mediante finas líneas, de cabellos guarnecidos o despeinados, y que alcanzaban, tal como escribió Melville, una cualidad de escultura «tan apretada en su complejidad de dibujo» como los grabados de Durero. El material más exaltado tanto en la escultura como en la arquitectura, que en conjunto se conocen como las artes monumentales, ha sido siempre el mármol, la forma más pura y más blanca del carbonato cálcico que responde al cincel del artista. La Grecia y la Roma antiguas consiguieron su esplendor en parte porque tenían canteras de mármol cerca. Fidias empleó mármol del Pentélico de las montañas cercanas a Atenas para la construcción del Partenón, un experimento de cantería cuyas fornidas columnas dóricas reflejan su precaución de ingeniero estructural a la hora de adaptar la construcción tradicional de madera. De grano algo más grueso, el mármol de Paros procedía de dicha isla, y se empleó en localidades alejadas del Ática, como Delfos, Corinto y el cabo Sounion. Los monumentos romanos, desde el Panteón a la Columna Trajana, fueron construidos con mármol procedente de las famosas canteras de Carrara, en la costa toscana. La catedral de Sant’Andrea, de Carrara, es notable porque toda la estructura está hecha de mármol, una decisión quizá inevitable, pero que tiene la consecuencia lamentable de producir un interior tan tétrico como una cueva. Otras grandes catedrales hicieron un uso más diestro de la piedra de Carrara; un ejemplo sorprendente de ello son las bandas como de Lego de mármol blanco y verde oscuro que rodean el exterior y el interior del duomo de Siena, del siglo XIII. Sin embargo, mi catedral italiana favorita es la que se eleva como un joyero en la pintoresca colina de Orvieto. Vista desde una calle lateral, estrechamente flanqueada por casas ordinarias, su frontal occidental reluce con una luz blanca y suave, un brillo de bendición celestial. Desde otro ángulo, sus florones góticos se agrupan como los rascac


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La Tabla Periodica La curiosa historia de los elementos
722 pag.

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