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PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 1789-1799
Una nueva historia
Desde hace unas décadas, y en especial tras el bicentenario de 
1989, la historia de la Revolución Francesa ha sido sometida a una 
ofensiva revisionista que niega su carácter «social» y que ha creado 
desconcierto, sin ofrecer una visión alternativa satisfactoria. Este 
libro de Peter McPhee es la primera historia «postrevisionista» de 
la Revolución: una nueva interpretación que incorpora las líneas 
de investigación que se han desarrollado en las últimas décadas: 
una mejor comprensión de la cultura política, del papel de la mujer 
y de los orígenes del Terror, y un interés mayor en la experiencia 
de la gente común, con el propósito de «escuchar las diversas 
voces de la Francia revolucionaria» y recuperar su dimensión 
social. Como ha dicho el profesor Tackett, de la Universidad de 
California, ésta es «una de las mejores historias de la Revolución 
que han aparecido en muchos años; un excelente correctivo a 
muchos textos “revisionistas” recientes, que reafirma la importancia 
de la dinámica social antes y durante la Revolución».
PETER McPHEE, catedrático de historia en la Universidad de 
Melbourne, es autor de numerosas publicaciones sobre la historia 
de la Francia modeilía, entre las que cabe destacar A Social 
History ofFrance, 1780-1880 (1992) y Revolution and Envirott- 
ment iti Southern France, 1780-1830 (1999).
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PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 1789- i 799 
Una nueva historia
 
 
BIBLIOTECA DIGITAL 
 
TEXTOS SOBRE BOLIVIA 
 
LA REVOLUCIÓN FRANCESA, LA REVOLUCIÓN HAITIANA, NAPOLEÓN 
BONAPARTE, LOS AFRANCESADOS, LAS REVOLUCIONES EUROPEAS DEL 
SIGLO XIX, EL ESTATUTO DE BAYONA, EL NACIONALISMO ESPAÑOL, LA 
GUERRA DE INDEPENDENCIA DE ESPAÑA Y DEL IMPERIO A LA 
FEDERACIÓN 
 
FICHA DEL TEXTO 
 
Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 3547 
Número del texto en clasificación por autores: 16357 
Título del libro: La Revolución Francesa, 1789-1799. Una nueva historia 
Título original del libro: The Frencb Revolution, 1789-1799 
Traductor: Silvia Furio 
Autor: Peter McPHEE 
Editor: Crítica, S.L. 
Derechos de autor: ISBN: 978-84-8432-866-7 
Año: 2002 
Ciudad y País: Barcelona – España 
Número total de páginas: 137 
Fuente: https://es.scribd.com/document/328883240/Peter-McPhee-la-Revolucion-Francesa-1789-
1799-c 
Temática: La revolución francesa 
 
PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 
1789-1799
Una nueva historia
Traducción castellana de 
Silvia Furió
CRÍTICA
Barcelona
Primera edición en B i b l i o t e c a d e B o l s i l l o : febrero de 2007
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares 
del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total 
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos 
la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella 
mediante alquiler o préstamo públicos.
Título original:
The Frencb Revolution, 1789-1799
Diseño de la cubierta: Jaime Fernández 
Imagen de la cubierta: Cover/Corbis 
Realización: Átona, S.L.
© 2002, Peter McPhee 
The Frencb Revolution, 1789-1799, was originally publishcd in English in 2002.
This translation is published by arrangement with Oxford University Press 
La Revolución Francesa, 1789-1799, se publicó originalmente en inglés en 2002. 
Esta traducción se publica por acuerdo con Oxford University Press 
© 2003 de la traducción castellana para España y América:
C r í t i c a , S .L . , Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona 
e-mail: editorial@ed-critica.es 
www.ed-critica.es 
ISBN: 978-84-8432-866-7 
Depósito legal: B.5-2007 
Impreso en España
2007. -A&M Gráfic, Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)
INTRODUCCIÓN
La Revolución Francesa es uno de los más grandes y decisivos momentos 
de la historia. Nunca antes había intentado el pueblo de un extenso y po­
puloso pais reorganizar su sociedad en base al principio de soberanía 
popular. El drama, el triunfo y la tragedia de su proyecto, y los intentos por 
detenerlo o por invertir su curso, han ejercido una enorme atracción en 
los estudiosos a lo largo de más de dos siglos. Aunque con ocasión del 
bicentenario en 1989 los periodistas de derechas se apresuraron a procla­
mar que «la Revolución Francesa está terminada», para nosotros su im­
portancia y fascinación no ha disminuido un ápice.1
Desde que unos cuantos miles de parisinos armados tomaron la forta­
leza de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789, no se ha dejado de 
debatir sobre los orígenes y el significado de cuanto sucedió. Todo el 
mundo está de acuerdo en la naturaleza trascendental y sin precedentes 
de la toma de la Bastilla y los actos revolucionarios vinculados a ella en­
tre los meses de mayo y octubre de 1789. No obstante, las consecuencias 
de aquellos acontecimientos fueron tales que el debate sobre sus orígenes 
no muestra señales de concluir.
En los años siguientes a 1789 los sucesivos gobiernos revolucionarios 
trataron de reorganizar todos y cada uno de los aspectos de la vida de 
acuerdo con lo que según ellos eran los principios fundamentales de la 
revolución de 1789. Sin embargo, al no haber acuerdo sobre la aplicación 
práctica de aquellos principios, la cuestión de qué clase de revolución era 
aquélla y a quién pertenecía se convirtió en seguida en fuente de división, 
conduciendo a la revolución por nuevos cauces. Al mismo tiempo, los 
más poderosos oponentes al cambio, dentro y fuera de Francia, forzaron a
1. Stcvcn Laurcncc Kaplan, Farewell Revolution: Disputed Legad es, /•'ranee 17H9/ 
1989 (Ithaca, N.Y., 1995), pp. 470-486.
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los gobiernos a tomar medidas para preservar la revolución, que culmina­
ron en el Terror de 1793-1794.
Quienes ostentaron el poder durante aquellos años insistieron repeti­
damente en que la revolución, una vez alcanzados sus objetivos, había 
terminado, y que la estabilidad era ahora el inmediato propósito. Cuando 
Luis XVI entró en París en octubre de 1789; cuando en julio de 1791 la 
Asamblea Nacional resolvió dispersar por la fuerza una muchedumbre de 
peticionarios que exigían que el rey fuera depuesto; y cuando la Conven­
ción Nacional introdujo en 1795 la Constitución del año III, en cada una 
de estas ocasiones se aseguró que había llegado la hora de detener el pro­
ceso de cambio revolucionario. Al final, la subida al poder de Napoleón 
Bonaparte en diciembre de 1799 supuso el intento más logrado de impo­
ner la anhelada estabilidad.
Los primeros historiadores de la revolución empezaron por aquel 
entonces a perfilar no sólo sus relatos acerca de aquellos años sino tam­
bién sus opiniones sobre las consecuencias del cambio revolucionario. 
¿Hasta qué punto fue revolucionaria la Revolución Francesa? ¿Acaso la 
prolongada inestabilidad política de aquellos años ocultaba una estabili­
dad económica y social mucho más fundamental? ¿Fue la Revolución 
Francesa un punto de inflexión trascendental en la historia de Francia, e 
incluso del mundo, tal como proclaman sus partidarios, o fue más bien un 
prolongado período de violentos disturbios y guerras que arruinó millo­
nes de vidas?
Este volumen es un relato histórico de la revolución que al mismo 
tiempo trata de responder a las trascendentales cuestiones planteadas más 
arriba. ¿Por qué hubo una revolución en 1789? ¿Por qué resuító tan difí­
cil lograr la estabilidad del nuevo régimen? ¿Cómo podría explicarse el 
Terror? ¿Cuáles fueron las consecuencias de un década de cambio revo­
lucionario? Este libro se inspira en la enorme riqueza de los escritos his­
tóricos de las últimas décadas, algunos de ellos forman parte de los reno­
vados debates con ocasión del bicentenario de la revolución de 1789, pero 
en su mayoría estáninfluenciados por los cambios que se han ido produ­
ciendo en la aproximación al relato de la historia.
Cuatro temas sobresalen entre la rica diversidad de aproximaciones 
a la Revolución Francesa de los últimos años. El primero aplica una vi­
sión más imaginativa del mundo de la política situando la práctica del 
poder dentro del contexto de «cultura política» y «esfera pública». Es
decir, esta aproximación sostiene que sólo podemos comenzar a com­
prender la Revolución Francesa yendo más allá de la Corte y el Parla­
mento y tomando en consideración una amplia gama de formas de pensar 
y llevar a cabo la política en aquellos tiempos. Relacionada con ésta tene­
mos una segunda aproximación que examina el dominio masculino de la 
política institucional y la respuesta agresiva a los desafíos de las mujeres 
frente al poder de los hombres. Como corolario, una tercera aproxima­
ción ha reabierto los debates acerca de los orígenes del Terror de 1793- 
1794: ¿hay que buscar las semillas de la política represiva y mortífera de 
aquel año en los primeros momentos de la revolución, en 1789, o fue el 
Terror una respuesta directa a la desesperada crisis militar de 1793? Por 
último, y en otro orden de cosas, un renovado interés por la experiencia 
de la gente «corriente» ha hecho posible que los historiadores tengan en 
cuenta y profundicen en el estudio de la experiencia rural de la revolu­
ción. Una dimensión de aquella experiencia en la que se hará aquí hinca­
pié hace referencia a la historia del entorno rural.
La década de la Revolución Francesa fue importante también por la 
elaboración y proclamación de ideas políticas fundamentales o ideolo­
gías, tales como la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano 
en 1789 y la Constitución Jacobina de 1793. Las descripciones contem­
poráneas de algunos de los episodios más espeluznantes de la revolución, 
como las «masacres de septiembre» en 1792, son sorprendentemente con­
movedoras. Por esta razón se reproducen aquí fragmentos clave de una 
amplia gama de documentos para que el lector pueda escuchar las distin­
tas voccs de la Francia revolucionaria.
Mi colega Chips Sowerwinc ha concedido a este manuscrito el benefi­
cio de su visión critica y erudita: le estoy agradecido por ello, como lo 
estoy por su amistad y aliento. El manuscrito ha sido también mejora­
do gracias a la lectura crítica de Charlotte Alien, Judy Anderson, Glenn 
Matthews, Tim Tackett y Suzy Schmitz; por supuesto, ninguno de ellos 
es responsable de las deficiencias del presente libro. También a Juliet 
Flesch, Marcia Gilchrist y Kate Mustafa debo su inestimable ayuda.
I. FRANCIA DURANTE LA DÉCADA 
DE 1780 A 1789
La característica más importante de la Francia del siglo xvui era la de 
ser una sociedad esencialmente rural. La población que habitaba en pue­
blos y granjas era diez veces mayor que la actual. En 1780 Francia tenía 
probablemente una población de 28 millones de habitantes: si nos ate­
nemos a la definición de comunidad urbana como aquélla en la que convi­
ven más de 2.000 personas, entonces tan sólo dos personas de cada diez 
vivían en un centro urbano en el siglo xvm. La inmensa mayoría estaba 
repartida en 38.000 comunidades rurales o parroquias con una media de 
600 residentes aproximadamente. Si echamos un vistazo a dos de ellas 
descubriremos algunas de las características principales de aquel lejano 
mundo.
El diminuto pueblo de Menucourt era típico de la región de Vexin, al 
norte de París. Estaba situado entre los recodos de los ríos Sena y Oise, 
a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad más cercana, Pontoise, y a 
35 tortuosos kilómetros de París. Era un pueblo pequeño: había tan sólo 
280 habitantes en sus 70 hogares (pero había experimentado un fuerte 
crecimiento desde los 38 hogares de 1711). El «seigneur» o señor del 
pueblo era Jean Marie Chassepot de Beaumont, que contaba 76 años en
1789. En 1785 había solicitado y obtenido del rey el permfso y autoridad 
para establecer un livre terrier (libro de becerro) para sistematizar los 
considerables impuestos feudales que los aldeanos se negaban a recono­
cer. La granja productora de cereales dominaba económicamente el pue­
blo del mismo modo que el castillo dominaba las míseras viviendas de los 
aldeanos. Los campos cultivados ocupaban el 58 por ciento de las 352 hec­
táreas de la superficie de la minúscula parroquia, el bosque cubría otro 
26 por ciento. Algunos habitantes se dedicaban al cultivo de la vid o Ira 
bajaban la madera de los castaños que había al sur del pueblo convirtién 
dola en toneles de vino y postes, otros extraían piedra para las nuevas
construcciones en Ruán y París. Esta actividad mercantil se complemen­
taba con una economía de subsistencia basada en el cultivo de pequeñas 
parcelas de vegetales y árboles frutales (nueces, manzanas, peras, cirue­
las, cerezas), en la recolección de castañas y setas en el bosque, y en la 
leche y la carne de 200 ovejas y 50 o 60 vacas. Al igual que en todos los 
pueblos de Francia, la gente ejercía varias profesiones a la vez: por ejem­
plo, Pierre Huard regentaba la posada local y vendía vino a granel, pero 
al mismo tiempo era el albañil del pueblo.1
Sin embargo, el pueblo de Gabian, 20 kilómetros al norte de Béziers, 
cerca de la costa mediterránea del Languedoc, era totalmente distinto en 
todos los aspectos. En efecto, gran parte de sus habitantes no podrían 
haberse comunicado con sus conciudadanos de Menucourt porque, al 
igual que la inmensa mayoría de la gente del Languedoc, hablaban occi- 
tano en su vida cotidiana. Gabian era un pueblo importante, con un cons­
tante suministro de agua de manantial, y desde el año 988 su señor había 
sido el obispo de Béziers. Entre los tributos que debían pagarle figuraban 
100 setiers (un setier eran aproximadamente unos 85 litros) de cebada, 
28 setiers de trigo, 880 botellas de aceite de oliva, 18 pollos, 4 libras de 
cera de abeja, 4 perdices, y un conejo. Teniendo en cuenta el antiguo 
papel de Gabian como mercado situado entre las montañas y la costa, 
tenía también que pagar 1 libra de pimienta, 2 onzas de nuez moscada, y
2 onzas de clavo. Había asimismo otros dos señores que ejercían de­
rechos menores sobre los productos de dicha población. Como en Me­
nucourt, Gabian se caracterizaba por la diversidad de su economía mul­
ticultural, puesto que sus 770 habitantes cultivaban gran parte de los 
productos que necesitaban en las 1.540 hectáreas del pueblo. Mientras 
que Menucourt estaba vinculado a mercados más amplios debido a su 
industria maderera y sus canteras, la economía efectiva de Gabian estaba 
basada en el cultivo extensivo de viñedos y en la lana de 1.000 ovejas que 
pacían en las pedregosas colinas que rodeaban el pueblo. Una veintena de 
tejedores trabajaban la lana de las ovejas para los mercaderes de la ciudad 
textil de Bédarieux en el norte.2
1. Denise, Maurice y Robert Bréant, Menucourt: Un villaje du Vexin franfais pen­
dan! la Revolution 1789-1799 (Menucourt, 1989).
2. Peter McPhee, Une communauté languedocicnne dans l'histoire: (¡tibian 1760-
1960 (Nimcs, 2001), cap. 1.
Durante mucho tiempo la monarquía había tratado de imponer una 
uniformidad lingüística en poblaciones como Gabian obligando a los 
sacerdotes y a los abogados a utilizar el francés. Sin embargo, la mayoría 
de los súbditos del rey no usaba el francés en la vida cotidiana, al contra­
rio, podría decirse que la lengua que casi todos los franceses oían regular­
mente era el latín, los domingos por la mañana. A lo largo y ancho del 
país el francés sólo era la lengua cotidiana de aquellos que trabajaban en 
la administración, en el comercio y en los distintos oficios. Los miembros 
del clero también la utilizaban, aunque solían predicar en los dialectos o 
lenguas locales. Varios millones de habitantes del Languedoc hablaban 
variantes del occitano, el flamenco se hablaba en el noreste y el alemán 
en Lorena. Había también minorías de vascos, catalanes y celtas. Estas 
«hablas» locales — o, dichopeyorativamente, «patois»— variaban consi­
derablemente dentro de cada región. Incluso en la Ile-de-France en torno 
a París había diferencias sutiles en el francés hablado de una zona a otra. 
Cuando el Abbé Albert, de Embrun al sur de los Alpes, viajó a través de 
la Auvernia, descubrió que:
Nunca fui capaz de hacerme entender por los campesinos con quienes me 
tropezaba por el camino. Les hablaba en francés, les hablaba en mi patois 
nativo, incluso en latín, pero todo en vano. Cuando por fin me harté de 
hablarles sin que me entendieran una sola palabra, empezaron ellos ¡i 
hablar en una lengua ininteligible para mí.3
Las dos características más importantes que los habitantes de la Francia 
del siglo xvm tenían en común eran que todos ellos eran súbditos del rey, 
y que el 97 por ciento de ellos eran católicos. En la década de 1780 Fran­
cia era una sociedad en la que el sentido más profundo de la identidad de 
la gente estaba vinculado a su propia provincia o pays. Las culturas regio­
nales y las lenguas y dialectos minoritarios estaban sustentados por estra­
tegias económicas que trataban de acomodarse a las necesidades domés­
ticas dentro de un mercado regional o microrregional. La economía rural
3. Fernand Braudel, La identidad de Francia, Gedisa, Barcelona, 1993. (En la traduc­
ción inglesa —Londres, 1988— corresponde a las pp. 91-97.) Daniel Roche, France in 
tlie Enlightenment, trad. Arthur Goldhammcr (Cambridge, Mass., 1998), caps. 1-2, 6, 
pp. 488-491.
era esencialmente una economía campesina: es decir, una producción 
agraria basada en el hogar y orientada esencialmente a la subsistencia. 
Este complejo sistema multicultural pretendía en la medida de lo posible 
cubrir las necesidades de consumo de los hogares, incluyendo el vestir.
Nicolás Restif de la Bretonne, nacido en 1734 en el pueblo de Sacy, en 
el límite entre las provincias de Borgoña y Champaña, nos ofrece una 
visión de este mundo. Restif, que se trasladó a París y se hizo famoso por 
sus irreverentes historias en Le Paysan pervertí (1775), escribió sobre sus 
recuerdos de Sacy en La Vie de mon pére (1779). En ella rememora el 
ventajoso y feliz matrimonio que Marguerite, una pariente suya, estaba a 
punto de contraer con Covin, «un fornido payaso, un patán, el gran em­
bustero del pueblo»:
Marguerite poseía tierras cultivables por un valor aproximado de 120 li­
bras, y las de Covin valían 600 libras, unas eran cultivables, otras viñedos 
y otras eran prados; había seis partes de cada tipo, seis de trigo, seis de 
avena o cebada, y seis en barbecho ... en cuanto a la mujer, obtenía los be­
neficios de lo que hilaba, la lana de siete u ocho ovejas, los huevos de una 
docena de gallinas, y la mantequilla y el queso que elaboraba con la le­
che de una vaca ... Covin era también tejedor, y su mujer hacía algún tra­
bajo doméstico; por consiguiente, debió de considerarse harto afortunada.
La gente de la ciudad se refería a la población rural con el término de 
paysans, esto es, «gente del campo». Sin embargo, este sencillo vocablo 
— al igual que su equivalente español «campesino»— oculta las comple­
jidades de la sociedad rural que se revelarían en los distintos comporta­
mientos de aquella población durante la revolución. Los braceros cons­
tituían la mitad de la población en áreas como la íle-de-France en torno a 
París, dedicadas a la agricultura a gran escala. No obstante, en la mayoría 
de las regiones el grueso de la población estaba compuesto por minifun- 
distas, agricultores arrendatarios o aparceros, dependiendo también mu­
chos de ellos de la práctica de un oficio o de un trabajo remunerado. En 
todas las comunidades rurales había una minoría de hacendados, a menu­
do apodados coqs du village, que eran importantes granjeros arrendata­
rios (fermiers) o terratenientes (laboureurs). En los pueblos más grandes 
había una minoría de personas — sacerdotes, letrados, artesanos, trabaja­
dores textiles— que no eran en absoluto campesinos, pero que en general
poseían alguna parcela de tierra, como es el caso del huerto del cura. El 
campesinado constituía aproximadamente cuatro quintas partes del «ter­
cer estado» o de los «plebeyos», pero a lo largo y ancho del país poseía 
tan sólo un 40 por ciento de la totalidad de las tierras. Esto variaba desde 
un 17 por ciento en la región del Mauges en el oeste de Francia hasta un 
64 por ciento en Auvernia.
Por muy paradójico que pueda parecer, la Francia rural era al mismo 
tiempo el centro de gran parte de los productos manufacturados. La in­
dustria textil en especial dependía ampliamente del trabajo a tiempo par 
cial de las mujeres en las zonas rurales de Normandía, Velay y Picardía. 
Esta clase de industria rural estaba relacionada con las especialidades 
regionales ubicadas en las ciudades de la provincia, como por ejemplo la 
de guantes de piel de carnero en Millau, la de cintas en St-Étiennc, enca­
jes en Le Puy y seda en Lyon. Existe un estudio reciente sobre la industria 
rural realizado por Liana Vardi que se centra en Montigny, una comuni­
dad de unas 600 personas en 1780 situada en la región septentrional de 
Cambrésis, que pasó a formar parte de Francia en 1677.4 A principios del 
siglo xviii, su población, constituida esencialmente por terratenientes y 
arrendatarios de subsistencia, alcanzaba tan sólo un tercio de aquel nú­
mero. A lo largo del siglo xvm, grandes terratenientes y arrendatarios 
monopolizaron las tierras, especializándose en el cultivo de! maíz, mien­
tras que los medianos y pequeños campesinos se vieron obligados a hilar 
y tejer lino para escapar de la pobreza y el hambre. En Montigny una 
industria rural floreciente aunque vulnerable era aquella en que los mer­
caderes «sacaban y mostraban» los productos hilados y tejidos a los dis­
tintos hogares de la población. A su vez, la industria textil proporcionaba 
a los granjeros un incentivo para aumentar sustancialmente el rendimien­
to de sus cosechas con el objeto de alimentar a una población cada vez 
mayor. Los intermediarios, mercaderes-tejedores de lugares como Mon­
tigny, que hipotecaron las pequeñas propiedades familiares para unirse a 
la fiebre de ser ricos, desempeñaron un papel fundamental. Estas perso­
nas continuaron siendo rurales en sus relaciones y estrategias económicas
4. Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profií in Northern Frunce 
1680-1800 (Durham, NC, 1993). Sobre la Francia rural en general, véanse Roche, Fratur 
in the Enlightenment, cap. 4, P. M. Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cam­
bridge, 1988), cap. 1.
mientras que por otro lado hacían gala de un notable entusiasmo y capa­
cidad emprendedora.
Sin embargo, Montigny fue un caso excepcional. Gran parte de la 
Francia rural era un lugar de continuo trabajo manual realizado por los 
labradores. Un mundo rural en el que los hogares se enfrascaban en una 
estrategia ocupacional altamente compleja para asegurar su propia sub­
sistencia sólo podía esperar el inevitable bajo rendimiento de las cose­
chas de cereales cultivadas en un suelo inadecuado o agotado. Tampoco 
las tierras secas y pedregosas de un pueblo sureño como Gabian resul­
taban más aptas para el cultivo de los cereales que el suelo húmedo y 
arcilloso de Normandía: no obstante, en ambos lugares se dedicó una 
gran extensión de tierras al cultivo de cereales para cubrir las necesida­
des locales. Por consiguiente, muchas comunidades rurales disponían de 
unos reducidos «excedentes» que podían ser vendidos a las grandes ciu­
dades. No obstante, para los campesinos eran mucho más importantes 
las pequeñas ciudades o bourgs de los alrededores, cuyas ferias sema­
nales, mensuales o anuales constituían una ocasión para celebrar tanto 
los rituales colectivos de sus culturas locales como para intercambiar 
productos.
Las comunidades rurales consumían gran parte de lo que producían 
— y viceversa— , por lo que las pequeñas y grandes ciudades sufrían pro­
blemas crónicos por la falta de suministro de alimentos y por la limitadademanda rural de sus mercancías y servicios. Sin embargo, aunque sólo 
el 20 por ciento de los franceses vivía en comunidades urbanas, en un 
contexto europeo Francia destacaba por la cantidad y el tamaño de sus 
ciudades. Tenía ocho ciudades de más de 50.000 habitantes (París erá cla­
ramente la más grande, con aproximadamente unas 700.000 personas; a 
continuación le seguían Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Lille, Ruán 
y Toulouse) y otras setenta cuya población oscilaba entre los 10.000 y
40.000 residentes. En todas estas ciudades grandes y pequeñas había 
ejemplos de fabricación a gran escala implicada en un marco comercial 
internacional, pero en la mayoría de ellas imperaba el trabajo artesanal 
para cubrir las necesidades de la propia población urbana y sus alrededo­
res, y una amplia gama de funciones administrativas, judiciales, eclesiás­
ticas y políticas. Eran capitales de provincia: sólo una de cada cuarenta 
personas vivía en París, y las comunicaciones entre la capital Versal les y 
el resto del territorio solían ser lentas e inseguras. El tamaño y la topogra-
fia del país eran un constante impedimento para la rápida transmisión de 
instrucciones, leyes y mercancías (véase mapa 1). Sin embargo, las me­
joras en las carreteras realizadas después de 1750 hicieron posible que 
ninguna ciudad de Francia estuviera a más de quince días de la capital; 
las diligencias, que viajaban 90 kilómetros al día, podían trasladar en cin­
co días a sus viajeros de París a Lyon, la segunda ciudad más grande de 
Francia con 145.000 habitantes.
Como muchas otras ciudades, París estaba circundada por una mura­
lla, principalmente para recaudar los impuestos aduaneros sobre las mer­
cancías importadas a la ciudad. En el interior de las murallas había nume­
rosos faubourgs o suburbios, cada uno con su característica mezcla de 
población inmigrante y su comercio. La estructura ocupacional de París 
era la típica de una gran ciudad: todavía predominaba la habilidosa pro­
ducción artesanal a pesar de la emergencia de numerosas industrias a 
gran escala. Algunas de estas industrias, las más importantes, estaban en el 
faubourg St.-Antoine, donde la fábrica de papel pintado Réveillon daba 
empleo a 350 personas y el cervecero Santerre disponía de 800 obreros. 
En los barrios occidentales de la ciudad, la industria de la construcción 
estaba en pleno auge puesto que las clases acomodadas levantaban impo­
nentes residencias lejos de los abarrotados barrios medievales del centro 
de la ciudad. No obstante, muchos parisinos seguían viviendo en las con­
gestionadas calles de los barrios céntricos próximos al río, donde la 
población estaba segregada verticalmente en edificios de viviendas: a 
menudo, burgueses acaudalados o incluso nobles ocupaban el primer y 
segundo piso encima de las tiendas y puestos de trabajo, mientras los 
criados, los artesanos, y los pobres habitaban los pisos superiores y el 
desván. Al igual que en las comunidades rurales, la Iglesia católica era 
una presencia constante: en París había 140 conventos y monasterios 
(que albergaban a 1.000 monjes y a 2.500 monjas) y 1.200 clérigos de 
parroquia. Una cuarta parte de las propiedades de la ciudad estaban en 
manos de la Iglesia.5
5. Daniel Roche, The People o f París: An Essay on Popular Culture in the Eigliteenth 
Century, trad. Maric Evans (Berkclcy, Calif., 1987). Entre los numerosos estudios sobre 
Paris, véase David Garrioch, Neighbourhood and Community in París, 1740-179(1 (Cam­
bridge, 1986); Arlette Farge, Fragüe Uves: Violence, Power, and Solidarity in Eigliteenth- 
Century Paris, trad. Carol Shelton (Cambridge, Mass., 1993).
En París predominaban los pequeños talleres y las tiendas de venta 
al por menor: había miles de pequeñas empresas que, como promedio, 
daban empleo a unas tres o cuatro personas. En los oficios en que se 
requería una cierta especialización, una jerarquía de maestros controla­
ba el ingreso de oficiales, que habían obtenido su título presentando su 
obra maestra (ch e f d ’oeuvre) al finalizar su tour de France a través de 
centros provinciales especializados en su oficio. Este era un mundo en el 
que los pequeños patronos y los asalariados estaban unidos por un pro­
fundo conocimiento mutuo y del oficio, y en el que los obreros cualifica­
dos se identificaban por su profesión y también por su situación de amos 
u obreros. Los contemporáneos se referían a los obreros de París con el 
término de «canalla» (menú peuple): no eran una clase trabajadora. Sin 
embargo, los desengaños que se producían entre los obreros y sus maes­
tros eran harto evidentes en aquellos oficios en los que resultaba difícil 
acceder a la maestría. En algunas industrias, como en el caso de la im­
prenta, la introducción de nuevas máquinas suponía una amenaza para las 
destrezas de los oficiales y aprendices. En 1776 los asalariados cualifi­
cados se alegraron ante la perspectiva de la abolición de los gremios y de 
la oportunidad de poder establecer sus propios talleres, pero el proyec­
to fue suspendido. A continuación, en 1781 se introdujo un sistema de 
livrels, o cartillas de los obreros, que afianzaba la posición de los maes­
tros en detrimento de los empleados díscolos.
Las relaciones sociales se centraban en el vecindario y el puesto de 
trabajo tanto como en la familia. Las grandes ciudades como París, Lyon 
y Marsella se caracterizaban por ser abarrotados centros medievales 
donde la mayoría de familias no ocupaba más de una o dos habitaciones: 
muchas de las rutinas asociadas con la comida y el ocio eran actividades 
públicas. Los historiadores han documentado el uso que las mujeres tra­
bajadoras hacían de las calles y de otros espacios públicos para zanjar 
disputas domésticas y asuntos relativos a los alquileres y a los precios de 
la comida. Los hombres que desempeñaban oficios cualificados encon­
traban solidaridad en las compagnonnages, hermandades ilegales pero 
toleradas de trabajadores que servían para proteger las rutinas laborales 
y los salarios y proporcionaban una válvula de escape para el ocio y la 
agresividad tras trabajar de 14 a 16 horas diarias. Uno de estos traba­
jadores, Jacques-Louis Ménétra, recordaba, ya avanzada su vida, sus 
tiempos de aprendiz de vidriero antes de la revolución, en un ambiente
FR A N C IA D U R A N T E LA D ÉCA D A D E 1780 A 1789 19
rebelde de compagnons que disfrutaban con travesuras obscenas, sexo 
ocasional, y violencia ritual con otras hermandades. Sin embargo, Mé­
nétra proclamaba también haber leído el Contrato social, Emilio y La 
nueva Eloísa de Rousseau, e incluso se vanagloriaba de haber conocido 
a su autor.6
En las ciudades de provincias predominaban las industrias específicas, 
como la textil en Ruán y Elbeuf. En torno a las grandes fundiciones de 
hierro y minas de carbón surgieron nuevos centros urbanos más pequeños 
como Le Creusot, Niederbronn y Anzin, donde trabajaban 4.000 empica­
dos. No obstante, especialmente en los puertos del Atlántico, el florecien­
te comercio con las colonias del Caribe fue desarrollando un sector eco­
nómico capitalista en el ámbito de la construcción de buques y del 
tratamiento de las mercancías coloniales, como en el caso de Burdeos, 
donde la población creció de 67.000 a 110.000 habitantes entre 1750 y 
1790. Era un comercio triangular entre Europa, Norteamérica y África, 
que exportaba a Inglaterra vinos y licores procedentes de puertos como el 
de Burdeos e importaba productos coloniales como azúcar, café y tabaco. 
Un sector de este comercio utilizaba ingentes cantidades de barcos de 
esclavos, construidos para este propósito, que trasportaban cargamento 
humano desde la costa oeste de Africa a colonias como Santo Domingo. 
Allí, 465.000 esclavos trabajaban en una economía de plantaciones con­
trolada por 31.000 blancos de acuerdo con las normas del Código Negro 
de 1685. Este código establecía leyes para el «correcto» tratamiento de 
las propiedades de los dueños de esclavos, mientras que negaba a los 
esclavoscualquier derecho legal o familiar: los hijos de los esclavos 
pertenecían a su propietario. En 1785 había 143 barcos participando acti­
vamente en el tráfico de esclavos: 48 eran de Nantes, 37 de ambos puer­
tos, de La Rochela y de El Havre, 13 de Burdeos, y varios de Marsella, 
St.-Malo y Dunkerque. En Nantes, el comercio de esclavos representaba 
entre el 20 y el 25 por ciento del tráfico del puerto en la década de los 
años 1780, en Burdeos entre el 8 y el 15 por ciento y en La Rochela 
alcanzó hasta el 58 por ciento en 1786. A lo largo del siglo, desde 1707, 
estos barcos de esclavos realizaron más de 3.300 viajes, el 42 por cicnlo
6. Jacques-Louis Ménétra, Journal o f My Life, trad. Arthur Goldhammer (Nueva 
York, 1986); Roche, France in the Enlightenment, pp. 342-346, cap. 20.
de los mismos procedente de Nantes: este comercio fue esencial para el 
gran auge económico de los puertos del Atlántico en el siglo xvui.7
No obstante, la mayoría de las familias de clase media obtenían sus 
ingresos y su posición a través de actividades más tradicionales, como el 
derecho y otras profesiones, la administración real, y las inversiones en 
propiedades. Aproximadamente el 15 por ciento de la propiedad rural 
estaba en manos de aquellos burgueses. Mientras que la nobleza se apo­
deraba de los puestos más prestigiosos de la administración, los rangos 
inferiores estaba ocupados por la clase media. La administración real en 
Versal les era muy reducida, con tan sólo unos 670 empleados, pero en toda 
la red de pueblos y ciudades de provincias daba empleo a miles de perso­
nas en tribunales, obras públicas y gobierno. Para los burgueses que con­
taban con sustanciales rentas no había inversiones más atractivas ni más 
respetables que los bonos del Estado, seguros pero de bajo rendimiento, o 
las tierras y el señorío. Este último en particular ofrecía la posibilidad de 
acceder a un estatus social e incluso a un matrimonio dentro de la noble­
za. En los años ochenta, uno de cada cinco señores terratenientes en el 
área de Le Mans era de origen burgués.
La Francia del siglo xvm se caracterizaba por los múltiples vínculos 
que existían entre la ciudad y el campo. En las ciudades de provincias 
especialmente, los burgueses eran dueños de extensas propiedades rura­
les de las que obtenían rentas de los campesinos y granjeros. En contra­
partida, el servicio doméstico en las familias burguesas constituía una 
fuente importante de empleo para las mujeres jóvenes del campo. Las 
muchachas menos afortunadas trabajaban como prostitutas o en talleres 
de caridad. Otro vínculo importante entre el campo y la ciudad era ía cos­
tumbre que tenían las mujeres trabajadoras de ciudades como Lyon y 
París de enviar a sus bebés a las zonas rurales para ser criados, a menudo 
durante varios años. Los bebés tenían más posibilidades de sobrevivir en 
el campo que en la ciudad, pero aún así, una tercera parte de aquellos 
niños moría mientras estaba con el ama de cría (caso contrario es el de la 
madre del vidriero Jacques-Louis Ménétra, que murió mientras él se 
encontraba al cuidado de su nodriza en el campo). Había también otra 
clase de comercio humano que afectaba a varios miles de hombres de las
7. Jean-Michcl Dcveau, La Traite rochelaise (París, 1990); Kochc, ¡''ranee in the 
Enlightenment, cap. 5.
!
L _
! tierras altas con una prolongada «temporada baja» en invierno que tenían 
que emigrar hacia las ciudades en determinados períodos estacionales o 
| durante años en busca de trabajo. Los hombres abandonaban lo que se ha 
j denominado una sociedad «matricéntrica», en la que las mujeres cuida- 
i ban del ganado y producían tejidos.
Sin embargo, la relación más importante que se estableció entre la 
! Francia rural y la urbana fue la del suministro de alimentos, especialmen- 
| te de cereales. Este vínculo a menudo se quebraba debido a las demandas 
i encontradas de los consumidores urbanos y rurales. En tiempos normales 
los asalariados urbanos gastaban del 40 al 60 por ciento de sus ingresos 
sólo en pan. Cuando en los años de escasez subían los precios, también 
aumentaba la tensión entre la población urbana, que dependía por com­
pleto del pan barato, y los segmentos más pobres de la comunidad rural, 
amenazada por los comerciantes locales que trataban de exportar los 
cereales a mercados urbanos más lucrativos. Veintidós de los años que 
van desde 1765 hasta 1789 estuvieron marcados por disturbios debidos a 
| la escasez de comida, bien en los barrios populares urbanos donde las 
¡ mujeres en particular trataban de imponer una tdxation populaire para 
¡ mantener los precios al nivel acostumbrado, bien en las áreas rurales don- 
j de los campesinos se asociaban para evitar que las pocas existencias fue­
ran enviadas al mercado. En muchas zonas la tensión por el suministro de 
alimentos agravaba la sospecha de que las grandes ciudades no eran más 
que parásitos que se aprovechaban del esfuerzo rural, puesto que la Igle­
sia y la nobleza obtenían sus riquezas del campo y consumían de forma 
ostentosa en la ciudad. No obstante, en este proceso creaban empleo para 
la gente de las ciudades y prometían caridad para los pobres.8
La Francia del siglo xvm era un país de pobreza masiva en el que la 
¡ mayoría de gente se encontraba indefensa ante una mala cosecha; Esto 
explica lo que los historiadores han denominado «equilibrio demográfi- 
j co», en el que tasas muy altas de natalidad (sobre el 4,5 de cada cien per-
8. Entre los importantes estudios sobre el comercio de cereales destacan Stevcn 
Kaplan, Provisioning Paris: Merchants and Millers in the Grain and Flour Trade during 
the Eighteenth Century (Ithaca, NY, 1984); Cynthia Bouton, The Flour War: Gender, 
Class, and Community in late Anden Regime French Society (University Park, Pa., 1993); 
Judith Miller, Mastering the Market: the State and 1989), pp. 24, 27. En lo relativo a la 
Iglesia en el siglo xvm véase también Roche, The Grain Trade in Northern France, 1700- 
1860 (Cambridge, 1998).
sonas) quedaban igualadas por elevadas tasas de mortalidad (3,5 aproxi­
madamente). Los hombres y las mujeres se casaban tarde: normalmente 
entre los 26 y 29 años y los 24 y 27 respectivamente. En las zonas más 
devotas sobre todo, donde era menos probable que las parejas evitasen la 
concepción mediante el coitus interruptus, las mujeres parían una vez 
cada veinte meses. Sin embargo, en todo el país, la mitad de los niños que 
nacían morían de enfermedades infantiles y malnutrición antes de cum­
plir los cinco años. En Gabian, por ejemplo, hubo 253 muertes en la 
década de 1780 a 1790, de las que 134 eran niños menores de cinco años. 
Aunque no resultase extraña la ancianidad — en 1783 fueron enterrados 
tres octogenarios y dos nonagenarios— , la esperanza de vida de aquellos 
que sobrevivían a la infancia se situaba alrededor de los 50 años.
Después de 1750, una prolongada serie de buenas cosechas alteró el 
equilibrio demográfico: la población aumentó de unos 24,5 millones a 
28 millones en la década de los ochenta. A pesar de ello, la vulnerabilidad 
de esta población creciente no era simplemente una función de la eterna 
amenaza de las malas cosechas. La población rural, especialmente, sus­
tentaba los costes de los tres pilares de autoridad y privilegio en la Fran­
cia del siglo xvm: la Iglesia, la nobleza, y la monarquía. Juntas, las dos 
órdenes privilegiadas y la monarquía recaudaban como promedio de un 
cuarto a un tercio del producto de los campesinos, mediante impuestos, 
tributos de señorío y el diezmo.
Los 169.500 miembros del clero (el primer estado del reino) consti­
tuían el 0,6 por ciento de la población. Según su vocación estaban dividi­
dos en un clero «regular» de 88.500 miembros (26.500 monjes y,55.000 
monjas) de distintas órdenes religiosas y un clero «secular» compuesto 
por 59.500 personas (39.000 sacerdotes o curés y 20.500 vicarios o vicai- 
res) que atendían a las necesidades espirituales de la sociedad laica. 
Había tambiénotras clases de clero «seglar». En términos sociales, la 
Iglesia era altamente jerárquica. Los puestos más lucrativos como los de 
responsables de órdenes religiosas (a menudo desempeñados in absentiá) 
y como los de obispos y arzobispos estaban en manos de la nobleza: el 
arzobispo de Estrasburgo tenía una paga de 450.000 libras al año. Aun­
que los salarios mínimos anuales de los sacerdotes y vicarios se incre­
mentaron hasta 750 y 300 libras respectivamente en 1786, estos sueldos 
les proporcionaban mayor holgura y confort del que disfrutaban la mayo­
ría de sus feligreses.
La Iglesia obtenía su riqueza principalmente del diezmo (normalmen­
te el 8 o el 10 por ciento) que imponía a los productos agrícolas en el 
momento de la recolección, que le proporcionaba unos ingresos de 150 
millones de libras al año, y de las vastas extensiones de tierras propiedad 
de las órdenes religiosas y de las catedrales. Con ello se pagaba en 
muchas diócesis una portion congrue (porción congrua) o salario al clero 
de parroquia, que éste complementaba con las costas que se recaudaban 
por servicios especiales como matrimonios y misas celebradas por las 
almas de los difuntos. En total, el primer estado poseía aproximadamente 
el 10 por ciento de las tierras de Francia, alcanzando incluso el 40 por 
ciento en Cambrésis, de las que obtenía 130 millones de libras anuales en 
concepto de arriendos y tributos. En las grandes y pequeñas ciudades de 
provincias, el clero de parroquia, monjas y monjes de órdenes «abiertas» 
pululaban por doquier: 600 de los 12.000 habitantes de Chartres, por 
ejemplo, pertenecían a órdenes religiosas. En muchas ciudades provin­
ciales, la Iglesia era también uno de los principales propietarios: en 
Angers, por ejemplo, poseía tres cuartos de las propiedades urbanas. 
Aquí, como en todas partes, la Iglesia constituía una importante fuente de 
empleo local para el servicio doméstico, para artesanos cualificados y 
abogados que cubrían las necesidades de los 600 miembros del clero resi­
dentes en una ciudad de 34.000 habitantes: funcionarios, carpinteros, co­
cineros y mozos de la limpieza dependían de ellos, del mismo modo que 
los abogados que trabajaban en los cincuenta y tres tribunales de la Igle­
sia procesando a los morosos que no pagaban el diezmo o el arriendo de 
sus inmensas propiedades. La abadía benedictina de Ronceray poseía 
cinco fincas, doce graneros y lagares, seis molinos, cuarenta y seis gran­
jas, y seis casas en el campo en los alrededores de Angers, que proporcio­
naban a la ciudad 27.000 libras anuales. *
En la década de 1780 a 1789 muchas órdenes religiosas masculinas 
estaban en vías de desaparición: Luis XV había clausurado 458 casas 
religiosas (en las que sólo había 509 miembros) antes de su muerte en 
1774, y el reclutamiento de monjes descendió en un tercio en las dos dé­
cadas posteriores a 1770. Las órdenes femeninas eran más fuertes, como 
la de las Hermanas de la Caridad en Bayeux, que proporcionaba comida y 
refugio a cientos de mujeres agotadas por sus incesantes labores de enea 
je. A pesar de todo, a lo largo y ancho de la Francia rural, el clcro de 
parroquia era el centro de la comunidad: como fuente de consuelo espiri­
tual c inspiración, como consejero en momentos de necesidad, como 
administrador de caridad, como patrono y como portador de noticias del 
mundo exterior. Durante los meses de invierno, el párroco ofrecía unos 
rudimentos de enseñanza, aunque tan sólo un hombre de cada diez y una 
mujer de cada cincuenta fuera capaz de leer la Biblia. En las zonas en que 
el hábitat estaba muy disperso, como sucedía en algunos lugares del 
Macizo Central o en el oeste, los habitantes de las granjas y caseríos más 
remotos tan sólo se sentían parte de la comunidad en la misa de los do­
mingos. En el área occidental los feligreses y el clero decidían todos los 
asuntos locales después de la misa, en lo que se ha descrito como diminu­
tas teocracias. Incluso en estos casos la educación tenía una importancia 
marginal: en la devota parroquia occidental de Lucs-Vendée sólo el 21 por 
ciento de los novios podían firmar en el registro de matrimonio, y única­
mente el 1,5 por ciento podía hacerlo de forma que permitiese suponer un 
cierto grado de alfabetización. La mayoría de los parisinos sabía por lo 
menos leer, pero la Francia rural era esencialmente una sociedad oral.
La Iglesia católica gozaba de monopolio en el culto público, a pesar 
de que las comunidades judías, aunque geográficamente separadas,
40.000 personas en total, conservaban un fuerte sentido de identidad en 
Burdeos, en el Condado Venesino y en Alsacia, al igual que los aproxima­
damente 700.000 protestantes en ciertas zonas del este y del Macizo Cen­
tral. Los recuerdos de las guerras religiosas y de la intolerancia que 
siguió a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 estaban muy arraiga­
dos: los habitantes de Pont-de-Montvert, en el corazón de la región de los 
Camisards protestantes, cada vez más numerosos en 1700, tenían una 
guarnición del ejército y un señor católico (los caballeros de Malta) para 
recordarles diariamente su sometimiento. Sin embargo, mientras que el 
97 por ciento de los franceses eran nominalmente católicos, los niveles 
tanto de religiosidad (la observancia externa de las prácticas religiosas, 
como la asistencia a la misa de Pascua) como de espiritualidad (la impor­
tancia que los individuos otorgaban a tales prácticas) variaba a lo largo 
del país. Por supuesto, la esencia de la espiritualidad está fuera del alcan­
ce del historiador; no obstante, el declive de la fe en determinadas áreas 
puede deducirse por el número cada vez mayor de novias que quedaban 
embarazadas (que oscilaba entre el 6,2 y el 10,1 por ciento en todo el 
país) y por la disminución de la vocación sacerdotal (la cantidad de nue­
vos religiosos decreció en un 23 por ciento durante los años 1749-1789).
El catolicismo era más fuerte en el oeste y en Bretaña, a lo largo de los 
Pirineos, y al sur del Macizo Central, regiones caracterizadas por un 
reclutamiento clerical masivo de muchachos procedentes de familias 
locales bien integradas en sus comunidades y culturas. Por otro lado, en 
la zona occidental las pagas de los sacerdotes estaban muy por enciroa 
del mínimo requerido; además, ésta era una de las partes del país donde 
el diezmo se pagaba al clero local en vez de hacerlo a la diócesis, facili­
tando con ello la tarea de los sacerdotes de atender a todas las necesida­
des de la parroquia. En todas partes, los feligreses más devotos solían ser 
viejos, mujeres y del ámbito rural. La teología a la que estaban sometidos 
se caracterizaba por una desconfianza «tridentina» respecto a los placeres 
mundanos, por el énfasis en la autoridad sacerdotal y por una poderosa 
imaginería de los castigos que aguardaban más allá de la tumba a los que 
mostraban una moral laxa. Yves-Michel Marchais, el curé de la devota 
parroquia de Lachapelle-du-Génet en el oeste, predicaba que «Todo 
aquello que pueda calificarse de acto impuro o de acción ilícita de la car­
ne, si se hace por propia y libre voluntad, es intrínsecamente malo y casi 
siempre un pecado mortal, y por consiguiente motivo de exclusión del 
Reino de Dios». Predicadores como el padre Bridaine, veterano de 256 
misiones, informaban exhaustivamente a los pecadores acerca de los cas­
tigos que les aguardaban una vez excluidos:
Crueles hambrunas, sangrientas guerras, inundaciones, incendios ... inso­
portables dolores de muelas, punzantes dolores de gota, convulsiones epi­
lépticas, fiebres ardientes, huesos rotos ... todas las torturas sufridas pol­
los mártires: afiladas espadas, peines de hierro, dientes de tigres y leones, 
el potro, la rueda, la cruz, la parrilla al rojo vivo, aceite hirviendo, plomo 
d e r r e t i d o „
Los puestos de élite en el seno de la Iglesia católica estaban en manos de 
los miembros del segundo estado o nobleza. Los historiadores nunca han 
llegado a ponerse de acuerdo sobre el número de noblesque había en 
Francia en el siglo xvm, en parte debido a la cantidad de plebeyos que
9. Ralph Gibson, A Social History oj Frencli Catholicism 1789-1914 (Londres, Frun­
ce in the Enlightcnment, cap. 11; y el extraordinario estudio de John McManncrs, Cliurch 
and Society in the Eighteenth-Cenlury France, 2 vols. (Oxford, 1998). El cap. 46 de esta 
última obra analiza la postura de los protestantes y de los judíos.
reclamaban el estatus de nobleza en un intento por obtener posición, pri­
vilegios y rango, que estaban más allá del alcance de la riqueza. Cálculos 
recientes sugieren que no había más de 25.000 familias nobles o 125.000 
personas nobles, aproximadamente un 0,4 por ciento de la población.
La nobleza, en cuanto a orden, gozaba de varias fuentes de riqueza y 
poder corporativo: privilegios señoriales y fiscales, el estatus que acom­
pañaba a la insignia de eminencia, y el acceso exclusivo a una serie de 
puestos oficiales. No obstante, al igual que el primer estado, la nobleza se 
caracterizaba por una gran diversidad interna. Los nobles de provincias 
más pobres (hobereaux) con sus pequeñas propiedades en el campo 
tenían muy poco en común con los miles de cortesanos de Versalles o con 
los magistrados de los parlamentos (parlements) y los administradores 
superiores, aunque su estatus de nobleza fuera mucho más antiguo que el 
de aquellos que habían comprado un título o habían sido ennoblecidos 
por sus servicios administrativos (noblesse de robe o nobleza de toga). El 
ingreso de un hijo en una academia militar y la promesa de una carrera 
como oficial era el trato de favor de que disponían los nobles de provin­
cias para conservar su estatus y seguridad económica. Su rango en el seno 
del ejército se vio reforzado por el reglamento Ségur de 1781 que exigía 
cuatro generaciones de nobleza para los oficiales del ejército. Dentro de 
la élite de la nobleza (les Grands), las fronteras familiares y de riqueza 
estaban fracturadas por intrincadas jerarquías de posición y prerrogati­
vas; por ejemplo, de aquellos que habían sido presentados formalmente 
en la corte había que distinguir entre los que tenían permiso para sen­
tarse en un escabel en presencia de la reina y los que podían montar en 
su carruaje. Sin embargo, lo que todos los nobles tenían en común era el 
interés personal por acceder al sumamente complejo sistema de estatus y 
jerarquía en el que se obtenían privilegios materiales y promociones.10
La mayoría de nobles obtenían de la tierra una parte significativa de su 
riqueza. Aunque el segundo estado poseía en total aproximadamente un 
tercio de las tierras de Francia, ejercía derechos señoriales sobre el resto 
del territorio. El más importante de estos derechos era la percepción sis­
temática de un tributo sobre las mayores cosechas (champart, censive o
10. Vcase Roche, France in the Enlightenment, cap. 12. Un brillante estudio local nos 
lo brinda Robert Forster, The House o f Saulx-Tavanes: Versailles and Burgundy 1700- 
1830 (Baltimore, 1977).
tasque) que se recolectaban en las tierras pertenecientes al seigneurie; 
esto representaba entre una doceava y una sexta parte, pero en algunas 
zonas de Bretaña y de la Francia central ascendía incluso a un cuarto de 
la recolección. A todo esto había que añadir otros derechos fundamen­
tales, como el monopolio (banalité) sobre el horno del pueblo, sobre la 
prensa de las uvas y las aceitunas, y sobre el molino; impuestos económi­
cos sobre la transmisión de tierras e incluso sobre matrimonios; y la exi­
gencia de trabajo no remunerado por parte de la comunidad en las tierras 
del señor en la época de recolección. Se ha calculado que el valor de es­
tos tributos constituía el 70 por ciento de los ingresos de los nobles en 
Rouergue (donde el champart se llevaba un cuarto de la producción del 
campesinado), mientras que, al sur, en la vecina región de Lauragais, 
alcanzaba tan sólo el 8 por ciento.
La solución a la paradoja de cómo una sociedad esencialmente cam­
pesina podía mantener a tantas ciudades importantes se encuentra en las 
funciones que estos centros provincialGS desempeñaban en el siglo xvm. 
En cierto modo las ciudades del interior dependían del campo, puesto que 
el grueso de los tributos de señorío, arriendos, diezmos y pagos recauda­
dos por la élite de los dos primeros estados del reino se gastaban en los 
centros urbanos. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Cambrai obte­
nía dinero de sus propiedades sitas en pueblos como Montigny, donde 
poseía el 46 por ciento del área total en 1754. Al mismo tiempo era tam­
bién el señor del pueblo, a pesar de que aquélla era una región en la que el 
régimen feudal tenía un peso relativamente escaso.
Los habitantes del campo habían nacido en un mundo marcado por 
manifestaciones físicas y materiales del origen de la autoridad y del esta­
tus. La parroquia y el castillo dominaban el entorno edificado y recorda­
ban a los plebeyos su obligación de trabajar y someterse. A pesar de que 
en la década de 1780 los señores ya no residían en sus fincas como solían 
hacerlo a principios de siglo, continuaban ejerciendo sus numerosas 
prerrogativas que reforzaban la posición subordinada de la comunidad, 
ya fuera reservando un banco en la Iglesia parroquial, llevando armas en 
público, o nombrando a los funcionarios del pueblo. No podemos saber 
hasta qué punto la deferencia que exigían era un sincero reconocimiento 
de su eminencia; no obstante, hay repetidos ejemplos de animosidad del 
campesinado que desesperaban a los miembros de la élite. En Provenza, 
por ejemplo, se exigía que las comunidades locales respetasen las muer­
tes que pudiesen producirse en la familia del señor evitando cualquier 
fiesta pública durante un año. En esta región, un afligido noble se lamen­
taba de que, en el día de la festividad del santo patrón del pueblo de Saus- 
ses en 1768, «la gente había tocado tambores, disparado mosquetes y bai­
lado todo el día y parte de la noche, con gran boato y vanidad».11
La Francia del siglo xvm era una sociedad corporativa, en la que el 
privilegio era parte integral de la jerarquía social, de la riqueza y de la 
identidad individual. Es decir, las personas formaban parte de grupos 
sociales surgidos de una concepción medieval del mundo en el que la 
gente tenía la obligación de rezar, de luchar o de trabajar. Era una visión 
esencialmente estática o fija del orden social que no se correspondía con 
otros aspectos del valor personal, como la riqueza. El tercer estado, el 99 
por ciento de la población, incluía a todos los plebeyos, desde los mendi­
gos hasta los financieros más acaudalados. Los dos primeros estados 
estaban unidos internamente por los privilegios inherentes a su estado y 
por su visión de sus funciones sociales e identidad, pero también estaban 
divididos internamente por las diferencias de estatus y riqueza. A la cabe­
za de toda forma de privilegio — legal, fiscal, ocupacional o regional— se 
encontraba siempre la élite noble de los dos primeros estados u órdenes. 
Estas antiguas familias nobles e inmensamente ricas en la cima del poder 
compartían una concepción de la autoridad política y social que manifes­
taban a través de un ostentoso exhibicionismo en sus atuendos, en sus 
moradas y en el consumo de lujos.
El primer y segundo estado constituían corporaciones privilegiadas: 
es decir, la monarquía había reconocido ya tiempo atrás su estatus privi­
legiado a través, por ejemplo, de códigos legales distintos para sus miem­
bros y de la exención del pago de impuestos. La Iglesia pagaba tan sólo 
una contribución voluntaria (don gratuit) al Estado, normalmente no más 
del 3 por ciento de sus ingresos, por decisión del sínodo gobernante. Los 
nobles estaban generalmente exentos del pago directo de contribuciones 
salvo del modesto vingtiéme (vigésimo), un recargo impuesto en 1749. No 
obstante, las relaciones entre las órdenes privilegiadas y el monarca — el 
tercer pilar de la sociedad francesa— estaban basadas en la dependenciamutua y la negociación. El rey era el jefe de la Iglesia galicana, que goza­
11. Alain Collomp, La Maison du pére: Famille et vil ¡age en I Íautc-Provence aux 
xvu* et xvm* siécles (París, 1983), p. 286.
ba de una cierta autonomía respecto de Roma, pero a su vez dependía de 
la buena voluntad del personal de la Iglesia para mantener la legitimidad 
de su régimen. A cambio, la Iglesia católica disfrutaba del monopolio del 
culto público y del código moral. Asimismo, en reciprocidad a la obedien­
cia y respeto de sus semejantes de la nobleza, el rey aceptaba que estuvie­
sen en la cúspide de todas las instituciones, desde la Iglesia hasta las fuer­
zas armadas, desde el sistema judicial hasta su propia administración. 
Jacques Necker, un banquero de Ginebra que fue ministro de finanzas 
durante el período de 1777-1781 y ministro de Estado desde 1788, fue el 
único miembro del consejo de ministros de Luis XVI que no era noble.
La residencia del rey en Versalles fue la manifestación física de poder 
más imponente en la Francia del siglo xvm. Sin embargo, la burocracia 
estatal era a la vez reducida en tamaño y limitada en sus funciones al 
orden interno, a la política exterior, y al comercio. Había tan sólo seis 
ministros, dedicándose tres de ellos a los asuntos exteriores, a la guerra y 
a la armada, mientras que los otros se ocupaban de las finanzas, de la jus­
ticia y de la Casa Real. Gran parte de la recaudación de impuestos se 
«cosechaba» en los fermiers-généraux privados. Y lo que es más impor­
tante, todos los aspectos de las estructuras institucionales de la vida 
pública — la administración, las costumbres y medidas, la ley, las con­
tribuciones y la Iglesia— llevaban el sello del privilegio y reconocimien­
to histórico a lo largo de los siete siglos de expansión territorial de la 
monarquía. El precio pagado por la monarquía por la expansión de sus 
territorios desde el siglo xi había sido el reconocimiento de «derechos» y 
«privilegios» especiales para las nuevas «provincias». En efecto, el reino 
incluía un extenso enclave — Aviñón y el Condado Venesino— que conti­
nuó perteneciendo al papado desde su exilio allí en el siglo xiv.
La constitución por la que el rey gobernaba Francia era consuetuáina- 
ria, no escrita. Una parte esencial de la misma establecía que Luis era rey 
de Francia por la gracia de Dios, y que él solo se hacía responsable ante 
Dios del bienestar de sus súbditos. El linaje real era católico y se transmi­
tía solamente a través de los hijos mayores (ley sálica). El rey era el jefe 
del ejecutivo: nombraba a los ministros, diplomáticos y altos funciona­
rios, y tenía la potestad de declarar la guerra y la paz. Sin embargo, al 
tener los parlamentos la responsabilidad de certificar los decretos del rey, 
habían ido asumiendo paulatinamente el derecho a hacer algo más que 
revisar su corrección jurídica; es decir, los parlamentos insistían en que sus
«advertencias» podían también defender a los súbditos de las violaciones 
de sus privilegios y derechos a menos que el rey decidiese utilizar la se­
sión para imponer su voluntad.
Los compromisos históricos a los que los monarcas franceses habían 
tenido que sucumbir para garantizar la aquiescencia de las provincias 
recién adquiridas a lo largo de los siglos se manifestaban en los compli­
cados acuerdos relativos a los impuestos en todo el país. El impuesto 
directo más importante, la taille (la talla), variaba según las provincias y 
algunas ciudades habían comprado el modo de escabullirse por completo. 
El principal impuesto indirecto, la gabelle (la gabela) sobre el consumo 
de la sal, variaba de más de 60 libras por cada 72 litros hasta sólo 1 libra y 
10 céntimos. Olwen Hufton describe grupos de mujeres ostensiblemente 
embarazadas haciendo contrabando de sal en Bretaña, la zona en que los 
impuestos eran más bajos, y llevándola hacia el este, a las zonas que 
mayores impuestos pagaban, para venderla clandestinamente y obtener 
ganancias con este producto de primera necesidad.12
En cuanto a la administración, las palabras clave eran excepción y 
exención. Las cincuenta y ocho provincias de la Francia del siglo xvm 
estaban agrupadas a efectos administrativos en 33 généralités (véase 
mapa 2). Éstas variaban enormemente en tamaño y raramente coincidían 
con el territorio que cubrían las archidiócesis. Además, los poderes que 
los principales administradores del rey (intendants) podían ejercer varia­
ban considerablemente. Algunas de las généralités (generalidades), cono­
cidas como pays d ’état (países de Estado), como la Bretaña, el Langue­
doc y la Borgoña, reclamaban una cierta autonomía en la distribución de 
los impuestos que otras zonas, los pays d ’élection (países de elección), no 
tenían. Las diócesis se alineaban en tamaño y riqueza desde la archidió­
cesis de París hasta los «évéchés crottés» u «obispados enlodados», pe­
queños obispados que no eran más que el producto de acuerdos políticos 
de siglos anteriores, especialmente en el sur durante el exilio del papado 
a Aviñón en el siglo xiv.
El mapa de las fronteras administrativas y eclesiásticas de Francia no
12. Olwcn Hufton, «Womcn and the Family Economy in Eightccnth-Ccntury Frail­
ee», French Historical Sludies, 9 (1975), pp. 1-22; Hufton, The Prospect before Her: A 
History ofWomen in Western Europe, 1500-1800 (Nueva York, 1996), esp. cap. 4; Roche, 
France in the Enlightenment, cap. 7, pp. 287-299.
coincidía con el de los parlamentos (parlements y conseils souverains). 
El Parlamento de París ejercía su poder sobre medio país, mientras que el 
conseil souverain de Aras tenía sólo una pequeña jurisdicción local. Nor­
malmente, el centro de administración, la archidiócesis y la capital judi­
cial tenían sede en distintas ciudades dentro de la misma provincia. Ade­
más, rebasando todas estas fronteras aún había otra antigua división entre 
la ley escrita o romana del sur y la ley consuetudinaria del norte. A am­
bos lados de esta división había decenas de códigos de leyes locales; por 
supuesto, tanto el clero como la nobleza tenían también sus propios códi­
gos específicos.
Los que se dedicaban al comercio y a los distintos oficios se quejaban 
de las dificultades que en su trabajo les creaba la multiplicidad de jurisdic­
ciones y códigos legales. También la multiplicidad de sistemas moneta­
rios, de pesos y medidas — las medidas de tamaño y volumen no estaban 
unificadas en todo el reino— y las aduanas internas suponían obstácu­
los insalvables. Los nobles y las ciudades imponían sus propios peajes 
ipéages) a los productos que se trasladaban por ríos y canales. En 1664 
casi todo el norte de Francia había formado una unión de aduanas, pero 
seguía habiendo aduanas entre dicha unión y el resto del país, aunque no 
siempre entre las provincias fronterizas y el resto de Europa. Para las pro­
vincias orientales era más fácil comerciar con Prusia que con París.
Todos los ámbitos de la vida pública en la Francia del siglo xvm esta­
ban caracterizados por la diversidad regional y la excepcionalidad, y la 
constante resistencia de las culturas locales. Las estructuras instituciona­
les de la monarquía y los poderes corporativos de la Iglesia y la nobleza 
estaban siempre implicadas mediante prácticas locales, exenciones y 
lealtades. La región de Corbiéres perteneciente al Languedoc nos propor­
ciona un interesante ejemplo de esta complejidad institucional y de*las 
limitaciones con las que se encontraba la monarquía al tratar de ejercer 
control sobre la vida diaria. Aquélla era una zona geográficamente bien de­
limitada cuyas 129 parroquias hablaban todas occitano, con excepción 
de tres pueblos catalanes en su frontera sur. Sin embargo, la región estaba 
dividida a efectos administrativos, eclesiásticos, judiciales y contributi 
vos entre los departamentos de Carcasona, Narbona, Limoux y Perpiñán. 
Los límites de estas instituciones no eran fijos: por ejemplo, los pueblos 
vecinos administrados por Perpiñán pertenecían a diferentes diócesis.En 
Corbiéres había diez volúmenes distintos para los que se utilizaba el tér­
H
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mino setier (normalmente, unos 85 litros), y no menos de cincuenta me­
didas para definir un área: la sétérée abarcaba desde 0,16 hectáreas en las 
tierras bajas hasta 0,51 en las tierras altas.
Voltaire y otros reformistas hicieron campaña en contra de lo que con­
sideraban la intolerancia y crueldad del sistema judicial, especialmente en 
el famoso caso de la tortura y ejecución en 1762 del protestante de Tou- 
louse Jean Calas, condenado por el supuesto asesinato de su hijo para evi­
tar su conversión al catolicismo. El sistema punitivo que Voltaire y otros 
condenaban era una manifestación de la necesidad que tenía el régimen de 
ejercer el control sobre su inmenso y diverso reino mediante la intimida­
ción y el temor. Los castigos públicos eran severos y a menudo espectacu­
lares. En 1783, un monje capuchino apartado del sacerdocio acusado de 
agredir sexualmente a un muchacho y apuñalar a su víctima diecisiete 
veces fue quebrado en la rueda y quemado vivo en París; y dos mendigos 
de Auvernia fueron también despedazados en la rueda en 1778 por haber 
amenazado a su víctima con una espada y un rifle. En total, el 19 por ciento 
de los casos comparecidos ante el tribunal prebostal de Toulouse entre 1773 
y 1790 acabaron en ejecución pública (alcanzando incluso el 30,7 por 
ciento en 1783) y otros tantos en cadena perpetua en prisiones navales.
Sin embargo, para la mayoría de los contemporáneos la monarquía de 
Luis XVI parecía el más estable y poderoso de todos los regímenes. Aun­
que la protesta fuera endémica — tanto en forma de disturbios por la 
comida como de quejas sobre los atrevimientos de los privilegiados— , 
casi siempre se desarrollaba dentro del sistema: es decir, contra las ame­
nazas a una forma idealizada en la que se suponía que el sistema había 
funcionado anteriormente. Efectivamente, durante los motines populares 
más generalizados en los años previos a 1789 — la «guerra de la harina» 
en el norte de Francia en 1775— los amotinados gritaban que estaban 
bajando el precio del pan a los acostumbrados 2 céntimos la libra «en 
nombre del rey», reconocimiento tácito de la responsabilidad que tenía el 
rey ante Dios de procurar el bienestar de su pueblo. No obstante, en la 
década de 1780, una serie de cambios a largo plazo en la sociedad france­
sa comenzaron a minar algunos de los pilares fundamentales de la autori­
dad y a amenazar el orden social basado en los privilegios y las corpo­
raciones. Dificultades financieras profundamente arraigadas pondrían a 
prueba la capacidad de la élite para responder a los imperativos de cam­
bio. Una abrupta crisis política haría aflorar estas tensiones y problemas.
II. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Una de las cuestiones largamente debatidas por los historiadores es la de 
si la burguesía del siglo xvm tenía «conciencia de clase»: es decir, si la 
Revolución Francesa fue obra de una burguesía decidida a derrocar los 
órdenes privilegiados acelerando con ello la transición del feudalismo al 
capitalismo de acuerdo con el modelo marxista de desarrollo histórico. 
Los términos de dicho debate se han planteado a menudo de forma harto 
simplificada, esto es, tratando de responder a la cuestión de si los miem­
bros más ricos de la burguesía estaban integrados en las clases gobernan­
tes. De ser así, ¿no podría argumentarse que no había ninguna crisis anti­
gua ni profundamente arraigada en el seno de esta sociedad?, ¿que la 
revolución tan sólo esgrimía causas recientes y por ello relativamente 
insignificantes? Hay pruebas evidentes a favor de este razonamiento.1 
Los nobles desempeñaron un papel activo en el cambio agrícola y minero, 
en contraste con lo que su reputación suponía entonces y ahora, y los reyes 
ennoblecieron de entre los financieros y fabricantes más brillantes a indi­
viduos como el emigrante bávaro Christophe-Philippe Oberkainpf, que 
había establecido una fábrica de tejidos estampados en Jouy, cerca de Ver- 
salles. Entre los objetos más codiciados por los burgueses figuraban unos
70.000 cargos venales, de los que 3.700 conferían nobleza a quiepes los 
ostentaban. Algunos de estos jóvenes burgueses ambiciosos que acabarían
1. La clásica formulación marxista de los orígenes de la crisis de 1789 se encuentra en 
Georgcs Lefebvre, The Corning o f the French Revolution, trad. R. R. Palmer (Princeton, 
1947); y en Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción 
inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 25-113.) Su teoría es rebatida por William 
Doylc , Origins o f the French Revolution, 2." ed. (Oxford, 1980); y porT. C. W. Blanning, 
The French Revolution: Aristocrats versus Bourgeois? (Londres, 1987). William Doylc 
plantea el argumento de que los nobles y burgueses adinerados formaban una élite de no­
tables en su obra, The Oxford History o f the French Revolution (Oxford, 1989), cap. 1.
estando a la vanguardia de la iniciativa militante contra los nobles después 
de 1789, encontraban apropiado e incluso deseable añadir un prefijo o su­
fijo noble a su apellido plebeyo: de Robespierre, Brissot de Warville, y 
Danton. Por otro lado, hay que señalar que los distintos grupos profesiona­
les que conformaban la burguesía no se definían a sí mismos como miem­
bros de una «clase» compacta, unida a lo largo y ancho de todo el país por 
los cargos que desempeñaban y por intereses socioeconómicos similares.
Sin embargo, podría resultar mucho más esclarecedor el considerar a 
la élite de la burguesía como un grupo que buscaba ingresar en el mundo 
de la aristocracia trastornándolo al mismo tiempo sin darse cuenta. Los 
burgueses más acaudalados trataban de comprar cargos y títulos nobles, 
pues éstos les aportaban riqueza y a la vez un puesto en aquella sociedad. 
No es de sorprender que intentasen abrirse camino en un mundo que nun­
ca habrían imaginado que pudiese terminar. Por ejemplo, Claude Périer, 
el adinerado propietario de una fábrica textil de Grenoble, que también 
poseía una plantación de azúcar en Santo Domingo, pagó un millón de 
libras por varios señoríos y el inmenso castillo de Vizille en 1780, don­
de construyó una nueva fábrica textil. El rendimiento de sus señoríos 
— 37.000 libras anuales— era aproximadamente el mismo que el que po­
dría haber obtenido de haber llevado a cabo otras alternativas de inver­
sión. No obstante, aunque la burguesía más acomodada pusiera todas sus 
esperanzas y fortunas en lograr el ingreso en la nobleza, nunca dejaban de 
ser «intrusos»: sus reivindicaciones por alcanzar prestigio no sólo se basa­
ban en sus distintos logros, sino que su mismo éxito resultaba subversivo 
para la raison d 'étre del estatus de nobleza. A su vez, los nobles que emu­
laban a la burguesía tratando de parecer «progresistas» y se uníán, por 
ejemplo, a las logias masónicas, socavaban la exclusividad de su orden.
Otros historiadores han tildado de «infructuosas» y «zanjadas» las 
cuestiones acerca de los orígenes sociales y económicos de la revolución 
y afirman que sus orígenes y naturaleza pueden observarse mejor a través 
de un análisis de la «cultura política», según palabras de Lynn Hunt, del 
papel de los «símbolos, el lenguaje, y el ritual al inventar y transmitir una 
tradición de acción revolucionaria».2 Efectivamente, algunos historiado­
res han puesto en tela de juicio la idoneidad de términos como «clase»
2. Lynn Hunt, «Prólogo» a Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, trad.
Alan Sheridan (Cambridge, Mass. 1988), pp. ix-x; Sarah Maza, «Luxury, Morality, and
y «conciencia de clase» en la Francia del siglo xvm. David Garrioch 
comienza su estudio de «la formación de la burguesía parisina» afirman­
do que «no había burguesía parisina alguna en el siglo xvm», es decir, 
que los burgueses no se definían a sí mismos como parte integrante de 
una «clase» con intereses y puntos de vista similares. Los diccionarios 
de la época definían el término burguéspor lo que no era — ni noble ni 
obrero manual— o utilizando «burgués» como término despectivo.
No obstante, como Sarah Maza nos muestra, ello no equivale a decir 
que no hubiera crítica de la nobleza: al contrario, las causes célebres que 
ha estudiado a través de la publicación de informes judiciales de tiradas 
de hasta 20.000 en los años 1780 demuestran un frecuente y poderoso 
rechazo de un mundo aristocrático tradicional que aparece descrito como 
violento, feudal e inmoral, y opuesto a los valores de la ciudadanía, racio­
nalidad y utilidad.3 En el mundo cada vez más comercial de finales del 
siglo xvm, los nobles discutían acerca de si la abolición de las leyes de 
dérogeance (degradación) para permitir su ingreso en el comercio resuci­
taría la «utilidad» de la nobleza a ojos de los plebeyos. Lo que todo ello 
sugiere es que, aunque entre la burguesía no había conciencia de clase 
con un programa político, sí había sin lugar a dudas una enérgica crítica 
de los órdenes privilegiados y de las supuestamente anticuadas reivindi­
caciones de las funciones sociales en las que se sustentaban.
Si los cambios se manifestaban en la forma en que se expresaba el 
debate público en los años previos a 1789, ¿no es eso indicativo de mayo­
res cambios en la sociedad francesa? Recientemente los historiadores han 
vuelto al estudio de lo que ellos llaman «cultura material» de la Francia 
del siglo xvm, es decir, de los objetos materiales y prácticas de la vida 
económica. No obstante, no han dado este paso para recuperar las viejas 
interpretaciones marxistas de la vida cultural e intelectual como «reflejos» 
de la estructura económica, sino más bien para comprender los significa 
dos que la gente de la época otorgaba a su mundo a través de su conducta 
y también de sus palabras. De ello se desprende que una serie de cambios
Social Change: Why there was no Middlc-Class Consciousness in Prercvolutiomiiy 
France», Journal o f Modern History, 69 (1997), pp. 199-229.
3. David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeosie I690-IH3I) (Cambridge, 
Mass., 1996), p. 1; Sarah Maza, Prívate Uves and Public Affairs: The Causes Célebres <>J 
Prerevolutionary France (Berkeley, Calif., 1993); y «Luxury, Morality, and Social Change».
interrelacionados — económicos, sociales y culturales— estaba socavan­
do las bases de la autoridad social y política en la segunda mitad del si­
glo xvm. La expansión limitada pero totalmente visible de la empresa ca­
pitalista en la industria, en la agricultura de las tierras del interior de París, y 
sobre todo en el comercio, vinculada al negocio colonial, generaba formas 
de riqueza y valores contrarios a las bases institucionales del absolutismo, 
una sociedad ordenada de privilegios corporativos y de reivindicacio­
nes de autoridad por parte de la aristocracia y de la Iglesia. Colin Jones ha 
calculado que el número de burgueses aumentó de unos 700.000 en 1700 a 
aproximadamente 2,3 millones en 1780. Incluso entre la pequeña burgue­
sía se iba gestando una clara «cultura de consumo», patente en el gusto 
por los escritorios, espejos, relojes y sombrillas. Las décadas posteriores a 
1750 se revelaron como una época de «revolución en el vestir», según 
palabras de Daniel Roche, en la que los valores de respetabilidad, decen­
cia y sólida riqueza se expresaban a través del vestir en todos los grupos 
sociales, pero especialmente entre las clases «medias». Los burgueses 
también se distinguían de los nobles y artesanos por su cuisine bourgeoise 
(cocina burguesa), haciendo comidas menos copiosas y más regulares, y 
por sus virtudes íntimas de simplicidad en sus viviendas y modales.
Jones ha estudiado las diferentes expresiones de este cambio de valo­
res en las revistas de la época. En los años ochenta, salieron al mercado el 
Journal de santé y otras publicaciones periódicas dedicadas a la higiene y 
a la salud, que abogaban por la limpieza de las calles y la circulación del 
aire: la densa mezcla de sudor y perfume que despedían los cortesanos 
con sus pelucas era tan insoportable como el «hedor» de los campesinos 
y de los pobres en las ciudades, con su creencia en el valor medicinal de 
la suciedad y la orina. El contenido de los anuncios y de las hojas de noti­
cias denominadas Affiches, que se elaboraban en cuarenta y cuatro ciuda­
des y leían unas 200.000 personas, se fue haciendo perceptiblemente cada 
vez más «patriótico». En dichas páginas abundaba el uso de términos 
como «opinión pública», «ciudadano», y «nación» en comentarios polí­
ticos, y al mismo tiempo podía leerse en un anuncio en el A/fiche de 
Toulouse de diciembre de 1788 sobre «les véritables pastilles á la Neckre 
(sic)»: gotas patrióticas para la tos «para el bien público».4
4. Colin Jones, «Bourgeois Revolution Revivificd: 1789 and Social Change», en
Colin Lucas (ed.), Rewriling the French Revolution (Oxford, 1991); y «The (¡real Chain
Coincidiendo con la articulación de estos valores y con el gradual, 
prolongado e irregular cambio económico, se produjo una serie de desa­
fíos intelectuales a las formas políticas y religiosas establecidas, que los 
historiadores denominan «Ilustración». La relación entre el cambio eco­
nómico y la vida intelectual se encuentra en el seno de la historia social 
de las ideas, y los teóricos sociales e historiadores permanecen divididos 
acerca de la naturaleza de dicha relación. Los historiadores, especialmen­
te los marxistas, para los que los orígenes de la revolución están inextri­
cablemente unidos al importante cambio económico experimentado, han 
interpretado la Ilustración como un síntoma de una sociedad en crisis, 
como la expresión de los valores y frustraciones de la clase media. Por 
consiguiente, para Albert Soboul, que escribió en 1962, la Ilustración era 
en efecto la ideología de la burguesía:
La base económica de la sociedad estaba cambiando, y con ella se modifi­
caron las ideologías. Los orígenes intelectuales de la revolución hay que 
buscarlos en los ideales filosóficos que la clase media había estado plan­
teando desde el siglo xvn ... su conciencia de clase se había visto reforza­
da por las actitudes exclusivistas de la nobleza y por el contraste entre su 
avance en asuntos económ icos e intelectuales y su declive en el campo tic 
la responsabilidad cívica.5
Esta visión de la Ilustración ha sido rebatida por otros historiadores cinc 
hacen hincapié en el interés que muchos nobles mostraban por la filoso­
fía. Además, mientras que una generación de historiadores intelectuales 
veteranos tendía a mirar retrospectivamente desde la revolución a las ideas 
que parecían haberla inspirado, como el Contrato social de Rousseau, 
otros insisten en que el interés prerrevolucionario se centraba en su nove­
la romántica, La nueva Eloísa. *
of Buying: Medical Advertisemcnt, the Bourgeois Public Sphere, and the Origins of the 
French Revolution», American HistóricaI Review, 101 (1996), pp. 13-40; Gcorgcs Viga- 
relio, Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, (Madrid, 1991), 
caps. 9-11. Roche trata el teína del desarrollo de una cultura comercial y de consumo de 
forma harto atractiva en France in the Enlightenment, caps. 5, 17, 19, y en The Culture o f 
Clothing: Dress and Fashion in the «Ancient Regime», trad. Jean Birrell (Cambridge, 1994).
5. Albert Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción 
inglesa — Londres, 1989— corresponde a las pp. 67-74.) En The Enlightenment (Cam­
bridge, 1995) de Dorinda Outram encontramos una lúcida argumentación sobre el tema.
Al igual que la Ilustración no fue una cruzada intelectual unificada 
que socavara por sí sola los supuestos fundamentales del Antiguo Régi­
men, tampoco la Iglesia católica fue un monolito que sustentara siempre 
el poder de la monarquía. Algunos de los filósofos más prominentes fue­
ron prelados: Mably, Condillac, Raynal y Turgot, entre otros. Por su parte, 
Dale Van Kley insiste en la importancia del legado religioso de las no­ciones protestantes y jansenistas de libertad política y los desafíos a la 
jerarquía eclesiástica. Si hacia 1730 la policía calculaba que el respaldo 
a las críticas jansenistas de las jerarquías eclesiásticas ascendía a tres 
cuartos de la población en los vecindarios más populares de París, ¿cuá­
les podrían haber sido las consecuencias a largo plazo? A pesar de la 
supresión del jansenismo a lo largo del siglo, su valores sobrevivieron en­
tre los «richeristas», seguidores de un canónigo jurista del siglo xvn que 
aseguraba que Cristo no había nombrado «obispos» solamente a los doce 
apóstoles, sino también a los setenta y dos discípulos o «sacerdotes» 
mencionados en Lucas.6
Sin embargo, había una conexión fundamental entre los temas princi­
pales de la nueva filosofía y la sociedad a la que ponía en tela de juicio. 
La vibrante vida intelectual de la segunda mitad de siglo era producto de 
aquella sociedad. No es de extrañar que los objetivos principales de la 
literatura crítica fueran el absolutismo real y la teocracia. En palabras de 
Diderot en 1771:
Cada siglo tiene su propio espíritu característico. El espíritu del nuestro 
parece ser la libertad. El primer ataque contra la superstición fue violento, 
desenfrenado. Una vez que el pueblo se ha atrevido de alguna manára a 
atacar la barrera de la religión, esta misma barrera que es tan impresio­
nante y a la vez la más respetada, ya es imposible detenerlo. Desde el 
momento en que lanzaron miradas amenazadoras contra la celestial 
majestad, no dudaron en dirigirlas a continuación contra el poder terrenal. 
La cuerda que sujeta y reprime a la humanidad está formada por dos 
ramales: uno de ellos no puede ceder sin que el otro se rompa.7
6. Roche, France in the Enlightenment, cap. 11; Dale Van Kley, The Religious Ori- 
gins o f the French Revolution: From Calvin to the Civil Constituí ion, 1560-1791 (New 
Haven, 1996).
7. John Lough, An Introduction to Eiglueenth-Century France (Londres, 1960), 317;
Roche, France in the Enlightenment, caps. 18, 20.
LA C R IS IS D EL A N T IG U O R É G IM E N 39
Para muchos filósofos esta crítica quedaba restringida por la aceptación 
del valor social de los sacerdotes de parroquia como guardianes del orden 
público y de la moralidad. También los intelectuales, resignados por lo 
que consideraban la ignorancia y superstición de las masas, se volvieron 
hacia los monarcas ilustrados como la mejor manera de garantizar la libe- 
ralización de la vida pública.
Semejante liberalización propiciaría necesariamente el desencadena­
miento de la creatividad en lá vida económica: para los «fisiócratas» 
como Turgot y Quesnay, el progreso del mundo residía en liberar la ini­
ciativa y el comercio (laissez-faire, laissez-passer). Al suprimir obstácu­
los a la libertad económica — gremios y controles en el comercio de los 
cereales— y fomentar las «mejoras» agrícolas y los cercados, la riqueza 
económica que se crearía sustentaría el «progreso» de las libertades civi­
les. Dichas libertades habían de ser sólo para los europeos: con escasas 
excepciones, los filósofos desde Voltaire hasta Helvetius racionalizaron 
la esclavitud en las plantaciones justificándola como el destino natural de 
los pueblos inferiores. En 1716-1789 el volumen de comercio a través 
de los grandes puertos se multiplicó por cuatro, es decir, creció en un 2 o
3 por ciento anual, en parte debido al tráfico de esclavos. Marsella, con
120.000 habitantes en 1789, estaba económicamente dominada por 300 
grandes familias de comerciantes que constituían la fuerza que apoyaba a 
la Ilustración y al mismo tiempo representaban el crecimiento económi­
co. Una de ellas dijo en 1775:
El comerciante al que me refiero, cuyo estatus no es incompatible con la 
más rancia nobleza o los más nobles sentimientos, es aquel que, superior 
por virtud de sus opiniones, su genio y su empresa, añade su fortuna a la 
riqueza del Estado ...8 *
En estos términos la Ilustración aparece como una ideología de clasc. 
Pero ¿cuál era la incidencia social de sus lectores? Los historiadores se han 
acercado a valorar los cambios culturales de los años setenta y ochen­
ta, precisamente en el ámbito de la historia social de la Ilustración. Par­
tiendo de la premisa de que la edición es una actividad comercial múltiple,
8. Roche, France in the Enlightenment, pp. 159, 167.
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Robert Darnton ha intentado descubrir, mediante el análisis del comercio 
suizo clandestino de libros, lo que quería el público lector. En un régimen 
de fuerte censura, las ediciones pirata baratas de la Enciclopedia entra­
ban de contrabando en el país procedentes de Suiza y se llegaron a vender 
unos 25.000 ejemplares entre 1776 y 1789. A pesar de que las autori­
dades del Estado toleraban el comercio de ediciones baratas de obras 
como la Enciclopedia o la Biblia, existía al mismo tiempo un comercio 
sumergido de libros prohibidos que resulta harto revelador, pues toda una 
amplia red de personas, impresores, libreros, vendedores ambulantes y 
arrieros, arriesgaba la cárcel para obtener beneficios de las demandas 
del público. Los catálogos suizos ofrecían a los lectores de las distintas 
capas de la sociedad urbana una mezcla socialmente explosiva de filoso­
fía y obscenidad: las mejores obras de Rousseau, Helvetius y Holbach 
competían con títulos como Venus dans le cloitre, ou la religieuse en 
chemise, y La Filie de jo ie . L ’Amour de Charlot et Toinelte empezaba con 
una descripción de la reina masturbándose y de sus intrigas amorosas 
con su cuñado, a la vez que ridiculizaba al rey:
Es de sobra sabido que el pobre Señor 
tres o cuatro veces condenado ... 
por absoluta impotencia 
no puede satisfacer a Antoinette.
De esta desgracia estamos seguros
puesto que su «cerilla»
no es más gruesa que una brizna de paja
siempre blanda y siempre encorvada ... ,
El tono subversivo de estos libros y panfletos era imitado en las cancio­
nes populares. Un empleado del departamento encargado de regular el 
comercio de libros acudió a su superior para pedirle que impusiese una 
censura más severa: «Observo que las canciones que se venden en la calle 
para entretenimiento del populacho les instruyen en el sistema de la liber­
tad. La chusma de la más baja ralea, creyéndose parte del tercer estado, 
ya no respeta a la alta nobleza».9
9. Robert Darnton, The Literary Background o f the Oíd Regime (Cambridge, Mass.,
1982), pp. 200; Roche, France ¡n the Enlightenment, 671. Los orígenes culturales de la 
Revolución Francesa se analizan de forma convincente en la versión cinematográfica de
El tono irreverente aunque moralista de dichas publicaciones y can­
ciones hacía mofa de la Iglesia, de la nobleza y de la propia familia real 
por su decadencia e impotencia, socavando al mismo tiempo la mística de 
aquellos que habían nacido para gobernar y su capacidad para hacerlo. 
Poco importaba que la hija de Luis hubiese nacido en 1778, y sus hijos en 
1781 y 1785. Incluso en las ciudades de provincias dominadas por los 
órdenes privilegiados, como Toulouse, Besangon y Troyes, la Enciclope­
dia y la osadía de la literatura clandestina encontraron un mercado ham­
briento. A partir de 1750, esgrime Arlette Farge, la clase obrera de París 
se implicó mucho más en los debates públicos, no porque las obras de 
los intelectuales de la Ilustración se hubiesen filtrado hasta el pueblo, 
sino en respuesta a lo que éste consideraba el gobierno arbitrario de la 
monarquía.
La Ilustración no fue simplemente un movimiento cultural con con­
ciencia propia: se vivió de manera inconsciente, con valores cambiantes. 
Inventarios de propiedades realizados en París en 1700 evidenciaron que 
los libros estaban en manos de un 13 por ciento de asalariados, un 32 por 
ciento de magistrados y un 26 por ciento de nobles de espada: en la se­
gunda mitad de siglo, las cifras eran del 35, 58 y 53 por ciento respectiva­
mente. David Garrioch, el historiador del J'aubourg St.-Marcel, ha compa­rado los testamentos de dos acaudalados curtidores. A su muerte en 1734 
dejó Nicolás Bouillerot 73 libros, todos ellos de religión. Jean Auffray, 
que murió en 1792, era menos rico pero dejó 500 libros, entre los que 
había obras de historia y clásicos en latín, así como una serie de mapas 
y panfletos. Obviamente, esto podría no ser más que un ejemplo de los 
gustos literarios de dos individuos, pero para Garrioch ilustra más bien 
los valores e intereses cambiantes entre la burguesía para quien la Ilustra-
• / * 1 0 Ación era «una forma de vida».
Otra aproximación a la Ilustración se inspira fundamentalmente en el 
trabajo del sociólogo alemán Jürgen Habermas, que escribió en la década 
de los sesenta de nuestro siglo en el contexto de la historia reciente de su
1989 de la novela de Choderlos de Lacios, Las amistades peligrosas, Planeta, Barcelo­
na, 1991, de 1782, y en la película de 1997 Ridicule.
10. Garrioch, Formalion o f the Parisian Bourgeoisie, 278; Roche, France in the 
Enlightenment, p. 199; Arlette Farge, Subversive Words: Public Opinión in Eighteenth— 
Century France, trad. Roscniary Morris (Oxford, 1994).
país y de los emergentes conocimientos de la Rusia de Stalin. Para 
Habermas, la Ilustración tenía que ser entendida como la expresión inte­
lectual de la cultura política democrática. Historiadores recientes han 
desarrollado las nociones de Habermas sobre cultura política y espacio 
público yendo más allá de la historia de la élite intelectual hasta los 
«espacios» en los que las ideas se articularon y defendieron. Por ejemplo, 
a diferencia de las corporaciones, el mundo privilegiado de las academias 
aristocráticas era mucho más abierto, las logias masónicas de librepensa­
dores eran una forma de sociabilidad masculina y burguesa que proliferó 
abundantemente después de 1760: a pesar de los mandamientos de varios 
papas (que no evitaron que 400 sacerdotes se unieran a ellas), había unos
210.000 miembros en 600 logias en la década de 1780. La expansión de 
la francmasonería era en parte la expresión de una cultura burguesa 
característica fuera de las normas de la élite aristocrática. Los hombres 
de negocios, excluidos de las academias de los nobles, constituían del 30 
al 35 por ciento de las logias, que atraían también a los soldados, a ios 
funcionarios públicos y a los hombres que ejercían profesiones liberales. 
En París, el 74 por ciento de los francmasones procedían del tercer esta­
do. Sin embargo, Dena Goodman arguye que la francmasonería fue un 
espacio masculino opuesto al mundo de los salones parisinos donde las 
mujeres desempeñaban un papel fundamental en la creación de espacios 
feminizados y en los que se ejercía el libre pensamiento."
La verdadera importancia de la Ilustración, pues, es la de ser el sínto­
ma de una crisis de autoridad y parte de un discurso político mucho más 
amplio. Mucho antes de 1789, los términos de «ciudadano», «nación», 
«contrato social» y «voluntad general» ya circulaban por la sociedad 
francesa, en claro enfrentamiento con el viejo discurso de «órdenes»,
II. En lo relativo a los «espacios» de la vida en sociedad, véase Thomas E. Crow, 
Pintura y sociedad en el Paris del siglo xvm (Nerea, Madrid, 1989); Joan B. Landcs, 
Women and the Public Sphere in the Age o f the French Revolution (Ithaca, NY, 1988), cap. 1; 
Jack Censcr y Jeremy Popkin (eds.), Press and Politics in Pre-Revolutionary France 
(Bcrkelcy, Calif., 1987); Dena Goodman, The Republic o f Letters: A Cultural History o f 
the French Enlightenment (Ithaca, NY, 1994); Margaret C. Jacob, Living the Enlighten- 
ment: Freemasonry and Politics in the Eighteenth-Century Europe (Oxford, 1991); y 
Roche, France in the Enlightenment, cap. 13. En la Introducción de Prívate Lives and
Public Affairs, de Maza, encontraremos una lúcida exposición del uso que los historiado­
res han hecho de Habermas.
«propiedades», y «corporaciones». Daniel Roche hace hincapié en la 
importancia de la «crisis cultural» evidente en una nueva «esfera pública 
de razón crítica» en los salones de París, sociedades eruditas y logias 
masónicas: «En algunos aspectos la ruptura con el pasado ya se había 
producido: la censura no conseguía nada, y un reino de libertad estaba 
emergiendo a través de un consumo de productos cada vez más intenso, 
rápido y elocuente».12 En el mundo del arte existía también la misma 
relación compleja entre el público lector y el escritor, ilustrada por la aco­
gida que el público dispensó a la obra de David El juram ento tic los 
Horacios en 1785, con su exaltación de la conducta cívica percibida 
como virtuosa. Este tema halló resonancia entre la audiencia de la dasi- 
media educada en los clásicos. El autor de Sur la peinlurc ( 1782) atacaba 
la pintura convencional y la decadencia de la élite social, exhortando .1 
los críticos de arte a comprometerse «en consideraciones do carada 
moral y político».
El inquieto mundo de la literatura en la década de los ochenta era 
esencialmente una fenómeno urbano: en Paris, por ejemplo, había una 
escuela primaria para cada 1.200 personas, y la mayoría de hombres y 
mujeres sabía leer. En las zonas rurales, la principal fuente de palabras 
impresas que los pocos alfabetizados podían leer de vez en cuando en voz 
alta en las reuniones nocturnas (veillées) era la Biblia, los almanaques 
populares de festivales y estaciones, y la Bibliothéque bleue.'1 Esta última 
la constituían ediciones rústicas y baratas producidas en cantidades masi­
vas, que ofrecían a los pobres del campo un escape a su miseria cotidiana 
para adentrarse en un mundo medieval de maravillas sobrenaturales, 
vidas de santos y magia. Aunque parece que se produjo una seculariza­
ción del tipo de información contenida en los almanaques, no hay prueba 
alguna de que los temas de lectura vendidos en el campo por los colpor- 
teurs (buhoneros) estuvieran imbuidos de preceptos «ilustrados».
No obstante, la Francia rural estaba en crisis en la década de 1780. En 
Montigny (véase capítulo I), el tratado de libre comercio con Inglaterra
12. Roche, France in the Enlightenment, p. 669.
13. Emmet Kennedy, /I Cultural History o f the French Revolution (New llaven,
1989), pp. 38-47. Roger Chartier duda de la práctica de la lectura en voz alta en Cultural 
History; Between Practices and Representations, trad. Lidia Cochrane (Cambridge, 
1988), cap. 7.
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en 1786 fue un duro revés para la industria textil; también los productores 
rurales se vieron sacudidos por la triplicación de los arriendos de las 
tierras propiedad de la Iglesia en los años ochenta y por las malas cose­
chas de 1788. En Borgoña, por lo menos, el discurso mediante el que los 
pueblos ponían en tela de juicio los derechos de señorío estaba salpicado 
de nociones de ciudadanía y de llamamientos a la utilidad social y a la 
razón. Hay abundantes pruebas de nobles que empleaban abogados feu- 
distas para controlar o forzar la exacción de los tributos como medio de 
aumentar los ingresos en tiempos de inflación, cosa que más tarde se 
denominó «reacción feudal». En 1786, por ejemplo, la familia de Saulx- 
Tavanes en Borgoña utilizó su ascenso al ducado para doblar todos sus 
tributos durante un año, resucitando así una práctica que no se usaba des­
de el siglo x i i i . Sus inversiones en la mejora de las granjas, nunca por 
encima del 5 por ciento de sus ganancias, disminuyeron hasta desapare­
cer a finales de la década de los ochenta, mientras que los arriendos se 
duplicaron para que los nobles pudieran pagar sus deudas. Un funciona­
rio de Hacienda que viajaba por el suroeste de Francia quedó asombrado 
al ver que había nobles que imponían «derechos y tributos desconocidos 
u olvidados», como una ta lla extraordinaria que un noble magistrado del 
Parlamento de Toulouse hacía pagar cada vez que compraba tierras. Esta 
reacción se produjo en el contexto de una prolongada inflación en la que 
el precio de los cereales sobrepasó el de los salarios de loslabradores, y 
las malas cosechas de 1785 y 1788 doblaron los precios. Todas estas cir­
cunstancias juntas explican la escalada de conflictos en el campo: unas 
tres cuartas partes de las 4.400 protestas colectivas registradas en los 
años 1720-1788 se produjeron después de 1765, casi todas en forma de 
disturbios a causa de la comida y en contra de los señoríos.14
Esto concuerda con las tesis de Tocqueville de una ingerencia estatal 
cada vez mayor y más poderosa que convertía a la nobleza en un colecti­
vo «disfuncional» socavando la justificación teórica de sus privilegios. 
Los tributos de señorío no podían ya legitimarse como el precio que 
tenían que pagar los no privilegiados para el alivio de los pobres, o la pro­
tección y la ayuda de sus señores, que raramente estaban presentes en la
14. Hilton L. Root, Peasant and King in Burgundy: Aguarían Foundatíons o f French 
Absolutism (Berkeley, Calif., 1987); Forster, The House ofSaulx-Tavanes, ca|>. 2; Jones,
Peasantry, pp. 53-58.
comunidad. Gradualmente, el sistema de señoríos se fue convirtiendo en 
poco más que una estafa. La respuesta de los señores a este desafio a su 
autoridad y riqueza — desde arriba y desde abajo— hizo que parecieran 
especialmente agresivos. Algunos historiadores que argumentan que el 
feudalismo ya había dejado efectivamente de existir a finales del s i­
glo xvm tienen razón sólo en la medida en que el concepto de noblesse 
oblige parecía haber perdido toda validez frente a señores ausentes que 
obtenían su superávit de un campesinado reticente. Si en el Rosellón y la 
Bretaña el régimen señorial era relativamente permisivo y bastante dis­
creto, en otros extremos del país no era en absoluto así, como ocurría en 
zonas del centro de Francia o del Languedoc. Este resentimiento hacia 
los señoríos hizo que las comunidades rurales se uniesen en contra de sus 
señores.15
Los campesinos no se sometían incondicionalmente al poder de aque­
llos a quienes habían aprendido a respetar. En las tierras bajas del Lan­
guedoc, en especial, tenemos evidencias de la «mentalidad» que Olwen 
Hufton y Georges Fournier nos describen, de jóvenes que con frecuencia 
rebaten la autoridad del señor, del c u ré , y de los funcionarios locales, 
exhibiendo una terquedad que las autoridades tachaban de «espíritu repu­
blicano». Examinemos algunos ejemplos de la región de Corbiéres en el 
Languedoc, al sudeste de Carcasona. Un jornalero de Albas comentó a 
sus compañeros mientras pasaba su señor: «Si hicierais lo que hago yo 
pronto pondríamos en su sitio a esta clase — de señoritos». Luego le dijo 
a un herrero: «Si todos hicierais lo que hago yo, no sólo no os descubri­
ríais la cabeza cuando pasáis por delante de ellos, sino que ni siquiera los 
reconoceríais como señores, porque por lo que a mí respecta, nunca me 
he descubierto la cabeza ni nunca en mi vida lo haré, no son más que un 
enorme montón de escoria, ladrones, jóvenes ...» . En la localidad cercana 
de Termes, un hombre llevó a su cuñado a los tribunales en los años pre­
vios a la revolución por haber dicho «que se comportaba como un señor, 
con su tono arrogante». Aquellos que los sacerdotes, nobles y personas
15. El argumento de que el «feudalismo» estaba muerto lo plantea de forma contun­
dente Alfred Cobban, La interpretación social de la Revolución Francesa (Narcea, Ma­
drid, 1976; en 1999 se publicó una segunda edición en ingles con una introducción a 
cargo de Gwynne Lewis); y Emmanuel Le Roy Ladurie, en Georges Duby y Armand 
Wallon (cds.), Histoire de la France rurale (Paris, 1975), vol. 2, csp. pp. 554-572.
acomodadas del lugar describían como «libertinos» y «sediciosos» eran 
en una abrumadora mayoría jóvenes campesinos, y las tres cuartas partes 
de los incidentes en que estaban implicados tenían que ver con su negati­
va a mostrar «signos de sumisión». En 1780 un joven de Tuchan se mofó 
del señor del lugar con una canción harto provocadora en occitano, acu­
sándole de ir «detrás de las faldas» y aludiendo a una de sus conquistas:
Regardas lo al front Mírala, tiene la cara
sen ba trouba aquel homme de ir a buscar a aquel hombre
jusquos dins souns saloun. en su propio salón.
Bous daisi a pensa Os dejo que imaginéis
se que naribara. lo que allí sucederá.16
Georges Fournier distingue signos claros de creciente fricción en el Lan­
guedoc en el seno de las comunidades rurales y entre ellas y sus seño­
res en la segunda mitad del siglo xvm. Los antiguos resentimientos hacia 
el sistema de señoríos se vieron agravados por la consistencia con que el 
rígido y aristocrático Parlamento de Toulouse defendió los derechos de 
los señores contra sus comunidades por el acceso a las accidentadas lade­
ras (garrigues) utilizadas como pastos para las ovejas. En aquellos tiem­
pos los miembros de la élite sabían también que las relaciones sociales 
estaban cambiando. En 1776, hacia finales de su prolongado y activo 
período como obispo de Carcasona, Armand Bazin de Bezons advirtió a 
sus superiores en Versalles que:
desde hace algún tiempo el espíritu de rebelión y la falta de réspeto por 
los mayores se ha vuelto intolerable ... no hay remedio alguno para ello 
porque la gente cree que es libre; la palabra «libertad», conocida incluso 
en las más recónditas montañas, se ha convertido en una irrefrenable 
licencia ... Espero que esta impunidad no nos lleve al final a cosechar fru­
tos amargos para el gobierno.
16. Peter McPhee, Revolution and Environment in Southern France: Peasants, 
Nobles and Murder in the Corbiéres, 17X0-1830 (Oxford, 1999), 36-39; Olwen Hufton, 
«Altitudes towards Authority in Eighteenth-Century Languedoc», Social History, 3 
(1978), pp. 281-302; Georges Fournier, Démocratie et vie municipale en Languedoc du 
milieu du xvm*' au début du xixr siécle, 2 vols. (Toulouse, 1994).
Obviamente, resulta comprensible que un hombre en semejante posición 
lamente el desmoronamiento de las pautas de comportamiento idealizadas, 
pero hay indicios de que no estaba equivocado respecto a la erosión del 
respeto y la deferencia.
La advertencia de Bazin de Bezons fue escrita el mismo año en que 
las colonias norteamericanas de Gran Bretaña declararon su indepen­
dencia, provocando la ingerencia francesa a su favor y haciendo estallar 
una crisis financiera. Es posible que el triunfo de la guerra de la indepen­
dencia sufragada por Estados Unidos apaciguara de alguna manera las 
humillaciones sufridas por Francia a manos de Inglaterra en la India, 
Canadá y el Caribe; no obstante, la guerra había costado más de mil mi­
llones de libras, dos veces las rentas del Estado. Cuando después de 178.1 
el Estado real se tambaleó en una crisis financiera, las cambiantes cstna­
turas económicas y culturales de la sociedad francesa provocaron res 
puestas conflictivas a las demandas de ayuda de Luis XVI. Los costes dr 
la guerra cada vez mayores, el mantenimiento de una corte y una buró 
cracia en expansión, y el pago de los intereses de una enorme deuda obli 
garon a la monarquía a buscar el modo de reducir la inmunidad do la 
nobleza en lo relativo a los impuestos y la capacidad de los parlamentos 
de resistirse a los decretos reales. La arraigada hostilidad de gran parte de 
la nobleza respecto a la reforma fiscal y social se generó a causa de dos 
antiguos factores: primero, por las reiteradas presiones del gobierno real 
que redujeron la autonomía de la nobleza y, segundo, por el desafio de 
una burguesía más rica, más numerosa y más crítica y de un campesinado 
claramente descontento de los conceptos aristocráticos de propiedad, 
jerarquía y orden social.
Los sucesivos intentos de los ministros reales por convencer a las 
Asambleas de Notables de que eliminasen los privilegios fiscales*del se­
gundo estado fracasaron debido a la insistencia de aquélla en que sólo 
una asamblea de representantes de los tres órdenes como los Estados Ge­
nerales podía aceptar dicha innovación. Al inicio, Calonne trató de con­
vencer a una asamblea de 144 «Notables», de la que sólo diez miembrosno eran nobles, en febrero de 1787, ofreciendo concesiones como el osla 
blecimiento de asambleas en todas las provincias a cambio de la intro­
ducción de un impuesto territorial universal, de la reducción de la tulla 
y la gabela, y de la abolición de las aduanas internas. Sus propuestas li a 
casaron principalmente a causa del impuesto territorial. Tras la dimisión
de Calonne en abril, su sucesor Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, 
tampoco logró convencer a los Notables con propuestas similares, y la 
Asamblea fue disuelta a finales de mayo.
Brienne prosiguió con su amplio programa de reformas; esta vez, en 
julio, fue el Parlamento de París el que se negó a registrar un impuesto 
territorial uniforme. La tensión entre la corona y la aristocracia llegó a su 
punto álgido en agosto, con el exilio del Parlamento a Troyes. Sin embar­
go, el apoyo popular y de la élite al Parlamento fue de tal calibre que el rey 
se vio forzado a restaurarlo. El 28 de septiembre regresó a París en medio 
de un gran bullicio popular. El principio de una contribución universal 
quedó arrinconado. Coincidiendo con el agravamiento de la crisis entre la 
corona y los parlamentos en septiembre de 1787, llegaron noticias de que 
el día 13 tropas prusianas habían cruzado la frontera para prestar apoyo 
a la princesa Hohenzollern de Orange contra el partido «patriótico» de la 
República Holandesa. La suposición de que la intervención francesa para 
respaldar a los patriotas era inminente quedó desmentida cuando el go­
bierno anunció que los militares no estaban preparados.
La resistencia de los parlamentos se expresaba mediante la exigen­
cia de la convocatoria de los Estados Generales, un cuerpo consultivo 
compuesto por representantes de los tres estados, que se habían reunido 
por última vez en 1614. En noviembre de 1787, Lamoignon, el garde des 
sceaux o ministro de Justicia, pronunció un discurso en una sesión real 
del Parlamento de París. Este antiguo presidente del Parlamento recordó 
a sus pares la preeminencia de Luis XVI rechazando su demanda de con­
vocar los Estados Generales:
Estos principios, umversalmente aceptados por la nación, ratifican que el 
poder soberano de su reino pertenece sólo al rey;
Que el rey tan sólo es responsable ante Dios por el ejercicio de su 
poder supremo;
Que el vinculo que une al rey y a la nación es indisoluble por natu­
raleza;
Que los intereses y deberes recíprocos del rey y de sus súbditos garan­
tizan la perpetuidad de dicha unión;
Que la nación tiene sumo interés en que los derechos de su gobernan­
te permanezcan invariables;
Que el rey es el gobernante soberano de la nación, y Jornia con ella 
una unidad;
Por último, que el poder legislativo reside en la persona del soberano, 
depende de él y no es compartido con nadie.
Éstos, señores, son los principios inalienables de la monarquía francesa.
«Cuando nuestro rey estableció los parlamentos», les recordó, «éstos 
querían nombrar funcionarios cuyo deber fuera el de administrar justicia 
y mantener los edictos del reino, y no el de fomentar en sus organismos 
un poder que desafiase la autoridad real.»17 No obstante, esta contundente 
afirmación de los principios de la monarquía francesa no intimidó a los 
súbditos más eminentes del rey ni hizo que se sometieran.
En mayo, Lamoignon publicó seis edictos encaminados a socavar el 
poder político y judicial de los parlamentos, provocando sublevaciones 
en París y en los centros provinciales. Incluso los más arraigados intere­
ses de la nobleza fueron redactados en el lenguaje de los filósofos: el Par­
lamento de Toulouse aseguraba que «los derechos naturales de los muni­
cipios, comunes a todos los hombres, son alienables, imprescindibles, tan 
eternos como la naturaleza que los conforma». Este lenguaje de oposi­
ción a la realeza, los llamamientos a la autonomía provincial en centros 
provinciales como Burdeos, Rennes, Toulouse y Grenoble, y los vínculos 
verticales de dependencia económica fomentaron la alianza entre la gente 
obrera urbana y los parlamentos locales en 1788. Cuando en junio de 
1788 el Parlamento de Grenoble fue desterrado por su desafio al golpe 
ministerial propinado al poder judicial de la nobleza, las tropas reales 
fueron expulsadas de la ciudad por una rebelión popular el llamado «Día 
de las tejas». El propio interés oculto tras las nobles invocaciones a la 
«ley natural», a los «derechos inalienables» y a la «nación» demostró que 
semejante alianza no podía ser duradera. De una reunión de notables 
locales en julio de 1788 en el recientemente adquirido castillo de Claude 
Périer en Vizille surgió otro llamamiento para que se convocasen los 
Estados Generales, pero esta vez para que el tercer estado tuviera re­
presentación doble respecto a los otros órdenes en reconocimiento a su 
importancia en la vida de la nación. Aquel mismo mes, Luis decidió, des­
pués de todo, convocar los Estados Generales en mayo de 1789, y La­
moignon y Brienne dimitieron.
17. Archives parlementaires, 19 de noviembre de 1787, serie 1, vol. 1, pp. 265-269.
En septiembre de 1788, el agrónomo inglés Arthur Young se encontra­
ba en el puerto atlántico de Nantes justo seis semanas después de que 
Luis XVI anunciase la convocatoria de los Estados Generales. Young, 
agudo observador, anotó en su diario que:
Nantes está tan inflamada por la causa de la libertad como cualquier otra 
ciudad de Francia; las conversaciones de las que fui testimonio muestran 
el importante cambio que se ha efectuado en las mentes de los franceses, 
por lo tanto no creo posible que el presente gobierno pueda durar ni 
medio siglo más en su puesto a menos que los más preclaros y eminentes 
talentos lleven el timón.18
Nantes era un bullicioso puerto de 90.000 habitantes que había experi­
mentado un rápido crecimiento gracias al comercio colonial con el Cari­
be a lo largo del siglo xvm. Los comerciantes con los que Young conver­
saba le habían convencido de los derechos de los que tenían «talento» a 
participar de forma plena en la vida pública. Además, el entusiasmo de 
aquéllos por la reforma revela hasta qué punto la crisis de la Francia 
absolutista iba más allá de la fricción entre la nobleza y el monarca. Esta 
conciencia política tampoco se limitaba a las élites. El zapatero remen­
dón parisino Joseph Charon recordaba en sus memorias que antes de los 
disturbios de agosto y septiembre de 1788 el fermento político había des­
cendido «desde los hombres de mundo de los más altos rangos a las cla­
ses más bajas a través de distintos canales ... la gente adquiría y dispensa­
ba un conocimiento e ilustración tales que en vano se hubieran podido 
buscar en años anteriores ... y tenían nociones acerca de las constitucio­
nes públicas de los últimos dos o tres años».19
La convocatoria de los Estados Generales facilitó la manifestación 
de las tensiones en todos los niveles de la sociedad francesa y reveló 
divisiones sociales que desafiaban la idea de una sociedad de «órdenes». 
El considerable dinamismo del debate en los meses anteriores a mayo 
de 1789 se debió en parte a la suspensión de la censura en la prensa. Se 
calcula que se distribuyeron unos 1.519 panfletos sobre cuestiones políti-
18. Arthur Young, Travels in France during the years 1787-1788-1789 (Nueva York, 
1969), pp. 96-97. En la actualidad el antiguo castillo de Périer en Vizille alberga el musco 
de la Revolución Francesa.
19. Roche, France in the Enlightenment, pp. 669-672.
LA C R IS IS D EL A N T IG U O RÉG IM EN
cas entre mayo y diciembre de 1788 y durante los primeros cuatro meses 
de 1789 dichos panfletos fueron seguidos por una avalancha de 2.639 tí­
tulos. Esta guerra de palabras se vio estimulada por la indecisión de Luis 
respecto a los procedimientos que había que seguir en Versalles. Dividido 
entre la lealtad hacia el orden corporativo establecido de rango y privilegio 
y las exigencias de la crisis fiscal, el rey vacilaba ante la cuestión política 
crucial de si los tres órdenes debían reunirsepor separado, como en 1614, o 
en una cámara común. En septiembre, el Parlamento de París decretó que 
se seguiría la tradición en este asunto; a continuación, la decisión de Luis 
el 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer esta­
do sólo sirvió para desvelar la cuestión crucial del poder político, pero no 
se pronunció en cuanto a la forma de llevar a cabo las votaciones. En ene 
ro de 1789, un periodista suizo, Mallet du Pan, comentaba: «el debate 
público ha cambiado por completo en su énfasis: ahora el Rey, el despo 
tismo y la Constitución son sólo cuestiones secundarias, el debate se lia 
convertido en una guerra entre el tercer estado y los otros dos órdenes».''"
El hermano menor de Luis, el conde de Provenza, estaba dispuesto a 
consentir una mayor representación del tercer estado, pero su hermano 
más pequeño, el conde de Artois, y los «príncipes de sangre» pusieron de 
manifiesto su contumacia y temor en una «memoria» dirigida a Luis en 
diciembre:
¿Quién puede predecir dónde terminará la temeridad de opiniones? Los 
derechos del trono han sido cuestionados, los derechos de los dos órde­
nes del Estado enfrentan opiniones, pronto será atacado el derecho a la 
propiedad, la desigualdad de riquezas será objeto de reforma, la supresión 
de los derechos feudales ya ha sido planteada, al igual que la abolición de 
un sistema de opresión, los restos de barbarie ...
Por lo tanto, que el tercer estado deje de atacar los derechos de los dos 
primeros órdenes, derechos que, no menos antiguos que la monarquía, 
deben permanecer tan invariables como su constitución; que se limite a
20. Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción in­
glesa —Londres, 1989— corresponde a la p. 120.) Jercmy Popkin, Revolutlonary Nvws 
The Press in France (Londres, 1990), pp. 25-26. Para contrastar con mayor detalle las 
historias políticas de 1788-1792 véase también, Doy le, Oxford History o f the i'rcnth 
Revolution', Simón Schama, Ciudadanos: Crónica de la Revolución Francesa (Huellos 
Aires, 1990). Ningún relato evoca de forma tan efectiva la dinámica social que siisli-iitn In 
política como el de Soboul.
buscar la reducción de los impuestos con los que se ve agravado; enton­
ces los dos primeros órdenes, reconociendo en el tercero ciudadanos que 
le son gratos, renunciarán, por la generosidad de sus sentimientos, a aque­
llas prerrogativas que tengan un interés financiero, y consentirán en so­
portar las cargas públicas en perfecta igualdad.21
En aquellos mismos días, un sacerdote de cuarenta años de origen bur­
gués, Emmanuel Sieyés, escribió el panfleto más significativo de cuantos 
difundió, titulado ¿Qué es el tercer estado?22 Al censurar la obsesión de 
la nobleza con sus «odiosos privilegios», Sieyés hizo una enérgica decla­
ración de la capacidad de los plebeyos. No obstante, Sieyés no era ningún 
demócrata, pues aseguraba que no se podían confiar responsabilidades 
políticas ni a las mujeres ni a los pobres, pero su desafío expresaba una 
intransigencia radical:
Memos de plantearnos tres cuestiones.
1. ¿Qué es el tercer estado? — todo.
2. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? — nada.
3. ¿Qué es lo que pide? — ser algo ...
¿Quién, pues, se atrevería a decir que el tercer estado no contiene todo 
lo necesario para formar una nación completa? Es un hombre fuerte y 
robusto que todavía tiene un brazo encadenado. Si se eliminasen los órde­
nes privilegiados, la nación no perdería, sino que estaría mejor. Por lo tan­
to, ¿qué es el tercer estado? Todo, pero un todo encadenado y oprimido. 
¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y próspero 
... el temor de ver reformados sus abusos inspira más miedo en los aristó­
cratas que el deseo de libertad que sienten. Entre ésta y unos pocos privi­
legios odiosos, eligen estos últimos ... Hoy temen a los Estados Generales 
a los que un día convocaron con tanto fervor.
El panfleto de Sieyés se nutría del lenguaje del patriotismo: que la no­
bleza era demasiado egoísta para comprometerse en un proceso de «re­
21. Archives parlementaires, 12 de diciembre de 1788, serie 1, vol. 1, pp. 487-489.
22. Emmanuel Sieyés, ¿Qué es el tercer estado? (Aguilar, Madrid, 1973). Véase 
también Jay M. Smith, «Social Categories, the Languagc of Patriotism, and tile Origins of 
the French Revolution: The Debate over noblesse commerfante», Journal o f Modcrn llis- 
lory, 72 (2000), pp. 339-374; William Sewell, A Relhoric o f Bourgeois Revolution: The 
Abbé Sieyés and «What is the Third Estate?» (Durham, NC, 1994).
generación» nacional y por lo tanto podía ser excluida del cuerpo polí­
tico. Hay que destacar también que Sieyés aludía tan sólo a un orden pri­
vilegiado, asumiendo evidentemente que el clero estaba también dividido 
entre la élite noble y los párrocos plebeyos.
El desapacible invierno de 1788-1789, seguido de las devastadoras 
granizadas en el mes de julio que arrasaron las cosechas en la cuenca de 
París, no contribuyó a que los campesinos pudieran pagar sus impuestos. 
Aquel invierno supuso también una extrema penuria en las ciudades: los 
contemporáneos hablan de 80.000 desempleados en París y la mitad de 
los telares o más estaban parados en la ciudades textiles como Amiens, 
Lyon, Carcasona, Lille, Troyes y Ruán. La respuesta a la crisis en el sumi­
nistro de alimentos adoptó las formas «tradicionales» de acciones colec­
tivas por parte de los consumidores para rebajar por la fuerza el precio 
del pan. Sin embargo, había informes de oposición al sistema señorial en 
muchas regiones del norte, especialmente en lo relativo a las leyes de la 
caza y a sus restricciones. En las propiedades del príncipe de Conti cerca 
de Pontoise, no lejos de Menucourt (véase capítulo 1), los campesinos y 
los granjeros ponían trampas a los conejos desafiando el privilegio seño­
rial. En Artois, los campesinos de una docena de pueblos se juntaban en 
cuadrillas para apoderarse de la caza del conde d’Oisy.
En la primavera de 1789, se pidió a todos los habitantes de Francia 
que formulasen propuestas para la reforma de la vida pública y para ele­
gir a los diputados de los Estados Generales. Especialmente las parro­
quias y las asambleas de los gremios, y las reuniones del clero y los 
nobles se enfrascaron en la elaboración de sus «listas de quejas» para 
guiar a sus diputados en el consejo que debían ofrecer al rey. La confec­
ción de estos cahiers de doléances (cuadernos de quejas, o libros de re­
clamaciones) en el contexto de una crisis de subsistencia, de incertidum- 
bre política y de caos fiscal constituyó el momento decisivo de fricción 
social en la politización de las masas. Por lo menos en la superficie, los 
cahiers (cuadernos) de los tres órdenes muestran un considerable nivel de 
coincidencia, en particular en lo que se refiere a las circunscripciones 
judiciales, es decir a las senescalías o bailías (sénécliaussée o bailliage). 
En primer lugar, a pesar de las expresiones de gratitud y lealtad hacia el 
rey indudablemente sinceras, los cahiers de los tres órdenes daban por 
sentado que la monarquía absoluta estaba moribunda, que la reunión de 
los Estados Generales en mayo iba a ser la primera de un ciclo regular. Si
no hay razón para dudar de la sinceridad de las repetidas expresiones de 
gratitud y devoción hacia el rey, sus ministros en cambio fueron dura­
mente censurados por su ineficacia fiscal y sus poderes arbitrarios. Se le 
exigió al rey que hiciese público el nivel de endeudamiento del Estado y 
que cediese a los Estados Generales (llamados también «asamblea de la 
nación») el control sobre los gastos y los impuestos.
En segundo lugar, también había consenso en que la Iglesia necesitaba 
urgentes reformas para controlar los abusos en el seno de su jerarquía y 
mejorar la suerte del clero de parroquia. En tercer lugar, parecía que entre 
muchos de los nobles, sacerdotes y burgueses había ya una aceptación 
general de los principios básicos de igualdad fiscal, quelos nobles y el cle­
ro renunciarían a su inmunidad contributiva, o por lo menos en parte. Los 
cahiers de los tres estados mostraban acuerdos similares en cuanto a la 
necesidad de una reforma judicial: en que las leyes deberían ser uniformes 
en toda la sociedad y entre las distintas regiones, en que la administración 
de justicia debería ser más expeditiva y menos costosa, y en que las leyes 
fueran más humanas. Por último, las ventajas del libre comercio interno y 
las facilidades de transporte y comercio fueron ampliamente aceptadas.
No obstante, en diversos asuntos fundamentales de orden social y po­
der político, divisiones insalvables socavarían las posibilidades de una 
reforma consensuada. Los contrastes más agudos de los cahiers residían 
en las visiones del mundo tan encontradas que sostenían el campesina­
do, la burguesía y los nobles de provincias. Incluso los burgueses de las 
ciudades pequeñas hablaban abiertamente de una nueva sociedad carac­
terizada por «profesiones abiertas a los talentos», por el estímulo empre­
sarial, por la igualdad contributiva, por las libertades liberales, y por la 
abolición de los privilegios. La nobleza respondió con una visión utópica 
de una jerarquía reforzada de órdenes sociales y obligaciones, de protec­
ción de las exenciones de los nobles y renovada autonomía política. Para 
los nobles provinciales, los derechos de señorío y privilegios de la noble­
za eran demasiado importantes para ser negociables, y de ahí surgió la 
intransigencia de la mayoría de los 270 nobles diputados elegidos para 
Versalles. Para los funcionarios orgullosos, para los profesionales y terra­
tenientes, tales pretensiones resultaban ofensivas y degradantes, opinión 
que quedaba reflejada en la repetida insistencia en los cahiers a nivel de 
baillage que los diputados del tercer estado no deberían reunirse por se­
parado. Ante la insistencia de los aldeanos para que se suprimiesen los
tributos de señorío o que por lo menos fuesen amortizables, la nobleza 
reafirmaba su creencia en un orden social idealizado de jerarquía y de­
pendencia mutua, reconociendo los sacrificios que los nobles guerreros 
habían hecho por Francia. En general, la nobleza buscaba un papel polí­
tico de mayor envergadura para sí misma en el seno de una monarquía 
constitucional limitada, con un sistema de representación que garantizase 
la estabilidad del orden social concediendo sólo un papel restringido a la
élite del tercer estado.
Un mecanismo retórico típico de los nobles de toda Francia era el de 
hacer declaraciones grandilocuentes argumentando que estaban dispues­
tos a unirse al tercer estado en el programa de reformas aceptando debe­
res comunes, pero al mismo tiempo añadían cláusulas sutiles y matizadas 
que negaban de forma efectiva la generosidad inicial. Así, por ejemplo, 
el segundo estado de la provincia de Berry reunido en Bourgcs expresó 
su satisfacción por el hecho de que «el espíritu de unidad y acuerdo, que 
siempre había reinado entre los tres órdenes, se ha puesto de manifiesto 
por igual en sus cahiers. La cuestión de la votación por cabeza en la 
asamblea de los Estados Generales fue la única que dividió al tercer esta­
do de los otros dos órdenes, cuyo constante deseo era el de que se delibe­
rase allí por órdenes». De hecho, había una serie de asuntos en los que no 
había acuerdo alguno. Por ejemplo, en la parroquia de Levet, 18 kilóme­
tros al sur de Bourges, donde había nada menos que diecisiete eclesiás­
ticos y nueve personas laicas que reclamaban derechos señoriales, una 
reunión de cuatro granjeros y treinta jornaleros decidió:
Artículo 1. Que el tercer estado vote por cabeza en la asamblea de los 
Estados Generales ...
Artículo 4. Que queden abolidas todas las exenciones, especialmente 
las relativas a la talla, la capitación, el hospedaje de soldados, etc., sopor­
tadas totalmente por la clase más desfavorecida del tercer estado ...
Artículo 9. Que la justicia señorial sea abolida y que aquellos que 
estén reclamados por la justicia puedan apelar ante el juez real más pró­
ximo.23
23. Cahiers de doléances du bailliage de Bourges et des bailliages secondaires de 
Vierzon et d'Henrichment potir les Etats-Généraux de 17X9 (Bourgcs, 1910); Archives 
parlementaires, États Généraux 17X9. Cahiers. Pwvince du Berry.
En calidad de miembros de una corporación, cuerpo privilegiado, los 
sacerdotes de parroquia imaginaban asimismo un orden social rejuvene­
cido bajo los auspicios de un monopolio católico de credo y moralidad. Sin 
embargo, siendo plebeyos de nacimiento, sentían inquietantes simpatías 
por las necesidades de los pobres, por la apertura de puestos — incluyen­
do la jerarquía eclesiástica— a «hombres de talento», y por las peticio­
nes de contribución universal. No obstante, a diferencia del tercer estado, 
el clero era comprensiblemente hostil a la cesión de su monopolio de 
credo religioso y moralidad pública. El primer estado de Bourges apeló a 
«Su Majestad» «para que ordenase que todos aquellos que mediante sus 
escritos tratasen de divulgar el veneno de la incredulidad, de atacar a la 
religión y sus misterios, la disciplina y los dogmas, fuesen considerados 
enemigos de la Iglesia y del Estado y por ello severamente castigados; que 
se prohibiese de nuevo e inmediatamente a los editores la publicación de 
libros contrarios a la religión». Aseguraba que «la religión católica apos­
tólica y romana es la única religión verdadera». Mientras que los cahiers 
de los nobles fueron aprobados por consenso, los del clero revelan una 
genuina tensión entre el clero de parroquia y los cabildos catedralicios y 
monasterios de las ciudades. El clero de Troyes insistía en la tradicional 
distinción de los tres órdenes que debían reunirse por separado, pero 
hacía una excepción fundamental en lo relativo a la contribución: en este 
tema exigían que una asamblea común adoptase un impuesto «que fue­
se asumido proporcionalmente por todos los individuos de los tres ór­
denes».24
Los cahiers de la canalla (menú peuple) urbana se elaboraron en las 
reuniones de maestros artesanos, en la asambleas parroquiales y, muy 
ocasionalmente, en encuentros de mujeres dedicadas al comercio. La ma­
yor parte de la clase obrera era demasiado pobre como para reunir los 
requisitos mínimos de propiedad necesarios para poder participar: en 
París sólo uno de cada cinco hombres mayores de veinticinco años era 
elegible. Los cahiers de los artesanos, al igual que los de los campesinos, 
revelaron una coincidencia de intereses con la burguesía en cuestiones 
fiscales, judiciales y políticas, pero manifestaron una clara divergencia en 
lo relativo a regulación económica, pidiendo protección contra la mccani-
24. Paul Beik (ed.), The French Revolution (Londres, 1971), pp 56-6.1
zación y la competencia, y control en el comercio de cereales. «No llame­
mos egoístas a los ricos capitalistas: son nuestros hermanos», admitían 
los sombrereros y peleteros de Ruán, antes de exigir la «supresión de la 
maquinaria», así «no habrá competencia ni problemas en los mercados». 
El cahier del pueblo de Normandía, Vatimesnil, suplicaba también a «Su 
Majestad por el bien del pueblo la abolición de las máquinas de hilar por­
que causan un gran daño a la gente pobre». Un argumento semejante se 
esgrimía elocuentemente en uno de los escasos cahiers de mujeres, el de 
las floristas parisinas, que se lamentaba de los efectos de la falta de re­
gulación en su oficio:
La multitud de vendedoras está lejos de producir los efectos beneficiosos 
que al parecer deberíamos esperar de la competencia. Al no aumentar el 
número de consumidores de forma proporcional al de los productores, 
estos no hacen otra cosa que perjudicarse unos a otros ... Hoy en día que 
todo el mundo puede vender flores y hacer ramos, los modestos benefi­
cios quedan divididos hasta tai punto que ya no procuran el sustento ... y 
puesto que la profesión ya no puede alimentar a tantas vendedoras, estas 
buscan los recursos de que carecenen el libertinaje y la depravación más 
vergonzosa.25
La autenticidad de los 40.000 cahiers de doléances rurales como muestra 
de las actitudes populares ha sido a menudo cuestionado: el número de 
aquellos que participaron en su confección no sólo variaba considerable­
mente, sino que en muchos casos circulaban cahiers modelo por el cam­
po y las ciudades, aunque frecuentemente se ampliaban y adaptaban a las 
necesidades locales. A pesar de todo, constituyen una fuente incompara­
ble para los historiadores. John Markoff y Gilbert Shapiro han realizado 
un análisis cuantitativo de una muestra de 1.112 cahiers, de los que 748 
proceden de comunidades rurales. Sus análisis demuestran que en 1789 los 
campesinos estaban mucho más preocupados por las cargas materiales 
que por las simbólicas, que ignoraban por completo las trampas del esta-
25. JcíTry Kaplow (ed.), France on the Eve o f Revolution (Nueva York, 1971), pp. 161- 
167; Richard Cobb y Colin Jones (eds.) Voices o f the French Revolution (Topsfield, 
Mass., 1988), p. 42; «Doléances particulieres des marchandes bouqueliéres flcuristes 
chapclicrcs en fleurs de la Ville et faubourgs de Paris», en Charlcs-Louis Chassin, Les 
Élections et les cahiers de Paris en 1789, 4 vols. (París, 1888-1889), vol. 2, pp. 534-537.
tus señorial, como la exhibición pública de armas y los bancos reservados 
en las iglesias, que poco les abrumaban en términos materiales. La hosti­
lidad hacia las exacciones señoriales solía ir acompañada de fuertes críti­
cas relativas al diezmo, a los tributos y a las prácticas de la Iglesia; es 
decir, se consideraban interdependientes dentro del régimen señorial.
Los cahiers de los campesinos variaban en extensión desde muchas 
páginas de detalladas críticas y sugerencias hasta tres únicas frases escri­
tas en una mezcla de francés y catalán en los diminutos pueblos de Serra- 
bone en las pedregosas estribaciones de los Pirineos. En los distritos de 
Troyes, Auxerre y Sens, una análisis de 389 cahiers parroquiales realiza­
do por Peter Jones muestra que los tributos señoriales y las banalités se 
criticaban de forma explícita en el 40, el 36 y el 27 por ciento de los mis­
mos respectivamente, dejando a un lado otras quejas harto comunes sobre 
los derechos de caza y las cortes señoriales. Inevitablemente, los cahiers 
compuestos por la burguesía urbana a nivel de circunscripción (bailia) 
eliminaron muchas de las quejas rurales por considerarlas demasiado 
provincianas y estrechas de miras; sin embargo, el 64 por ciento de los 
666 cahiers a nivel de distrito en toda Francia clamaban por la abolición de 
los tributos de señorío. Cabe señalar el fuerte contraste del 84 por ciento 
de los cahiers de los nobles, que ni siquiera mencionaban el tema.26
En el campo, las tensiones acerca del control de los recursos provoca­
ban permanentes fricciones. Tal como nos muestra Andrée Corvol, mu­
cho antes de 1789 la administración y conservación de los bosques era 
objeto de fuertes tensiones debido a la creciente presión por el cre­
cimiento de la población y de los precios de la madera, así como por las 
actitudes comerciales de los propietarios de los recursos forestales.’27 Los 
cahiers redactados en las asambleas parroquiales se preocupaban por la 
conservación de los recursos, especialmente de la madera, y tachaban 
de contrarias al entorno local las excesivas demandas de la industria de la 
zona y de los señores. Especialmente en la Francia oriental, la prolifera­
ción de industrias extractivas alimentadas con madera constituían el foco
26. Sobre las limitaciones de la utilidad de los cuadernos, véase Jones, Peasantry, 
pp. 58-67; John Markoff, The Abolilion o f Feudalism: Peasants, Lords, and Legislators in 
the French Revolution (Filadelfia, 1996), pp. 25-29.
27. Peter McPhee, «“The misguided greed of peasants”? Popular Attitudes to the En- 
vironment in the Revolution of 1789», French Histórica! Studies, 24 (2001), pp. 247-269.
de la ira del campesinado, tal como se ponía de manifiesto en el artículo 
ampliamente repetido de los cahiers parroquiales en la zona de Amont, 
en el este de Francia, que insistía en que «todas las forjas, fundiciones y 
hornos establecidos en la provincia del Franco Condado en los últimos 
treinta años sean destruidas, así como las más antiguas cuyos propieta­
rios no poseen un bosque lo suficientemente grande como para mantener­
las en funcionamiento durante seis meses al año». Otros mostraban su 
descontento a causa de las aguas residuales de las minas, «cuyo pozo 
negro y sumidero desaguan en los ríos que riegan los campos o en los que 
bebe el ganado» provocando enfermedades en los animales y matando a 
i los peces. Desde Bretaña, la parroquia de Plozévet expresaba un punto de 
vista frecuentemente repetido:
El pobre vasallo que tiene la desgracia de cortar la rama de un árbol de 
poco valor, pero de la que tiene gran necesidad para su casa, para un carro 
o para un arado, es condenado y doblegado por su señor por el valor de un 
árbol entero. Si todo el mundo tuviera derecho a plantar y cortar para sus 
necesidades, sin poder vender, no se perdería tanto bosque.
Muchos cahiers rurales hacían hincapié en que la monarquía estimulaba 
la deforestación de las tierras. Decretos reales de 1764, 1766 y 1770 ofre­
cían exenciones de todos los impuestos estatales y diezmos durante quin­
ce años por tierra desbrozada, informando debidamente a las autoridades. 
Aunque el decreto estipulaba que el Código forestal de Colbcrt de 1669 
seguía en vigor y prohibía la deforestación de terrenos boscosos, márge­
nes fluviales y laderas, las parroquias se lamentaban amargamente de la 
erosión que causaba semejante desbrozo. En sus críticas apuntaban no 
sólo a sus semejantes campesinos, sino también a los señores que eran 
demasiado mezquinos o negligentes como para replantar las zonas defo- 
restadas. Así, desde Quincé y otras parroquias cerca de Angers se articu­
laba la demanda de que se exigiese a los grandes terratenientes y señores la 
replantación de árboles en determinados sectores de las laudes; el cahier 
de la localidad de St.-Barthélcmy insistía en que se exigiese la reforesta­
ción a todo aquel que talase árboles «siguiendo el prudente ejemplo de 
los ingleses».
Tal como afirma Markoff, los cahiers son una guía imperfecta de lo 
que a continuación había de suceder en el campo, no sólo por las circuns­
tancias en que fueron redactados, sino debido al contexto cambiante de la
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política nacional y local una vez reunidos los Estados Generales. En cual­
quier caso, el pueblo estaba siendo consultado sobre propuestas de refor­
ma, no sobre si quería una revolución. Las exigencias de los campesinos 
acerca de cómo debía ser el mundo — que previamente había existido en 
el reino de la imaginación— se convirtieron más tarde en el foco de una 
acción organizada. En las comunidades rurales, los económicamente 
dependientes se daban perfecta cuenta de los costes que podía representar 
el hablar francamente acerca de los privilegios de los nobles. No obstan­
te, algunas asambleas parroquiales se atrevieron a criticar abiertamente 
el diezmo y el sistema señorial. En el extremo sur del país, las escasas 
líneas remitidas por la pequeña comunidad de Perillos expresaban su hos­
tilidad sin reservas al sistema señorial que permitía que su señor les trata­
se «como esclavos».28
De todas formas, lo más notorio era que los nobles y los plebeyos no 
podían llegar a ningún acuerdo sobre los procedimientos de voto en los 
Estados Generales. La decisión de Luis del 5 de diciembre de duplicar el 
número de representantes del tercer estado, mientras guardaba silencio en 
cuanto a la forma de llevar a cabo la votación en Versalles, sólo sirvió 
para poner de manifiesto la importancia del poder político. Existía el com­
promiso compartido por los tres órdenes de la necesidad de cambio, y un 
acuerdo general sobre unaserie de abusos específicos en el seno del apa­
rato del Estado y de la Iglesia; sin embargo, las divisiones acerca de las 
cuestiones fundamentales del poder político, el sistema señorial, y las exi­
gencias a los privilegios corporativos eran ya irreconciliables cuando los 
diputados llegaron a Versalles.
Durante largo tiempo los historiadores han debatido si realmente ha­
bía causas profundamente arraigadas de fricción política que emergieron 
en 1788, y si había líneas claras de antagonismo social. Algunos insisten en 
que el conflicto político era reciente y evitable, y señalan la coexistencia 
de nobles y acaudalados burgueses en una élite de notables, unidos como 
terratenientes, funcionarios, inversores e incluso por su implicación en la
28. McPhee, Revolution and Environment, 49. El cuaderno está reproducido en Cobti 
y Jones (eds.), Voices o f the French Revolution, 40. Para un análisis detallado de los cui­
demos rurales, véase Markoff, Abolition o f Feudalism, cap. 6; Gilbcrt Shapiro y Johi 
Markoff, Revolutionary Demands: A Content Analysis o f the Cahiers de Doléances o/
1789 (Stanford, Calif., 1998).
industria y agricultura orientada a la obtención de beneficios. Sin embar­
go, en el seno de esta élite noble y burguesa había una clase dominante de 
nobles con títulos heredados que gozaba de los más altos escalafones 
de privilegio, cargo, riqueza y rango. Mientras que el ennoblecimiento era 
la ambición de los burgueses más adinerados, las recherches de noblesse 
del segundo estado, establecidas para investigar las peticiones de noble­
za, guardaban minuciosamente los límites. Y dentro del segundo estado 
había, en palabras de un contemporáneo, una «cascada de desprecio» 
hacia aquellos que descendían en su estatus.29
Mientras que los más altos escalafones de la nobleza y la burguesía 
estaban fundidos en una élite de notables, el grueso del segundo estado 
no estaba dispuesto a ceder sus privilegios en aras de un nuevo orden 
social de igualdad de derechos y obligaciones. Los intentos de reforma 
institucional posteriores a 1774 fracasaron siempre en los escollos de esta 
intransigencia y en la incapacidad del rey de dirigir los cambios básicos 
hacia un sistema en cuya cúspide se encontraba él mismo. Desde 1750 los 
cambios sociales habían ido agravando las tensiones entre esta élite y la 
menos eminente mayoría de las órdenes privilegiadas mientras que, por 
otro lado, alimentaban concepciones opuestas sobre las bases de la auto­
ridad política y social entre los plebeyos. Nombres fraudulentos como de 
Robcspierre, Brissot de Warville, y Danton no engañaban a nadie, líl (ra­
to de celebridad que recibieron en París e incluso en Versalles Benjamín 
Franklin, Thomas Jefferson y John Adams — representantes de un gobierno 
republicano elegido por el pueblo— indica lo profunda que era la crisis 
de confianza en las estructuras jurídicas del Antiguo Régimen. La dis­
cusión sobre las disposiciones específicas para la convocatoria de los 
Estados Generales había servido para centrar con dramática claridad las 
imágenes de la nobleza, la burguesía y el campesinado de una Ft'ancia 
regenerada.
29. Roche, France in the Enlightenment, 407.
III. LA REVOLUCIÓN DE 1789
Más de 1.200 diputados de los tres estados se reunieron en Versalles a 
finales de abril de 1789. Las expectativas de los constituyentes eran ili­
mitadas como se desprende de la publicación por parte de un sedicente 
rolurier (plebeyo) de Anjou, en el oeste de Francia, de un opúsculo de 
siete páginas titulado Ave et le credo du liers-état, que concluía con una 
adaptación del Credo de los Apóstoles:
Creo en la igualdad que D ios Todopoderoso, creador del cielo y de la 
tierra, ha establecido entre los hombres: creo en la libertad que fue con­
cebida por el coraje y nacida de la magnanimidad; que sufrió bajo Brienne 
y Lamoignon, fue crucificada, muerta y sepultada, y descendió a los in­
fiernos; que pronto resucitará, aparecerá en plena Francia, y se sentará a 
la diestra de la Nación, desde donde juzgará al tercer estado y a la no­
bleza.
Creo en el Rey, en el poder legislativo del Pueblo, en la Asamblea de 
los Estados Generales, en la más justa distribución de los impuestos, en la 
resurrección de nuestros derechos y en la vida eterna. Am én.1
Por supuesto, resulta difícil discernir con certeza si el autor estaba siendo 
deliberadamente satírico y sacrilego o si creía genuinamentc que la refor­
ma ilustrada era el evangelio de Dios. No obstante, sea cual fuere el caso, 
el «Ave» muestra hasta qué punto los intentos por articular un nuevo 
orden simbólico estaban en deuda con el lenguaje eclesiástico.
La formulación de los cahiers de doléances en el mes de marzo se había 
completado con la elección de diputados de los tres estados para los Es­
tados Generales que habían de reunirse en Versalles el 4 de mayo de 1789.
1. Ave el le credo du tiers-état (s. p., 1789).
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Los sacerdotes se apresuraron a sacar el máximo partido de la decisión de 
Luis de favorecer al clero de parroquia en la elección de los delegados del 
primer estado: para elegir a sus diputados en las asambleas tenían que 
votar individualmente, mientras que los monasterios tendrían tan sólo un 
representante y los cabildos catedralicios tendrían uno por cada diez ca­
nónigos. Esta decisión respondía a las propias convicciones religiosas de 
Luis, y al mismo tiempo ejercía una mayor presión sobre la nobleza. «Como 
sacerdotes tenemos derechos», exclamaba un párroco de la Lorena, Henri 
Grégoire, hijo de un sastre, «en doce siglos por lo menos no hemos tenido 
una oportunidad tan favorable como ésta ... aprovechémosla.» Su alegato 
fue escuchado: cuando el clero se reunió para elegir a sus diputados a 
principios de 1789, 208 de los 303 elegidos pertenecían al bajo clero; 
solamente 51 de los 176 obispos fueron escogidos delegados. La mayo­
ría de los 282 diputados nobles pertenecían a los más altos rangos de la 
aristocracia, pero eran menos reformistas que Lafayette, Condorcet, Mi- 
rabeau, Talleyrand, y que otros que ejercían su actividad en la Sociedad 
Reformista de los Treinta en París, que eran lo suficientemente ricos y 
mundanos para comprender la importancia de ceder por lo menos en los 
privilegios fiscales.
En las pequeñas parroquias rurales, las reuniones de contribuyentes 
masculinos mayores de 25 años del tercer estado debían elegir dos dele­
gados por los 100 primeros hogares y uno más por cada centenar extra; a 
su vez, los delegados tenían que elegir diputados por cada una de las 234 
circunscripciones electorales. La participación fue significativa en to­
das partes, pero variaba sustancialmente desde la alta Normandía, en cuyas 
parroquias oscilaba entre el 10 y el 88 por ciento, hasta Béziers donde iba 
del 4,8 al 82,5 por ciento y Artois, que abarcaba del 13,6 al 97,2 por cien­
to. Un rasgo que había de convertirse en una característica común del 
período revolucionario era que en las comunidades más pequeñas con un 
mayor sentido de la solidaridad los niveles de participación eran más ele­
vados. Para el tercer estado había un sistema indirecto de elecciones 
mediante el cual las parroquias y los gremios elegían delegados .que a su 
vez votaban a los diputados de la circunscripción. Esto garantizaba que 
prácticamente todos los 646 diputados del tercer estado fueran abogados, 
funcionarios y hombres acaudalados, hombres de fortuna y reputación en 
la región. Tan sólo 100 de aquellos diputados burgueses procedían del 
comercio o la industria. Una rara excepción en las filas de la clase media
fue Michel Gérard, un campesino de la zona de Rennes que apareció en 
Versalles con su indumentaria de trabajo.
Una vez en Versalles, el primer y segundo habrían de vestir el atuendo 
apropiado a su rango particular dentro del orden al que pertenecían, 
mientras que el tercer estado vestiría uniformemente trajes, calzas y ca­
pas de tela negra: en palabras de un doctor inglés que a la sazón vivía en 
París, «peor incluso que laclase más baja de togados en las universidades 
inglesas». «Una ley ridicula y extraña se ha impuesto a nuestra llegada», 
comentaba un diputado, «por parte del gran maestro de puerilidades de la 
corte».2 Dejando constancia de su estatus inferior en la jerarquía de aque­
lla sociedad corporativa desde la misma inauguración de los Estados 
Generales, aquellos hombres, mayoritariamente de provincias y acauda­
lados, no tardaron en mostrar una actitud común. Se trataba de una soli­
daridad que, al cabo de seis semanas, había de alentarles en la organiza­
ción de un desafio revolucionario al absolutismo y a los privilegios. El 
resultado inmediato fue el de los procedimientos de votación: mientras 
que los diputados del tercer estado se negaban a votar por separado, la 
nobleza abogaba por ello (por 188 votos a 46) al igual que el clero, por un 
estrecho margen de votos (134 a 114). Por último, la aquiescencia de Luis 
a la demanda de la nobleza de que la votación se efectuase en tres cáma­
ras separadas agravó el ultraje de los diputados burgueses. Sin embargo, 
se vieron alentados en sus demandas por disidentes de los órdenes privi­
legiados. El 13 de junio tres sacerdotes de Poitou se unieron al tercer 
estado, seguidos de otros seis, incluyendo a Grégoire, al dia siguienle.
El día 17 los diputados del tercer estado insistieron en sus pretcnsio­
nes y proclamaron que «la interpretación y presentación de la voluntad 
general les pertenecía a ellos ... El nombre de Asamblea Nacional es el 
único adecuado ...». Tres días más tarde, tras ser excluidos de la sala de*
sesiones por cierre, los diputados se trasladaron a un local interior próxi­
mo, el trinquete del Juego de Pelota, y, bajo la presidencia del astrónomo 
Jean-Sylvan Bailly, juraron su «inamovible resolución» de continuar sus 
deliberaciones donde fuera necesario:
2. J. M. Thompson (ed.), English Witnesses o f the French Revolulion (Oxford, 1938), 
p. 58; Aileen Ribciro, Fashion in the French Revolution (Londres, 1988), p. 46. En lo rela­
tivo a las elecciones de 1789, véase Malcom Crook, Elections in the French Revolution: 
An Apprenticeship in Democracy, 17X9-1799 (Cambridge, 1996), cap. 1.
Habiendo sido convocada la Asamblea Nacional para elaborar la consti­
tución del reino, regenerar el orden público y mantener los verdaderos 
principios de la monarquía, nada podrá impedir que continúe sus delibe­
raciones en cualquier emplazamiento en el que se vea obligada a esta­
blecerse, y por último, en cualquier sitio donde se reúnan sus miembros, 
éstos constituirán la Asamblea Nacional.
Queda decidido que todos los miembros de esta Asamblea pronuncia­
rán ahora el solemne juramento de no separarse nunca, y de reunirse cada 
vez que las circunstancias lo exijan, hasta que se haya elaborado la consti­
tución del reino y consolidado en una base firme, y que una vez efectuado 
el mencionado juramento, cada uno de los miembros ratificará esta inque­
brantable resolución con su firma.3
Hubo sólo una voz discordante, la de Martin Dauch, elegido por Castel- 
naudary, en la zona sur.
La resolución de los diputados del tercer estado se vio respaldada por 
el constante goteo a sus filas de nobles liberales y de muchos párrocos 
reformistas que dominaban numéricamente la representación del primer 
estado. El voto que el 19 de junio dieron 149 diputados del clero de unir­
se al tercer estado, contra 137, fue lo que liberó a la política del punto 
muerto en que se encontraba. El motivo clave de su decisión fue su enojo 
por el abismo que les separaba de sus compañeros episcopales. El Abbé 
Barbotin escribió a un sacerdote compañero suyo:
Al llegar aquí todavía me sentía inclinado a creer que los obispos eran 
también pastores, pero todo lo que veo me obliga a pensar que no son más 
que mercenarios, políticos maquiavélicos, que sólo se preocupan de sus 
propios intereses y están dispuestos a desplumar — incluso a devorar si es 
necesario— a su propio rebaño antes que apacentarlo.4
El 23 de junio, Luis trató de suavizar aquel desafío proponiendo una mo­
desta reforma contributiva que mantenía un sistema de órdenes separados
3. Gazette nalionale ou le Moniteur universel, n.° 10, pp. 20-24 de junio de 1789, 
vol. 1, 89. Charles Panckoucke, editor de la Encyclopédie, era el propietario de este perió­
dico, que vinculaba la Gazette prerrevolucionaria al Moniteur «patriótico». Su reedición 
en la década de 1840 resulta una inestimable fuente para los debates parlamentarios.
4. Dale Van Kley, The Religious Origins o f the French Revolution (New Haven,
1996), p. 349.
LA REV O LU CIÓ N DE 1789 67
sin alterar los señoríos. No obstante, el tercer estado se mantuvo inamovi­
ble y su resolución se vio reforzada por la llegada a la Asamblea, dos días 
después, de cuarenta y siete nobles liberales conducidos por el primo de 
Luis, el duque de Orleáns. El 27 de junio Luis pareció capitular y ordenó 
a los diputados que quedaban que se uniesen a sus colegas de la Asam­
blea. Sin embargo, a pesar de su aparente victoria, los diputados burgue­
ses y sus aliados no tardaron en ser desafiados por un contraataque de la 
corte. París, a 18 kilómetros de Versalles y crisol del entusiasmo revolu­
cionario, fue sitiado por 20.000 mercenarios y, en un acto de desafío sim­
bólico, Luis destituyó a Jacques Necker, el único ministro que no proce­
día de la nobleza, el 11 de julio.
Los miembros de la Asamblea se salvaron de una destitución sumaria 
gracias a la acción colectiva de la clase obrera parisina. A pesar de que les 
estaba vetado por sexo o pobreza participar en la formulación de los cua­
dernos o en la elección de los diputados, desde el mes de abril la canaIIa 
había demostrado su convicción de que la revuelta de los diputados bur­
gueses se hacía en nombre del pueblo. En efecto, una observación hecha 
a la ligera sobre los salarios por parte del acaudalado fabricante Réveillon 
en una reunión del tercer estado el 23 de abril había provocado una rebe­
lión en el faubourg St.-Antoine durante la cual, imitando a Sieyés, se oye­
ron gritos de «¡Larga vida al tercer estado! ¡Libertad! ¡No cederemos! 
(véase mapa 4). La revuelta fue sofocada por las tropas a costa de varios 
centenares de vidas. Numerosos panfletos manifestaban la ira de la cana­
lla ante su exclusión del proceso político. Una escalada en los precios de 
las barras de pan de cuatro libras de 8 a 14 céntimos sustentó este males­
tar, que se asumió mayoritariamente como consecuencia de una retención 
deliberada de las existencias por parte de los nobles terratenientes. El 
librero parisino Sébastien Hardy, cuyos diarios constituyen una incompa­
rable fuente de información acerca de los primeros meses de la revolu­
ción, escribió que el pueblo aseguraba «que los principes estaban acumu­
lando trigo deliberadamente para poner la zancadilla a M. Necker, a quien 
estaban ansiosos por derrocar».5
La destitución de Neckcr, que fue sustituido por el favorito de la reina, 
el barón de Breteuil, supuso la señal de partida de la acción popular.
5. George Rudé, The Crowd in tile French Revolution (Oxford, 1959), p. 46.
Entre los oradores en torno a los que los parisinos se arremolinaban en 
busca de noticias e inspiración se encontraba Camille Desmoulins, ami­
go del diputado del tercer estado por Arras, Maximilien Robespierre, a 
quien había conocido durante su época escolar en el Collége Louis-le- 
Grand en la década de 1770. Durante los cuatro días posteriores al 12 de 
julio, cuarenta de las cincuenta y cuatro aduanas que circundaban París 
fueron destruidas. La abadía de Saint-Lazare fue registrada en busca de 
armas; las sospechas del pueblo de que la nobleza trataba de doblegarlo 
mediante el hambre quedaron confirmadas cuando se descubrieron reser­
vas de trigo allí almacenadas. Los insurrectos se apoderaron de las armas 
y munición que había en las armerías y en el hospital militar de los Invá­
lidos, y se enfrentaron a las tropas reales. El objetivo final era la fortaleza 
de la Bastilla, sitaen el faubourg St.-Antoine, porque disponía de exis­
tencias de armas y pólvora y porque esta poderosa fortaleza dominaba los 
barrios populares del este de París. Además, era también un imponente 
símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía. El 14 de julio, unos
8.000 parisinos armados pusieron sitio a la fortaleza; el gobernador, el 
marqués de Launay, no quiso rendirse y, viendo que la multitud se abría 
camino a la fuerza hacia el patio, ordenó a sus 100 soldados que dispara­
sen a la turba, con un saldo de 98 muertos y 73 heridos. Sólo accedió a la 
rendición cuando dos destacamentos de Gardes Franpaises se unieron a 
los sublevados y situaron su cañón frente a la entrada principal.
¿Quiénes fueron los que tomaron la Bastilla? Se hicieron varias listas 
oficiales de los vencedores de la Bastilla, como se les llamó después, in­
cluyendo una elaborada por su secretario Stanislas Maillard. De los 662 
supervivientes que figuraban en la lista, había quizá una veintena de bur­
gueses, incluyendo fabricantes, comerciantes, el cervecero Santerre, y 76 
soldados. El resto pertenecían a la canalla: tenderos, artesanos y asalariados 
de unos treinta oficios distintos. Entre ellos había 49 carpinteros, 48 ebanis­
tas, 41 cerrajeros, 28 zapateros remendones, 10 peluqueros que también 
confeccionaban pelucas, 11 vinateros, 9 sastres, 7 canteros, y 6 jardineros.6
La triunfal toma de la Bastilla el 14 de julio tuvo importantes con­
secuencias revolucionarias. En términos políticos, salvó a la Asamblea 
Nacional y legitimó un brusco cambio de poder. El control de París por
6. Sobre el asalto a la Bastilla, véase ibid., cap. 4; y Jacqucs Godechot, The Taking o f 
the Bastille: July I4tli, 1789, trad., Jean Stcwart (Londres, 1970).
parte de los miembros burgueses del tercer estado quedó institucionaliza­
do mediante un nuevo gobierno municipal a cargo de Bailly y una milicia 
civil burguesa dirigida por el héroe francés de la guerra americana de la 
Independencia, Lafayette. A primera hora de la mañana del 17 de julio, el 
hermano más pequeño de Luis, el conde de Artois, abandonó Francia as­
queado por el desmoronamiento del respeto propiciado por el tercer esta­
do. Un goteo constante de cortesanos descontentos se uniría a su emigrada 
corte en Turín. Aquel mismo día, Luis aceptó formalmente lo ocurrido 
entrando en París para anunciar la retirada de sus tropas y llamando de nue­
vo a Necker para devolverle el cargo. Días después, Lafayette añadiría el 
blanco de la bandera borbónica al rojo y el azul de la ciudad de París: 
acababa de nacer la revolucionaria escarapela tricolor.
Sin embargo, el asalto a la Bastilla planteó también a los revoluciona­
rios un dilema acuciante y espinoso. La acción colectiva del pueblo de 
París había sido decisiva en el triunfo del tercer estado y de la Asamblea 
Nacional; no obstante, algunos de los participantes en la exultante multi­
tud que tomó la Bastilla respondieron violentamente matando al goberna­
dor de la fortaleza, De Launay, y a seis soldados de sus tropas. ¿Fue éste 
un comprensible — e incluso justificable— acto de venganza popular 
ejercido en la persona cuya decisión de defender a toda costa la prisión 
había provocado la muerte de un centenar de asaltantes? ¿Fue acaso un mo­
mento de locura profundamente lamentable y retrógrado, el acto de una 
turba demasiado habituada a ios castigos espectaculares impuestos por la 
monarquía a la violenta sociedad que la revolución pretendía reformar?
¿O bien se trató de un acto de barbarie totalmente imperdonable, la 
antítesis de todo aquello que la revolución debía significar? En la primera 
edición de uno de los nuevos periódicos que se apresuraron a informar 
acerca de los recientes acontecimientos sin precedentes, Les Révplutions 
de Paris, Elysée Loustallot consideraba el asesinato de Launay repugnan­
te pero legítimo:
Por primera vez, la augusta y sagrada libertad ha penetrado finalmente en 
esta morada de horrores [la Bastilla], en este temible refugio de despotis­
mo, monstruos y delincuencia ... el pueblo que estaba tan ansioso de ven­
ganza no permitió ni a de Launai, ni a los demás funcionarios llegar al tri­
bunal de la ciudad; los arrancaron de manos de sus conquistadores y los 
pisotearon uno tras otro; de Launai fue atravesado por innumerables esto­
cadas, decapitado, y su cabeza clavada en la punta de una lanza, su sangre
manaba por todas partes ... Este glorioso día debe sorprender a nuestros 
enemigos, y presagiar por fin el triunfo de la justicia y la libertad.
Loustallot, un joven abogado de Burdeos, debió de pensar que aquel inci­
dente sería único, pero lo peor estaba aún por llegar. El día 22, el gober­
nador real de París desde 1776, Louis Bertier de Sauvigny, fue apresado 
cuando trataba de huir de la ciudad. Él y su suegro Joseph Foulon, que 
había sustituido a Necker en su ministerio, fueron apaleados hasta la 
muerte y decapitados, y sus cabezas exhibidas por todo París, al parecer 
en merecido castigo por presunta conspiración para empeorar el largo pe­
ríodo de hambruna que atravesaron los parisinos en 1788-1789. Supues­
tamente Foulon había declarado que si los pobres estaban hambrientos 
que comieran paja. El informe de Loustallot acerca de aquel día «terrible 
y aterrador» estaba ahora marcado por la angustia y la desesperación. 
Tras la decapitación de Foulon,
Tenía un puñado de heno en la boca, una explícita alusión a los sentimien­
tos inhumanos de aquel bárbaro ... ¡la venganza de un pueblo comprensi­
blemente furioso! ... Un hombre ... ¡Oh Dios! ¡El bárbaro! arranca el 
corazón [de Berthier] de sus entrañas todavía palpitantes ... ¡Qué horrible 
visión! ¡Tiranos, contemplad este terrible y espeluznante espectáculo! 
¡Temblad y ved cóm o se os trata! ... Conciudadanos, percibo cómo os afli­
gen el alma estas espantosas escenas; al igual que vosotros, estoy conmo­
cionado por todo lo sucedido, pero pensad cuán ignom inioso es vivir 
como un esclavo ... Sin embargo, no olvidéis que estos castigos ultrajan a 
la humanidad, y hacen que la Naturaleza se estremezca.
Simón Schama insiste en que esta violencia punitiva estaba en el corazón 
de la revolución desde el principio, y que los líderes de la clase media 
eran cómplices de tales barbaridades. Según Schama, Loustallot, que se 
convertiría en el periodista revolucionario más importante y admirado, 
había escarnecido el horror causado por la violencia para condonarla y 
alentarla: «mientras fingía sentirse estremecido por la extrema violencia 
que estaba describiendo, su prosa se revolcaba en ella». El afligido repor­
taje de Loustallot plantea argumentos difíciles de justificar.7
7. Schama, Cilizens, 446; Les Révolulions de Paris, n.° 1, 12-18 de julio de 1789, pp. 
17-19, n.° 2, 18-25 de julio de 1789, pp. 18-25. Una excelente colección de artículos de
La toma de la Bastilla fue tan sólo el ejemplo más espectacular de 
conquista popular del poder local. En toda Francia, desde París hasta la 
más remota y diminuta aldea, la primavera y verano de 1789 supusieron 
el desmoronamiento total y sin precedentes de siglos de gobierno de la 
realeza. En los centros provinciales se produjeron «revoluciones munici­
pales», en las que los nobles se retiraban o eran obligados a marcharse 
por la fuerza, como sucedió en Troyes, o en las que nuevos hombres ac­
cedían al poder, como en Reims. El vacío de autoridad causado por la 
caída del Estado borbónico se cubrió temporalmente en los pueblos y ciu­
dades pequeñas por milicias populares y consejos. Esta toma de poder 
fue acompañada en todas partes por un rechazo generalizado de las rei­
vindicaciones del Estado, de los señores y de la Iglesia, que exigían el 
pago de los impuestos, tributos y diezmo; por otro lado, al confraternizar 
abiertamente las tropas con los civiles, el poder judicial no tenia fuerza 
alguna para hacer cumplir la ley.
Paralelamente a la revolución municipal, la toma de la Bastilla tuvo 
otra consecuencia todavía de mayor envergadura. Las noticias deeste 
desafío sin precedentes al poder del Estado y a la nobleza llegaron a un 
campesinado en plena efervescencia, se respiraba en el campo un am­
biente de conflicto, esperanza y temor. Desde diciembre de 1788, los 
campesinos se habían negado a pagar los impuestos o los tributos seño­
riales, o se habían apoderado de las reservas de comida, en Provenza, en 
el Franco Condado, en Cambrésis y Hainaut en el noreste, y en la cuenca 
de Paris. Arthur Young, en su tercer viaje por Francia, plasmó las deses­
peradas ilusiones depositadas en la Asamblea Nacional, al conversar con 
una mujer campesina en la Lorena el 12 de julio:
Mientras subía a pie por una empinada colina, para aliviar a mi yegua, 
una pobre mujer se unió a mí y comenzó a quejarse de aquellos tiempos 
que estábamos viviendo, y de lo triste que era el país; al preguntarle yo las 
razones de su lamento, dijo que su marido no tenía más que un pedazo de 
tierra, una vaca, y un pobre caballo, y sin embargo tenían que pagar un 
fra n ch a r (42 libras) de trigo y tres pollos por el arriendo a un señor, y 
cuatro J,ranchares de avena, un pollo y una libra a otro señor, además de 
las gravosas tallas y otros impuestos ... Ahora decían que algunas perso-
periódico nos la brinda J. Gilchrist y W. J. Murray (eds.), The Press in the French Revolu- 
tion (Melbournc, 1971).
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ñas importantes iban a hacer algo por los pobres, pero ella no sabia 
quién ni cómo, pero Dios nos favorecerá, car les tailles et les droits nous 
écrasent. Esta mujer, vista no de muy lejos, aparentaba unos sesenta o 
setenta años, su figura encorvada y su rostro ajado y endurecido por el 
arduo trabajo, pero ella aseguró tener sólo veintiocho.8
El miedo a la venganza de los aristócratas sustituyó tales esperanzas a 
medida que llegaban noticias de la Bastilla: ¿acaso las pandillas de men­
digos que merodeaban por los campos de cereales eran agentes de los ven­
gativos señores? La esperanza, el temor y el hambre convirtieron el campo 
en un polvorín al que imaginarias visiones de «bandidos» prendieron fue­
go. El pánico se extendió a partir de unas pocas chispas aisladas causando 
incendios de violentos rumores, diseminándose de pueblo en pueblo a 
varios kilómetros por hora, e invadiendo todas las regiones a excepción 
de Bretaña y el este. Al no materializarse las represalias de los nobles, las 
milicias de los pueblos apuntaron con sus armas al mismo sistema seño­
rial, obligando a los señores o a sus agentes a entregar los archivos feu­
dales para ser quemados en la plaza del pueblo. Esta revuelta tan extraor­
dinaria se dio a conocer con el nombre de «gran pánico». Se eligieron 
también otros objetos a los que dirigir el odio: en Alsacia se ejerció la vio­
lencia contra los judíos. En las afueras del norte de París, en St. Dcnis, un 
funcionario que se había burlado de una multitud que se quejaba de los 
precios de la comida fue arrastrado desde su escondrijo en el chapitel de 
una iglesia, apuñalado hasta causarle la muerte y decapitado; sin embargo, 
éste fue un caso poco frecuente de violencia personal en aquellos días. Al 
igual que la canalla de París, los campesinos adoptaron el lenguaje de la 
revuelta burguesa para sus propios fines; el 2 de agosto, el mayordomo del 
duque de Montmorency escribió a su señor en Versalles que:
El populacho, culpando a los señores del reino de los altos precios del tri­
go, ataca ferozmente todo lo que les pertenece. No hay razonamiento que 
valga: este populacho desenfrenado tan sólo atiende a su propia furia ...
Justo cuando estaba a punto de terminar mi carta, me enteré de que 
aproximadamente trescientos bandidos procedentes de todos los rincones, 
unidos a los vasallos de la marquesa de Longaunay, hablan robado los
8. Arthur Young, Travels in France during the Yearx / 7.V7-/7<V.V 1789 (Nueva York,
1969).
LA R EV O LU C IÓ N D E 1789 73
títulos de arrendamiento y concesiones de señorío, y derruido sus palo­
mares: a continuación le dejaron una nota informándola del robo con la 
firma La Nación,9
La noche del 4 de agosto, en un ambiente de pánico exacerbado, abnega­
ción y extrema excitación, una serie de nobles montaron la tribuna de la 
Asamblea para responder al gran miedo renunciando a sus privilegios y 
aboliendo los tributos feudales. No obstante, una semana más tarde, hi­
cieron distinciones entre «servidumbre personal», que fue abolida en su 
totalidad, y «derechos de propiedad» (tributos de señorío pagaderos en 
cosechas) por los que los campesinos tenían que pagar una indemniza­
ción antes de dejar de pagar definitivamente:
Artículo 1. La Asamblea Nacional aniquila por completo el régimen 
feudal y decreta la abolición sin indemnización de los derechos y debe­
res, tanto feudales como censuales, derivados de manos muertas reales o 
personales, y de la servidumbre personal, así como de aquellos que los 
representan; todos los demás son amortizables, y el precio y la manera de 
amortizarlos serán establecidos por la Asamblea Nacional. Aquellos dere­
chos que no sean abolidos por este decreto seguirán siendo recaudados 
hasta nuevo acuerdo.
Así pues, la Asamblea abolió por completo la servidumbre, los palomares, 
los privilegios señoriales y reales de caza, y el trabajo no remunerado. 
Quedaron también suprimidos los tribunales señoriales: en el futuro, la 
justicia iba a ser administrada desinteresadamente de acuerdo con un con­
junto de leyes uniformes. El diezmo, al igual que los impuestos estatales 
existentes, serían sustituidos por modos más equitativos de financiar al Es­
tado y a la Iglesia, pero mientras tanto habría que continuar pagando.
Más tarde, el 27 de agosto, tras concienzudos y largos debates, la Asam­
blea votó una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. 
Lo fundamental de dicha Declaración era la insistencia en que «la igno­
rancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las
9. Armales historiques de la Révolution franfuise (1955), pp. 161-162. La revuelta 
rural constituye el tema del estudio clásico de 1932 de Georges Lefcbvrc, El gran pánico 
de 1789: la Revolución Francesa y los campesinos (Paidós, Barcelona, 1986). Existe un 
estudio reciente de Clay Ramsay, The tdeology o f the Greal Fear: The Soissonnais in 
1789 (Baltimore, 1992).
únicas causas de las desventuras públicas»; la Asamblea rechazó la suge­
rencia por parte de los nobles de que se incluyese junto a esta declaración 
una declaración de deberes para que el pueblo llano no abusase de sus 
libertades. En su lugar, se establecía la esencia del liberalismo, que «la li­
bertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro». Por con­
siguiente, la Declaración garantizaba los derechos de libre expresión y 
asociación, y de religión y opinión, limitados tan sólo — y de forma más 
bien ambigua— por «la ley». Aquélla iba a ser una tierra en la que todos 
serían iguales ante la ley, y estarían sujetos a las mismas responsabilida­
des públicas: era una invitación a convertirse en ciudadanos de una 
nación en vez de súbditos de un rey.
Los Decretos de Agosto y la Declaración de los Derechos del Hombre 
representaban el fin de la estructura absolutista, señorial y corporativa de 
la Francia del siglo xvm. Eran también una proclamación revolucionaria 
de los principios de una nueva edad dorada. En sí misma la Declaración 
era un documento extraordinario, una de las más poderosas afirmaciones 
de liberalismo y de gobierno representativo. Aun siendo universal en su 
lenguaje y rebosante de optimismo, no dejaba por ello de ser ambigua en 
su redacción y en sus silencios. Es decir, mientras proclamaba la univer­
salidad de derechos y la igualdad cívica de todos los ciudadanos, la 
Declaración era ambigua respecto a si los desposeídos, los esclavos y las 
mujeres gozarían también de igualdad política y legal, y silenciaba el 
modo en que se pretendía garantizar el ejercicio del propio talento a 
aquellos que carecían de educación o propiedades. Esta cuestiónse había 
planteado ya en la primavera de 1789 en un cahiers de mujeres’del País 
de Caux, una región situada al norte de París:
V t ses p'x TEZOT) c por necesitam. ib ; itonrorEV psrmiKr> aut ;¡ü muiarís 
compartan su trabajo, que cultiven el suelo, que aren los campos, que se 
hagan cargo del servicio postal; otras emprenden largos y arduos viajes 
por motivos comerciales ...
Nos han dicho que se está hablando de liberar a los negros; el pueblo, 
casi tan esclavizado como ellos, está recuperando sus derechos ...
¿Seguirán los hombres insistiendo en querer hacernos víctimas de su 
orgullo e injusticia?10
10. «Cahier des doléances et réclamations des femmes par Mme. B... B..., 1789», en
Cahiers des doléances des femmes et aulres lexles (París, 1981), pp. 47-59.
Los Decretos de Agosto tuvieron también gran importancia por otra ra­
zón: porque estaban basados en la presunción de que a partir de aquel 
momento todos los individuos de Francia gozarían de los mismos dere­
chos y estarían sujetos a las mismas leyes: la edad de los privilegios y 
excepciones había terminado:
Artículo X ... todos los privilegios especiales de las provincias, principa­
lidades, condados, cantones, ciudades y comunidades de habitantes, ya 
sean financieros o de cualquier otro tipo, quedan abolidos sin indemniza­
ciones, y serán absorbidos dentro de los derechos comunes de todos los 
franceses."
La Declaración, así como los Decretos de Agosto, afirmaba de forma 
explícita que todas las carreras y cargos estarían abiertas al talento, y que 
en lo sucesivo «las distinciones sociales se basarían solamente en la lili 
lidad general». Por consiguiente, se consideró político excluir cláusulas 
de un borrador inicial que trataba de explicar los límites de la igualdad de 
forma más directa:
II. Para garantizar su propia conservación y encontrar el bienestar, todo 
hombre recibe facultades de la naturaleza. La libertad consiste en el com ­
pleto y pleno uso de dichas facultades.
V. Pero la naturaleza no ha dotado a todos los hombres de los mismos 
medios para ejercer sus derechos. La desigualdad entre los hombres nace 
de ello. Así pues, la desigualdad se encuentra en la propia naturaleza.
VI. La sociedad está basada en ia necesidad de mantener la igualdad 
de derechos en plena desigualdad de medios. 12
A
Puesto que tanto los Decretos de Agosto como la Declaración constituían 
un conjunto profundamente revolucionario de principios fundamentales 
de un nuevo orden, ambos documentos se encontraron con el rechazo de 
Luis. Los Estados Generales habían sido convocados para ofrecerle con-
11. Moniteur universel,n.°40, 11-14 de agosto de 1789, vol. I, pp. 332-333.
12. Moniteur universel, n.° 44, 20 de agosto de 1789, vol. 2, pp. 362-363; Archives 
parlementaires, 2 de septiembre de 1791, pp. 151-152. En Dale Van Kley (ed.), The 
French idea o f Freedom: The Oíd Regime and the Declaration o f Riglits o f 1789 (Stan- 
ford, Calif., 1994) encontramos una detallada reflexión sobre la Declaración.
scjo sobre el estado de su reino: ¿acaso la aceptación de la existencia de 
una «Asamblea Nacional» le obligaba a aceptar las decisiones de esta 
última? Además, a medida que la crisis empeoraba y se multiplicaba la 
evidencia de un desprecio manifiesto por la revolución por parte de los 
oficiales del ejército, la victoria del verano de 1789 parecía de nuevo dis­
cutible. Por segunda vez, la canalla de París intervino para salvaguardar 
una revolución que había hecho suya. Sin embargo, esta vez fueron las 
mujeres de los mercados quienes la abanderaron: en palabras del obser­
vador librero Hardy, «estas mujeres dijeron a voces que los hombres no 
sabían de qué iba todo aquello y que ellas querían intervenir en el curso 
de los acontecimientos».13 El 5 de octubre, 7.000 mujeres emprendieron la 
marcha hacia Versalles; entre sus líderes espontáneos figuraba Maillard, 
un héroe del 14 de julio, y una mujer de Luxemburgo, Anne-Josephe Ter- 
wagne, que se hizo famosa con el nombre de Théroigne de Méricourt. 
Más tarde fueron secundadas por la Guardia Nacional, que obligó a su 
reacio comandante Lafayette a «acaudillarlas». Una vez en Versalles, las 
mujeres invadieron la Asamblea. Una delegación se presentó ante el rey, 
que inmediatamente consintió en sancionar los decretos. No obstante, no 
tardó en hacerse evidente que las mujeres sólo se contentarían si la fa­
milia real regresaba a París. Así lo hizo el día 6 y la Asamblea siguió sus 
pasos.
Aquél fue un momento decisivo en la revolución de 1789. La Asam­
blea Nacional debía de nuevo su existencia y su éxito a la intervención 
armada del pueblo de París. Convencida de que ahora la revolución era 
completa y estaba asegurada, y de que el pueblo llano de París nunca más 
volvería a ejercer semejante poder, la Asamblea ordenó una investigación 
acerca de los «delitos» del 5 al 6 de octubre. Entre los cientos de partici­
pantes y observadores entrevistados se encontraba Madelaine Glain, una 
encargada de la limpieza de 42 años, que estableció una relación entre los 
imperativos de garantizar el suministro de pan a precio razonable y el 
destino de los decretos revolucionarios clave:
acudió con las demás mujeres a la sala de la Asamblea Nacional, donde 
irrumpieron en tropel; tras haber exigido algunas de aquellas mujeres 
panes de 4 libras a 8 céntimos, y carne por el mismo precio, la.testigo ...
13. Rudé, Crowd in the French Revolution, p. 69 y cap. 5,
regresó al Ayuntamiento de París con el señor Maillard y otras dos mu­
jeres, llevando consigo los decretos que les fueron entregados en la 
Asamblea Nacional.
El alcalde Bailly recordó que cuando las mujeres regresaron a París el 
día 6, iban cantando «cancioncillas vulgares que al parecer mostraban 
poco respeto por la reina». Otras se vanagloriaban de haber traído consi­
go a la familia real tildándolos de «el panadero y su esposa, y el aprendiz 
del panadero».14 Con esto las mujeres explicitaban públicamente la anti­
gua creencia de la responsabilidad real ante Dios de proveer comida. Una 
vez sancionados los decretos clave, y la corte totalmente desorganizada, 
el triunfo de la revolución parecía asegurado; y para dar cuenta de la 
magnitud de lo conseguido, el pueblo empezó ahora a referirse al antiguo 
régimen.
En toda Europa, la gente estaba impresionada por los dramáticos 
sucesos de aquel verano. Pocos fueron los que no se entusiasmaron con 
los acontecimientos: entre las cabezas coronadas de Europa, sólo los 
reyes de Suecia y de España y Catalina de Rusia se mantuvieron decidi­
damente hostiles desde el inicio. Otros quizá sintieran cierta satisfacción 
al ver humillada por su propio pueblo a una de las mayores potencias de 
Europa. No obstante, entre el populacho europeo general el respaldo a la 
revolución era mayoritario, aunque también había unos pocos «contrarre­
volucionarios» como Edmund Burke. Mientras que en Inglaterra muchos 
empezaron a sentirse incómodos con los informes acerca de los brutales 
derramamientos de sangre o cuando la Asamblea Nacional desestimó sin 
dilación la posibilidad de emular el sistema británico de dos cámaras, con 
su Cámara de los Lores, otros muchos mostraron abiertamente su entu­
siasmo. Poetas como Wordsworth, Burns, Colcridge, Southcy y Blake se 
unieron a sus semejantes alemanes e italianos en el mundo artístico y 
filosófico (Beethovcn, Fichte, Hegel, Kant y Herder) en la celebración de 
lo que se interpretaba como un momento ejemplar de liberación en la his­
toria del espíritu europeo. Lafayette mandó un juego de llaves de la Basti-
14. Réimpression de l'Anden Moniteur, seule histoire authentique et inaltérée de la 
Revolution frangaise, depuis la reunión des Etats-Généraux jusqu ’au Consulat, 32 vols. 
(París, 1847), vol. 2, 1789, p. 544; Cobb y Jones (eds.), Voices o f the French Revolution, 
p. 88.
lia a George Washington en calidad de «tributo que debo como hijo a mi 
padre adoptivo, como ayudante de campo a mi general, y como misionero 
de la libertad a su patriarca».A su vez, Washington, elegido presidente de 
listados Unidos seis meses antes, escribió a su enviado en Francia, el go­
bernador Morris, el 13 de octubre: «La revolución que se ha llevado a 
cabo en Francia es de tan maravillosa índole que la mente apenas puede 
reconocer el hecho. Si termina como ... [yo] pronostico, esta nación será 
la más feliz y poderosa de Europa».
Junto con el potente sentido de euforia y unidad en aquel otoño de 1789 
se abría paso la conciencia de cómo se había alcanzado la revolución y la 
magnitud de lo que quedaba por hacer. La revolución de los diputados 
burgueses había triunfado sólo por la intervención activa de la clase 
obrera de París; los recelos de los diputados se pusieron de manifiesto 
en la proclamación temporal de la ley marcial el 21 de octubre. Por otro 
lado, el hecho de que Luis consintiera en cambiar a regañadientes, quedó 
parcialmente disfrazado por la invención de que su obstinación se debía 
únicamente a la maligna influencia de la corte. Pero lo más importante de 
todo, la declaración revolucionaria de los principios del nuevo régimen 
presuponía la remodelación de todos los aspectos de la vida social. Y a 
esta tarea se dedicaron.
IV. LA RECONSTRUCCIÓN DE FRANCIA, 
1789-1791
La Asamblea Nacional o Constituyente de 1789-1791 fue el parlamento 
más numeroso de la historia de Francia, con más de 1.200 miembros del 
clero, de la nobleza y del pueblo llano, que previamente se habían reuni­
do en los Estados Generales en mayo de 1789. A lo largo de los dos años 
posteriores, los diputados se enfrascaron con extraordinaria energía en la 
tarea de remodelar todos los aspectos de la vida social. El trabajo de sus 
treinta y un comités se vio facilitado por la presteza con que colaboraron 
muchos nobles, denominados «patriotas», por las abundantes cosechas 
de 1789 y 1790 y, sobre todo, por la inmensa reserva de buena voluntad de 
que hizo gala el pueblo. Sin embargo, la tribuna y los comités de la Asam­
blea estaban dominados por una décima parte de los diputados aproxi­
madamente, circunstancia que nos lleva a deducir que las semillas de los 
posteriores recelos del sur sobre la revolución fueron sembradas en la 
Asamblea por hombres del norte desde el inicio.
La reconstrucción de Francia se basaba en la creencia de una identi­
dad común a todos los ciudadanos franceses independientemente de su 
extracción social u origen geográfico. Esto constituía un cambio funda­
mental en la relación del Estado con sus provincias y ciudadanía. En 
todos los ámbitos de la vida pública — la administración, la judicatura, 
las fuerzas armadas, la Iglesia, el orden público— las tradiciones de dere­
chos corporativos, nombramientos y jerarquía cedieron a la igualdad 
civil, a la responsabilidad y a las elecciones en el seno de las estructuras 
nacionales. La estructura institucional del antiguo régimen se había ca­
racterizado por el reconocimiento de la extraordinaria diversidad provin­
cial controlada por una red de personas nombradas por el rey. Ahora la 
situación se invirtió: en todos los niveles los funcionarios habían de ser 
elegidos, y las instituciones en las que trabajaban tenían que ser las mis­
mas en todas partes.
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Las 41.000 nuevas «comunas», en su mayor parte formadas por las 
parroquias del antiguo régimen, se convertirían en la base de una jerar­
quía administrativa de cantones, distritos y departamentos. Los 83 depar­
tamentos anunciados en febrero de 1790 fueron diseñados para facilitar 
la accesibilidad de la administración, la distancia desde cualquier comu­
na a la capital no había de ser mayor a la de un día de viaje (véase mapa 3). 
La creación de este nuevo mapa de Francia fue resultado de la labor de 
las élites urbanas con una clara visión de la organización espacial y la 
jerarquía institucional. El propósito que con ello se perseguía era el de 
hacer realidad dos palabras clave: «regenerar» la nación mientras se 
cimentaba su «unidad». Había un fundamento geográfico válido para 
cada departamento, pero también representaba una importante victoria 
del nuevo Estado sobre las renacientes identidades provinciales mani­
festadas desde 1787. Sus mismos nombres, extraídos de ríos, montañas y 
otros accidentes naturales, cortaron de raíz las pretendidas lealtades 
a otras etnias y provincias: el territorio vasco se convertiría en «Basses- 
Pyrénées», no en el «Pays Basque», y no habría ninguna clase de recono­
cimiento institucional de regiones como Bretaña o el Languedoc.
La Asamblea tenía también interés en acelerar «desde arriba» la sin­
cronía de la nueva nación de ciudadanos franceses extendiendo el uso de 
la lengua francesa. La investigación del Abbé Grégoire realizada en 1790 
resulta aleccionadora para los legisladores que asumieron erróneamente 
que el dominio del francés era indispensable para la condición de patrio­
ta. Tan sólo quince departamentos, con tres millones de habitantes, pudie­
ron ser genuinamente calificados de francófonos. En Lot-et-Garonne, en 
el suroeste, donde se hablaba gascón, los sacerdotes se quejaban de que 
los campesinos se dormían durante la lectura de los decretos de la Asam­
blea, «porque no comprenden ni una sola palabra, por más que se lean en 
voz alta y clara y que se expliquen». Por consiguiente, en posteriores 
asambleas se acordó traducir los decretos a las lenguas locales, y en gran 
parte de Francia los nuevos aspectos de la vida política se dieron a cono­
cer a través de la traducción.1
1. Jones, Peasantry, 209. Martin Lyons comenta la investigación de Grégoire en 
«Politics and Patois: The Linguistic Policy of the French Revolution», Auslralian Journal 
oj French Studies, 18 (1981), pp. 264-281.
La Declaración de los Derechos del Hombre ya había adelantado la 
promesa de que a partir de aquel momento todos los ciudadanos tendrían 
el mismo derecho a la libertad de conciencia y a la práctica externa de su 
fe. A finales de 1789, se había otorgado la plena ciudadanía a los protes­
tantes y, en enero siguiente, a los judíos sefarditas de Burdeos y Aviñón 
(por sólo 374 votos contra 280). Sin embargo, la Asamblea dudó frente al 
antisemitismo de los diputados de Alsacia, como Jean-Frangois Reubell de 
Colmar, que se oponía a la concesión de la ciudadanía a los judíos del 
este (pero no a los del sur) con la misma vehemencia con que defendíá 
los derechos de la «gente de color». Esto provocó una enérgica adverten­
cia por parte de los judíos askenazíes orientales en enero de 1790:
Francia tiene el deber, por justicia c interés, de garantizarles los derechos 
de ciudadanía, puesto que su hogar se halla en este imperio, viven aquí 
como súbditos, sirven a su patria en la medida de sus posibilidades, con­
tribuyen al mantenimiento dd las fuerzas públicas igual t|ue los demás 
ciudadanos del reino, con independencia de los onerosos, degradantes y 
arbitrarios impuestos que las antiguas injusticias y prejuicios del antiguo 
régimen acumularon sobre sús hombros: ellos afirman que sólo puede 
haber dos clases de hombres en un Estado: ciudadanos o extranjeros, y 
demostrar que no somos extranjeros es demostrar que somos ciudadanos;'
En las últimas sesiones de la Asafnblea Nacional en septiembre de 17‘> 1 
quedó garantizada la total igualdad y elegibilidad de los judíos orientales.
El complejo conjunto de tribunales reales, aristocráticos y eclesiásti­
cos y sus variaciones regionales fue sustituido por un sistema nacional 
mucho más accesible, humano e igualitario. La introducción de jueces de 
paz electos en cada cantón resultó inmensamente popular puesto que pro­
porcionaba una justicia barata f accesible. Por ejemplo, los delitos capita­
les experimentaron una notable reducción, y quienes los cometieran se­
rían castigados en adelante mediant; la indolora máquina presentada por 
el presidente del comité de sVnidadde la Asamblea, Dr. Joseph Guillotin. 
El principio de libertad individual se extendió también a la prostitución:
2. Moniteur universel, n.° 46; l í de febrero1790, vol. 2, pp. 368-369; Gary Kates, 
«Jews into Frenchmen: Nationality and Rcprcsentation in Rcvolutionary France», en 
Ferenc Fehér (ed.), The French Kevolilion and the Birth o f Modcrnily (Uerkeley, Calif.,
1990), pp. 103-116.
en julio de 1791, nuevas regulaciones municipales eliminaron toda referen­
cia a la prostitución y su vigilancia. Con estas medidas muchas mujeres 
quedaron libres de la represiva coacción que ejercían los reformatorios 
religiosos a los que eran enviadas bajo el antiguo régimen, y al mismo 
tiempo se reconoció que la prostitución y sus efectos secundarios eran 
elección y responsabilidad individuales. La «libertad» alcanzada en 1789 
era por lo tanto una espada de doble filo en sus aplicaciones prácticas.
Las unidades de ciudadanos «activos» de la Guardia Nacional de cada 
comuna elegían a sus líderes. Sin embargo, mientras que los puestos de 
oficiales en las fuerzas armadas estaban también a disposición de los que 
no eran nobles, la Asamblea rechazó la aplicación de la soberanía popular 
para su elección. El ejército y la armada se vieron sumidos en conflictos 
internos entre los oficiales de procedencia noble y los soldados acerca del 
control de los fondos del regimiento y el papel del ejército en la represión 
de las protestas civiles. Hubo graves rebeliones en diciembre de 1789 en 
la flota de Tolón y en septiembre de 1790 en la de Brest. Uno de los moti­
nes que se produjo en la guarnición de Nancy en agosto de 1790 fue cruel­
mente reprimido por el comandante Bouillé, primo de Lafayette, comandan­
te en jefe del ejército. La Asamblea respaldó las acciones de Bouillé. Para 
Elysée Loustallot de Les Révoluíions de Paris, abatido por la violencia 
que se había instalado desde julio de 1789, la noticia de la masacre resul­
tó inconcebible:
¿Cómo puedo relatar lo sucedido con el corazón apesadumbrado? ¿Cómo 
puedo reflexionar cuando mis sentimientos están desgarrados por la de­
sesperación? Les veo allí, !od )s aquellos cadáveres esparcidos por las 
calles de Nancy ... ¡Aguardad, rufianes, la prensa que descubre todos los 
crímenes y desvela todos los errores os privará de vuestro gozo y de vues­
tra fuerza: qué dulce sería ser vuestra última víctima!
Loustallot moría poco después, jtsto a jo s 29 años. La oración en su 
funeral fue ofrecida por otro proitúnpnU periodista y revolucionario, 
Camille Desmoulins.3
3. J. Gilchrist y W. J. Murray (cds.), The Preqswüie French Revolution (Mclbournc, 
1971), p. 15. Sobre el impacto de la revolución en lasfuerzas armadas, véase Jean-Paul 
Bcrtaud, The Army o f the French Revolution: ¡tan Citizen-Soldiers to Instrument o f 
Power, trad. R. R. Palmer (Princcton, 1988), cap I; Atan Forrest, Soldiers o f the French
La Asamblea Nacional tuvo que abordar la urgente necesidad de llevar 
a cabo importantes reformas en tres áreas fundamentales: la reforma fis­
cal para poner en práctica el compromiso de la Asamblea respecto al 
principio de una contribución proporcional y uniforme; la reforma admi­
nistrativa para establecer la práctica de la soberanía popular en el seno de 
las estructuras institucionales reformadas; y medidas para resolver las 
ambigüedades relativas al feudalismo dentro de la legislación de Agosto.
La Asamblea había heredado la quiebra financiera de la monarquía, 
agravada por la negativa popular a pagar impuestos, y tuvo que adoptar 
medidas para poder afrontar la crisis. En todo el país la gente respondía a 
las peticiones de «contribución patriótica» o donaciones. En noviembre 
de 1789, las tierras de la Iglesia fueron nacionalizadas y, a partir de no­
viembre de 1790, subastadas. Estas tierras sirvieron para respaldar la 
emisión de asignados (assignats), papel moneda que pronto empezaría a 
depreciarse convirtiéndose en auténtico poder adquisitivo. La necesidad de 
un sistema de impuestos radicalmente nuevo y universal tardó mucho 
más en abordarse. El 25 de septiembre de 1789, la Asamblea decretó que 
la nobleza, el clero y otros sectores que hasta entonces habían gozado de 
inmunidad fiscal pagasen una parte proporcional de impuestos directos, 
con efectos retroactivos para cubrir la segunda mitad de 1789. Sin embar­
go, las dificultades relativas a la elaboración de nuevas listas tributarias y 
estimaciones de ingresos para cada comunidad requerían demasiado 
tiempo, y la Asamblea se vio obligada a continuar con el sistema tributa­
rio del antiguo régimen durante 1790. El anuncio hecho por la Asamblea 
el 14 de abril de 1790, de que el diezmo quedaría abolido a partir del 1 de 
enero del año siguiente como parte de una reforma fiscal general, signifi­
caba que todavía tendría que seguir pagándose al estado durante 1790.
No obstante, el decreto fue interpretado por todas las comunidades de 
Francia como algo que no era lógico seguir pagando en aquellos momen­
tos. Las comunas se negaron rotundamente a pagar el diezmo y recolecta­
ron las cosechas sin esperar al recaudador del diezmo. Finalmente, a prin­
cipios de 1791 se introdujo un nuevo sistema contributivo basado en el 
valor estimado de las propiedades y de las rentas obtenidas de aquéllas.
Revolution (Durham, NC, 1990), cap. 2 ; William S. Cormack, Revolution and PolíticaI 
Conflict in tlie French Navy, 17X9-1794 (Cambridge, 1995).
Los nuevos impuestos eran considerablemente más elevados que los que 
habían gravado a la población durante el antiguo régimen y, para los 
agricultores arfendatarios, a menudo se añadían al alquiler. En Bretaña, 
donde el régimen feudal y los impuestos habían sido relativamente bajos 
y los arrendatarios habían gozado de alquileres a largo plazo (llamados 
domaine congéable), la revolución aumentó sustancialmente las cargas 
contributivas sin tener en cuenta las demandas de los agricultores arren­
datarios relativas a la seguridad de ocupación. Sin embargo, para la ma­
yoría de campesinos el aumento de un 15 o 20 por ciento en impuestos 
estatales fue más que una compensación por la supresión de los diezmos 
y, finalmente, de los tributos de señorío.
La segunda y extensa área a la que la Asamblea debía prestar inmediata 
atención era la relativa al ejercicio del poder y de la soberanía popular. 
A la vez que rechazaban el sistema inglés de dos cámaras debido a la pro­
funda desconfianza que sentían hacia la nobleza, dotaban a Luis de am­
plios poderes ejecutivos como, por ejemplo, el de nombrar a sus minis­
tros y diplomáticos. Tenía también derecho de veto, lo cual le permitía 
suspender una legislación inaceptable durante varios años (aunque no en 
asuntos relativos a finanzas o a la constitución). La ambigüedad acerca 
del significado de ciudadanía en la Declaración de los Derechos del 
Hombre quedó resuelta con la exclusión de las mujeres y de los ciudada­
nos masculinos «pasivos», aquellos, aproximadamente un 40 por ciento 
de los hombres adultos, que pagasen menos de tres jornadas de trabajo en 
impuestos, e imponiendo complicados requisitos de propiedad a quienes 
podían ser elegidos electores y diputados. Habiendo como mínimo cuatro 
millones de ciudadanos activos, sólo unos 50.000 pagaban suficientes 
impuestos como para ser electores; los 745 diputados de la Asamblea 
Legislativa tenían a su vez que pagar el «marco de plata», equivalente a la 
contribución de cincuenta y cuatro jornadas de trabajo. En su periódico 
Les Révolutions de France et de Brabant, Camille Desmoulins denuncia­
ba el nuevo «sistema aristocrático»: «Pero ¿qué significa esta palabra tan 
repetida de ciudadano activo? Los ciudadanos activos son los que toma­
ron la Bastilla».4
La Asamblea Nacional aprobó la ley municipal el 14 de diciembre de
1789. Ésta se inspiraba en gran medida en el intento de Calonnc de 1787
4. Doyle, Oxford History o f ¡he French Revolution, p. 124.
de reformar y uniformizar los gobiernos locales en todo el país, aunque 
era mucho más democrática. El alcalde, los funcionarios municipales y 
los notables debían ser elegidos por contribuyentes con propiedades. La 
ley del gobierno local representabaun cambio significativo en la autono­
mía y el electorado de los concejos municipales de los pueblos. Ahora las 
municipalidades quedaban libres del control de los señores. La nueva ley 
supuso un pesado gravamen en la responsabilidad de los aldeanos: ahora 
eran ellos los encargados de asignar y de recaudar los impuestos directos, 
de llevar a cabo las obras públicas, de supervisar las necesidades ma­
teriales de la iglesia y de la escuela y de mantener la ley y el orden. En las 
comunidades más pequeñas estas responsabilidades resultaban abruma­
doras, incluso imposibles. Por otro lado, en el oeste, la ley de gobierno lo­
cal creó una desconcertante separación entre la municipalidad y la parro­
quia excluyendo a muchos hombres y a todas las mujeres acostumbrados 
a discutir los asuntos de la comunidad después de misa.
La tercera área que requería atención urgente era la relativa al señorío. 
Las comunidades rurales de toda Francia estaban a la espera de transcri­
bir un decreto en especial. Desde el comienzo de la revolución, la Asam­
blea Nacional se encontraba entre la espada y la pared en cuanto a las exi­
gencias radicales de la revolución campesina y sus compromisos con los 
principios de la propiedad privada y su apoyo a ios nobles liberales. Ade­
más, el rey, a quien las comunidades de campesinos consideraban su pro­
tector en el momento de la elaboración de sus cahiers, se había negado 
a dar su consentimiento para equilibrar la comprometida ley sobre el feu­
dalismo. Hubo que aguardar hasta el 20 de octubre, después de la marcha 
de las mujeres a Versalles, para que la legislación feudal del 4 al 11 de 
agosto se convirtiera en ley. Incluso entonces estaba plagada de ambigüe­
dades relativas al alcance de la abolición del señorío. «
No obstante, los campesinos sólo aceptaron sin cuestionarla la frase 
inicial del Decreto de Agosto, que rezaba: «la Asamblea Nacional destru­
ye por completo el régimen feudal». Durante los cuatro meses siguientes 
a diciembre de 1789, campesinos procedentes de 330 parroquias del sur­
oeste invadieron más de cien castillos para protestar contra el pago obli­
gatorio de los tributos sobre las cosechas. Otras protestas similares, tanto 
mediante acciones violentas como mediante el no cumplimiento de la ley, 
se sucedieron en los departamentos de Yonne, Loiret, Aisne, y Oíse, y en 
las regiones del Macizo Central, Bretaña, Dauphiné y la Lorcna. Muchas
de estas rebeliones fueron acompañadas por lo que Mona Ozouf denomina 
«fiestas silvestres» en las que los aldeanos empezaron a inventar nuevas 
formas de celebraciones espontáneas en torno a improvisados «árboles 
de la libertad». En Picardía, las exigencias de una revolución más radical se 
centraron en los impuestos y en el señorío. Por ejemplo, en el pueblo de 
I lallivillcrs (en el departamento del Somme), la mayoría de los habitantes 
decidió que había llegado el momento de «poner fin al pago del champart 
y de forzar a los demás terratenientes para que se uniesen a ellos y se 
negasen a pagar dicho impuesto». La difusión de tales protestas dio lugar 
a un contexto propicio que favorecería el activismo del joven autodidacta 
Fanpois-Noél Babeuf (nacido en 1760). Babeuf había trabajado para el 
sistema señorial antes de 1789 como «feudista», y fue allí, aseguraba, 
donde aprendió los más oscuros secretos del sistema. Ahora abogaba por 
la distribución de las tierras a los pobres («ley agraria»), por la total abo­
lición del señorío, y por un impuesto sobre las rentas más que sobre la 
propiedad. En 1790 empezó a llamarse a sí mismo Camille, en honor a
Camilo, que en el siglo iv a.C. defendía una paga igual para todo el ejér­
cito romano.5
El 15 de marzo de 1790 comenzaron los debates en el Comité sobre el 
feudalismo de la Asamblea Nacional relativos a una propuesta de ley 
integral sobre la aplicación de las decisiones de agosto de 1789. Los 
comunes fueron advertidos no sólo de que el pago de tales derechos no 
podía suspenderse mientras se discutían legalmente, sino también de que 
las pruebas aceptables que justificaban el pago de los mismos parecían 
decantarse hacia los antiguos señores, que requerían sólo la evidencia 
que se desprendía de «los estatutos, costumbres y normas observadas 
hasta la actualidad». En otras palabras, la tarea de demostrar la arbitrarie­
dad de aquellos tributos recaía en los que pagaban. La Asamblea votaría 
también a favor de la abolición de las banalités sin indemnización sólo si
5. Bryant T. Ragan, «Rural Political Equality and Fiscal Activism in the Rcvolutio- 
nary Somme», en Ragan y Elisabcth A. Williams (cds.), Re-creating Authority in Revolu- 
lionary France (New Brunswick, NJ, 1992), p. 46; Ozouf, Feslivals and llie French 
Revolution, pp. 37-39; R. B. Rose, Gracclius Babeuf 1760-1797, the First Revolutionary 
Communist (Stanford, Calif., 1978), caps. 5-7. La continua revolución en el campo es 
analizada por Jones, Peasantry, pp. 67-85; Markoff, Abolition o f Feudalism, caps. 5-7; y 
Anatoli Ado, Paysans en Revolution: Terre, pouvoir et jaequerie 1789-1794, trad. Scrgc 
Abcrdam y otros (París, 1996), caps. 4-6.
LA R EC O N ST R U C C IÓ N DE FR A N C IA , 1789-1791 87
no había prueba alguna de un contrato de aceptación de su existencia: 
éste podía adoptar la forma de un documento original o de documentos 
Iposteriores aceptando dicho contrato. Finalmente, el 3 de mayo un decre- 
i to establecía el valor de la amortización de los derechos señoriales. Para 
las corvées, banalités y todos aquellos tributos pagados con dinero, el 
interés de amortización quedó fijado en veinte veces el valor anual y, para 
| los impuestos pagaderos en especie, en veinticinco veces.
No tardó en hacerse notorio, a través de inquietantes informes proce­
dentes de los nuevos departamentos y de la correspondencia personal 
recibida por los diputados, que en gran parte del país las leyes pactadas 
® en marzo y mayo de 1790 habían encontrado una obstinada y a veces 
incluso violenta resistencia. Esta acción adoptó dos formas. Primero, ya 
| que la legislación de 1789-1790 consideraba que las exacciones señoria- 
; les eran una forma legal de arriendo de la que los campesinos sólo podían 
desvincularse indemnizando al señor, muchas comunidades decidieron 
iniciar acciones legales para obligar a los señores a presentar sus títulos 
feudales para ser verificados judicialmente. Esta acción era absolutamen­
te legal, pero refleja hasta qué punto las pequeñas comunidades rurales 
estaban dispuestas a cuestionar la legalidad del sistema señorial bajo el 
que habían estado viviendo, pues eran ellos quienes corrían con las costas 
legales derivadas de la verificación. Este desafío legal iba a menudo 
acompañado de un segundo tipo de acción, ilegal esta vez: la negativa a 
seguir pagando mientras tanto los tributos feudales. En la región de Cor­
biéres del Languedoc, por lo menos 86 de las 129 comunidades estaban 
implicadas en acciones legales contra sus señores o se negaban abierta­
mente a pagar tributos en 1789-1792. Por otro lado, la nación se había 
colocado en una incómoda posición debido al simultáneo y parcial des- 
mantelamiento del régimen señorial y a la nacionalización de las propie­
dades de la Iglesia, porque ahora se descubría propietaria de todos aque­
llos tributos de señorío no abolidos todavía y pertenecientes a antiguos 
señores eclesiásticos.
La revolución era, y continuó siéndolo durante largo tiempo, abruma­
doramente popular: el alcance de los cambios en la vida social no puede 
comprenderse más que en un contexto de optimismo y respaldo de las 
masas. Michael Fitzimmons, por ejemplo, hace hincapié en la buena 
voluntad nacional en cuanto a las perspectivas de armonía social y «rege­
neración» (palabra clave a lo largo de toda la revolución) cuando después
de 1789 la Asamblea Nacional se enfrascó en su ardua tarea. Aquellos que 
accedieron a llenar el vacío de poder que dejó el desmoronamiento del 
antiguo régimen y aquellos que figuraron entre losprincipales beneficia­
rios de la revolución eran burgueses. La dramática reorganización de las 
estructuras institucionales supuso la pérdida de puestos de trabajo, vena­
les o no, de miles de funcionarios y abogados. Sin embargo, éstos no sólo 
lograron ser elegidos para importantes cargos en las nuevas estructuras, 
sino que también fueron indemnizados por la pérdida de sus anteriores 
puestos. Así pues, el coste final del pago de indemnizaciones a los pro­
pietarios de puestos venales ascendió a más de 800 millones de libras, 
cosa que creó la apremiante necesidad de emitir asignados precipitando 
la inflación. Esta compensación llegó en un momento ideal para invertir 
en la inmensa cantidad de propiedades de la Iglesia puestas al mercado 
desde noviembre de 1790. Subastadas en grandes lotes, estas ricas pro­
piedades fueron adquiridas por la burguesía urbana y por adinerados 
campesinos, así como por un ingente número de nobles. En el distrito de 
Gras, en el sureste de Francia, por ejemplo, donde tan sólo el 6,8 por 
ciento de las tierras cambiaron de manos, fueron los burgueses del lugar 
quienes dominaron las subastas. Las tres cuartas partes de las propieda­
des fueron a parar a manos de una cuarta parte de los compradores; 28 de 
los 39 compradores más importantes eran comerciantes de Gras.6
No obstante, había pequeños grupos dentro de la burguesía que la­
mentaban la caída del antiguo régimen porque amenazaba su sustento. Es 
decir, aquéllos cuya riqueza procedía del sistema esclavista como negre­
ros o dueños de plantaciones coloniales temían que los principios que 
sustentaba la Declaración de los Derechos del Hombre se extendiesen a 
las colonias caribeñas. Un encarnizado debate enfrentó al grupo de pre­
sión colonial (el Club Massiac) con la Société des Amis des Noírs, entre 
cuyos miembros figuraban Brissot, Robespierre y Grégoire.
No había otra ciudad más vulnerable a las vicisitudes de las relaciones 
internacionales — o más dependiente del comercio de esclavos y su privi­
6. Aimé Coiffard, La Vente des biens nalionaux dans te district de Gras (1790-1X15) 
(París, 1973), pp. 94-103; William Doylc, Venality: The Sale o f Offices in Eigliteenth-
Cenlury France (Oxford, 1996). Sobre el respaldo popular a la regeneración de Francia: 
Michael P. Fitzsimmons, The Remaking o f France: The National Assembty witli the Cons- 
titution u f 1791 (Cambridge, 1994).
legiada relación comercial con Santo Domingo (la exclusiva)— que La 
Rochela. En este lugar, la revolución fue celebrada con entusiasmo, espe­
cialmente por los protestantes, que no eran más que el 7 por ciento apro­
ximadamente de los 18.000 habitantes de la ciudad, pero que dominaban 
lodos los ámbitos de la economía y la sociedad, excepto el poder político. 
En 1789 accedieron también a él. Nueve de los doce hombres que consti­
tuyeron el primer concejo municipal de La Rochela eran comerciantes, y 
cinco de ellos protestantes. Dichos comerciantes construyeron con asom­
brosa rapidez una iglesia protestante y pusieron sus recursos a disposi­
ción de la nueva nación. Daniel Garesché, propietario de seis buques de 
esclavos (negreros), y alcalde en 1791-1792, donó 17.000 libras, y des­
pués otras 50.000 más, en concepto de «contribución patriótica».
El entusiasmo de los comerciantes por la revolución era tan pragmático 
como apasionado. Los habitantes de La Rochela siempre habían sido 
capaces de reconciliar sus principios con su propio interés. El cahier del 
tercer estado de dicha localidad era un largo y elocuente alegato a la liber­
tad y a la humanidad: se condenaba el uso del látigo con los esclavos 
como contrario a la piedad, como «irreconciliable con la ilustración y la 
humanidad que distinguía a la nación francesa». No obstante, no se hacía 
mención alguna al tráfico de esclavos. Los comerciantes sabían que los 
africanos eran seres humanos que anhelaban vivir en libertad: así pues, 
los esclavos eran liberados automáticamente una vez pisaban la costa fran­
cesa, por lo que había 44 negros libres en la ciudad en 1777 (y unos 750 en 
París). Uno de los observadores de La Rochela en los Estados Generales, 
Picrre-Samucl Demissy, cometió el error de unirse a los Amis des Noirs y 
de pedir la abolición de la esclavitud en 1789. Al año siguiente se percató 
del error de sus actos. Se puso de acuerdo con su compañero observador 
Jcan-Baptiste Nairac, que deseaba siempre que «los aspectos políticos que 
son tan importantes triunfen sobre las consideraciones morales». Cuando 
por fin la Asamblea decidió no modificar nada en su decreto del 8 de marzo 
de 1790, Nairac estaba exultante: «Sin llamar a las cosas por su verdadero 
nombre, mantiene el comercio de esclavos, la esclavitud y el régimen 
exclusivo». Sólo cinco diputados votaron en contra del decreto.7 La subsi­
guiente reacción de la Asamblea, en mayo de 1791, garantizaba el estatus
7. La revolución en La Rochela tan sólo ha sido investigada por historiadores locales. 
Vcasc Claudc Lavcau, Le Monde rochelais des Bourbons a Bonaparte (La Rochela, 1988);
de ciudadano «activo» a los negros libres de padres libres y con las propie­
dades requeridas, pero evitaba el tema de la esclavitud:
La Asamblea Nacional decreta que nunca tomará en consideración la 
posición de la gente de color que no haya nacido de padre y madre libres, 
sin el expreso deseo libre y espontáneo de las colonias; que las asambleas 
coloniales existentes en la actualidad seguirán funcionando; que la gente 
de color nacida de padre y madre libres será admitida en toda parroquia y 
asamblea colonial, siempre que cumpla con los requisitos necesarios. (La 
sala se deshace en aplausos.)8
El ejemplo de La Rochela hace hincapié en la enorme importancia de los 
asuntos exteriores. Los historiadores coinciden en que, antes de 1789 y 
después de 1791, los temas relativos a la política exterior y a la estrategia 
militar dominaron la agenda de las reformas internas; en general conside­
ran que los dos años de arrollador cambio revolucionario, 1789-1791, 
fueron una época en que la Asamblea estaba sumida en profundos y radi­
cales cambios internos. Por el contrario, Jeremy Whiteman argumenta 
que el principal impulso de aquella reforma revolucionaria fue el deseo 
de «regenerar» la capacidad de Francia para actuar como pieza comercial 
y militar clave en Europa y el Caribe. Una parte esencial del espíritu 
reformador de la Asamblea Nacional era la creencia de que la nueva 
nación quedaría así «regenerada» y recuperaría el estatus internacional 
del que había gozado antes de las sucesivas humillaciones en los asuntos 
exteriores desde 1763. Como en los años anteriores a 1789, tres de los 
seis ministerios eran el de la Guerra, la Marina y Asuntos Exteriores.9
A pesar de la preocupación por su futura prosperidad, La Rochela 
apoyaba firmemente la revolución. En las demás localidades el resenti-
J.-M. Dcvcau, La Traite rochelaise (Paris, 1990); y Le Commerce rochelais face á la 
Revolution: Correspondance de Jean-Baptiste Nairac (1789-1790) (La Rochela, 1989).
8. Moniteur universel, n.° 136, 16 de mayo de 1791, vol. 8, p. 404; Robert Forstcr, 
«Who is a Citizen? The Boundarics o f ‘La Patrie’ : The French Revolution and the Peoplc 
ofColor, 1789-1791», French Politics & Society, 7 (1989), pp. 50-64.
9. Jeremy Whiteman, «Trade and the Regeneration of France 1789-1791: Liberalism, 
Protcctionism, and the Commercial Policy of the National Constituent Assembly», Euro- 
pean History Quarterly, 31 (2001), pp. 171-204; Orville T. Murphy, The Diplomatic 
Retreat o f France and Public Opinión on the Eve o f the French Revolution, 1783-1789 
(Washington, DC, 1998).
miento hacia la revolución surgía de numerosas decepciones, como la 
de la pérdida de estatus según la reorganización administrativa, como 
sucedió en Vence (departamento de Var), donde ni siquiera con una enér­
gica campaña lograron conservar su obispado, trasladado a la cercana 
población de St.-Paul. Como muestra Ted Margadant, la ubicación delas 
capitales (chefs-lieux) de departamento, de cantón o de distrito abrumaba 
a los legisladores con una avalancha de quejas y rivalidades que podían 
hacer replantear el apoyo a la revolución en ciudades que anteriormente se 
mantenían gracias a la presencia de un laberinto de tribunales y oficinas 
del régimen borbónico.
En los lugares donde las lealtades de denominación coincidían con ten­
siones de clase, la revolución desencadenaba hostilidades manifiestas. En 
algunas zonas del sur, donde la burguesía protestante había alcanzado la 
libertad religiosa y la igualdad civil, allanándoles el camino hacia el poder 
político, la negativa de la Asamblea a proclamar el catolicismo como reli­
gión estatal en abril de 1790 proporcionó el pretexto para actos violentos a 
gran escala en Montauban y Nimes. Aquí, como en otras comunidades 
protestantes del sur del Macizo Central, los recuerdos del antiguo régimen 
acentuaron el respaldo de los protestantes a una revolución que les había 
aportado la igualdad civil. En Nimes, la hostilidad popular de los católicos 
por el papel político y económico de los ricos protestantes fue salvajemen­
te aplastada cuando pandillas de campesinos protestantes de las regiones 
cercanas de Cévennes y Vaunage entraron en la ciudad. La violencia de 
Nimes se dio a conocer como la reyerta o bagarre de Nimes, un nombre 
inapropiado para cuatro días de luchas que se saldaron con 300 católicos 
muertos, pero muy pocos protestantes. Las noticias de la matanza alimen­
taron las sospechas de que los protestantes estaban manipulando la revo­
lución; ¿acaso no había sido elegido presidente de la Asamblea un pastor 
protestante llamado Rabaut de Saint-Etienne? La gravedad de tales divi­
siones religiosas se puso de manifiesto de forma alarmante en la primera 
muestra de descontento popular con la revolución, cuando, a mediados de
1790, de 20.000 a 40.000 campesinos católicos de 180 parroquias estable­
cieron el efímero «Camp de Jales» en Ardéche.
Sin embargo, la coalición popular del tercer estado y sus aliados entre 
el clero y la nobleza «patriótica» seguía, hasta bien entrado 1790, inspi­
rándose en un poderoso sentido de unidad nacional y regeneración. Dicha 
unidad fue representada en París por la gran «Fiesta de la Federación»,
coincidiendo con el primer aniversario de la toma de la Bastilla. En el 
Campo de Marte, que había sido allanado mediante trabajos voluntarios, 
Luis, Talleyrand (antiguo obispo de Autun), y Lafayette proclamaron el 
nuevo orden ante 300.000 parisinos. Esta ceremonia se llevó a cabo de 
distintas formas en toda Francia, un ejemplo del uso de las fiestas como 
elemento de la cultura política revolucionaria. En una sociedad repleta de 
rituales religiosos y exhibiciones del esplendor real, las ceremonias desti­
nadas a ensalzar la unidad revolucionaria se inspiraban en las viejas cos­
tumbres, aunque diferían de ellas en su sustancia e imaginería. Los mine­
ros de Montminot adaptaron una fiesta tradicional jurando por «el hacha 
siempre levantada para defender, aun a riesgo de la propia vida, el más 
bello edificio que jamás existió, la Constitución Francesa». En Beaufort- 
en-Vallée, en el valle del Loira en la Francia occidental, ochenta y tres 
mujeres se escabulleron durante los festejos y regresaron vestidas como 
los nuevos departamentos. Para las mujeres acomodadas que seguían la 
moda, el Journal de la mode et du gout parisino estaba repleto de vesti­
dos recomendados para la nueva era, deliberadamente más simples y con 
motivos patrióticos como estampados con diminutos gorros frigios de la 
libertad.10
La Fiesta de la Federación celebraba la unidad de la Iglesia, de la mo­
narquía y de la revolución. Dos días antes la Asamblea había votado una 
reforma que había de convulsionar a estos tres elementos. El amplio 
acuerdo alcanzado en los cuadernos respecto a la necesidad de reformas 
hizo posible que la Asamblea consiguiese aprobar la nacionalización de 
las tierras de la Iglesia, el cierre de las órdenes contemplativas y la conce­
sión de libertad religiosa a los protestantes en 1789, y a los judíos en 
1709-1711. La creciente oposición clerical a estos cambios dio lugar 
finalmente a la Constitución Civil del Clero, votada el 12 de julio de
1790. La separación de la Iglesia y el Estado era inadmisible: las funcio­
nes públicas de la Iglesia se consideraban parte integrante de la vida dia­
ria, y la Asamblea aceptaba que las rentas públicas sustentasen cconómi 
camente a la Iglesia tras la abolición del diezmo. Por consiguiente se 
argumentaba que, al igual que antes la monarquía, el gobierno tenía dere 
cho a reformar la organización temporal de la Iglesia.
10. Ozouf, Festivals and the French Revolution, 51; A i leen Klbciio, Fasliion in llit
French Revolution (Londres, 1988).
Muchos sacerdotes resultaron materialmente beneficiados por la nue­
va escala salarial, y sólo el alto clero lamentaría la drástica reducción de 
los sueldos de los obispos. No obstante, la Asamblea redistribuyó los 
límites de jurisdicción de las diócesis y las parroquias, provocando una 
avalancha de quejas por parte de las comunidades más pequeñas y de las 
parroquias urbanas que ahora tenían que asistir a los oficios religiosos 
en iglesias de los alrededores. Sin embargo, el tema de cómo se realiza­
rían los nombramientos del clero en el futuro fue mucho más conflictivo. 
Ante las mordaces protestas de los diputados del clero en la Asamblea 
que esgrimían que la jerarquía de la Iglesia estaba basada en el principio 
de la autoridad divina inspirando a sus superiores en los nombramientos, 
diputados como Treilhard replicaron que aquella práctica había condu­
cido al nepotismo. Sólo el pueblo tenía potestad para elegir a sus sacerdo­
tes y obispos:
Lejos de socavar la religión, al garantizar que los fieles tengan los minis­
tros más honestos y virtuosos, lo que se hace es rendirle el mayor de los 
homenajes. Aquel que crea que eso significaría dañar a la religión, se ha 
formado verdaderamente una idea falsa de la misma."
Sin embargo, al aplicar la soberanía popular a la elección de sacerdotes y 
obispos, la Asamblea cruzaba la delgada línea que separa la vida tempo­
ral de la espiritual.
Muchos historiadores consideran que la Constitución Civil del Clero 
fue lo que precipitó la fatal fractura de la revolución, y se preguntan poi­
qué la Asamblea no parecía dispuesta a negociar ni a comprometerse. AI 
final resultó imposible conciliar una Iglesia basada en una jerarquía de 
ordenación divina, un dogma y la certeza de una fe verdadera con una re­
volución basada en la soberanía popular, la tolerancia y la certeza de la 
satisfacción mundana mediante la aplicación de la razón secular. Pero, so­
bre todo, mediante la aplicación de la práctica de la ciudadanía «activa»
11. Moniteur universel, n.° 150, 30 de mayo de 1790; n.” 151, 30 de mayo de 1790, 
pp. 498-499. Acerca de la Constitución Civil del Clero, véase Timothy Tackett, Religión, 
Revolution and Regional Culture in Eightecnth- Century France (Princeton, 1986); Jones, 
Peasantry, pp. 191-204; Dale Van Kley, The Religións Origins o f the French Revolution 
(New 1 laven, 1996), pp. 349-367.
a la elección del clero, la Asamblea excluía a las mujeres y a los pobres 
de la comunidad de fieles, incluyendo teóricamente a los protestantes, 
judíos y no creyentes lo suficientemente ricos como para poder votar. No 
se pudo tampoco alcanzar ningún compromiso porque, con la abolición 
de las corporaciones en 1789, la mayoría de los miembros de la Asamblea 
insistían en que solamente ellos podían elaborar leyes que afectasen a la 
vida social: no se podía consultar al sínodo eclesiástico sobre si estaba de 
acuerdo con las reformas votadas por los representantes del pueblo.
Frente a la oposición de la mayoría de diputados del clero, pero forza­
da por la creciente impaciencia por la intransigencia de la mayor parte de 
los obispos, la Asamblea trató de imponer su criterio exigiendo la cele­
bración de eleccionesel 1 de enero de 1791, y haciendo que los elegidos 
jurasen lealtad a la ley, a la nación y al rey. Este juramento supuso para 
los sacerdotes de parroquia un tremendo problema de conciencia. La 
Constitución había sido sancionada por el rey, pero ello no les libraba de 
la angustia que suponía el pensar que aquel juramento traicionaba la leal­
tad al papa y a las antiguas prácticas. Muchos sacerdotes intentaron resol­
ver el dilema haciendo un juramento con reservas, como el que hizo el 
párroco de Quesques y Lottinghem al norte del departamento de Pas-de- 
Calais:
Declaro que mi religión no me permite prestar un juramento como el que 
exige la Asamblea Nacional; estoy contento e incluso prometo atender lo 
mejor posible a los fieles de esta parroquia que me han sido confiados, ser 
fiel a la nación y al rey y observar la Constitución decretada por la Asam­
blea Nacional y sancionada por el rey en todo lo que esté en mis /nanos, en 
todo lo que a ella atañe en el marco de lo puramente civil y político, pero 
en lo relativo al gobierno y a las leyes de la Iglesia, no reconozco ningún 
superior ni ningún otro legislador que no sea el Papa y los obispos ...l2
Al final, tan sólo un puñado de obispos y quizá la mitad del clero de parro­
quia prestó juramento. Muchos de estos últimos se retractaron cuando en 
abril de 1791 el papa, contrariado por la absorción que la nueva nación hizo 
de sus tierras en Aviñón y sus alrededores, condenó la Constitución Civil
12. Marcel Coqucrcl, «Le Journal d’un curé du Boulonnais», Annales historiques de
la Revolution frarifaise, 46 (1974), p. 289. Sobre el tema de la reacción de los sacerdotes 
en general, véase Tackett, Religión, Revolution, and Regional Culture, caps. 3-4.
7 y la Declaración de los Derechos del Hombre como enemigas del cristia- 
| nismo. Incluso aconsejó al clero de Francia que considerase herejes a los 
i clérigos constitucionales:
Tened mucho cuidado de no prestar oídos a las voces insidiosas de esta 
secta seglar, pues sus voces traen la muerte, y evitad así a todo usurpador, 
ya se llame arzobispo, obispo o párroco, para que no haya nada en común 
entre vosotros y ellos, especialmente en asuntos divinos ... porque nadie 
puede ser miembro de la Iglesia de Cristo a menos que esté unificado con 
la propia cabeza visible de la Iglesia ...n
i A mediados de 1791 surgieron dos Francias, que destacaban las diferen­
cias de las zonas prorreformistas del sureste, la cuenca de París, Champaña 
| y el centro con el «refractario» oeste y suroeste, y el sur del Macizo Cen- 
tral. La fuerza del clero refractario en las zonas fronterizas hizo sospe­
char a los parisinos de que los campesinos que no comprendían el francés 
; podían ser presa de las «supersticiones» de sus sacerdotes «fanáticos».
Los marcados contrastes regionales en cuanto a la disposición para 
prestar juramento sugiere que no sólo era una cuestión de elección índivi- 
dual, sino también de cultura eclesiástica local. En amplios distritos 
regionales, el clero refractario se consideraba siervo de Dios, mientras 
que el clero constitucional se consideraba siervo del pueblo. Para los pri­
meros, sustentados por una fuerte presencia clerical, la Constitución 
Civil era un anatema para la estructura corporativa y jerárquica de la Igle­
sia y el liderazgo del papa; para los últimos, en zonas donde la Iglesia se 
había acomodado a desempeñar un papel temporal en la vida cotidiana, la 
Constitución era la voluntad del pueblo de Dios y reforzaba el galicanís- 
mo a expensas de la jerarquía eclesiástica. „
La reacción del clero ha de considerarse como reflejo de las actitudes de 
una comunidad mucho más amplia, pues tan sólo una minoría de sacerdo­
tes se sentía lo suficientemente independiente de su comunidad como para 
hacer caso omiso de la opinión pública. En las ciudades grandes como 
París, los sacerdotes que se oponían a la Constitución Civil se arriesga­
ban a hacer el ridículo. El revolucionario e incisivo observador Louís-
13. Augustin Thciner, Documents inédita rélatifi aux affaires retigieuses de la Frati­
ce (París, 1857), p. 88.
Sébastien Mercier describió cómo el cura de la parroquia de St.-Sulpice 
intentaba predicar contra las reformas de la Asamblea:
Un clamor universal de indignación reverberó por los arcos de la iglesia 
... De repente, el majestuoso órgano llenó la iglesia con su armoniosa 
música y resonó en todos los corazones la conocida melodía: A h! fa ira! 
f a ira ! ... el instigador contrarrevolucionario fue invitado a cantar f a ira. 
Descendió de su pulpito humillado por las risas, y cubierto de sudor y 
vergüenza.14
En la Francia rural, el juramento se convirtió en una prueba popular de la 
aceptación global de la revolución. En el sureste y en la cuenca de París, 
donde la vida social se había «secularizado» desde hacía tiempo y los 
sacerdotes tan sólo proporcionaban un servicio espiritual, la aceptación 
de la Constitución Civil y de la revolución en general fue masiva. Sin em­
bargo, en las regiones en las que había prominentes minorías protestan­
tes, como en Cévennes, el juramento suscitó grandes temores acerca de 
hipotéticos ataques a una forma de vida en la que el ritual y la caridad 
católica eran fundamentales. En la pequeña ciudad sureña de Sommiéres, 
una multitud de mujeres pobres y niños dirigieron su rabia no sólo contra 
los protestantes del lugar sino también contra los administradores católi­
cos prorrcvolucionaríos que, según ellos, estaban destruyendo las formas 
establecidas de la vida religiosa.
La retractación del juramento por parte de los sacerdotes populares 
alarmaba a las comunidades. En las estribaciones de los Pirineos, en Mis- 
sége, unos funcionarios municipales informaron con evidente disgusto en 
abril de 1792 que su párroco se había retractado:
M. Lacaze, nuestro cura, no se retractó en absoluto de su juramento en lo 
concerniente a los asuntos temporales. Muy al contrario: nos exhorta a 
obedecer y mantenernos fieles a la ley, a la nación y al rey, y no desea otra 
cosa que el bien, la paz y la felicidad del pueblo. Nos anima también con 
firmeza a seguir la religión cristiana, cosa que nos causa una profunda de­
sazón cuando pensamos en las grandes y loables cualidades de esta perso­
na que bien conocem os. Renuncia al diezm o y dice que quiere que los
14. Laura Masón, Singing the French Revolution: Popular Culture and Politics,
1787-1799 (Ithaca, NY, 1996), p. 50.
nobles paguen impuestos com o cualquier otro plebeyo, éstas fueron las 
palabras que pronunció el día 11 del pasado marzo, cuando se retractó, 
conforme a su conciencia, de todo lo que afectaba al mundo espiritual. 
Por otro lado, declaró que estaba dispuesto a jurar sostener a la patrie con 
todas sus fuerzas y que no desea otra cosa que permanecer entre nosotros 
hasta el fin de sus dias para seguir ofreciéndonos su buen ejemplo y bue­
na instrucción todos los domingos y días festivos ...l5
En agosto, miles de comunas se encontraron sin sacerdotes y sin las ruti­
narias costumbres de la vida parroquial.
La radical descentralización del poder crcó una situación en la que las 
leyes revolucionarias de París se interpretaron y se adaptaron a las nece­
sidades locales. En todas partes, el nacimiento de nuevos sistemas admi­
nistrativos en el seno de un contexto de soberanía popular y agitada acti­
vidad legislativa formaba parte de la creación de una cultura política 
revolucionaria. En este proceso, el medio millón de hombres o más que 
fueron elegidos en los gobiernos locales para puestos dentro de la admi­
nistración y la judicatura desempeñaron un papel clave en el vacío que 
existía entre el programa nacional de la Asamblea y las exigencias de la 
situación local. El considerable volumen de leyes que llegaba de París, 
así como la esperanza de que las comunas participasen en su ejecución, 
contrastaba profundamente con la situación vivida bajo el antiguo régi­
men. En su empeño por ejecutar leyes cuyo contenido resultaba extraño y 
cuya lenguaera desconocida para mucha gente, los ciudadanos «activos» 
—profesionales, campesinos acaudalados, empresarios y terratenien­
tes— derrocharon un inmenso caudal de tiempo y energía, aun carecien­
do a menudo de recursos. En los casos en que una ley en particular era 
impopular, especialmente en lo relativo a la amortización de los tributos 
de señorío o a la reforma religiosa, el empeño de estos ciudadanos les 
granjeaba incluso rencor y aislamiento.
El trabajo de la Asamblea era inmenso en cuanto a posibilidades y 
energía. Se habían instalado los fundamentos de un nuevo orden social, 
sustentados por la creencia de la unidad nacional de una fraternidad de 
ciudadanos. Pero al mismo tiempo, la Asamblea caminaba por la cuerda
15. McPhee, Revolution andEnvironment, pp. 77-78.
floja: ¿a quién pertenecía aquella revolución? Por un lado, había una cre­
ciente hostilidad por parte de los nobles y la élite de la Iglesia furiosa por 
la pérdida de estatus, riqueza y privilegios, reforzada por un clero de 
parroquia desilusionado y sus feligresés. Por el otro, la Asamblea se esta­
ba alejando de la base popular de la revolución por su compromiso con 
los tributos feudales, su antipatía hacia el clero que no había prestado 
juramento, la exclusión de los «pasivos» del proceso político, y su aplica­
ción del liberalismo económico.
La Declaración de los Derechos del Hombre no mencionaba los asun­
tos económicos, pero en 1789-1791 la Asamblea aprobó una serie de me­
didas que revelaron su compromiso con el liberalismo económico. Supri­
mió las fronteras internas y los controles en el comercio de los cereales 
con el fin de estimular el mercado nacional y alentar las iniciativas. Des­
de este punto de vista, todas las estructuras corporativas del antiguo régi­
men — desde los órdenes privilegiados hasta los teatros y gremios— se 
consideraban un atentado contra la libertad individual. Los obstáculos a 
la libertad de ejercer una profesión fueron suprimidos con la abolición 
de los gremios (la ley de D’Allarde, de abril de 1790) y, lo más importante, 
la ley de Le Chapelier del 14 de junio de 1791 impuso un libre mercado de 
trabajo ¡legalizando las asociaciones de empresarios y empleados:
Artículo 1. El desmantelamiento de toda clase de corporaciones de ciu­
dadanos del mismo oficio y profesión es una de las bases fundamentales 
de la Constitución francesa, se prohíbe bajo cualquier concepto volver a 
crearlas sea cual fuere su forma.
11. Los ciudadanos del mismo oficio o profesión, empresarios, dueños 
de tiendas, obreros y artesanos de cualquier ramo, no pueden, cuando 
están juntos, nombrar presidente, secretario o síndico, llevar registros, 
promulgar decretos o tomar decisiones, ni imponer normas en su propio 
interés com ún.16
Le Chapelier, abogado ennoblecido, había presidido la sesión del 4 de 
agosto de 1789 en la Asamblea Nacional, y era uno de los diputados bre­
tones radicales que habían fundado el Club Jacobino. Mientras que su ley, 
junto con la de D ’Allarde, fueron decisivas en la creación de una permisi­
16. Moniteur universel, n.° 166, 15 de junio de 1791, p. 662.
vidad económica, ambas apuntaban también a las prácticas «contrarrevo­
lucionarias» y a los privilegios del antiguo régimen. Ya no había órdenes 
concretas del clero o de la nobleza, ni gremios, ni provincias, ni ciudades 
que pudieran reclamar monopolios particulares, privilegios o derechos.
El viejo mundo corporativista había muerto.
En el campo, la frustración por los nuevos impuestos coincidió a 
mediados de 1791 con un renovado malestar por la cuestión todavía sin 
resolver de los tributos de señorío. Mientras que las constantes negativas 
a pagar se manifestaron a lo largo de 1791, el nuevo año se distinguió 
porque las comunas, a pesar de su pobreza, tuvieron que aumentar los 
impuestos locales para poder iniciar una serie de litigios y acciones lega­
les mediante las cuales requerían a los antiguos señores que pusiesen a 
disposición de la comunidad sus títulos de propiedad para ser verificados. 
Además, el asunto más candente de la revolución, en el sur especialmente, 
no sólo concernía a los derechos señoriales, sino al acceso a las tierras. 
Durante largos siglos las tierras yermas (vacants) marginales habían sido 
usadas por las comunidades locales como pastos a cambio del pago de 
una cuota al señor. Por su parte, los señores habían permitido que se des­
brozase una pequeña porción acotada de los terrenos baldíos, aunque 
dicho desbrozo estaba limitado por la necesidad de pastos para las ovejas 
y porque sabían que las tierras cultivadas serían inmediatamente someti­
das al pago de tributos de señorío.
La preocupación acerca de las acciones directas sobre las tierras per­
tenecientes al Estado y a los señores respaldaba las medidas de la Asam­
blea para tranquilizar a los antiguos señores y poner freno a la iniciativa 
popular en el campo. En octubre y noviembre de 1789, las noticias de 
múltiples invasiones en los bosques suscitaron proclamas reales advir­
tiendo que semejantes infracciones serían duramente castigadas. El 11 de 
diciembre, la Asamblea aprobó otro decreto anunciando que ahora los 
bosques estaban bajo el control de la nación y reiteraba la advertencia 
del rey. Preocupada por la masiva «destrucción» de todo tipo de bosques, 
la Asamblea avisó también a las comunidades de que no podían asumir el 
control de los bosques o de las tierras yermas por las buenas en lugar de 
«iniciar acciones legales contra las usurpaciones de las que tenían razón 
de lamentarse».
No tardó en ponerse de manifiesto que tales advertencias no surtían 
efecto alguno. En enero de 1791 Raymond Bastoulh, el procureur-général-
syndic o administrador general del departamento del Aude, expresaba sus 
inquietudes a la administración de su departamento manifestando que:
el pueblo se queja insistentemente y por todas partes de la torpe avaricia 
de los campesinos que se pasan día tras día desbrozando los bosques y las 
tierras baldías de las laderas de los montes sin darse cuenta de que este 
suelo sólo podrá ser productivo durante un año o dos ... Este pernicioso 
desbrozo ha acelerado la destrucción del régimen feudal porque la gente 
del campo imagina que los plebeyos se han convertido en los dueños de 
las tierras baldías, que los antiguos señores han sido despojados de ellas 
al igual que lo han sido del poder judicial ...l7
Señalaba también que, como ya era evidente, la grava y las piedras habían 
sido arrastradas hasta los arroyos congestionando sus lechos y haciendo 
que se desbordasen y provocasen inundaciones en las mejores tierras. 
Tanto las autoridades locales como las posteriores asambleas revolucio­
narías fracasaron en sus intentos por detener la extensiva tala de árboles 
en los bosques y la ocupación de los eriales. A pesar de las constantes 
misivas procedentes de París recordando a las municipalidades las leyes 
de protección de los bosques con fecha de 1669 y 1754 y ratificadas en 
1791, la tala ilegal de árboles prosiguió con total impunidad.
En respuesta a una plétora de informes similares procedentes de nu­
merosas regiones de Francia, la Asamblea Nacional, con su decreto del 
22 ele febrero de 1791, trató de resolver el asunto de la propiedad de las 
tierras baldías. En este tema la Asamblea tuvo dificultades para solventar 
la contradicción entre su política sobre las tierras de acuerdo con los prin­
cipios de la propiedad privada y los antiguos supuestos populares de 
derechos colectivos de uso. La legislación dejaba claro que los antiguos 
señores ya no tenían derecho a apropiarse de las tierras yermas: a partir de 
entonces serían tierras de la comunidad a menos que el señor pudiese 
demostrar la adquisición de las mismas antes de 1789, bien habiéndolas 
hecho productivas durante cuarenta años antes por lo menos, bien «por 
virtud de las leyes, costumbres, estatutos o usos locales existentes en la 
época». Aun así, en el caso de que los antiguos señores pudieran justificar
17. PeterMcPhee, «‘The misguided greed o f peasants’? Popular Altitudes lo llic 
Environment in the Revolution of 1789», French HistóricaI Stuihcs, 24 (2001), p. 247. j
I- su propiedad, los derechos de uso comunales — de pastos y bosques en 
i particular— debían ser respetados. Inevitablemente la legislación gene- 
; raba todavía más confusión.y protestas sobre lo que constituía una prueba 
' válida de anterior propiedad. Los pobres y desesperados aldeanos que 
I nada tenían se apoderaron de estas tierras marginales y no cultivadas,
| que sustentaban una rica fauna y flora, y las desbrozaron para hacerlas 
aptas al cultivo. El alcance de los desbrozos posteriores a 1789 creó ense- 
| guída el mito de que la revolución había dado rienda suelta a la rapacidad 
| más arraigada de los campesinos respecto a su entorno, de que la revolu- 
I ción era un desastre ecológico. La realidad era mucho más compleja.
Los legisladores de la Asamblea Nacional se vieron atrapados entre su 
>; compromiso frente a la inviolabilidad de la propiedad privada, su con- 
| ciencia intranquila del fuerte apego de los campesinos a las prácticas 
£ colectivas, y su horror frente al daño ambiental que se estaba causando en 
í muchos lugares de Francia. Esta confusión se hizo patente en dos leyes 
E aprobadas a finales de septiembre de 1791. En primer lugar, el 28 de sep-
■ tiembre, la Asamblea votó el Código Rural. En este decreto «sobre la pro-
* piedad y las prácticas rurales y su control», los diputados revolucioná­
is rios, en una de las últimas leyes de la Asamblea Nacional, impusieron su 
; proclamación del individualismo agrario. En ella se afirmaba que las 
E prácticas colectivas de derecho de paso (que permitía al ganado acceder a 
| los bosques a través de tierras privadas) y de pasto comunal (envío de 
! ganado a tierras privadas en barbecho) no podía obligar a los propietarios 
\ de las ovejas a considerarlas parte del rebaño comunal, ni podía impedir 
| que los individuos cercasen sus tierras para uso privado. No obstante, 
> reconocía la tradicional existencia de prácticas colectivas. Al día siguien- 
; te, la Asamblea aprobó su largamente esperado Código Forestal, que en 
i esencia no era más que un replanteamiento de las principales disposicio- 
f; nes del código de Colbert de 1669, con una reorganización administrativa 
: que se ajustase a los nuevos departamentos. No obstante, fiel a los princi­
pios proclamados en 1789, la Asamblea insistía en que los bosques de 
propiedad privada estaban a la entera disposición de los propietarios 
«para hacer con ellos lo que quieran».
La visión que tenía la Asamblea de una nueva sociedad era ambiciosa 
y arrolladora, y su compromiso con la libertad política favoreció una dra­
mática revelación de los nuevos supuestos acerca de la ciudadanía y los 
derechos. Puestos ya de manifiesto en algunas áreas urbanas y rurales
r
102 LA R EV O LU C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799
antes de 1789, los nuevos supuestos sobre las bases legítimas del poder 
local fueron el cambio cultural más corrosivo — y discutido— del período 
revolucionario. Por ejemplo, en la pequeña comunidad de Frai'sse, al sur­
oeste de Narbona, el alcalde describió en una ocasión el terror de sus 
conciudadanos ante la conducta del señor, el barón de Bouisse, y sus so­
brinos, «que hacen gala de un físico imponente y se pasean por ahí con 
palos de cuatro libras». En 1790, el barón, de 86 años de edad, se vio a su 
vez amenazado por la conducta de los antaño pacíficos campesinos de 
Frai'sse: el pueblo se había negado a pagar los tributos de señorío y el 
diezmo. El barón se desesperaba:
Siempre aprecié y sigo apreciando a los habitantes de Frai'sse como si 
fueran mis propios hijos; eran tan encantadores y tan honestos en sus cos­
tumbres, pero qué cambio tan repentino se ha producido en ellos. Todo lo 
que oigo ahora es «corvée, lanternes, démocrates, aristocrates», palabras 
que me resultan bárbaras y que no puedo usar ... los antiguos vasallos se 
creen ahora más poderosos que los reyes.18
La participación electoral era tan sólo una parte de esta nueva cultura 
política. El número de votantes en las elecciones locales era escaso en las 
pequeñas comunidades y vecindarios donde de sobra se sabía quién iba a 
ganar porque ya se habían hecho públicas las preferencias, tanto en las 
tabernas como en los mercados o después de los servicios eclesiásticos. 
En el ámbito nacional, la participación electoral era también baja en 
general, un 40 por ciento en los Estados Generales (aunque alcanzaba el
85 por ciento en los pueblos de la alta Normandía). Estas cifras no impli­
can apatía alguna: la proporción de votantes que ejercían sus derechos era 
generalmente baja debido a un engorroso sistema de votos indirectos en 
el que el electorado votaba a electores, quienes a su vez elegían entre los 
distintos candidatos. Además, la votación era tan sólo una de las vías por 
las que el pueblo francés ejercía su soberanía. Otra vía era el extraordina­
rio volumen de correspondencia no oficial que se entrecruzaba por todo 
el país. Esta viajaba tanto verticalmente, entre los constituyentes y sus 
diputados en París, como horizontalmente, en particular entre los clubes 
jacobinos (o sociedades de los Amigos de la Constitución). El Club Jaco-
18. McPhee, Revolution and environment, p. 60.
LA R EC O N ST R U C C IÓ N D E FR A N C IA , 1789-1791 103
bino de París fue fundado en enero de 1790 por ciertos diputados radica­
les pertenecientes a la Sociedad de Amigos de la Constitución, y pronto 
se dio a conocer con el nombre de su local de reunión en un antiguo con­
vento. Una de las actividades más comunes en los miles de clubes jacobi- 
§f nos y en otras sociedades populares era el intercambio de cartas con otras 
asociaciones similares a lo largo y ancho del país. Con esta habitual 
experiencia de reuniones de hombres para recabar votos en las elecciones 
quedó establecido el espectro de un nuevo tipo de espacio público.19
Mientras que los clubes jacobinos solían estar limitados a los ciuda­
danos «activos», en París y en otros lugares se crearon foros alternativos 
de sociabilidad revolucionaria para los ciudadanos «pasivos». En París, el 
Club de los Cordeleros, dirigido por Danton y Marat, estaba abierto a to­
dos los participantes. Partiendo de la insistencia en que todos los ciudada­
nos constituían el pueblo soberano se desarrolló la idea de «democracia» 
como sistema político global, como en Inglaterra y Estados Unidos, más 
que como parte de un gobierno en equilibrio entre la cámara alta y el po­
der ejecutivo. Los «patriotas» se referían a sí mismos como «demócratas».
También las mujeres eran bien recibidas en algunos clubes. En París, 
la Sociedad Fraternal de Ciudadanos de Ambos Sexos, que reunía hasta 
ochocientos hombres y mujeres en sus sesiones, pretendía encarecida­
mente integrar a las mujeres en la política institucional. Los derechos de 
las mujeres eran defendidos también por activistas individuales como 
Olympe de Gouges, el marqués de Condorcet, Etta Palm, y Théroigne de 
Méricourt, y el Cercle Social, que exigían el voto de las mujeres, la dis­
ponibilidad del divorcio, y la abolición de las leyes de herencia que fa­
vorecían al hijo varón primogénito. La última de estas demandas, por lo 
menos, fue rápidamente aceptada, aunque más con la idea de acabar con 
el poder de los grandes patriarcas nobles que con la intención de reforzar 
la posición económica de las mujeres. El 15 de marzo de 1790, la Asam­
blea decretaba:
19. Crook, Elecíions in the French Revolution; Timothy Tackctt, Beconiing a Revolu- 
tionary: The Deputies o f the French National Assembly and the Emergence o f a Revolutio- 
nary Culture 1789-1790), (Princeton, 1996). Esta «cultura política», uno de los ámbitos 
más fértiles en la investigación de la historia social, se explora con detenimiento en los 
cuatro volúmenes de The French Revolution and the Creation o f Modern Political Culture 
(Oxford, 1987-1994); MiehaelKennedy, The Jacobin Clubs in the French Revolution: 
The First Years (Princeton, 1982); Ozouf, Festivals and the French Revolution.
Articulo 11. Todos los privilegios, aniquilado el sistema feudal y las pro­
piedades de la nobleza, los derechos de nacimiento y de varonía respecto 
a los feudos de la nobleza, dominios y descendencia, y desigual distribu­
ción por razones de título quedan abolidos.
Por consiguiente, la Asamblea ordena que todas las herencias, tanto 
directas como colaterales, personales o patrimoniales, a partir del día de 
la publicación del presente decreto, sin distinción de antiguos títulos 
nobiliarios de posesiones o personas, sean repartidas entre los herederos 
de acuerdo con la ley, los estatutos y las costumbres que regulan el repar­
to entre todos los ciudadanos.20
Esta legislación tendría un fuerte impacto en aquellas regiones (en gran 
parte del sur de Normandía, por ejemplo) donde la libertad testamentaria 
había favorecido siempre a los varones primogénitos; sin embargo, en las 
regiones de Maine y Anjou, la herencia compartida era ya una norma.
La contradicción entre las promesas globales y universalistas de la 
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las exclusio­
nes llevadas a cabo en posteriores legislaciones no cayó en saco roto para 
las mujeres activistas. En 1791 De Gouges publicó un proyecto de contra­
to social para acuerdos matrimoniales relativo a los hijos y a la propiedad 
y una Declaración de los Derechos de las Mujeres y de los Ciudadanos:
Primer Artículo: La mujer nace libre y tiene los mismos derechos que el 
hombre. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad 
común ...
VI: La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todos los Ciu­
dadanos hombres y mujeres deben colaborar personalmente, o a Iravcs de 
sus representantes, en su elaboración; la ley debe ser la misma para todos: 
todos los Ciudadanos hombres y mujeres, siendo iguales a sus ojos, han 
de poder ser elegidos para cualquier dignidad pública, cargo o puesto 
según sus capacidades, y sin distinción de ninguna otra clase más que la 
de sus virtudes y sus talentos.21
20. Archives parlementaires, 15 de marzo de 1790, p. 173.
21. Olympe de Gouges, Les Droits de lafemme (París, 1791). Entre lu cada ve/ más
abundante literatura dedicada al movimiento por los derechos de las mujeres, véase I an­
des, Women and the Public Sphere, pp. 93-129.
Esta participación de hombres y mujeres en la vida «asociativa» de los 
clubes y en las elecciones no era más que uno de los medios por los que 
se expresaba la lucha sobre la naturaleza de la revolución. A principios de 
1789, había unos ochenta periódicos en todo el país; en los años siguien­
tes surgieron otros 2.000 aproximadamente, aunque cuatro quintas partes 
de estas publicaciones no sacaron más de doce ejemplares. El público 
lector de periódicos se triplicó en tres años. La prensa contrarrevolucio­
naria contribuía al desarrollo de las mismas libertades que sus enemigos. 
El ultramonárquico Amis du Roi resumía la división acerca del juramento 
clerical en estos emotivos términos:
El ala derecha de la 
Asamblea Nacional, o 
la élite de los defensores 
de la religión y del 
Trono.
Todos respetables y virtuosos 
ciudadanos
El ala izquierda, y la 
monstruosa asamblea de 
los principales enemigos de 
la Iglesia y de la 
Monarquía, judíos, 
protestantes, deístas.
Todos libertinos, tramposos, 
judíos y protestantes.
Este periódico mencionaba aquí de paso una de las más perdurables inno­
vaciones del lenguaje político de la revolución: el uso de «izquierda» y 
«derecha», refiriéndose a la ubicación de los bancos que ocupaban en la 
Asamblea Nacional los grupos de diputados con ideas afines.22
La producción de libros disminuyó: en 1788 se publicaron 216 nove­
las, pero en 1791 tan sólo 103. Por otro lado, en el mismo período el 
número de nuevas canciones políticas aumentó de 116 a 308, incluyendo 
el «Ca ira», al parecer cantado por primera vez mientras el Campo de 
Marte se preparaba para la Fiesta de la Federación en 1790. Aquélla era 
una sociedad en la que la opinión más acalorada se expresaba a través de 
la palabra hablada y cantada, o a través de miles de grabados baratos que 
circulaban por todo el país popularizando imágenes de lo que la revolu­
ción había logrado. Simultáneamente a la Fiesta de la Federación en julio 
de 1790, por ejemplo, se celebraron «ritos funerarios por la aristocracia» 
como farsas cómicas en el Campo de Marte:
22. Cobb y Jones (eds.), Voices o fthe French Revolution, p. 110.
Cogieron un leño y lo disfrazaron de sacerdote: faja, solideo, abrigo corto, 
no le faltaba detalle. Una larga fila de plañideros seguía el fúnebre cor­
tejo, levantando de vez en cuando las manos al cielo y repitiendo en sollo­
zos con voz ronca y cortante: M orí! M ori! 23
A través de estos medios de expresión, millones de personas aprendieron 
el lenguaje y la práctica de la soberanía popular y, en un período de pro­
longada debilidad estatal, llegaron a cuestionar los supuestos más profun­
damente arraigados sobre la santidad y benevolencia de la monarquía y 
sobre su propio lugar en la jerarquía social. A mediados de 1791 la Cons­
titución estaba casi terminada. Era una ley fundamental que mantenía el 
equilibrio entre el rey (con el poder de nombrar ministros y diplomáticos, 
de bloquear temporalmente la legislación, y de declarar la paz y la guerra) 
y el cuerpo legislativo (con una sola cámara, con poderes sobre la econo­
mía y derecho a la iniciativa de la legislación). Para Luis, el dilema con­
sistía en cómo interpretar las distintas voces de un pueblo soberano hasta 
entonces súbdito suyo, que cada vez estaba más dividido acerca de los 
cambios que la revolución había acarreado y sobre la dirección que había 
de tomar en el futuro.
23. Rolf Rcichardt, «The Politicization of Popular Prints in the French Revolution», 
en lan Gcrmani y Robin Swales (eds.), Symbols, Myths and Images: Essays in Honour of 
James A. Leilh (Regina, Saskatchewan, 1998), p. 17. El desarrollo del movimiento popu­
lar ocupa un espacio prominente en R. B. Rose, The Making o f the «sans-culottes»: 
Democratic Ideas and Institutions in Paris, 1789-1792 (Manchester, 1983).
V. UNA SEGUNDA REVOLUCIÓN, 1792
Desde julio de 1789 la Asamblea tuvo que hacer frente a un doble desafio: 
¿cómo salvaguardar la revolución de sus adversarios? ¿De quién había de 
ser aquella revolución? Estas cuestiones se hicieron acuciantes a mediados 
de 1791. Ultrajado por los cambios infligidos a la Iglesia y las limitaciones 
a su propio poder, Luis huyó de París el 21 de junio, repudiando pública­
mente el rumbo que había tomado la revolución: «la única recompensa por 
tantos sacrificios es la de presenciar la destrucción del reino, la de ver 
arrinconados todos los poderes, violada la propiedad privada y puesta en 
peligro la seguridad del pueblo». Luis hizo un llamamiento a todos sus 
súbditos para que recuperasen las convicciones que antaño conocieron:
Pueblo de Francia, y especialmente vosotros parisinos, habitantes de una 
ciudad que los antepasados de Su Majestad se deleitaban en denominar 
«la buena ciudad de París», desconfiad de las proposiciones y mentiras de 
vuestros falsos amigos; volved a vuestro rey; él siempre será vuestro pa­
dre, vuestro mejor am igo.1
Sin embargo, al extenderse por toda la ciudad la noticia de la huida del 
rey, la reacción fue de conmoción más que de arrepentimiento.
La desesperada huida de la familia real a Montmédy, cerca de (a fron­
tera, para ponerse a salvo, fue desde el principio un grave error. La noche 
del 21 de junio, Luis fue reconocido por Drouet, el jefe de correos de 
Saínte-Menehould, quien acudió apresuradamente a la ciudad de Várennos 
para arrestarle. La Asamblea no salía de su asombro: Luis fue suspendido
1. Archives parlementaires, 21 de junio de 1791, pp. 378-383. Dos versiones cinema­
tográficas distintas aunque igualmente brillantes de la huida del rey son la película1789, de Ariane Mnouchkine de 1974, una obra del Théátrc du Soleil, y La Nuil de Varen 
nes, de Ettore Scola (1982).
de su rango de rey, pero se mantuvo firme la decisión de sofocar cual­
quier alboroto durante su regreso a la capital. «Quien aplauda al rey será 
apaleado,» se advertía, «quien le insulte será colgado.» El retorno de 
Luis fue humillante. En las carreteras se agolpaban colas interminables 
de súbditos resentidos que, según informes, se negaban a descubrirse la 
cabeza en su presencia. Durante esta suspensión por parte de la Asam­
blea, diputados jacobinos como el Abbé Grégoire manifestaron que había 
que obligarle a abdicar:
El primer funcionario público abandona su puesto; se procura un pasaporte 
falso y, tras haber manifestado por escrito a las potencias extranjeras que 
sus más temibles enemigos son aquellos que pretenden sembrar dudas 
sobre las intenciones del monarca, rompe su palabra, y deja a los franceses 
una declaración que, si no es delictiva, es por lo menos — se la mire por 
donde se la mire— contraria a los principios de nuestra libertad. No podía 
ignorar que su huida exponía a la nación a los peligros de una guerra civil; 
y por último, en la hipótesis de que sólo quisiera ir a Montmédy, digo yo: o 
bien queda darse la satisfacción de amonestar pacíficamente a la Asamblea 
Nacional en lo relativo a sus decretos, en cuyo caso 110 tenía necesidad 
alguna de huir, o bien buscaba el respaldo de las armas para sus reivindi­
caciones, en cuyo caso estamos ante una conspiración contra la libertad.
No obstante, a pesar de su humillante arresto y retorno, la Asamblea 
decretó el 15 de julio que el rey había sufrido un «secuestro» mental y 
que las disposiciones monárquicas de la Constitución de 1791 seguían en 
vigor. Para la mayoría de los diputados el asunto estaba claro; en palabras 
de Barnave:
en la actualidad cualquier cambio resultaría fatal: cualquier prolongación 
de la revolución sería hoy desastrosa ... ¿Vamos a acabar la revolución o 
vamos a empezar de nuevo? ... si la revolución da un paso más, sólo pue­
de ser un paso peligroso: si avanza hacia la libertad su primera acción 
podría ser la de la destrucción de la realeza, si avanza hacia la igualdad su 
primera acción podría ser la de un ataque a la propiedad ... Ya es hora de 
poner fin a la revolución ... ¿queda aún por destruir alguna aristocracia 
que no sea la de la propiedad?2
2. Archives parlementaires, 15 de julio de 1791, pp. 32(> VM l u 1792-1793, Dar-
nave escribió el primer análisis de la revolución hasndo on lus i lusi s socinlcs: víase
En su alocución Barnave aludía a la oleada de huelgas y manifestaciones 
que había sacudido la capital y en la que habían participado los asalaria­
dos y los parados, y al constante malestar que se respiraba en el campo. 
Por ello, Luis se había convertido en un símbolo de la estabilidad contra 
las cada vez más acuciantes y radicales exigencias de los ciudadanos 
«pasivos» y sus partidarios.
El día 17, el Club de los Cordeleros organizó una manifestación des­
provista de armas en el Campo de Marte para exigir la abdicación de 
Luis, en el mismo «altar de la patria» en el que un año antes se había 
celebrado la Fiesta de la Federación. La petición original quedó destruida 
en el incendio del Hotel de la Ville de París en 1871, no obstante, gracias 
al Révolutions de Paris conocemos la esencia de la misma que instaba a:
tener en cuenta el hccho de que el delito de Luis XVI ha quedado demos­
trado, que el rey ha abdicado; aceptar su abdicación, y convocar a un nue­
vo cuerpo constituyente para que proceda de forma verdaderamente 
nacional con el juicio de la parte inculpada, y sobre todo con la sustitu­
ción y organización de un nuevo poder ejecutivo.’
Lafayette, el comandante de la Guardia Nacional, recibió la orden de dis­
persar a los manifestantes peticionarios. Una vez en el Campo de Marte 
ordenó izar la bandera roja en señal de que las tropas abrirían fuego si la 
muchedumbre no se dispersaba; a continuación, los ciudadanos responsa­
bles de su Guardia Nacional dispararon a los peticionarios matando cerca 
de una cincuentena.
Evidentemente, éste no fue el primer derramamiento de sangre a gran 
escala de la revolución, sin embargo, por primera vez, era consecuencia 
de un conflicto político manifiesto en el seno del tercer estado de París, 
que tan decisivamente había actuado en 1789. La huida del rey y la reac­
ción de la Asamblea habían dividido al país. Varios días después de la 
matanza del campo de Marte, una delegación de Chartres que representaba 
al cuerpo gubernamental del departamento de Eure-et-Loir fue calurosa-
Emanucl Chill (cd. y trad.), Power, Property and History: Barnaves Introduction to the 
French Revolution and other Writings (Nueva York, 1971). Sobre esta journée, véase 
Rudé, Crowd in the French Revolution, cap. 6.
3. Les Révolutions de Paris, 16-23 de julio de 1791, pp. 53-54, 60-(> 1, 64-65.
mente recibida en la Asamblea. Los delegados expresaron su satisfacción 
por la decisión de la Asamblea de mantener a Luis en su trono y de pre­
sentarle la Constitución:
Memos venido a manifestar, con la mayor sinceridad, que este decreto que 
decide el destino del imperio fue recibido con gran alegría y gratitud por 
parte de todos los ciudadanos del departamento; que no ha hecho más que 
añadir a la confianza ya existente la admiración de la que por tantos moti­
vos sois merecedores. Por último, estamos aquí para repetir en vuestra 
presencia el solemne juramento de derramar hasta la última gota de nues­
tra sangre en el cumplimiento de la ley y en defensa de la Constitución. 
(Aplausos.)4
El 14 de septiembre Luis promulgó la Constitución que plasmaba el traba­
jo de la Asamblea desde 1789. Francia sería una monarquía constitucio­
nal en la que el poder se repartía entre el rey, como jefe del ejecutivo, y 
una asamblea legislativa elegida por un restringido grupo de contribuyen­
tes con propiedades. No obstante, cuestiones como la de la lealtad del rey 
y la de si la revolución había terminado no estaban ni mucho menos 
resueltas. Los demócratas del Club Jacobino se identificaban cada vez 
más con las tendencias radicales del movimiento popular, especialmente 
con las del Club de los Cordeleros. Fuera de Francia, los monarcas expre­
saron su preocupación por la seguridad de Luis, y sus temores de que la 
revolución se extendiese, en unas amenazadoras declaraciones desde 
Padua (el 5 de julio) y desde Pillnitz (el 27 de agosto). En el segundo ani­
versario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1791, agitadores par­
tidarios del «Rey y la Iglesia» destrozaron la casa de Birmingham del 
químico Joseph Priestley, encarnizado defensor de la revolución y adver­
sario de Edmund Burke. En el interior de Francia, la Gazette de Paris del 
monárquico De Rozoi pedía «rehenes para el rey», ciudadanos dispuestos 
a ofrecerse a cambio de la «libertad» de Luis. Recibió miles de cartas: más 
de 1.400 de París e ingentes cantidades procedentes de Normandía, del 
noreste, de Alsacia y de Guyena. En las ciudades del oeste el marqués de 
la Rouérie creó comités monárquicos secretos. Por otro lado, en el pueblo 
provenzal eminentemente protestante de Lourmarin, el cabildo apremió a
; la Asamblea para que sin más demora «desterrase al monstruo del feuda- 
lismo» a fin de que «el campo, tan desolado hoy en día, se convierta en el 
más firme baluarte» de lo que ya denominaban «la República».5
* La nueva Asamblea Legislativa fue elegida precisamente en este clima 
tan cargado y se reunió en París en octubre de 1791. Estaba formada por 
i «hombres nuevos» de acuerdo con la resolución excluyente, propuesta 
; por Robespierre a la Asamblea Nacional, que inhabilitaba para su reelec- 
! ción a quienes habían participado en la elaboración de la Constitución. Al 
inicio la mayoría de sus miembros intentaba consolidar el estado de la 
‘ revolución tal como se expresaba en la Constitución y abandonaron el 
Club Jacobino por el de los Feuillants,nombre también adoptado del Iu- 
’ gar de reunión, un antiguo convento. No obstante, la creciente hostilidad 
de los adversarios de la revolución dentro y fuera de Francia concentró la 
atención de los diputados en la contrarrevolución ubicada en Coblenza, 
donde el conde de Artois se había unido a su hermano el conde de Proven- 
' za, emigrado allí desde el mes de julio. El cuerpo de oficiales del ejército 
real empezó a desintegrarse, y más de 2.100 oficiales de la nobleza emi­
graron entre el 15 de septiembre y el 1 de diciembre de 1791 y 6.000 cu 
total a lo largo del año. En semejante contexto los cada vez más inquietos 
diputados de la Asamblea Legislativa, que en un principio se habían com­
prometido con el proyecto Feuillant de estabilizar la revolución bajo el rey 
y la Constitución, encontraron harto convincente la retórica de un grupo 
de jacobinos liderados por Jacques-Pierre Brissot, que achacaba las difi­
cultades de la revolución a conspiraciones internas en contacto con los 
enemigos del exterior.
Como ha demostrado Timothy Tackett en su análisis de los discur­
sos y cartas de los diputados, los temores a posibles «conspiraciones» 
aumentaron drásticamente en los meses siguientes a la huida del rey. Su 
retórica reverberaba incluso fuera de la Asamblea. El 16 de octubre de 
1791 los partidarios de la anexión de los territorios papales de los alrede­
dores de Aviñón masacraron a sesenta adversarios encarcelados en el 
antiguo palacio de los papas. La rebelión de cientos de miles de mulatos 
y esclavos en Santo Domingo a comienzos de agosto de 1791 hizo que
4. Moniteur universel, n.” 201,20 de julio de 1791, vol. 10, p. 170.
5. William Murray, The Right-Wing Press in the French Revolution, 1789-1792 (Lon­
dres, 1986), pp. 126-128, 289; Thomas F. Shcppard, Lourmarin in the Eighteenth Cen- 
tury: A Study o f a French Villagc (Baltimore, 1971), p. 186.
la Asamblea Legislativa extendiera la igualdad civil a todas «las personas 
libres de color» en abril de 1792. La importancia de las colonias caribe­
ñas para la economía francesa acabó de convencer a los diputados de las 
insidiosas intenciones de sus rivales, Inglaterra y España.
Los partidarios de Brissot soliviantaron a la Asamblea. En un debate 
sobre los emigrados, Vergniaud declaraba que «un muro de conspiracio­
nes» se había levantado en torno a Francia, e Isnard expresaba sus temo­
res a que «un volcán de conspiraciones está a punto de hacer erupción, 
pues estamos adormecidos por un falso sentido de seguridad». El 9 de 
noviembre, la Asamblea aprobó una ley radical que declaraba proscritos a 
los emigrados que no regresasen a comienzos del nuevo año:
Desde este momento se declaran sospechosos de conspiración contra 
la patria aquellos franceses que se encuentren más allá de las fronteras del 
reino ... Si el 1 de enero de 1792 siguen todavía congregados fuera del 
país, serán declarados culpables de conspiración, y como tales serán pro­
cesados y castigados con la muerte.6
Tres días después el rey utilizó su veto suspensivo para bloquear esta ley.
Los afectos a Brissot argumentaban que la revolución no estaría a sal­
vo hasta haber destruido la amenaza externa. El golpe militar en Austria y 
Prusia, de escasa duración debido a la acogida que los plebeyos de aque­
llos países brindaron a sus hermanos liberados, expuso a los contrarrevo­
lucionarios internos al caldo de cultivo de un conflicto armado entre la 
nueva y vieja Europa. En su decreto del 22 de mayo de 1790 en el que se 
ponía en manos de la Asamblea el poder de declarar la guerra o la paz en 
vez de otorgárselo al rey, la Asamblea declaraba que «la nación francesa 
renuncia a emprender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo con­
quistas, y nunca utilizará sus fuerzas contra la libertad de ningún pue­
blo». A principios de 1792 era tal la inquietud, la exaltación y el miedo
6. Moniteur universel, n.° 313, 9 de noviembre de 1791, vol. 10, p. 325; Timothy 
Tackett, «Conspiracy Obsession in a Time of Revolution: French lilites ¡mil the Oiiginsoí 
the Terror», American Historical Review, 105 (2000), pp. 691-713. Sobre el csclavismo y 
las colonias, véanse los capítulos de Carolyn Fick y l’ierre lloulle en I rcderick Krantz 
(ed.), History from Below: Studies in Popular Proles! and Popular Itleology in llonour of
George Rudé (Montreal, 1985).
que invadían la Asamblea que la mayoría de los diputados se persuadieron 
de que los gobernantes de Austria y Prusia en particular estaban prepa­
rando una ostensible agresión contra la revolución. Se vieron alentados en 
su optimismo por la apremiante insistencia de los refugiados políticos 
en Paris que se habían agrupado en una fuerza de cincuenta y cuatro 
compañías de voluntarios dispuestos a partir para liberar a sus respectivas 
patrias. El 20 de abril de 1792 la Asamblea declaró que:
la nación francesa, fiel a los principios establecidos en la Constitución de 
no em prender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo conquistas, 
y de no utilizar nunca sus fuerzas contra la libertad de ningún pueblo, se 
levanta en armas sólo para mantener su libertad y su independencia; que 
la guerra a la que se ve abocada no es de ningún modo una guerra tic una 
nación contra otra, sino la legítima defensa de un pueblo contra la injusta 
agresión de un rey.7
La guerra puso en evidencia a la oposición interna, tal como esperaban 
los partidarios de Brissot, pero aquélla no fue ni limitada ni breve. Junto 
con la Constitución Civil del Clero, la guerra marca uno de los hitos más 
decisivos del período revolucionario, influyendo en la historia interna de 
Francia durante veintitrés años. A los pocos meses de su estallido, acarreó 
una serie de consecuencias fundamentales. En primer lugar, alentó inme­
diatamente las esperanzas y los anhelos de la contrarrevolución al añadir 
una función militar a las pequeñas y resentidas comunidades de emigra­
dos en el exilio en Europa, especialmente en Coblenza. En el interior de 
la propia Francia no sólo había miembros de la vieja élite, especialmente 
la corte, que veían la derrota como un medio para aplastar la revolución, 
sino que los primeros reveses que sufrieron los desorganizados ejércitos 
revolucionarios fueron celebrados por los emigrados nobles y por los 
oficiales del ejército que pretendían restaurar un rejuvenecido antiguo 
régimen.
En segundo lugar, mientras que la contrarrevolución podía alardear de 
estar combatiendo en una santa cruzada para restaurar la religión, en el 
interior de Francia la guerra complicó sobremanera la posición de los clé­
rigos que no habían prestado juramento. El 27 de mayo recibieron la orden
7. Proces Verbal (Assemblée législative), vol. 7, 355; Moniteur universel, n.° 143, 23 
de mayo de 1790, vol. 4, p. 432.
de abandonar el país si eran denunciados por veinte ciudadanos, ley que fue 
vetada por el monarca. Aquellos que buscaban un blanco fácil al que in­
culpar de las dificultades por las que atravesaba la revolución, hallaron en 
el clero la diana más evidente. ¿Acaso no estaba el papa bendiciendo las 
tropas extranjeras que mataban a los franceses? Un antiguo sacerdote, que 
había estado diciendo misa en Lille para la orden de las monjas ursulinas 
dedicada a la enseñanza, fue asesinado el 29 de abril en sangrienta ven­
ganza cuando las tropas revolucionarias se retiraban a la desbandada tras 
su primera batalla contra los austríacos. Pocos meses después, las ursulinas 
fueron expulsadas y su orden clausurada. Mientras que la mayoría atrave­
saron la frontera y entraron en Flandes, trece de ellas, cuyo sentido del 
deber las indujo a permanecer en sus puestos, fueron posteriormente gui­
llotinadas por actividades contrarrevolucionarias de apoyo al enemigo.8
Una tercera consecuencia de la guerra fue la revitalización de la revo­
lución popular: tras el llamamiento de ciudadanos voluntarios para com­
batir en tiempos de gran inflación, las exigencias políticas y sociales de la 
clase trabajadora se incrementaron hasta hacerimposible su rechazo. 
Entre dichas reivindicaciones estaba la insistencia de las mujeres en 
poder participar activamente en el esfuerzo bélico. En la Asamblea Legis­
lativa se leyó una petición de la Société Fraternelle des Minimes con 30 
firmas (incluyendo la de la activista Pauline Léon):
Nuestros padres, maridos e hijos pueden ser quizá víctimas de la furia de 
nuestros enem igos. ¿Se nos puede prohibir el placer de vengarles o de 
morir a su lado? ... Deseamos tan sólo que se nos permita defendernos. No 
nos podéis rechazar, y la sociedad no puede negarnos este derecho que nos 
viene dado por naturaleza, a menos que se proclame que la Declaración 
de Derechos no se aplica a las mujeres.9
La Asamblea no respondió a la petición.
Los primeros meses de la guerra fueron desastrosos para los ejérci­
tos revolucionarios que se encontraban en un estado de auténtico desor­
den debido a la deserción masiva de la mayoría de los cuerpos de oficiales.
8. Elisabeth Rapley, «‘Pieuses Contre-Révolutionnaircs’: The Experience of the 
Ursulincs of Northern France, 1789-1792», French History, 2 (1988), pp. 453-473.
9. Elisabeth Roudinesco, Madness and Revolution: The Uves and Legends o f Thé-
roigne de Méricourt (Londres, 1991), p. 95.
í' La destitución llevada a cabo por Luis de sus ministros «brissotinos» o
■ «patriotas» el 13 de junio provocó una violenta manifestación una sema­na después. Entre las pancartas que desfilaron ante el rey había algunas 
en las que podía leerse el siguiente eslogan: «¡Tremblez tyrans! ¡Voici les 
sans-culottes!» Desde mediados de 1791 los demócratas más activos 
; entre la canalla se dieron a conocer con el nuevo nombre de sans-culottes,
I que era a la vez una etiqueta política para el patriota militante y una des- 
¡j cripción social que designaba a los hombres del pueblo que no llevaban 
los calzones cortos ni las medias de las clases altas. Por su parte, a las 
; mujeres radicales del pueblo, que no llevaban enaguas como las mujeres 
de clase alta, se las conocía como las sans-jupons. Así pues, los elemen- 
f tos políticamente activos de la canalla no eran la clase obrera asalariada,
I sino una amalgama de artesanos, tenderos y peones. En esta misma época 
í el uso de los términos «ciudadano» y «ciudadana» se convirtió en un signo 
I de entusiasmo patriótico. Un versificador jacobino definió a los sans-
" culotles como:
Partisanos de la pobreza, 
cada uno de estos orgullosos guerreros, 
lejos de gozar de excesos, 
a través de la virtud cívica, 
apenas le alcanza el honor de estar casi desnudo.
Con el nombre de «patriotas» 
término glorioso que tanto les satisface, 
se consuelan fácilmente 
de no tener medias ni calzones.
Esta sólida imagen física contrastaba fuertemente con las burlas difama­
torias del rey y la reina. Tal como sostiene Antoine de Baecque, el jiuevo 
hombre de la revolución se representaba e imaginaba física y politica­
mente viril, con una imagen radicalmente opuesta a la de la ridicula aris­
tocracia, moral y físicamente decadente.10
10. Rose, Making o f the «sans-culottes», p. 106; Antoine de Baecque, The Body Poli 
tic: Corporeal Metaphor in Revolutionary France, ¡770-1800 (Stanford, Calif, 1997). 
Lynn Hunt estudia los orígenes de los injuriosos ataques a María Antonicta en The Family 
Romance o f the French Revolution (Londres, 1992); Chantal Thomas, La reina desalma 
da: María Antonieta en los panfletos (Muchnik, Barcelona, 1998); y Thomas E. Kaiser,
En los periódicos, las canciones, las obras de teatro y la prensa aman- | 
Ha, el período de 1789-1792 constituyó una era de salvajes sátiras y ala- | 
ques licenciosos especialmente contra los adversarios políticos debido a la j 
abolición de la censura política en una época en que la literatura popular 
se distinguía ya por su mezcla de burla obscena, anticlericalismo y difa­
mación política. No fueron únicamente los revolucionarios quienes hicie­
ron uso de las nuevas libertades. Escritores monárquicos como Gautier, 
Rivarol, Suleau y Peltier llevaron al extremo dichos abusos, calificando a 
Brissot de «negro Bis-sot» (amigo de los negros dos veces necio), mofán­
dose de la homosexualidad del marqués de Villette, partidario de la revo­
lución, convirtiendo a Pétion en «Pet-hion» (pedo de burro) y tachando a 
Théroigne de Méricourt de prostituta cuyos cien amantes diarios pagaban 
cada uno cien céntimos en calidad de «contribuciones patrióticas»."
En este mundo febril de ataques satíricos y pornográficos, el rey y la 
reina constituían los blancos más vulnerables de los revolucionarios. María 
Antonieta, en especial, fue despiadadamente atacada por sus supuestas 
depravaciones sexuales y su maléfico poder político que había castrado a 
la monarquía. En semejante situación, la crisis militar hizo insostenible la 
posición del rey. Al utilizar su veto suspensivo para bloquear ciertas leyes 
críticas (la suspensión de la paga a los refractarios, la orden de retorno de 
los emigrados y de expulsión para los refractarios, la incautación de las 
propiedades de los emigrados y el llamamiento de voluntarios a París), el 
rey parecía estar actuando a favor del sobrino de su esposa, el emperador 
de Austria. ¿No eran prueba de ello las derrotas militares sufridas desde 
el mes de abril, así como, retrospectivamente, su intento de huida en 
junio de 1791?
El 11 de julio la Asamblea fue obligada a declarar públicamente a la 
nación que «la patria está en peligro» y pidió un apoyo total en un espíri­
tu de autosacrificio:
¿Consentiríais que hordas extranjeras penetrasen en vuestros campos y se 
extendiesen com o implacables torrentes? ¿Que destruyesen vuestras co-
«Who’s afraid of Maric-Antoinctte? Diplomacy, Austrophobia and the Queen», French 
History, 14 (2000), pp. 241-271.
11. Murray, Right-Wing Press, caps. 11-12; Kennedy, Cultural History, caps. 5, 
pp. 9-10; Masón, Singing tlie French Revolution.
sechas? ¿Que arrasasen nuestra patria incendiando y aniquilando? En una 
palabra, que os dominasen con cadenas teñidas con la sangre de aquellos 
a quienes más amáis.12
í A principios de agosto llegó a oídos de los parisinos un manifiesto publi- 
| ; cado por el comandante en jefe de los ejércitos prusianos, el duque de 
| Brunswick. El lenguaje utilizado provocó iras e inquietud puesto que 
¡¿amenazaba con aplicar justicia sumaria sobre el pueblo de París si se atre- 
I vían a hacer daño a Luis y a su familia:
impondrán una venganza ejemplar e inolvidable entregando la ciudad de 
París para su ejecución militar y total destrucción, y los rebeldes culpa­
bles de asesinatos serán ejecutados tal como se merecen.13
: Esta amenaza acabó de convencer al pueblo de que Luis era cómplice de 
las derrotas sufridas por su ejército. En respuesta a ello, las cuarenta y 
; ocho secciones de París, salvo una, votaron la formación de una Comuna 
de Paris para organizar la insurrección y un ejército de 20.000 sans- 
£ culottes a partir de la recién democratizada Guardia Nacional. Los fede­
rados, voluntarios de distintas provincias de camino al frente, se unieron 
a estos sans-culottes que, liderados por Santcrre y comandantes de otras 
circunscripciones, asaltaron y tomaron el Palacio de las Tulierías el 10 de 
agosto. Entre las mujeres que participaron en la lucha estaba Théroigne 
de Méricourt, conocida junto con Pauline Léon por su defensa del dere­
cho de las mujeres a llevar armas.14 Luis se refugió en la cercana Asam­
blea mientras 600 guardias suizos, principales defensores de palacio, 
morían en combate o eran masacrados en justa venganza.
Luis pudo haber salvado el trono de haber estado dispuesto a-aceptar 
un papel secundario en el gobierno o de no haber mostrado tanta inde­
cisión. No obstante, su caída fue debida también a la intransigencia 
de muchos nobles y a la lógica de la politización popular en un período de 
crisis y de grandes cambios. La declaración de guerra y las posteriores 
derrotas militares hicieron insostenible su situación. La crisis del verano
¡
12. Moniteuruniversel, n.° 194, 12 de julio de 1792, vol. 13, p. 108.
13. Moniteur universel, n.° 216, 3 de agosto dc 1792, vol. 13, pp. 305-306.
14. Rudo, Crowd in the French Revolution, cap. 7.
de 1792 fue un momento decisivo para la revolución. Al derrocar a la 
monarquía, el movimiento popular planteó un grave desafío a toda 
Europa, pero en ¿1 seno de su propio país la declaración de guerra y des­
titución de la monarquía radicalizó la revolución. La exclusión política de 
los ciudadanos «pasivos» requeridos ahora para defender la república era 
insostenible. Si la revolución quería sobrevivir, tendría que apelar a todas 
las reservas de la nación.
Las derrotas militares del verano de 1792 volvieron a enfrentar a los 
sacerdotes con la cuestión más fundamental de sus lealtades. Muchos 
aceptaron su nuevo papel como ciudadanos sacerdotes cuya tarea consis­
tía en reforzar la resolución de sus conciudadanos. Sin embargo, la po­
sición del clero refractario era ahora insoportable. El 23 de agosto la 
Asamblea decretó la deportación de dicho clero en el plazo de siete días, 
«considerando que el malestar creado en el reino por los curas que no 
han prestado juramento constituye uno de los mayores peligros para la 
patria».15
A continuación, el 2 de septiembre, llegó a París la noticia de que la 
gran fortaleza de Verdún, a 250 kilómetros de la capital y el último gran 
obstáculo para el avance de la tropas invasoras, había caído a manos de 
los prusianos. Esta noticia generó una inmediata y dramática oleada 
popular de temor y reacción. Convencidos de que los «contrarrevolucio­
narios» (tanto nobles, sacerdotes, como presos comunes) aguardaban en 
prisión la llegada de los invasores para ser liberados una vez los volun­
tarios hubieran partido al frente, se apresuraron a convocar tribunales 
populares que sentenciaron a muerte cerca de 1.200 de los 2 . 7 0 0 presos 
que comparecieron ante ellos. Entre éstos había aproximadamente unos 
240 sacerdotes. Esta fue la prueba final para el clero refractario de que la 
revolución se había vuelto atea y anárquica. Por otro lado, aquellos que 
«juzgaron» a los presos estaban totalmente convencidos de la necesidad e 
incluso de la justicia de sus acciones. Uno de ellos escribió a su casa el 
día 2 diciendo que «la necesidad ha hecho que esta ejecución resulte 
inevitable ... Es triste tener que llegar a estos extremos, pero es mejor 
(como dicen) matar al diablo que dejar que el diablo te mate a ti». Otro 
de ellos, que había robado un pañuelo de entre las ropas de un cadáver,
15. Moniteur universel, n.” 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, p. 540.
fue a su vez condenado a muerte por los mismos ejecutores por este «in- 
i cívico acto».16
Restif de la Bretonne, quizá el más agudo e informado observador del 
París revolucionario, presenció las matanzas. R estif quedó horrorizado 
por lo que vio, e intentó convencerse a sí mismo de que los «caníbales» 
í no eran habitantes de su amada ciudad. Le resultó harto difícil describir 
la muerte de la princesa de Lamballe, íntima confidente de María Anto- 
I. nieta y arrestada con ella en la prisión de La Forcé:
[ Por último, vi aparecer a una mujer, pálida como su ropa interior, sosteni- 
í da por un funcionario. Con voz áspera le espetaron: «Grita: ¡Larga vida a 
la nación! — ¡No! ¡no!», respondió. Entonces la hicieron trepar hasta lo 
alto de un montón de cadáveres ... Le dijeron otra vez que gritase «¡Larga 
vida a la nación!». Ella se negó desdeñosamente. A continuación uno de 
los verdugos la asió, le arrancó el vestido y le rajó el vientre. Ella se des­
plomó y los demás acabaron con su vida. Nunca mi imaginación habría 
sido capaz de concebir semejante horror. Intenté huir pero me fallaron las 
piernas. Me desmayé.
Después de reflexionar sobre estos hechos, R estif dejó muy claro el 
impulso que se escondía detrás de las matanzas; no era simple e irracio 
nal sed de sangre:
¿Cuál es, pues, el verdadero motivo de toda esta carnicería? Algunos 
piensan que fue porque los voluntarios, al partir hacia las fronteras, no 
querían dejar a sus esposas e hijos a merced de los bandidos a quienes los 
tribunales podían indultar, o a quienes personas malévolas podían ayudar 
a escapar, etc. Yo quería saber la verdad y por fin la he encontrado. Tan 
sólo querían una cosa: deshacerse de los curas refractarios. Algunos que­
rían incluso deshacerse de todos ellos.17
Revolucionarios prominentes como Danton y Marat disculparon las ma­
tanzas, al igual que la Comuna de París: a partir de entonces serían ridicu­
lizados por sus adversarios como «septembriseurs». Nunca antes había
16. Colin Lucas, «The Crowd and Politics between Anden Régime and Revolution in 
France», Journal o f Modern History, 60 (1988), p. 438; M. J. Sydcnham, The French
Revolution (Nueva York, 1966), p. 122.
17. Restif de la Bretonne, Les Nuits de Paris, parte XVI (París, 1794).
contemplado la revolución semejante derramamiento de sangre. Para his­
toriadores como Simón Schama, Norman Hampson y Fran^ois Furet, 
esta escalada de violencia punitiva fue consecuencia de una intolerancia 
revolucionaria discernible ya en 1789: la contrarrevolución fue básica­
mente una creación de la paranoia revolucionaria y de la sed de sangre 
del pueblo. Schama describe las masacres de septiembre como «la autén­
tica verdad de la revolución». Una explicación alternativa, como la de 
Hampton, hace hincapié en ideologías «milenarias» más que en conflic­
tos sociales como causa del fracaso en el consenso. Es decir, los revolu­
cionarios estaban obsesionados con su visión de una sociedad regenerada 
y depurada.18
Estos argumentos minimizan el alcance de los enemigos internos y 
externos a los que se enfrentaban los republicanos, e ignoran las violentas 
amenazas lanzadas por los monárquicos. Mucho antes del 10 de agosto, 
la prensa de derechas había estado publicando listas de «patriotas» a los 
que los prusianos habían de ejecutar cuando entrasen en París, junto con 
escabrosas imágenes del Sena infestado de jacobinos y las calles teñidas 
con la sangre de los sans-culottes. En el verano de 1792, era mucho lo 
que estaba en juego tanto en Francia como en la Europa occidental, de 
manera que una concienzuda purga de los respectivos enemigos parecía a 
ambos bandos el único modo de asegurar o de poner fin a la revolución.19
La radicalización de la revolución animó también a la Asamblea a 
resolver por fin el asunto de la indemnización de los tributos señoriales. 
Desde el inicio del debate prerrevolucionario, las cuestiones relativas al 
control de los recursos del campo y a la descarga de los impuestos seño­
riales que las agravaban fueron fundamentales para la política del campo. 
En gran parte de la Francia rural la respuesta a la prevaricación de la 
Asamblea Nacional en agosto de 1789 sobre la total abolición del señorío 
fue una extensión de su incumplimiento y una rebelión contra aquellas
18. Schama, Citizens, 637; Norman Hampson, Pretude lo Terror. The Constituent 
Assembly and the Failure o f Consensus, 1789-1791 (Oxford, 1988); Franpois l'urct, The 
French Revolution 1774-1884 (Oxford, 1992).
19. La potencia de la contrarrevolución se destaca de distinta manera en I). M. G.
Suthcrland, France 1789-1815: Revolution and Coitnterrcvolullon (Londres, 1985), 
caps. 4-6; y en Murray, Right-Wing Press, caps. 9, 12. Véase también el estudio de Mona 
Ozouf, «War and Terror in French Rcvolutionary Diseourse (179.1 1794))*, Journal of 
Modern History, 56 (1984), pp. 579-597.
[ prácticas que la Asamblea dudaba en suprimir. Esta actitud duró hasta la 
í total abolición del feudalismo en 1792-1793.
Las vacilaciones manifestadas en las sucesivas asambleas acerca de la 
inmediata abolición del señorío dieron pie a un complejo diálogo entre 
campesinos y legisladores, en el que las comunidades rurales, por medios 
legales e ilegales, presionaron y reaccionaron ante las sucesivas asambleas 
eligiendo los medios políticos para llevar a cabo las reformas. Fue un 
procesoen dos direcciones, en palabras de John Markoff: «Así como las 
insurrecciones de los campesinos ofrecieron un contexto fundamental 
para la legislación contra el feudalismo, también la legislación contra el 
feudalismo ofreció un contexto fundamental para la acción del campesi- 
! nado». Markoff ha calculado que hubo 4.689 protestas o «incidentes» 
j entre 1788 y 1793, entre ellas las protestas relativas al feudalismo ascen- 
j.dian al 36 por ciento del total. Sólo en el mes de abril de 1792, se regis­
traron por lo menos cien ataques de campesinos a castillos en el departa- 
; mentó del Gard. El 25 de agosto se aprobó en la Asamblea Legislativa 
una moción para acabar con el señorío. Los tributos de señorío quedaron 
abolidos sin indemnización, a menos que pudiese probarse que aquellos 
derivaban de concesiones de tierras, con un contrato legalmente válido. 
En esencia, el régimen feudal estaba muerto.20
En otoño de 1792 la revolución había pasado por una segunda revolu­
ción más radical. Ahora estaba armada y era democrática y republicana.
! Sin embargo, el entusiasta sentido de regeneración y resolución que la 
habían caracterizado aquellos meses estaba, en fuerte contraste con 1789,
¡ mudo por los horrores de septiembre y la desesperada situación militar.
Un par de semanas después de las masacres, los ejércitos revoluciona­
rios obtuvieron su primera gran victoria en Valmy, 200 kilómetros al este 
de la capital. Cuando llegó la noticia, la Convención Nacional, elegida 
por sufragio universal masculino (aunque en un proceso de voto en dos 
etapas), se estaba instalando en París. La crisis militar fue el principal 
asunto al que se enfrentaron aquellos 750 diputados, pero tenían también
20. Markoff, Aholilion o f Feudalism, pp. 426, 497-498, cap. 8; Jones, Peasantry, 
pp. 70-74; Anatolí Ado, Paysans en Revolution (I’aris, 1996), cap. 2. Según Markoff, el de­
creto de agosto terminó de forma efectiva con la protesta antifeudalista. Sobre el decreto 
de junio, véase C. J. Mitchell, The French Legislativo Assembly o f 1791 (Lciden, 1989), 
cap. 5.
que decidir el destino de Luis y trabajar para alcanzar nuevos acuerdos 
constitucionales ahora que la Constitución de 1791 era inoperante. Los 
hombres de la Convención estaban unidos por unos mismos antecedentes 
sociales y por los mismos supuestos políticos. De origen social abruma­
doramente burgués, se mantuvieron firmes en lo relativo al liberalismo 
económico y se erigieron en garantes de la propiedad privada. Eran tam­
bién demócratas y republicanos: en su primera reunión abolieron la 
monarquía y proclamaron la república en Francia. En gran parte del país 
esa noticia fue motivo de celebraciones, moderadas siempre por el reco­
nocimiento de la crítica posición militar de la nación. En Villardebelle, en 
las estribaciones de los Pirineos, el sacerdote constitucional Marcou cele­
bró la proclamación de la república el 21 de septiembre plantando un 
árbol de la libertad, que hoy todavía sigue en pie. En el puerto de Brest, 
se colocaron gorros frigios de la libertad de 80 cm de diámetro en los cas­
tillos de popa y se izaron gorros de madera en lo alto de los mástiles.
La composición de la Convención da fe de la transformación social que 
trajo consigo la revolución. Los antiguos nobles (23) y el clero católico 
(46) eran ostensiblemente pocos; en cambio, la Convención estaba forma­
da por profesionales, funcionarios, terratenientes y hombres de negocios, 
junto con unos cuantos granjeros y artesanos. Uno de los pocos obreros de 
la Convención era Jean-Baptiste Armonville, un tejedor de Reims que tuvo 
el prurito de asistir a las sesiones con su indumentaria de trabajo. Aunque 
los diputados eran comparativamente jóvenes (dos terceras partes no 
alcanzaban los 45 años), después de tres años de revolución tenían sufi­
ciente experiencia en política local y nacional. Los concejos municipales 
eran algo más democráticos en su composición. En ciudades importan­
tes de provincias como Amiens, Nancy, Burdeos y Toulouse predomina­
ban todavía los miembros de la burguesía, pero los artesanos y tenderos 
constituían del 18 al 24 por ciento en las cuatro ciudades. También en las 
pequeñas comunidades rurales los años 1792-1794 fueron años de equipa­
ración social, en los que los campesinos más pobres e incluso los jorna­
leros estaba rcpresentados’por primera vez en los cabildos.
Precisamente en esta época se hizo famoso el «Chant de guerre pour 
l’armée du Rhin» de Rouget de Lisie. Compuesta por este monárquico 
oficial del ejército de Estrasburgo para las tropas del rey, esta canción 
se extendió hacia el sur y los patriotas republicanos de Marsella y Mont- 
pellier la hicieron suya. Los soldados de Marsella llevaron consigo la
canción — ahora conocida como la «Marsellesa»— a la capital en el mes 
de agosto. A finales de septiembre el Révolutions de Paris informaba:
Los ánimos del pueblo son todavía excelentes ... hay que verles, hay que 
oírles repitiendo a coro el estribillo de la canción de guerra de la Marse- 
llesa, que los cantantes les enseñan cada día con un clamoroso éxito fren­
te a la estatua de la Libertad en los jardines de las Tullerías.
¡Adelante hijos de la patria!
El glorioso día ha llegado.
Contra nosotros se alza 
el sangriento estandarte de la tiranía.
¿No oís rugir por la campiña 
esta turba de feroces soldados?
A nuestro regazo se acercan
¡para degollar a nuestros hijos y esposas!
¡A las armas, ciudadanos, 
formad en batallón!
Marchad, marchad,
que la sangre impura riegue la tierra de nuestros surcos.21
Fuera de París la «Marsellesa» se utilizaba para propósitos más ambicio­
sos. El 21 de octubre los judíos de Metz, en el este de Francia, se unieron a 
sus vecinos gentiles para celebrar la victoria de los ejércitos franceses en 
Thionville. Uno de ellos, Moise Ensheim, amigo del Abbé Grégoire, había 
compuesto una versión hebrea de la «Marsellesa» que utilizaba imaginería 
bíblica y relacionaba la historia de los judíos con la revolución:
¡Oh Casa de Jacob! Has padecido innumerables sufrimientos.
Caíste sin cometer falta alguna ...
¡Feliz seas, oh, tierra de Francia! ¡Feliz seas!
Tus posibles destructores se han convertido en polvo.
De este modo la emancipación de los judíos ortodoxos un año antes podía 
celebrarse al mismo tiempo que una victoria republicana.22
21. Masón, Singing the French Revolution, pp. 93-103.
22. Ronald Schechtcr, «Translating the “Marscillaisc”: Biblical Rcpublicanistn and the 
Emancipation of Jcws in Revolutionary France», Past & Presen!, 143 (1994), pp. 128-155.
La forma organizada más importante de diversión popular en el París 
revolucionario era el teatro. Un rico ejemplo de este teatro — y de la ideo­
logía política que lo inundaba— en el otoño de 1792 es una obra escrita 
por el «ciudadano Gamas». Emigrados en tierras australes o El último 
capitulo de una gran revolución, una comedia, fue representada por pri­
mera vez en el Théátre des Amis de la Patrie en París en noviembre de 
1792.23 Anteriormente, había habido en Europa dos siglos de literatura 
utópica sobre las «Tierras Australes»: un lugar ideal en el que los autores 
podían situar un mundo imaginario al revés. En Francia se había reavivado 
este interés gracias a los relatos del Pacífico recogidos por Bouganville. 
Ésta era una literatura que hacía referencia a Francia y a su descontento 
más que cualquier otra acerca de las tierras del sur. La breve obra de 
Marín Gamas, dentro de su género, tiene especial interés porque fue la 
primera obra teatral de todas las lenguas que versaba sobre la colonia bri­
tánica de Nueva Gales del Sur. La acción transcurría en Bahía Botánica, 
descrita en la obra como «un paisaje no cultivado» tapizado de «rocas y de 
unas pocas tiendas».
La obra hace gala de la apasionada mezcla de virtudes patrióticas y 
odio hacia la vieja Europa de la aristocracia tan típíca de aquellos meses. 
Describe la lucha de un grupo de emigrados anturevolucionarios exilia­
dos en Australia para adaptarsea la vida en un «estado natural». Los per­
sonajes son estereotipos: entre ellos destacan Ciervoleal, capitán de la 
Guardia Nacional, y los emigrados príncipe Fanfarrón, barón Estafa, juez 
Metepatas, abad Zalamero, financiero Sanguijuela, y monje Codicia. Los 
clérigos y nobles emigrados, vestidos todavía con todo su esplendor y 
absolutamente recalcitrantes en sus prejuicios, aprenden a sobrevivir en 
un entorno natural. Oziambo, jefe de los aborígenes, es un hijo idealizado 
de la naturaleza, que adora a un Ser Supremo, pero que no necesita sacer­
dotes: es más, manifiesta un perfecto anticlericalismo parisino cuando 
confunde al abad Zalamero vestido con su sotana con una mujer. Oziambo 
está ansioso por aprender de Mathurin el labrador, el «benefactor de la
23. En realidad no sabemos apenas nada acerca de Gamas excepto que escribió otras 
tres obras en aquella misma época. El texto fue publicado por la ciudadana Toubon en 
1794. La obra de teatro ha sido editada y traducida por Patricia ( lancy, The First «Austro- 
lian» Play: Les Emigres aux Ierres australes (1792) hy ( ill.u n (¡timas (Melbourne, 
1984).
humanidad», y habla un perfecto francés. Mathurin, uno de «aquellos 
hombres verdaderamente útiles que Europa solía despreciar», es el héroe 
de la obra. Oziambo lo nombra líder de la colonia: «El amor hacia sus se­
mejantes, el valor, la integridad, éstas son sus obligaciones. No hay otras 
más sagradas ... El hombre holgazán es el mayor azote de la sociedad, y 
será para siempre desterrado de la nuestra». El abad Zalamero ve con 
esto frustradas sus maquinaciones para ponerse a sí mismo al frente de 
los lugareños, convirtiendo a los nativos en un nuevo tercer estado, y él 
y los demás emigrados son condenados a ganarse el sustento. La obra ter­
mina con una clamorosa canción condenando a «la horrible hidra del des­
potismo» y prometiendo que «nuestros vigorosos brazos liberarán al uni­
verso», cantada con la melodía de la «Marsellesa», que unos meses antes 
se había escuchado en París por primera vez.
La Convención tenía la impresión de estar en el centro de una lucha de 
trascendencia internacional debido a la presencia, como diputados elec­
tos, de dos revolucionarios extranjeros: Tom Paine y Anacharsis Cloots. 
Joseph Priestley fue elegido en dos departamentos, pero renunció a su 
escaño. Estos eran tres de los dieciocho extranjeros «que en varios países 
han elevado la razón a su actual madurez» que fueron nombrados ciuda­
danos franceses honorarios. Entre los demás figuraban héroes de la Revo­
lución y República Americana (James Madison, Alexander Hamilton y 
George Washington), radicales británicos y europeos (William Wilberfor- 
ce, Jeremy Bentham y Thaddeus Kosciuszko) y los educadores alemán y 
suizo Campe y Pestalozzi:
aquellos hombres que, a través de sus escritos y su coraje, han servido a la 
causa de la libertad y colaborado en la emancipación de los pueblos, 1 1 0 
pueden ser considerados extranjeros por una nación que se ha liberado 
gracias a su conocimiento y su valor.2'1
24. Moniteur universel, n.° 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, pp. 540-541. Durante 
la revolución no había partidos políticos en el sentido moderno del concepto, y la identifi­
cación de las distintas tendencias políticas y sociales en el seno de la Convención ha sido 
motivo de debate durante largo tiempo: véase Alison l’atriek, The Men o f the First French 
Republic: Política! Alignments in the National Convention o f 1792 (Baltimore, 1972); 
Michael Svdcnham, The Gírondins (Londres, 1961); y French llistorical Studies, 15 
(1988), pp. 506-548.
A pesar del mayoritario consenso, en el otoño e invierno de 1792-1793 la 
Convención tendía a dividirse en tres bloques de votos más o menos igua­
les. París estaba dominado por jacobinos (20 de sus 24 diputados) de re­
nombre como Robespierre, Danton, Desmoulins y Marat, lo cual dio lugar 
a la costumbre de identificar a los jacobinos con París como si de sinóni­
mos se tratase. No obstante, al igual que sus antagonistas los «girondinos», 
eran ante todo una tendencia política de ámbito nacional. En términos 
sociopolíticos, los jacobinos estaban en cierto modo más cerca del movi­
miento popular, y su hábito de sentarse juntos en los escaños superiores 
del lado izquierdo en la Convención les valió enseguida el epíteto de la 
«Montaña» y una imagen de republicanismo intransigente. La etiqueta de 
«girondinos» designaba a hombres cuyas simpatías iban dirigidas a la alta 
burguesía de Burdeos, capital de la Gironda, de donde fueron elegidos los 
diputados Vergniaud, Gaudet y Gensonné, y cuyo comercio colonial y de 
esclavos se había visto amenazado por la revolución y la guerra. Un 
nutrido grupo de diputados no comprometido, apodado «Llanura» o 
«Pantano», que incluía a Sieyés y Grégoire, brindaba su apoyo a un grupo 
u otro dependiendo de la cuestión discutida.
Desde el principio, las actitudes adoptadas y la práctica política en 
una serie de asuntos cruciales dividía a los diputados. El primero de es­
tos asuntos fue el juicio del rey. El propio Luis se mantuvo digno y conci­
so durante el proceso. Una y otra vez, mientras sus acusadores repasaban 
la lista de las crisis a las que se había enfrentado la revolución desde 
1789, como la de las matanzas del Campo de Marte el 17 de julio de 1791, 
Luis simplemente respondió: «Lo que sucedió el 17 de julio no tiene nada 
que ver conmigo». Mientras que los diputados presentes en el juicio del 
rey reconocían su culpabilidad, los girondinos se decantaban por que su 
destino se decidiera mediante referéndum, argumentaban que no debía 
ser condenado a muerte ni indultado. Parece que había disposiciones es­
pecíficas en la Constitución de 1791 que respaldaban su postura legalista:
La persona del rey es inviolable y sagrada, su único título es rey de los
franceses ...
Si el rey se pone al frente de un ejército y dirige sus tropas contra la 
nación, o si, mediante solem ne declaración, no se opone a cualquier 
acción llevada a cabo en su nombre, se considerará que ha abdicado del 
trono ...
frea
Tras expresa o legal abdicación, el rey podrá ser calificado de ciuda- A g g
daño, y como tal puede ser acusado y juzgado por actos posteriores a su 
abdicación.25
Por su parte, la gran fuerza del argumento de los jacobinos durante este
dramático y elocuente debate era la de que indultar a Luis equivaldría a i ^
admitir su naturaleza especial: ¿no era Luis Capeto un ciudadano culpa-
ble de traición? Robespierre, Marat y Saint-Just aseguraban que, como
proscrito, sencillamente debería ser ejecutado sumariamente: «el pueblo»
ya le había juzgado. Sin embargo, la mayoría de jacobinos pedía un juicio
completo: la huida del rey había invalidado toda protección constitucio-
nal y ahora tenía que ser juzgado como cualquier otro presunto traidor. I I
16-17 de enero 361 diputados votaron por la pena de muerte; 360 lo hi
cieron a favor de otros castigos. Finalmente, los jacobinos lograron venen
la última petición de clemencia de los girondinos por 380 votos a 310,
Muchas personas apoyaron la postura de los jacobinos: desde Burdeos, 
capital de la Gironda, la Sociedad de Ciudadanas de los Amigos de la 
Libertad acusó a Luis de:
matar a sus enemigos en secreto, con el mismo oro que había obtenido de 
su fortuna, proteger a los sacerdotes facciosos, que sembraban la discoi'- 
dia en el interior del país ... ¡él, que dirige sus ejércitos contra la patria! 
él, que ordena la masacre de sus súbditos! ... ¿y era la reclusión o el des­
tierro suficiente castigo para aquel que había derramado tanta sangre? ...
No: su cabeza tenía que rodar. Representantes, vosotros habéis cumplido 
los deseos de la República, habéis sido justos ...2<’
Luis subió al cadalso el 21 de enero, con evidente coraje. Avanzó hacia el 
borde de la tarima e intentó silenciar el repique de un tambor para poder
25. Moniteur universel, n." 21X, 6 de agosto de 1791, vol. 9, pp. 312-320, n." 348, I I 
de diciembre de 1792, vol. 14, pp. 720-721. Sobre elproceso del rey, véase l’atrick, Alón 
ofthe First French Republic, caps. 3-4; David Jordán, The King's Triol: The French Revo 
lution versus Louis XVI (Bcrkcley, Calif., 1979); Michacl Wal/.er (ed.), Regicide miil 
Revolution: Speeches at the Trial o f Louis XVI (Cambridge, 1974).
26. Archives dcpartcmcntalcs de la Girondc. Sobre los clubes provinciales de muje 
res, véase Suzanne Desan, «‘Constilulíonal Amazons’: Jacobin Womcn’s Clubs in the 
French Revolution», en Ragan y Williams (cds ), Re-creating Authority.
dirigirse a la multitud allí congregada. No sabemos a ciencia cierta si su 
gesto fue efectivo, pero un relato recoge sus palabras:
Muero siendo completamente inocente de los crímenes de que se me acu­
sa. Perdono a aquellos que son la causa de mi infortunio. Es más, espero 
que mi sangre derramada contribuya a la felicidad de Francia ...27
Los girondinos se sentían cada vez más inquietos por el deterioro de 
una guerra que ellos, como seguidores de Brissot, tan vehementemente 
habían reclamado en 1792. La «nación en pie de guerra» había ocupado 
en Navidades los Países Bajos, Renania y Saboya (que aceptó convertir­
se en un departamento de Francia), pero la ejecución de Luis el 21 de enero 
de 1793 extendió la guerra abarcando Gran Bretaña y España y alterando 
los resultados de la contienda. Una serie de derrotas en el sureste, suroes­
te y noreste provocaron la penetración en Francia de fuerzas extranjeras 
en el mes de marzo. Las sospechas de que los girondinos eran incapaces 
de dirigir la República a través de aquella crisis militar quedaron demos­
tradas por la deserción el 5 de abril de un prominente simpatizante giron­
dino, el general Dumouriez, que había sido el héroe de las primeras gran­
des victorias en Valmy y Jemappes.
La situación militar cada vez más deteriorada exigía medidas deses­
peradas. En las zonas fronterizas especialmente, el llamamiento de volun­
tarios que hizo la Convención estuvo acompañado por la organización de 
batallones de voluntarios equipados por las comunidades locales. Los 
informes acerca de la formación de dichos batallones constituyen un elo­
cuente testimonio del cambio revolucionario que se había producido en el 
ámbito de la cultura política. Mientras que los principios de soberanía 
popular nunca llegaron a aplicarse en el ejército profesional, las unida­
des locales de voluntarios eligieron a sus propios oficiales en todos los 
niveles en ceremonias de exaltado patriotismo. Su entusiasmo revolucio­
nario no siempre era un buen sustituto del entrenamiento militar. En el 
sur del departamento del Aude, desde donde se podía ver y oír el clamor
27. John Ilardman, Louis XVI (New Ilaven, 1993), p. 232. I• n esta simpática y ex­
celente biografía se describe a Luis como «harto inteligente y bastante trabajador»:
p. 234.
de la batalla con las tropas españolas en torno a Perpiñán, el antiguo 
señor Antoine Viguier, convertido en un auténtico «patriota», no estaba 
convencido de los voluntarios: «Los oficiales que han sido elegidos por 
sus compañías saben tanto de asuntos militares como del Corán. Los sol­
dados no tienen experiencia, se pasan el día buscando ranas en las márge­
nes del río».28 El entusiasmo de los voluntarios de 1792-1793 pronto iba 
a ser puesto a prueba.
28. McPhee, Revolution and Environment, p. 97.
VI. LA REVOLUCIÓN PENDIENTE 
DE UN HILO, 1793
Antes de 1792 los girondinos habían culpado a Luis de los reveses milita­
res, pero ahora ¿a quién podían acusar? Consiguieron encontrar un ca 
beza de turco, los sans-culottes y sus aliados jacobinos, a quienes tilda 
ron de «anarquistas» y «niveladores». Hacia finales de año, el eminente 
periodista y diputado girondino Antoine-Joseph Gorsas se sirvió de unu 
parodia de la «Marsellesa» como villancico para atacar a los jacobinos:
Adelante hijos de la anarquía, 
el vergonzoso día ha llegado ... 
el pueblo cegado por la ira 
alza el sangriento cuchillo.
En esta hora de crímenes y horror, 
para servir a los más inicuos designios, 
no cuentan sus infamias, 
ni el número de sus presas.
Para Vergniaud, «la igualdad del hombre como ser social consiste sola­
mente en la igualdad de sus derechos legales»; Brissot por su parte hizo 
público un Appel á tous les républicains de France en octubre advirtién­
doles contra «la hidra de la anarquía», acusando a los jacobinos de «des­
organizadores que desean nivelarlo todo: la propiedad, el ocio, el precio 
de los alimentos y los distintos servicios prestados a la sociedad».
Mientras Brissot exageraba los impulsos «niveladores» de los jacobi­
nos, éstos eran obviamente más flexibles en su disposición por controlar 
temporalmente la economía, especialmente el precio de la comida. A lina 
Ies de 1792 Robespierre respondió a los disturbios a causa de la comida 
originados en el departamento de Eure-et-Loire insistiendo en que «I I 
más fundamental de todos los derechos es el derecho a la existencia I a 
ley más fundamental de la sociedad es, por consiguiente, aquella que
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garantiza los medios de subsistencia a toda persona: cualquier otra ley 
está supeditada a ella». Asimismo, su joven aliado Louis-Antoine de 
Saint-Just, elegido para la Convención a la edad de 25 años, procedente 
del departamento del Aisne, en la frontera norte, declaraba que «en un 
solo instante se le puede dar al pueblo francés una auténtica patria dete­
niendo los estragos de la inflación, garantizándole el suministro de ali­
mentos y relacionando íntimamente su bienestar con su libertad».1
A principios de 1793, la retórica girondina sonaba cada vez más hueca 
en el contexto de la crisis militar externa, y la mayoría de diputados de la 
«Llanura» empezaron a secundar las propuestas de emergencia de los ja­
cobinos. La Convención respondió a la crisis ordenando la movilización 
de 300.000 reclutas en el mes de marzo. Este reclutamiento se puso en 
práctica fácilmente en el sureste, en el este — dos regiones fronte­
rizas— y en los alrededores de París. En el oeste provocó una multitudi­
naria insurrección armada y una guerra civil, conocida con el mismo 
nombre de la región en la que se produjo, «la Vendée» (véase mapa 5). Al 
estallar precisamente en un momento desesperado para la joven república 
y desembocar en la pérdida de numerosas vidas, la insurrección dejó 
cicatrices indelebles en la sociedad y la política francesa. Todavía hoy 
sigue dividiendo a los historiadores: para algunos, la represión de la rebe­
lión fue equiparable a un «genocidio» mientras para otros fue una reac­
ción lamentable pero necesaria ante una «puñalada por la espalda» propi­
nada en el momento de mayor crisis de la revolución.
Las causas de la rebelión hay que buscarlas en las características 
peculiares de la región y en el impacto específico que la revolución había 
tenido allí desde 1789. Los departamentos del sur del Loira donde estalló 
la violencia estaban en una región de bocage (granjas diseminadas sepa­
radas por altos setos), con escasa comunicación con el exterior, y una 
mezcla de agricultura de subsistencia y cría de ganado, con una produc­
ción textil ubicada en pequeños centros urbanos (bourgs). Las inmensas 
propiedades de la nobleza y las órdenes religiosas fueron arrendadas en
1. Estas afirmaciones sobre las actitudes de los girondinos y los jacobinos lian sido 
extraídas de Masón, Singing the French Revolution, p. 82; Albert Soboul, A Sliort History 
o f the French Revolution 1789-1799, trad. Gcoffrey Symcox (llcrkeloy, C’nlif., 1977), 
pp. 86-90; Soboul, La Revolución Francesa, Critica, Barcelona, 1994, (En la traducción 
inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 273-282, 303-313.)
sólidos contratos por granjeros relativamente prósperos a través de inter­
mediarios burgueses. Las exacciones de los señores y del Estado antes de 
1789 habían sido comparativamente suaves. Un clero numeroso, activo y 
reclutado localmente desempeñó un papel social preponderante, con la 
riqueza suficiente para llevarloa cabo: como en otras diócesis de la zona 
occidental, la mayoría de sacerdotes recaudaban el diezmo directamente 
en vez de recibir de la catedral la porción congrua asignada. Para la 
mayor parte de la gente que vivía en granjas y caseríos diseminados por 
la región, la misa del domingo era la ocasión en que, al acudir al bourg, la 
comunidad sentía su identidad parroquial, tomaba decisiones y se entera­
ba de las noticias que el sacerdote les transmitía.
Los cuadernos de la región expresaban los innumerables anhelos de la 
gente del lugar, reclamando el fin de los privilegios y su participación en 
el poder político. Tan sólo por la falta de críticas a la Iglesia resultaban 
extraños aquellos cuadernos. La revolución no aportó ningún beneficio 
aparente a los campesinos de la Vendée. Los impuestos estatales aumenta­
ron y fueron recaudados de forma mucho más rigurosa por los burgueses de 
la localidad, que también monopolizaron los nuevos cargos y los ayunta­
mientos, y compraron todas las tierras de la Iglesia en 1791: en el distrito 
de Cholet, los nobles compraron el 23,5 por ciento de dichas tierras, los 
burgueses el 56,3 por ciento y los campesinos tan sólo el 9,3. El desplo­
me en la demanda de tejidos, consecuencia del tratado de libre comercio 
con Inglaterra en 1786 y de las dificultades económicas del período revo­
lucionario, afectó enormemente a los trabajadores del sector. Asimismo, 
al suponer que los arriendos a largo plazo característicos de la zona oeste 
no eran más que otra forma de acuerdo de alquiler, los gobiernos revolu­
cionarios hicieron más vulnerable a la clase media rural en lugar de reco­
nocerla como terrateniente de facto. ,
En la zona occidental los sacerdotes eran contrarios a la abolición del 
diezmo y a la imposición de un concepto cívico y urbano de sacerdocio. 
Estaban respaldados por sus comunidades, decepcionadas con el resul­
tado de la revolución y contrariadas por la minuciosa aplicación de la 
reforma de la iglesia por parte de los funcionarios burgueses. En Angers, 
por ejemplo, los nuevos administradores burgueses se caracterizaban por 
su hostilidad a las riquezas y propiedades eclesiásticas. También en el 
distrito de La Rochc-sur-Yon los administradores tuvieron pocas dudas a 
la hora de cerrar diecinueve parroquias (de un total de cincuenta y dos)
consideradas de más según las disposiciones de la Constitución Civil del 
Clero. Harto extraña fue la actitud del funcionario de Vitré (departamen­
to de Dcux-Sévres) que, aun creyendo que «desgraciadamente el fana­
tismo está profundamente arraigado en este distrito», insistía en que «no 
debemos enfrentarnos a él directamente [por temor a] derramar dema­
siada sangre. Eduquemos, seamos persuasivos y les convenceremos a 
todos».2
La comunidad rural respondió a estos agravios acumulados uno tras 
otro en 1790-1792 humillando al clero constitucional elegido por los 
ciudadanos «activos», boicoteando las elecciones nacionales y locales, 
y mediante repetidos actos de hostilidad hacia los funcionarios locales. El 
decreto del servicio militar obligatorio concentró su odio más que cual­
quier otra cosa, pues los funcionarios burgueses que lo imponían estaban 
exentos de su cumplimiento. Mientras que los republicanos o «azules» 
eran en su mayoría burgueses, artesanos y tenderos, los rebeldes repre­
sentaban una sección transversal de la sociedad rural. Las mujeres desem­
peñaron un papel fundamental en la rebelión como intermediarias entre 
las comunidades eclesiástica y seglar y en el mantenimiento de sus hoga­
res mientras duró la lucha. Los republicanos despreciaban a los rebeldes 
por ser campesinos ignorantes y supersticiosos bajo el dominio de sacer­
dotes «fanáticos». A su vez, el lema de los insurgentes ponía de manifies­
to su apoyo a los «buenos sacerdotes» como esencia de un modo de vida 
amenazado, y su odio hacia los burgueses:
Pereceréis en vuestras ciudades 
malditos patanes (burgueses patriotas) 
igual que orugas 
patas arriba.3
2. Michel Ragon, 1793: L ’insurreclion vendéenne el les malentendus de la liberté 
(París, 1992), p. 180. Entre los estudios más importantes sobre la Vendce figuran el inno­
vador trabajo de Charles Tilly, La Vendée (Cambridge, Mass., 1964); Tímothy Tackctt, 
«The West in France in 1789: The Religious Factor in the Origins of the Counterrevolu- 
tion», Journal o f Modern History, 54 (1982), pp. 715-745. Un ensayo crítico muy útil es 
el de Claude Petitfrere, «The Origins o f the Civil War ¡n the Vendée», French History, 2 
(1988), pp. 187-207.
3. Charles Tilly, «Local Conflicts in the Vendée before the Rebellion of 1793»,
French HistóricaI Studies, 2 (1961), p. 231.
Por consiguiente, los primeros objetivos fueron los funcionarios locales, 
que fueron asaltados y humillados, y los pequeños centros urbanos como 
Machecoul, donde cerca de quinientos republicanos fueron torturados y
asesinados en el mes de marzo.
En un principio, la Vendée no fue ni contrarrevolucionaria ni antirre- 
volucionaria: la revolución, tan ansiada al inicio, no había traído consigo 
más que problemas. La posterior participación de los nobles y del clero 
refractario le dio un matiz contrarrevolucionario, pero muchos campesi­
nos no estaban dispuestos a formar un ejército para invadir París ni a vol­
ver a pagar tributos ni diezmos. El terreno resultaba apto para la guerra de 
guerrilla, emboscadas y retirada fácil, cosa que provocaba un círculo 
vicioso de matanzas y represalias en ambos bandos, convencidos de la 
traición de unos y otros. Para las tropas republicanas, los rebeldes eran 
supersticiosos y crueles, manipulados en su ignorancia por los malvados 
nobles y clérigos. Para los rebeldes, el alcance de las represalias qur 
algunos historiadores describen, de forma incorrecta, como «grnoi'í 
dio»— reforzaba la imagen sangrienta de París que durante el siglo pos 
terior perduró en numerosas zonas rurales.
Por último, la guerra civil acabaría exigiendo la atroz cifra de 200.000 
vidas a cada uno de los bandos, tantas como las de las guerras externas de 
1793-1794. La crudeza de la lucha en momentos de crisis militar nacional 
alentó una terrible represión: cuando el general Westermann informó a la 
Convención en diciembre de 1793 que «la Vendée ya no existe», admitió 
que «no hicimos prisionero alguno: habría sido preciso darles el pan de la 
libertad, y la piedad no es revolucionaria». Entre diciembre y mayo de 
1794, tras aplastar la insurrección, «las columnas infernales» del general 
Turreau llevaron a cabo una venganza de «tierra quemada» en 773 comu­
nas declaradas fuera de la ley. Informó al ministro de la guerra que todos 
los rebeldes y presuntos rebeldes de cualquier edad y sexo serían ajusticia 
dos: «todos los pueblos, granjas, bosques, páramos, todo lo que pueda 
arder, será incendiado». Se ha calculado que en estas comunidades mtii ir 
ron unas 117.000 personas (el 15 por ciento de la población).'1
4. Cobb y Jones (eds.,), Voices o f the French Revolution, 206; Rcynald Scchcr, Le ( icno 
cidefranco-frangais: La Vendée-vengé (París, 1986). La proclamación de genocidio por par­
te de Sechcr es rebatida por Hugh Gough, «Gcnocide and the Bicentenary: The I;rcncl) 
Revolution and the Revengc of the Vendée», Historical Journal, 30 (1987), pp. 977-988.
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En La Rochela, en el extremo sur de la Vendée, la revolución acarreó 
incertidumbre y dificultades económicas; no obstante, aquí la frustración 
se manifestó de otro modo muy distinto. La Rochela había vivido siem­
pre de sus relaciones comerciales privilegiadas con Santo Domingo, de 
su comercio con el norte de Europa y la costa, de la venta de esclavos 
africanos y de sus exportaciones de sal, vino y trigo. La guerra supuso un 
desastre para el comercio de esclavos: de veintidós expediciones en 1786, 
la cifra descendió a dos en 1792. Las refinerías de azúcar cerraron con el 
derrumbe del comercio colonial. En el mes de junio de 1792, cinco de los 
más acaudaladoscomerciantes estaban en bancarrota, entre ellos el alcal­
de Daniel Garesché.
A pesar de estas vicisitudes, La Rochela se mantuvo firmemente revo­
lucionaria, en especial la élite protestante. El 16 de enero de 1793 siete 
muchachos y ocho muchachas de unos trece años se presentaron ante el 
consejo municipal de la Rochela para entregar ropas de soldado que 
habían comprado reuniendo sus ahorros. Una de las niñas, Nanine Weis, 
de una de las familias protestantes más ricas de la ciudad, habló en nom­
bre de todos los demás:
Ciudadanos magistrados, se presenta ante vosotros un pequeño grupo de 
jóvenes patriotas, que a menudo se reúnen por la necesidad de diversión 
que a nuestra edad se tiene, bajo los auspicios de la amistad que une a 
nuestros padres. El amor por la patria ha arraigado en nuestros jóvenes 
corazones y nos preocupa enormemente pensar que los valientes volunta­
rios de nuestro departamento que se han alzado en nuestra defensa carecen 
de algunos elementos esenciales de su equipamiento. Iniciamos una co­
lecta entre nosotros mismos, valiéndonos de nuestros modestos ahorros: 
no tenemos mucho que ofrecer. Nuestros esfuerzos han alcanzado hasta 
ahora sólo para la compra de 26 pares de zapatos y 29 pares de calcetines, 
que les rogamos envíen a nuestros generosos compatriotas en las fronte­
ras. No dejaremos de ofrecer plegarias al cielo por el éxito de nuestros 
ejércitos contra los enemigos de la república.5
5. El siguiente relato procede de los registros de los Archivos Municipales de La 
Rochela y de los Archives Départamentalcs de la Charcntc-Maritimc; y de ( 'luudy Valin, 
Autopsie d'un massacre: Les journées des 21 el 22 nuns I7V.I ,i /,,/ lltichcllc (St.-Jean- 
d’Angély, 1992).
Quince días después, tras la ejecución de Luis XVI, Francia e Inglaterra 
estaban en guerra. El comercio costero, más importante que el comercio 
colonial y de esclavos, comenzó a declinar. El bloqueo naval de los ingle­
ses supuso la ruina de las familias protestantes cuya riqueza estaba basa­
da en el comercio de ultramar, especialmente en la trata de esclavos y en 
productos coloniales. Entre estas familia se encontraba la de Weis, que 
partió hacia París tras perder las tres cuartas partes de su fortuna.
En el relato que los rocheleses hacían de sus infortunios, los curas re­
fractarios eran los más flagrantes chivos expiatorios, igual que sucedió en 
Lille en abril de 1792 y en Paris en septiembre. No sólo personificaban 
las dificultades a las que se enfrentaba la revolución sino que, al menos 
para algunos hombres de la ciudad, al parecer fueron acusados también 
de causar frustraciones sexuales: una turba desenfrenada de aproximada­
mente cuatrocientos hombres irrumpió en los monasterios y conventos 
en mayo de 1792 destrozando todo el mobiliario con el pretexto de estar 
buscando sacerdotes refractarios. En pleno alboroto se les oía gritar: «Es 
mejor destrozar sillas y ventanas que los brazos y piernas de nuestras 
esposas, hace cuatro meses que no gozamos, el diablo se ha instalado en 
nuestros hogares». Esto nos lleva a suponer que los curas refractarios 
habían aconsejado a las mujeres que se negasen a practicar el sexo con 
los maridos patriotas. Por supuesto, en mayo de 1792 Francia estaba en 
guerra y el clero refractario había huido.
Cuando estalló la insurrección en la Vendée, la ciudad estaba en un esta­
do de desesperación, resentimiento y hambruna. Los rebeldes de la locali­
dad eran odiados por ser la personificación de la vieja Francia católica y de 
Europa que, al rechazar la revolución, habían provocado la más absoluta 
miseria y la frustración de todas sus esperanzas. Un grupo de 2.000 volun­
tarios enviados a la Vendée el 19 de marzo fue aplastado rápidamente; a su 
regreso a La Rochela, los supervivientes heridos y humillados encontraron 
una válvula de escape para su ira. La mañana del 21, cuatro sacerdotes 
refractarios tuvieron que ser trasladados por su propia seguridad de la pri­
sión de la ciudad a otra lejos de la costa. En palabras del juez de paz:
El pueblo, reunido en una gran multitud, se oponía a que fueran embarca­
dos cerca de la Tour de la Chaine. La efervescencia llegó a su punto álgido 
cuando de repente apareció un gran número de ciudadanos de esta ciudad 
heridos durante la desafortunada expedición a la Vendée el día 19 de aquel 
mismo mes.
Los sacerdotes fueron rodeados y apuñalados hasta morir. A continua­
ción, informó el juez de paz, «el pueblo se apoderó de los cuerpos y tras 
decapitarlos desfiló con ellos por todos los rincones de la ciudad». Éste no 
es más que un resumen decoroso de los deplorables actos de mutilación 
infligidos a los cuerpos, repetidos la tarde siguiente cuando otros dos 
sacerdotes tuvieron la desgracia de llegar a La Rochela procedentes de la 
lle-de-Ré. Los cuerpos fueron literalmente despedazados y los genitales 
colgados en el extremo de sendos palos.
En cambio, en el rincón más alejado de París, en la pequeña localidad 
pirenaica de St.-Laurent-de-Cerdans, la respuesta a la crisis de la prima­
vera de 1793 fue totalmente distinta. Aquí, la revolución, inicialmente 
secundada por una mayoría empobrecida como preludio al fin de los pri­
vilegios, no tardó en deteriorarse debido a las crecientes dificultades del 
comercio legal e ilegal a través de los Pirineos y sobre todo por las refor­
mas eclesiásticas percibidas como un ultraje urbano y secular contra el 
catolicismo ortodoxo. El 17 de abril de 1793 los habitantes de dicha po­
blación recibieron con los brazos abiertos a las tropas reales españolas y 
la Guardia Nacional local disparó a los voluntarios franceses en su retira­
da. Las tropas españolas fueron recibidas con una canción en catalán que 
les pedía «buenas leyes», un código para la Iglesia católica que habían 
conocido:
La bonica mozardalla es la deis fusillers bermels, 
ni ha pas en tot Franca de comparables a els, 
tots volem ser ab vosaltres, 
mentres nos dongueu bonas leys.
¡Qué hermosos soldados son los fusileros de la casaca roja! 
en toda Francia no los hay comparables a ellos, 
todos queremos unirnos a vosotros, 
siempre que nos deis buenas leyes.
Varios centenares de hombres combatieron junto a las tropas españolas 
durante un año hasta que los ejércitos jacobinos reconquistaron la cuenca 
alta del Vallespir en mayo de 1794.6
6. Pctcr McPhee, «Counter-Revolution in the Pyrénées: Spirituality, Class and Lithni- 
city in the Haut-Vallcspir, 1793-1794», French History, 7 (1993), pp. 313-343.
La insurrección antijacobina del mes de abril en Córcega, importante 
baza para la revolución debido a la popularidad de Paoli y a la larga tra­
dición republicana de la isla, supuso otro duro revés para la república. En 
calidad de general en jefe de la isla, Paoli había contado con una constitu­
ción liberal democrática adoptada por la Consulte Generale di Corti en 
1755. Más tarde, en 1768, las tropas francesas de Luis XV invadieron la 
isla y terminaron con la autonomía. No es, pues, de sorprender, que a partir 
de 1789 Paoli fuera considerado un héroe por la Asamblea Nacional. No 
obstante, con la caída de la monarquía y la derrota del federalismo a media­
dos de 1793, Paoli estaba cada vez más preocupado por los imperativos 
centralizadores de la Convención Nacional. La sociedad corsa estaba divi­
dida entre los partidarios de Paoli y los del clan Bonaparte, estos últimos 
obligados a huir al continente y acusados por la Asamblea corsa de «traido­
res y enemigos de la patria, condenados a eterna abominación c infamia»,'
La guerra civil en la Vendée, las pérdidas militares en las fronteras, y 
la cada vez más desesperada retórica de los girondinos impulsaron a la 
«Llanura» a respaldar las propuestas jacobinas de medidas de emergencia 
en tiempos de guerra. Entre marzo y mayo de 1793 la Convención puso el 
poder ejecutivo en manos de un Comité de Salud Pública y el poder poli 
tico en las de un Comité de Seguridad General, y se dedicó a supervisai 
al ejército a través de los «representantes enmisión». Aprobó una serie de 
decretos que declaraban a los emigrados «civilmente muertos», que pro­
curaban el bienestar público y que controlaban los precios del pan y de 
los cereales.
Los girondinos se vieron afectados por su pérdida de poder en la Con­
vención y por los constantes y crecientes ataques de los sans-culottes. 
Respondían tratando de acusar de prevaricación a Marat, «el amigo del 
pueblo», amenazando con trasladar la capital a Bourgcs, y atacando al 
gobierno municipal de París, es decir a la Comuna. Isnard advirtió a los 
sans-culottes con estas palabras: «Os aseguro en nombre de Francia que 
si estas constantes y repetidas insurrecciones llegan a perjudicar al Parla 
mentó elegido por la nación, París será aniquilado, y habrá que buscar en 
las márgenes del Sena los desaparecidos vestigios de la ciudad» listas
7. Dorothy Carrington, «The Corsican Constitution of Pascal Paoli», ICnglish Ilisio 
rical Review, 88 (1973), pp. 481-503; Jcan Dcfranceschi, La Corséfranfaise, 31) novan 
bre 1789-15 juin 1794 (París, 1980).
amenazas, en un contexto de crisis militar y de rápida inflación, resulta­
ban estremecedoras al igual que el manifiesto del duque de Brunswick 
de julio de 1792, y atentaban contra la clase obrera parisina. Las mujeres de 
los mercados empezaron a reclamar que se depurase a estos «mandata­
rios del pueblo» no revolucionarios: a mediados de abril, treinta y cinco 
secciones habían elaborado una lista de girondinos para ser expulsados 
de la Convención y establecieron un Comité Central Revolucionario. La 
Comuna de París ordenó la formación de una milicia remunerada de
20.000 sans-culottes que rodearon la Convención a finales de mayo y 
obligaron a los diputados reacios a acceder a su petición. Veintinueve 
diputados girondinos fueron arrestados.8
Al principio la Convención vaciló: ¿acaso no era aquella purga de la 
Convención una afrenta imperdonable al principio de soberanía nacional? 
No obstante, actuó para hacer frente a la crisis de una nación en peligro de 
desplome interno y derrota externa. En el verano de 1793 la revolución 
se enfrentó a su más grave crisis, que era al mismo tiempo social, militar 
y política. Las tropas enemigas estaban en suelo francés en el noreste, 
sureste, y suroeste, mientras que en el interior del propio país la revuelta 
de la Vendée absorbía la mayor parte del ejército de la república. Estas 
amenazas se vieron agravadas por la respuesta hostil que sesenta admi­
nistraciones departamentales dieron a la purga de los girondinos. Las ma­
yores ciudades de provincias cayeron a manos de una coalición de repu­
blicanos conservadores y monárquicos, y el 29 de agosto los propios 
oficiales entregaron el arsenal clave mediterráneo de Tolón a la armada 
inglesa que bloqueaba la costa.
Las llamadas revueltas «federalistas» tan sólo tenían en común su 
coincidencia en el tiempo. Sin embargo, todas se inspiraban en fuertes 
tradiciones regionales. Estas revueltas resultaron particularmente podero­
sas en las grandes ciudades del sur (Burdeos, Lyon, Toulouse y Marsella) 
y en Normandía (localizada en Caen). En el corazón del federalismo se 
encontraba sobre todo el rencor de la alta burguesía, especialmente la de 
las ciudades comerciales, por el giro radical que había dado la revolución,
X. Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Harcelona, 1994. (lin la traducción 
inglesa —Londres, 1989— corresponde a la p. 309.) Sobre esta journéc, véase Rudc, 
Crowd in the French Revolution, cap. 8; Morris Slavin, The Makinn o f an Insurrcclion: 
Parisian Sections and the Gironde (Cambrigde, Mass., 19X6),
y la purga de sus representantes electos fue la gota que colmó el vaso. 
Los blancos inmediatos de las insurrecciones fueron los jacobinos y m ili­
tantes del lugar, que reflejaban la naturaleza clasista de las divisiones 
locales. En Tolón, el Comité General que accedió al poder estaba com­
puesto por 16 comerciantes, 8 abogados, 6 rentistas, 11 oficiales de la 
marina e ingenieros navales, 3 funcionarios, 3 sacerdotes y 3 artesanos. 
Insistía en afirmar: «Queremos disfrutar en paz de nuestros bienes, de 
nuestras propiedades, del fruto de nuestros esfuerzos y de nuestra indus­
tria ... En cambio, los vemos constantemente expuestos a las amenazas de 
aquellos que no tienen nada». También en Lyon la lucha entre jacobinos y 
girondinos estaba ligada a la militaneia política y sede laboral de los teje­
dores de seda, expresada a través de los clubes jacobinos a lo largo de los 
años desde 1789. Sin embargo, los «federalistas» no pudieron reunir en 
ninguna parte una fuerza militar bastante poderosa para suponer una 
amenaza seria para los ejércitos nacionales.9
La amenaza llegó al centro mismo de la Convención el 13 de julio 
cuando Charlotte Corday asesinó a Marat. Corday, procedente del baluar­
te federalista de Caen, era partidaria de los girondinos para quienes 
Marat personificaba los excesos de la revolución. Fue procesada el 17 y 
ejecutada el mismo día. Junto con Le Peletier, asesinado por un monár­
quico la noche en que la Convención votó la muerte de Luis, y Joseph 
Chalier, líder jacobino de Lyon asesinado por federalistas el 17, Marat 
formaba un triunvirato de mártires revolucionarios. Desde el punto de 
vista económico, la grave situación de los asalariados siguió deteriorán­
dose: en el mes de agosto el poder adquisitivo de los asignados había 
descendido al 22 por ciento de su valor nominal, de un 36 por ciento en 
junio. Para entonces la revolución, e incluso la propia Francia, estaba en 
peligro de desintegrarse.
El objetivo primordial del Comité Jacobino de Salud Pública elegido 
por la Convención el 27 de julio era el de aplicar las leyes y controles
9. Malcom Crook, Toulon in War and Revolution: Frorn the Ana en Redime to the 
Restoration, ¡750-1820 (Manchester, 1991). Entre los numerosos estudios acerca del 
«Federalismo», véase el de Alan Forrest, Society and Politics in Rcvolutionary Bordeaux 
(Oxford, 1975), cap. 5; Bill Edmonds, Jacohuusm and the Revolt oj Lyon, ¡789-1793 (Oxford, 
1990); Paul Hanson, Provincial Politics in the French Revolution: Caen and Limoges, 
1789-1794 (Balón Rouge, La., 1989).
142 LA R EV O LU C IÓ N FR A N C E S A , 1789-1799
necesarios para instalar el «Terror» en los corazones de los contrarrevolu­
cionarios. La Convención consintió que se tomasen las medidas draco­
nianas necesarias— como la creación de comités de vigilancia, la deten­
ción preventiva y el control de las libertades civiles — para asegurar la 
república hasta el límite máximo permitido por la Constitución democrá­
tica y libertaria de junio de 1793. La Constitución, en gran medida obra 
de Robespierre, era extraordinaria por sus garantías de los derechos 
sociales y control popular sobre una asamblea elegida por sufragio mas­
culino directo y universal:
Artículo 21. Los socorros públicos son una deuda sagrada. La sociedad 
debe la subsistencia a los ciudadanos desafortunados, sea procurándoles 
trabajo o asegurando los medios de existencia a quienes no pueden tra­
bajar.
Artículo 22. La instrucción es necesidad de todos los hombres. La 
sociedad debe favorecer con todo su poder el progreso de la razón pública 
y poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos ...
Artículo 35. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la 
insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más 
sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.10
El resultado de un referéndum sobre la aceptación de la misma (oficial­
mente, un millón ochocientos mil «síes» contra once mil seiscientos votos 
en contra) se anunció en la «Fiesta de la Unidad» el 10 de agosto, primer 
aniversario del derrocamiento de la monarquía. La cifra final de los votos 
a favor del «sí» estaba próxima a los dos millones de los aproximadamen­
te seis millones de votantes masculinos. La participación oscilaba desde 
menos del 10 por ciento en gran parte de la Bretaña hasta el 40-50 por 
ciento en la cuenca del Rin y en zonasdel Macizo Central. En algunas 
■íreas la votación constituyó una auténtica fiesta: en St.-Nicolas-de-la- 
Grave (departamento del Haute-Garonne) un discurso conmovió a los 
presentes hasta el extremo de «ser transportados por el más sublime de 
los entusiasmos ... y con los ojos inundados de lágrimas de alegría, se 
arrojaron los unos a los brazos de los otros fundiéndose en un beso frater­
nal». Asimismo en Lamballe (Cótes-du-Nord), «las mujeres entraron en
10. Archives parlementaires, 24 de junio de 1793, vol. 67, pp. 143-150.
LA R E V O LU C IÓ N PEN D IE N T E D E UN H ILO , 1793 1 4 3
tropel en la asamblea para dar su consentimiento a la Constitución».11 
Similares acontecimientos se produjeron en Laon, donde 343 mujeres 
ejercieron el voto, y en Pontoise, donde votaron 175 mujeres y 163 niños. 
No obstante, a pesar del alcance de la libertad individual garantizada en 
la Constitución, ésta quedó en suspenso hasta conquistar la paz, para evi­
tar que los contrarrevolucionarios abusasen de dichas libertades.
A mediados de 1793, la república estaba en guerra con gran parte de 
Europa, y las tropas extranjeras estaban en su territorio en el suroeste, 
sureste y noreste. El desafio militar supuso un extraordinario despliegue 
de los recursos de la nación y la represión de sus adversarios. A esta mo­
vilización hay que añadir la creación por parte del gobierno jacobino de 
una alianza urbanoruíal a través de una mezcla de intimidación, obliga 
ción y políticas destinadas a solventar las reivindicaciones populares y n 
poner al país entero en pie de guerra.
La Convención tenía que conseguir la victoria en numerosos lientos 
en un momento de división interna y guerra civil, y de auténtica desispe 
ración: unos 35.000 soldados (el 6 por ciento del total) habían desertado 
en la primera mitad de 1793, y otros muchos reaccionaron con el robo de 
los productos locales a la falta de suministros y provisiones. Durante el 
invierno de 1793 un soldado escribió desde el sureste que su batallón «se 
encuentra en la mayor de las penurias, como auténticos sans-culottes, 
puesto que todos, del primero al último, carecemos de zapatos, estamos 
invadidos por la sarna, y somos pasto de las sabandijas». Otro batallón de 
la zona informó que sobrevivían comiendo raíces.12
Las deserciones fueron mínimas en el año 1793-1794 a consecuencia 
de una mezcla de coacción y propaganda, y de la efectividad del Comité 
Jacobino de Salud Pública y de sus funcionarios que reclutaron un ejérci­
to de un millón de hombres. La exigencia de los sans-culottes de que 
solamente la total movilización de los ricos y pobres por igual podría sal­
var a la república insufló energías a la Convención y a sus comités: el 23 
de agosto todos los hombres solteros de 18 a 25 años fueron reclutados 
mediante una leva masiva:
11. Crook, Elections in the French Revolution, cap. 5.
12. Alan Forrcst, Conscripts and Deserters: TheArmy and French Society dttrlnn lln 
Revolution and Empire (Oxford, 1989), pp. 94-95.
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Los hombres jóvenes irán a luchar; los hombres casados forjarán armas y 
transportarán las provisiones; las mujeres confeccionarán tiendas de cam­
paña y uniformes; los viejos serán trasladados a lugares públicos para 
alentar el valor de los guerreros, para difundir el odio hacia los reyes y 
para sostener la unidad de la república.13
Las unidades de la Guardia Nacional recibieron la orden de perseguir y 
dar caza a todos aquellos que evadiesen el reclutamiento o desertasen. 
Los reclutas de regiones de habla no francesa recibieron la instrucción 
básica en francés y fueron dispersados por todo el ejército para evitar la 
tentación de una fuga colectiva; se distribuyó propaganda de masas, 
como el grosero y obsceno periódico de Hébert Le Pére Duchesne, y los 
«diputados en misión» de la Convención garantizaron un rápido castigo a 
los oficiales dudosos y a los soldados rasos poco dispuestos. La creación 
de un nuevo espíritu en el ejército no fue sólo consecuencia de la coac­
ción: las cartas que los soldados enviaban a sus casas estaban llenas de 
observaciones que ponían de relieve su entusiasmo revolucionario y su 
compromiso con la patria. El voluntario Pierre Cohin escribió a su fami­
lia desde la Armée du Nord:
La guerra en la que estamos combatiendo no es una guerra de un rey con­
tra otro rey, ni de una nación contra otra nación. Es la guerra de la libertad 
contra el despotismo. No cabe duda alguna de que saldremos victoriosos. 
Una nación que es libre y justa es invencible.
La cultura política de la república implicaba nuevas relaciones con la 
autoridad. La creación de ejércitos republicanos de masas, con unidades 
compuestas por «veteranos» y voluntarios, había engendrado una nueva 
cultura militar que constituía un microcosmos de la sociedad «regenera­
da» que prometía la Convención.14
13. Moniteur universel, 25 de agosto de 1793, vol. 17, p. 478.
14. Forrest, Soldiers o f the French Revolution, p. 160; véase también Ucrtaud, A rmy 
o f the French Revolution; John A. Lynn, The Bayoneta o f the RcpuMic:Motivation and 
Tactics in the Army o f Revolutionary France, 1791-1794 (Urbana, III., 1984). Pala hacerse 
una idea de Le Pére Duchesne véase Cobb y Jones (cds.,), Voiccs o/ lite French Revolution, 
pp. 184-185, y J. Gilchrist y W. J. Murray, The Press in the French Revolution (Mclbournc,
1971).
La «Ley de Sospechosos» (17 de septiembre) tenía por objeto descubrir 
y detener a los no patrióticos o intimidarlos por su inactividad. El arresto de 
los «sospechosos» por parte de los comités de vigilancia se llevaba a cabo 
en aquellos que, de palabra, acción o estatus, estaban relacionados con el 
antiguo régimen. En Ruán el 29 por ciento de los 1.158 sospechosos arres­
tados eran nobles, el 19 por ciento clérigos, y el 7,5 por ciento antiguos 
funcionarios. Estas personas fueron arrestadas por ser quienes eran, ade­
más de ser sospechosos de incivismo. Pero no eran los únicos detenidos: los 
burgueses constituían el 16,8 por ciento de los «sospechosos» y entre la 
clase obrera los arrestos ascendían al 27 por ciento. Muchos de estos plebe­
yos habían trabajado para el antiguo régimen, pero los arrestados eran tam­
bién acusados de actos y palabras anturevolucionarias: entre los tenderos, 
estos actos solían ser la especulación y el acaparamiento de mercancías. 
Significativamente, el 39,4 por ciento de todos los «sospechosos» eran 
mujeres, especialmente de la nobleza y del clero, cosa que refleja la tenden­
cia de los hombres de estos grupos a emigrar dejando a las mujeres como 
centro de sospechas debido a su apellido y a su apoyo a los refractarios.15
Aquellos meses marcaron el cénit de la implicación popular en la re­
volución y también de la oposición popular a la misma. Desde 1789 la 
representación simbólica de la libertad, y luego de la propia república, 
fue la de una figura femenina, probablemente porque las virtudes y cuali 
dades clásicas en francés son femeninas y debido también a una incons­
ciente imitación de la representación de las virtudes católicas por la virgen 
María. A finales de 1793 los adversarios acabaron llamando burlonamente 
«Marianne» a la diosa de la república, e incluso a la propia república, 
nombre común entre el campesinado, que significaba «del pueblo». Tal 
como sucedió con el epíteto sans-culottes, los republicanos adoptaron el 
nombre de Marianne con orgullo. El 14 de noviembre de 1793 un funcio­
nario informaba desde Narbona:
15. Gilíes Flcury , «Analyse informatique du statut socioculturcl des 1.578 personnes 
déclarées suspectcs á Roucn» en l’an II, en Autour des mentalités el des pratiques politi- 
ques sous la Révolution frangaise (París, 1987), vol. 3, pp. 9-23. La historia del Terror es 
narrada por Soboul en La Revolución Francesa, Critica, Barcelona, 1994. (En la traduc­
ción inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 259-415.) Hugh Gough, The Terror 
in the French Revolution (Basingstoke, 1998); y el estudio clásico de R. R. Palmer,Twcl- 
ve wlio Ruled: The Year o f the Terror in the French Revolution (Princeton, 1941).
¡i
Las iglesias, con excepción de dos, han sido aniquiladas y esta reforma 
tan sólo ha provocado las quejas de unas pocas mujeres fanáticas. Insisten 
en negarse a creer en el Dios que los sacerdotes constitucionales han creado 
para nosotros. Resulta divertido verlas cuando se reúnen y preguntan por 
la revolución. Adoptan un tono elegiaco y retuercen los ojos y los labios 
en una mueca piadosa: ¿Cómo está Mariannol —Ah, no está muy bien, 
no durará mucho— o —Está mejorando, está convaleciente.16
Muchas comunidades rurales y vecindarios urbanos utilizaban una rica 
variedad de estrategias para esquivar o para oponerse abiertamente a las 
exigencias del gobierno central y de sus agentes locales. La resistencia a 
las exacciones del gobierno revolucionario se llevaba a cabo a través del 
impago de los impuestos, eludiendo el máximo recaudado en los precios 
de los artículos de primera necesidad y en los salarios, y negándose a uti­
lizar los asignados. Sin embargo, la oposición política en tiempos de 
guerra implicaba la amenaza de la pena capital por traición. En Nantes, 
Carrier fue respaldado por iracundos y vengativos republicanos locales 
cuando ordenó ahogar a unos 1.800 rebeldes de la Vendée, entre ellos 
varios sacerdotes.
Como en la Vendée, la represión de las revueltas federalistas fue feroz 
e intransigente. A pesar de que muchos federalistas eran republicanos 
comprometidos, estaban en peligro por dos razones: en primer lugar, por­
que habían repudiado la autoridad de la Convención en un momento en que 
la república se encontraba en su peor y más grave crisis militar; y, en 
segundo lugar, porque el apoyo que habían recibido por parte de los monár­
quicos, nobles y sacerdotes había manchado su reputación. A los jacobi­
nos de la Convención les resultó fácil presentar a los federalistas como 
aliados de los ejércitos de la vieja Europa. En Marsella, 499 de los 975 
sospechosos juzgados por el Tribunal Revolucionario fueron declarados 
culpables, y 289 fueron ejecutados; en cambio en Lyon 1.880 fueron con­
denados por un tribunal menos puntilloso. Collot d’Herbois, del Comité de 
Salud Pública, ordenó ejecuciones por fusilamiento para purgar la recién 
bautizada «Ville Affranchie». Entre los ejecutados figuraba Antoine 
Lamourette, obispo constitucional de Lyon, que en la famosa sesión del
16. Mauricc Agulhon, Marianne into Battle: Republican ¡magery and Symbolism in 
France,¡789-1880, trad. Janet Lloyd (Cambridge, 1979), pp. 32-33.
(7 de julio, durante la primera crisis militar, convenció a todas las facciones de la Asamblea Legislativa para que se abrazasen (el beso Lamourette).
En su declaración acerca del gobierno revolucionario del 10 de octu­
bre, el Comité de Salud Pública anunció que «El gobierno provisional de 
Francia es revolucionario hasta que haya paz»; todos los cuerpos del go­
bierno y el ejército estaban ahora supeditados al control del Comité, que 
tenía que informar semanalmente a la Convención. Aquel mismo mes 
María Antonieta precedió en la guillotina a 21 diputados girondinos 
expulsados en junio, a Bailly y a Barnave. Entre los girondinos ejecuta­
dos figuraba el periodista y diputado Gorsas, que había huido de la capital 
el 2 de junio. Había organizado una insurrección armada en Normandía, 
y cuando ésta fracasó se escondió. Fue arrestado cuando regresaba a
París para visitar a su amante.
Mientras que desde el establecimiento del Tribunal Revolucionario de 
París en marzo de 1793 hasta septiembre tan sólo 66 de 260 «sospecho 
sos» habían sido declarados culpables de un delito capital, en los últimos 
tres meses del año éste fue el destino de 177 de los 395 acusados. Sin eni 
bargo, hasta junio de 1794, la mayoría de «sospechosos» minen apaivnó 
ante el Tribunal y, de aquellos que si lo hicieron, el 40 por ciento fueron 
absueltos. Los demás tuvieron que enfrentarse a la irreversibilidad de una 
muerte prematura y a las despedidas de sus seres queridos. En octubre, 
Marie-Madeleine Coutelet, que trabajaba en una hilandería de cáñamo en 
París, fue arrestada a causa de unas cartas halladas en su habitación, y 
que criticaban las restricciones del Terror (Coutelet insistió en vano que 
no se trataba más que de una burla irónica). Su última carta fue para sus 
padres:
Adiós, os abrazo por última vez, yo que soy la más cariñosa de las hijas, 
la más afectuosa de las hermanas. Encuentro que éste es el día más her­
m oso que el Ser Supremo me ha concedido. Vivid y pensad en mí sólo 
para regocijaros en la felicidad que me aguarda. Abrazo a mis amigos y 
estoy agradecida a todos aquellos que hablaron en mi defensa por ser tan 
buenos.
Adiós por última vez, que nuestros niños sean felices, este es mi últi­
mo deseo.
Más afortunado fue el joven empleado de 26 años Jean-Louis Laplane, 
que huyó de Marsella hacia el exilio a mediados de septiembre «perse-
guido», según sus propias palabras, «por esta horda de bárbaros que está 
sembrando Francia de sangre y luto».17
La movilización masiva de la nación entera requería que la Conven­
ción diese los pasos necesarios para forjar una nueva unidad a través de 
medidas positivas así como también por la intimidación. El 5 y 6 de sep­
tiembre miles de sans-culottes, ahora en el cénit del poder, invadieron la 
Convención Nacional para exigir a sus «mandatarios» que adoptaran 
medidas económicas y militares radicales. La Convención accedió a las 
demandas de aquella journée o insurrección decretando el «máximo 
general» del 29 de septiembre, que fijaba los precios de treinta y nueve 
artículos a los niveles de 1790 más un tercio, y establecía los salarios al 
150 por ciento de los niveles de 1790.
La Convención se vio también obligada a responder a las oleadas de 
disturbios rurales que afectaban a dos terceras partes de los departamen­
tos desde 1789. A pesar de que en marzo de 1793 se consideraba un de­
lito capital el abogar por la subdivisión de los grandes latifundios o por la 
«ley agraria», los jacobinos tomaron posteriormente una serie de medi­
das destinadas a ganarse las masas del campo, condición indispensable 
para la victoria militar. El 14 de agosto de 1792 la Asamblea Legislativa 
aprobó un escueto pero radical decreto instando a los ayuntamientos a 
dividir las tierras comunales no boscosas. El 10 de junio de 1793 la Con­
vención reemplazó dicha ley por otra mucho más radical y contenciosa, 
que supuso uno de los intentos más ambiciosos del gobierno revoluciona­
rio para solventar las necesidades de los pobres en el campo. La ley exigía 
que los ayuntamientos procediesen a la división si éste era el deseo de un 
tercio de los hombres adultos; en este caso, las tierras se dividían en por­
ciones iguales para todos los hombres, mujeres y niños. No obstante, el 
coste de los honorarios de los vigilantes redujo la utilización de esta ley 
que pretendía resolver una cuestión que durante largo tiempo había divi­
dido a los habitantes del campo: ¿se defendían mejor los intereses de los
17. Olivicr Blanc, Last Lettcrs: Prisons and Prisoners o f the Revolution, 1793-1794, 
trad. Alan Sheridan (Nueva York, 1987), p. 134; Jean-Louis Laplanc, Journal d'un Mar- 
seillais 1789-1793 (Marsella, 1989), p. 177. Laplanc regresó en 1795 y murió en 1845. 
El estudio estadístico clásico del Terror sigue siendo el de Donald ( ii eer, The Incidence of 
the Terror during the French Revolution: A Statistical Inlerprehition (Cambridge, Mass.,
I pobres del campo dividiendo las tierras comunales o conservándolas?
I Una serie de medidas impulsaron el decreto del 25 de agosto de 1792 
i hacia la completa abolición de los señoríos. A partir del 17 de julio a los 
| antiguos señores tan sólo les quedaron «las rentas y cargas puramente 
| sobre las tierras y de carácter no feudal». El régimen feudal estaba muer- 
[•: to ya a mediados de 1793, no por los ataques cada vez más audaces lanza- 
; dos por las sucesivas asambleas sobre lascomplejas cargas acumuladas por
■ un orden social centenario, sino porque se habían visto obligados a res- 
f : ponder a constantes oleadas de antifeudalismo en las zonas rurales.
La prolongada revolución rural contra el feudalismo había unido a las 
¡ comunidades rurales. Ahora que el régimen feudal estaba muerto, las di­
visiones internas comenzaron a aflorar en la sociedad rural. Desde los 
inicios de la revolución, la fricción sobre la legislación antiseñorial de 
1789 se había visto absorbida por un conflicto mucho más general acerca 
de la propiedad y control de las «tierras baldías». El régimen señorial fue 
finalmente abolido, pero haría falta mucho más tiempo para resolver las 
cuestiones asociadas al mismo: el control de los recursos económ icos 
colectivos, la necesidad de tierras y los desbrozos. A pesar de la buena 
disposición de los jacobinos por restringir las libertades individuales en 
aras del interés nacional, no obtuvieron mejores resultados que sus prede­
cesores liberales. En un informe escrito desde Lagrasse el 8 de diciembre 
de 1793, el funcionario jacobino Cailhava ponía de manifiesto en su ca­
racterístico y contundente estilo que el distrito «estaba antiguamente 
cubierto por un espeso bosque de verdes encinas, pero con la revolución 
todo el mundo actúa como si fueran coles de su propio jardín». Cailhava 
justificaba estas acciones por el alto precio del carbón vegetal y de la cor­
teza de árbol, aunque también los pastores tenían su parte de culpa al lle­
var sus rebaños a pacer las más tiernas y suculentas plantas, talando los 
árboles más grandes para el invierno. Un noble «tuvo la bondad de dejar 
760 sétérées (unas 300 hectáreas aproximadamente) de bosque al emigrar; 
pues bien, han sido arrasadas, destruidas y saqueadas, las cabras pacen 
allí diariamente». En el distrito de Narbona había una terrible escasez de 
madera «debido al desprecio que los habitantes muestran por los árboles 
que no dan más que sombra». En lo que se refiere a las encinas,
son continuamente víctimas de los estragos, pues la corteza de sus raíces 
es el mejor tinte para la preparación del cuero ... El pueblo está dispuesto
a llevar a cabo nuevos desbrozos, y debemos estar alerta ante esta irre­
flexiva pasión por convertir todas las tierras en campos.18
Las vacilaciones de los legisladores acerca del feudalismo y del acceso a 
las tierras impulsaron la política rural en los años 1792-1794, exacerban­
do las divisiones causadas ya por las reformas eclesiásticas. La revolución 
rural tuvo su propio ritmo y dinámica interna, generada por la naturaleza 
específica de la localidad. La forma concreta que adoptó la política rural 
fue en función de la percepción de los beneficios y las desventajas que la 
revolución trajo consigo, de las actitudes hacia la Iglesia y de las estructu­
ras sociales locales. Por lo tanto, mientras que las actitudes políticas varia­
ban en todo el ámbito rural, lo que las sustentaba en todas partes era la 
hostilidad tanto hacia el antiguo régimen como hacia el concepto burgués 
del derecho a la propiedad privada. A las peticiones de la «ley agraria» en 
el noreste se correspondían alzamientos contra la burguesía en el oeste, 
en Bretaña y en otras zonas. En Neulisse (Loira), unos jóvenes armados 
que se habían reunido para votar la movilización de 1793 llevaron a cabo 
su propia elección de los quince hombres que la comuna tenía que aportar: 
el sacerdote constitucional y catorce «patriotas» burgueses que le habían 
sacado harto provecho a la revolución. Por otro lado, la inconfundible 
mezcla de virtudes cívicas que identificaba a los auténticos sans-culottes 
fue expresada por Antoine Bonnet, propietario de un café y secretario del 
comité de vigilancia en Belley (departamento de Ain):
Hombres con más sentido común que educación, virtuosos, sensibles, hu­
manos; hombres ultrajados por el más mínimo atisbo de injusticia; intrépi­
dos, hombres enérgicos que desean el bien común, la Libertad, la Igualdad
o la muerte ...l9
Todas las comunidades rurales tenían su correspondiente grupo de fervien­
tes jacobinos que leían los periódicos locales y de París o que pertenecían
18. McPhee, Revolution and Environment, p. 134.
19. Giles MacDonogh, Brillat-Savarin: TheJudge and his Stomach (Chicago, 1992), 
p. 103; Jones, Peasantry, p. 225. Sobre las tendencias políticas rurales véase David Hunt, 
«Pcasant Politics in the French Revolution», Social History, 9 (1984), pp. 277-299; Jones, 
Peasantry, pp. 206-240; R. B. Rose, «The ‘Red Scare’ o f the 1790s: The French Revolu­
tion and the ‘Agradan Law’», Past & Presen!, 103 (1984), pp. 113-130.
R
- a clubes jacobinos y sociedades populares. La Feuille villageoi.se de 
i Cerutti, dirigida especialmente a un público rural, vendió entre 8.000 y 
\ 16.000 ejemplares. Se calcula que su audiencia pudo ascender a 250.000 
[ personas en 1793, puesto que en las comunidades rurales los periódicos 
I se pasaban de unos a otros y se leían en voz alta. La administración de 
| Gers suscribió un ejemplar de este diario para cada una de sus 599 comu- 
l ñas. En el ámbito nacional había unos 6.000 clubes jacobinos y socieda- 
I des populares creadas durante el Terror, aunque muchas de ellas tuvieron 
una breve existencia. A pesar de que eran más comunes en las ciudades 
| pequeñas, en Provenza el 75-90 por ciento de los pueblos tenía una, sínto­
ma de la agitada vida política del sureste que también contaba con con­
trarrevolucionarios activos.
Entre los años 1792 y 1794 París fue el centro palpitante y tumultuoso 
t de la revolución, donde gran número de civiles y soldados de paso coexis 
tían de forma precaria con las comunidades estables de la vecindad. I I 
caos de una ciudad en el corazón de la revolución apenas podia set muir 
nido por el enérgico servicio de policía. En semejante situación, las noli 
cias difundidas por los mil vendedores de periódicos que pululaban pm 
las calles eran adornadas verbalmente, creando una ciudad que bullía en 
una potente mezcla de rumores, optimismo y sospechas. 1 .a I .ey de Sos 
pechosos iba destinada a sofocar esta inseguridad: en su aplicación, l.i:. 
secciones, y sus miles de policías, extraídos de un servicio quincenal de 
todos los hombres hábiles, desempeñaron un papel fundamental. Las 
mentiras, las enemistades personales y las denuncias hallaron un ambien­
te propicio; sin embargo, las actividades de las autoridades de la sección
eran tímidamente legales y «correctas».
En los dieciocho meses transcurridos entre agosto de 1792 y princi­
pios de 1794, la participación política de los obreros de París alcanzó su 
punto más álgido. Aunque es cierto que tan sólo el 10 por ciento de los 
hombres asistía regularmente a las reuniones de la sección y que muchos 
sans-culottes militantes eran burgueses de profesión, éste sigue siendo un 
índice de participación popular considerable en una época de jornadas la­
borales prolongadas, de interminables colas por la comida y de preocupa­
ción por la supervivencia. Todo ello se reflejaba en la homogénea compo­
sición social sin precedentes del gobierno local: en París, por ejemplo, un 
tercio de los concejales de la Comuna procedían de la canalla, al igual 
que las cuatro quintas partes de los «comités revolucionarios» elegidos
m
rn
en cada una de las 48 secciones de la ciudad. Los objetivos políticos y 
sociales de los sans-culottes se expresaban también a través de más del 
cuarenta sociedades populares (con unos 6.000 miembros, de los que el
86 por ciento eran artesanos y asalariados), y sobre todo en las sesiones de 
las secciones locales.20 Un análisis de los clubes jacobinos provinciales | 
de 1789-1791 comparado con los de 1793-1795 muestra que el número de 
artesanos y tenderos había experimentado un aumento del 38,6 al 45 por 
ciento y el de granjeros se había incrementado del 1,1 al 9,6 por ciento.
El porcentaje de comerciantes y empresarios había descendido del 12,11 
al 8,2, mientras que el clero había disminuido del 6,7 al 1,6por ciento. 
Los nobles, que a principios de la revolución constituían el 0,6, habían 
desaparecido por completo.
A pesar de las dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los admi­
nistradores al organizar y reclutar un ejército en el campo, los éxitos eclip-1 
saron los fracasos: gran número de voluntarios y reclutas obligatorios 
engrosaron las filas de los ejércitos, y se cubrieron los cupos de comida y | 
carros. No obstante, la república jacobina de 1793-1794 era un régimen 
exigente: el lenguaje del patriotismo, jacobinismo y ciudadanía estaba 
mezclado con el de sacrificio, requisición y reclutamiento. Era un régimen 
en el que sus representantes locales rechazaban todo cuanto oliese a antiguo 
régimen y amenazaban a los recalcitrantes. En palabras de un funcionario | 
del sur: «Los tiempos de ridiculas pretensiones han terminado ... La Con-
localidad con rapidez, pero las divisiones políticas parisinas no se refleja­
ron allí y nadie fue guillotinado. El único incidente político local de im­
portancia sucedió el 20 de septiembre de 1792. El mismo día en que los 
ejércitos revolucionarios obtenían su primera victoria decisiva, en Valmy, en 
el este de Francia, y que la Convención Nacional se reunía en París, Pros- 
per Vacher, el jardinero del castillo, respondió al saludo de «¡Vive la 
Nation!» proferido por un grupo de cincuenta «Volontaires de Mort» con 
un «¡Vive le Roi!» (Sin embargo, el que Vacher fuera liberado tras haber­
se disculpado dice mucho acerca del talante de la vida de aquel pueblo). 
Menucourt era pequeño y lo suficientemente distante como para evitar 
los episodios más lacerantes de la revolución. Esta situación de equilibrio 
fue obra del sacerdote, Abbé Thomas Duboscq, que llegó a Menucourt en 
febrero de 1789, con 39 años de edad, y se convirtió en fuente de estabili­
dad como sacerdote constitucional (al igual que el 70 por ciento del clero 
restante en el departamento) y funcionario público electo. En enero de 
: 1794 renunció a su estatus sacerdotal, y al mes siguiente sus antiguos 
l feligreses cantaban canciones patrióticas que él mismo habia compuesto 
para la plantación de un árbol de la libertad.
; En Gabian, los años revolucionarios transcurrieron menos pacífica­
mente que en Menucourt, pero el pueblo se hizo famoso por su republi- 
ícanismo. Una de las razones de ello fue que la abolición del feudalismo 
' supuso el alivio de una pesada carga; otra fue que, a diferencia de la ma- 
v yoría de sacerdotes del distrito de Béziers, Pierre Blanc, el cura de Gabian,
vención honra y reconoce los talentos y las virtudes ... El árbol de la repú- í hizo juramento de lealtad el día de Año Nuevo de 1791 y se quedó en el 
blica será sacudido y las orugas que lo están carcomiendo caerán». ; pueblo. Parece que la rabia por el apoyo de Blanc a la revolución fue la
Los dos pueblos con los que empezó este libro figuran entre les que¡| ¡j rausa c[c un prolongado episodio de transgresiones de la ley que acabó en 
realizaron el extraordinario esfuerzo de guerra de 1793-1794. Menucourt ; | contrarrevolución. En 1791-1793, un grupo de hombres y mujeres del 
lúe también uno de los miles de pueblos en los que los años de la revolu-1 : |Ugar cometió treinta robos, a menudo con violencia, mientras vivían 
ción transcurrieron de forma relativamente pacífica: las reformas déla como fugitivos. Disfrutaban mofándose de los oficiales revolucionarios 
Asamblea Nacional fueron aceptadas de buen grado y apoyadas, la requi­
sición de hombres y provisiones durante los años de guerra se consintió 
con reticencia; las noticias de la revolución y del Terror llegaban a esta
20. El estudio clásico sobre los sans-culottes es el de Albert Soboul, l.es Sans-culolta 3 
fjarisiens Je l ’An / / [1958], algunas partes del mismo fueron traducidas por Gwynne J 
Lewis bajo el título de The Parisian Sans-Cutottes and the French Revolution, 1793-1794 
(Oxford, 1964).
21. McPhee, Revolution and Environment, p. III.
que intentaban arrestarlos. Tras la ejecución de Luis XVI y de la penetra- 
.ción de las tropas españolas en el sur en 1793, amenazaron abiertamen- 
; iecon que éstas «harían bailar a los patriotas de Gabian ... que ellos se 
: unirían a los españoles para ayudarles a hacer bailar a sus compatriotas y 
cortarles el cuello ... las cosas marchan a pedir de boca en la Vendce». 
' Varios de estos «bandidos» serían guillotinados en 1794. Sin embargo, el 
Comité de Vigilancia de Gabian sabía que no le quedaba otro remedio 
que arrestarlos en aquellos tiempos de crisis:
Hemos hecho lo correcto tanto com o hemos podido; para nosotros.es 
agradable y glorioso ser parte de la sociedad, con la certeza de que conta­
mos con la estima de todos y la confianza de no sentir remordimiento : 
alguno.22
Ambos pueblos tuvieron la suerte de que sus sacerdotes permanecieran en 
sus parroquias, pues el papel de la Iglesia católica en la contrarrevolución 
puso inevitablemente en cuestión la supervivencia de las estructuras reli­
giosas en el seno de Francia. Los diputados enviados a las provincias 
como «diputados en misión» para poner en práctica el Terror, como Fouché 
en Niévre y Javogues en los departamentos en torno a Lyon, tomaron la 
decisión de cerrar las iglesias y de vaciarlas de todo metal para colaborar 
en el esfuerzo de la guerra. En algunas zonas del país los lugareños esta­
ban predispuestos a unirse a esta «descristianización», o incluso a iniciar­
la; no obstante, en las demás regiones provocó un amargo resentimiento. 
Esta campaña coincidió y fue a menudo identificada con las actividades 
de cuarenta y cinco ejércitos revolucionarios (de 30.000-40.000 hombres 
en total) activos en cincuenta y seis departamentos en el otoño de 1793. 
Estas bandas de militantes sans-culottes, junto con hombres fugitivos de 
la ley y otros que simplemente parecían disfrutar de la tosca camaradería, 
tenían por misión el requisar comida para las ciudades y los ejércitos, 
exigir el pago de los impuestos, llevar a cabo la purga de los contrarre­
volucionarios, apoderarse de los metales de las iglesias para la guerra 
y mantener el entusiasmo revolucionario. Su tamaño oscilaba desde gru­
pos pequeños de diez hasta ejércitos democráticamente administrados 
de 7.000 en Aveyron y Lozére y en París.23
A finales de otoño de 1793, la marea militar parecía estar dando un 
vuelco. Las victorias de septiembre y octubre contra los ingleses en Hond- 
schoote cerca de Dunkerque y contra los austríacos en Wattignies detu­
vieron la oleada de invasiones en el norte. A continuación, la derrota en 
Savenay de los últimos coletazos de la rebelión en la Vendée el 23 de
22. Peter McPhee, Une communauté ¡anguedocienne dans l ’histoire: Gabian 1760- 
1960 (Nimes, 2001), cap. 2.
23. Estos ejércitos son el tema de uno de los clásicos de la historiografía de la Francia 
revolucionaria, Richard Cobb, The People’s Armies, trad. Marianne Elliott (New I laven,
1987).
diciembre por los ejércitos de Westermann convenció a muchos de que 
Ipodían suprimirse algunos de los controles impuestos por el Terror.
I Sin embargo, la respuesta del gobierno fue contradictoria. Por un 
' lado, un decreto del 6 de diciembre proclamaba el principio de libertad de 
culto: la descristianización se consideraba ahora como una afrenta inne­
cesaria a los religiosos. Por el otro, dos días antes se aprobaba una ley 
muy importante sobre los gobiernos locales que declaraba la preeminen­
cia del gobierno central a costa de la participación e iniciativa popular. El 
| artículo I de la Ley del 4 de Diciembre insistía en que «la Convención 
Nacional es el único centro de iniciativas de gobierno». Para muchos el 
"gobierno central representaba ahora una represión cada vez más arbitra­
ria, fuese cual fuese su papel en las victorias militares. El periodista 
Louis-Sébastien Mercier, elegido al igual que Antoine-Joseph Corsas por 
el departamento del Seine-et-Oise cerca de París, fue encarcelado en oc 
tubre de 1793 por manifestarse públicamente contralas purgas de los 
girondinos. Para Mercier, «Dios me libre de vivir jamás en esta Montaña,
o mejor dicho en este sulfuroso y fétido cráter donde se sientan hombres 
de sangre y barro, bestias estúpidas y feroces».24 Sin embargo, los jaco 
binos, a quienes detestaba, no se veían a sí mismos como hombres de 
«sangre y barro», sino más bien como representantes del pueblo a los que 
se les había confiado la tarea de salvar a la república y crear una sociedad 
digna de ella.
24. Ribciro, Fashion in the French Revolution, p. 143.
:
EL TERROR: ¿DEFENSA 
I REVOLUCIONARIA O PARANOIA?
El principal objetivo del Terror era la creación de medidas draconianas y 
emergencia indispensables en tiempos de crisis militar. Hacia finales de 
1793, la amenaza de guerra civil e invasión había sido por fin contrarres- 
No obstante, la Convención y el Comité de Saiud Pública aprobaron 
tos que iban más allá de la defensa nacional y revelaban la visión 
¡na de una sociedad regenerada digna del esplendor de la Ilustración y 
revolución. Todo ello se llevaría a cabo a través de un sistema de educa­
ción republicano y secular y de un programa nacional de bienestar social.
La política educativa de los jacobinos, especialmente la Ley Bouquier 
del 19 de diciembre de 1793, preveía un sistema de enseñanza obligatoria 
y gratuita para los niños de 6 a 13 años con un currículum que hiciera 
hincapié en el patriotismo y las virtudes republicanas, en la uniformidad 
ingüística, en la simplificación del francés formal, en la actividad tísica, 
yen el estudio de campo y la observación, dotando a las escuelas de un 
papel preponderante en las fiestas cívicas. Bouquier y su comité no iban a 
tolerar la actitud irresponsable ante la instrucción que los curas de parro­
quia habían mostrado bajo el antiguo régimen:
Aquellos padres, madres, tutores o administradores que descuide^ inscri­
bir a sus hijos o pupilos serán castigados, la primera vez con una multa 
equivalente a una cuarta parte de sus impuestos, y la segunda, serán des­
pojados de sus derechos de ciudadanía durante diez años ...
Aquellos jóvenes que, habiendo alcanzado la edad de veinte años, no 
hayan aprendido una profesión, arte u oficio útil para la sociedad, serán 
despojados de sus derechos de ciudadanía durante diez años.1
1. Moniteur universel, n.° 91,21 de diciembre de 1793, vol. 19, p. 6. Sobre la política 
ducativa véase Kennedy, Cultural History, pp. 353-362; R. R. Palmer, The tmprovement 
Humanity: Education and the French Revolution (Princeton, 1985), caps. 4-5.
El desmoronamiento de la enseñanza primaria, que bajo el antiguo régimen 
estuvo en manos de la Iglesia, aceleró la demanda de nuevos materiales de 
lectura: durante la década revolucionaria se publicaron unos 700 nuevos 
títulos, el 41 por ciento de los mismos en 1793-1794. En la primera mitad 
de 1794, se enviaron a las escuelas cinco ediciones de «Recopilaciones de 
actos heroicos y cívicos de los republicanos franceses», la tercera con
150.000 copias, en sustitución del catecismo. Sin embargo, los jacobinos ; 
nunca dedicaron el tiempo o el dinero suficiente para mejorar su política 
educativa y, ni qué decir tiene, para preparar a los maestros laicos que ] 
habían de reémplazar a los sacerdotes; por lo tanto, pocos niños asistie­
ron a la escuela durante el Terror. En la ciudad de Clermont-Ferrand, por 
ejemplo, tan sólo 128 alumnos de una población de 20.000 habitantes 
acudieron a la escuela.
Los imperativos de la razón y la regeneración forzaron a la Conven­
ción a aceptar propuestas para la total reforma de los sistemas de medidas 
de peso, distancia y volumen. Anteriores intentos de aplicación de dife­
rentes sistemas habían sido rechazados por ser desconcertantemente irra­
cionales y por estar contaminados en su origen por las brumas del antiguo 
régimen. El 1 de agosto de 1793 la Convención anunció que un sistema 
uniforme y decimal de pesos y medidas sería «uno de los mayores benefi­
cios que ésta puede ofrecer a todos los ciudadanos franceses». Los «artis­
tas» de la Academia de las Ciencias serían los responsables del diseño y 
la exactitud de las medidas, mientras que «Las instrucciones sobre las 
nuevas medidas y su relación con las antiguas más usadas se incluirán en 
los libros de texto de aritmética elemental que se crearán par;i las escuelas 
nacionales».2 Las nuevas medidas tendrían mucho más éxito que las es­
cuelas primarias de la república.
La Constitución de 1793 se había comprometido como nunca lo había 
hecho antes con los derechos sociales y la Convención adoptó las medi­
das necesarias para ampliar los derechos a los niños: el 4 de julio de 1793 
los niños abandonados se convirtieron en responsabilidad del Estado y 
el 2 de noviembre de 1793 a los niños nacidos fuera del matrimonio se les 
garantizaban plenos derechos de herencia. Al igual que en la política edu­
cativa, el compromiso de los jacobinos de erradicar la pobreza fracasó
2. Moniteur universel, n.° 214, 2 de agosto de 1793, vol. 17, p. 287.
;debido a las exigencias financieras de la guerra y a la falta de tiempo. Los 
i anteproyectos de ley de Saint-Just de febrero y marzo de 1794, que pre­
tendían servirse de las propiedades de los «sospechosos» para «indemni­
zara los pobres», y el programa nacional de bienestar social anunciado 
el 11 de mayo de 1794 fueron sólo parcialmente aplicados.
Durante los dieciocho meses desde el derrocamiento de la monarquía 
[en agosto de 1792 hasta principios de 1794, una combinación de estas 
reformas jacobinas radicales y de la iniciativa popular dotaron de una ex­
traordinaria fuerza a la «regeneración» republicana. Éste fue uno de los 
pocos períodos de la historia en que gran número de personas actuaron 
como si hubieran recreado el mundo, eran tiempos de «revolución cultu­
ral». Se inspiraron en las imágenes de las virtudes de la antigua Grecia y 
Roma, en las que se habían educado los jacobinos de clase media, y en la 
práctica de muchos obreros del campo y de la ciudad que vivían en una 
revolución radical bajo asedio. La política jacobina y la acción popular 
coincidían en el uso oficial y espontáneo de las festividades, juegos, can 
ciones, periódicos de gran formato, decoración, vestimenta y ocio. No 
obstante, a menudo había una cierta tensión entre la representación sim 
bélica popular de cambio total — la destrucción física de la imaginería 
religiosa, de las pinturas y demás signos del antiguo régimen y la preo­
cupación de los jacobinos por lo que Grégoire denominaba «vandalismo», 
que condujo a las leyes protectoras de septiembre de 1792. Listo coincidió 
con la creación de bibliotecas, archivos y muscos públicos nacionales y 
departamentales a finales de 1793. Por otro lado, los jacobinos descuida- 
rian la aplicación de sus grandiosos planes para levantar sólidos monu­
mentos revolucionarios en sustitución de los del antiguo régimen.
La situación del papa y del clero refractario en el sangriento y amargo 
conflicto interno en la zona oeste y en las guerras que se desarrollaban en 
suelo francés provocó una airada respuesta que puso en entredicho al 
catolicismo e incluso a la cristiandad. El 5 de octubre, la Convención ins­
tituyó un nuevo calendario «republicano». La proclamación de la repúbli­
ca el 21 de septiembre de 1792 fue datado retrospectivamente el primer 
dia del año I de la era republicana. El nuevo calendario combinaba la ra­
cionalidad del sistema decimal (doce meses de 30 días, con tres décadas 
de 10 días cada una) rechazando por completo el calendario gregoriano. 
Los días de los santos y las festividades religiosas fueron sustituidos por 
sombres extraídos de plantas, de las estaciones del año, de herramientas
de trabajo y de las virtudes (véase Apéndice). Este calendario se adoptó 
en todo el país, pero coexistió con cierta incomodidad con el viejo ritmo 
del culto del domingo y de los mercados semanales.
Las fiestas populares expresaban una manifiesta hostilidad hacia la 
Iglesia a través de burlas de los sacerdotesy de otros contrarrevolucio­
narios. En Dormans, localidad por la que pasó Luis de ida y vuelta de 
Várennos en 1791, encaramaron la figura del primer ministro inglés 
William Pitt a lomos de un burro mirando hacia atrás y la pasearon por 
toda la ciudad. En Tulle, celebraron el entierro de un ataúd que contenía 
los restos de la «superstición» y lo coronaron con un par de orejas de 
burro y un misal; las imágenes de los santos fueron azotadas. Las ceremo­
nias de «descristianización», en particular, tenían un ambiente carnava­
lesco y catártico, y solían utilizar la promenade des ánes (paseo de los 
asnos), típico de! antiguo régimen, para censurar a los transgresores de 
las normas de conducta de la comunidad, pero ahora sentaban en el burro 
y al revés a alguien vestido de sacerdote. La iniciativa popular alentada 
en ocasiones por los «diputados en misión», clausuró iglesias y forzó al 
clcro constitucional a abdicar y a casarse como muestra de patriotismo.
Hubo grandes variaciones en el número de abdicaciones, desde tan sólo 
12 en los Alpes-Maritimes y 20 en Lozére hasta 498 en Saóne-et-Loire. 
En los veintiún departamentos del sureste las abdicaciones ascendieron 
hasta 4.500. En total, unos 20.000 sacerdotes renunciaron a su vocación y
5.000 de ellos se casaron. En Allier sólo 58 de 426 sacerdotes se negaron 
a abdicar, y a nivel nacional quizá tan sólo 150 parroquias de 40.000 
celebraban misas abiertamente en la primavera de 1794. Puede que algu­
nos clérigos se sintieran como el antiguo sacerdote Duffay, que en enero 
de 1794 escribió a la Convención:
Escuché la voz de la naturaleza y cambié mi viejo devocionario por una 
joven republicana ... Como siempre he considerado que el sacerdocio es 
un estado tan inútil como el de un jugador de bolos, he utilizado [los títu­
los de mi iglesia] para alimentar el fuego ... Estoy trabajando en una fábri­
ca donde, a pesar del agotamiento al que uno se ve sometido, me siento 
muy feliz si mi sudor me saca de la pobreza.1
3. Scrge Bianchi, La Révolulion culture/le de l'an II (París, 1982), p. 119; Ozouf,
Feslivals and the French Revolution, pp. 89-91. Un las siguientes obnis encontramos
Sin embargo, para muchos otros sacerdotes — y para sus feligreses— 
aquéllos eran tiempos de desesperación en los que las formas institucio­
nales de la religión se desmoronaron casi por completo.
La revolución cultural no se expresó a través de los libros: la cantidad 
de libros impresos en 1794 fue sólo de 371, comparado con las cifras 
prerrevolucionarias de más de 1.000 copias anuales, y en los dos años de
1793 y 1794 solamente se publicaron 36 nuevas novelas. La única excep­
ción fue la popularidad alcanzada por el Contrato social de Rousseau, del 
que se hicieron trece ediciones entre 1792-1795, entre ellas una versión 
de bolsillo para los soldados. De modo similar, con las crecientes restric­
ciones de la libertad de prensa tras la declaración de la guerra y el derro­
camiento de la monarquía, el número de nuevos periódicos parisinos dis­
minuyó de 134 en 1792 a 78 en 1793 y 66 en el año II. En cambio,
1792-1794 fue la época dorada de las canciones políticas: se calcula que 
el número de canciones nuevas ascendió de 116 en 1789 a 325 en 1792, 
590 en 1793 y 701 en 1794. En su mayor parte se trataba de triviales 
exhortaciones al valor o caricaturas de la realeza:
Han regresado a las sombras,
aquellos grandes reyes, cobardes y licenciosos,
bebedores infames, cazadores famosos,
juguetes de las más abominables prostitutas, (repetición)
¡Oh vosotros, a quienes nada desalienta!
¡verdaderos amantes de la Libertad!
estableced la igualdad
sobre los despojos de la esclavitud.
Franceses republicanos, conquistadores de vuestros derechos, 
doblegad (repetición) a todos estos tiranos, profanadores de la ley.4
Aunque muchas de las obras teatrales que se representaban habían sido es­
critas antes de 1789, los temas y los protagonistas fueron revisados y adap-
reflexiones generales de los efectos en la Iglesia: Gíbson, French Catholicism, cap. 2; 
McManners, French Revolution, cap. 10; Michel Vovelle, The Revolution against the 
Churcli: Ftom Reason to the Supreme Being, trad. Alan José (Cambridge, 1991).
4. Les Républicaines: Chansons populaires des révolutions de 1789, 1792 y 1X30, 
3 vols. (París, 1848), vol.l, pp. 34-36. Sobre la «revolución cultural» véase Bianchi, Révo­
lulion culturelle, esp. cap. 5; Aileen Ribeiro, Fashion in the French Révolulion (Londres,
1988); Kennedy, Cultural History, cap. 9, Apéndice A.
tados de acuerdo con los principios revolucionarios. Otras extraían su hu­
mor mofándose de la Iglesia: una de las obras más populares de París en 
aquellos días, entre 1792 y 1794, era Les Visitandines de Louis-Benoit 
Picard, en la que dos granujas borrachos confundían un convento con una 
posada. En enero de 1794, los teatros se subvencionaban si ofrecían una re­
presentación gratis a la semana. También la pintura quedó profundamente 
afectada. Jacques-Louis David contribuyó decisivamente en la apertura 
del antes restringido mundo del Salón: mientras que en 1787 tan sólo 
63 pintores y escultores invitados habían expuesto 289 obras, en el Salón 
de 1793, 318 artistas tuvieron ocasión de mostrar 883 obras. El gobierno 
concedió 442.000 libras en premios. David contribuyó al esfuerzo de 
guerra, sus irreverentes caricaturas satirizando a la contrarrevolución tan 
sólo pudieron ser igualadas a efectos de propaganda al otro lado del canal 
por las representaciones de Gilroy del canibalismo de los sans-culottes, 
cuyos hijos masticaban satisfechos las entrañas de los sacerdotes.
El triunvirato de «mártires de la revolución» (Marat, Chalier y Le 
Peletier) iba acompañado de la celebración del heroísmo de Fran?ois 
Bara y Joseph-Agricol Víala, dos muchachos de trece años que murieron 
luchando por la revolución. Se propuso que los grandes aniversarios del 
14 de julio, 10 de agosto, 21 de enero y 21 de septiembre se conmemora­
sen con treinta y seis fiestas nacionales, una en cada década. Las fiestas 
nacionales eran un asunto harto complicado. El 10 de agosto de 1793, por 
ejemplo, el aniversario del derrocamiento de la monarquía se celebraba 
como la Fiesta de la Unidad e Indivisibilidad de la República. En las pla­
zas públicas de París se quemaban los símbolos de la monarquía y a con­
tinuación, durante una inmensa comida campestre republicana de pan y 
pescado, miembros de la Convención bebían un líquido que fluía de los 
pechos de una estatua de la diosa de la libertad y que simbolizaba la leche 
de la libertad. Entonces, desde la misma estatua se soltaban tres mil palo­
mas, cada una de ellas con diminutas banderitas atadas a las patas en las 
que podía leerse: «¡Somos libres! ¡Imitadnos!» Las fiestas organizadas por 
el gobierno eran un asunto noble que enriquecía la revolución con invo­
caciones a la naturaleza. A veces eran sólo para aquellos que se levanta­
ban temprano, como ponen de manifiesto los versos compuestos por el 
«diputado en misión» Léonard Bourdon, para los patriotas del lugar que 
se reunían antes del amanecer para la Fiesta de la Naturaleza en un puen­
te que cruzaba el Adour en Tarbes:
Vosotros, hombres de poca fe
que solíais ver y oír al Ser Supremo,
podéis hacerlo, con la moralidad en el corazón,
pero tenéis que salir al campo,
de dos en dos, llevando una flor.
Allí, junto a las aguas cristalinas, 
oiréis a un Dios en vuesto corazón, 
al contemplarlo en la Naturaleza.5
Cuatro años de experiencia revolucionaria, de ilimitadas esperanzas, sa­
crificios y angustias, y de vivir en una cultura política revolucionaria, 
generaron una ideología característica de los sans-culottes en las ciudades 
y los pueblos. Aquél iba a ser un mundo sin aristócratas ni sacerdotes, 
libre de hombres ricos y de pobreza: en su lugar se levantaría una Francia 
regenerada de artesanos y de minifundistas recompensados por la digni­
dad y la utilidad de su trabajo, liberados de la religión, de la condescen 
dencia de los nacidos de ilustre cuna,y de la competencia de los empre 
sarios. En aquellos años, la exhibición colectiva se manifestaba a través 
de lo que Michel Vovelle describe como una «explosión creativa», pues 
las iniciativas populares en lo relativo a la organización de las fiestas y la 
remodelación de los antiguos rituales se añadían a los acicates que la ( on 
vención ofrecía para las conmemoraciones cívicas. Cuando llegaban no 
ticias, como por ejemplo la de la ejecución de Luis o de una victoria mili 
tar, pueblos enteros improvisaban celebraciones. Estas celebraciones 
colectivas se inspiraban en un simbolismo prerrevolucionario, a menudo 
mesiánico, y en las costumbres colectivas del lugar de trabajo para visua­
lizar una nueva sociedad.
En las ciudades y pueblos, las reuniones de los clubes y las secciones 
a menudo se inspiraban en formas religiosas en lo concernicnte a su orga­
nización, pero en cuanto a su contenido se basaban en la experiencia 
revolucionaria. Sus miembros solían llevar el bonnet rouge (gorro rojo) o 
gorro de la libertad en señal de que ya no eran galeotes esclavos; desde 
finales de 1793 el uso del gorro frigio, ligeramente diferente, que aludía a 
los esclavos griegos, se generalizó. Las reuniones empezaban normal-
5. Ozouf, Festivals and the French Revolution, p. 117; Michael Sydenham, Léonard 
Bourdon: The Careerof a Revolutionary, ¡754-1807 (Watcrloo, Ont., 1999).
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mente cantando la «Marsellesa» o el «Ca ira» y con la lectura de cartas 
del frente; a continuación se discutían los próximos aniversarios y proce­
siones, se procedía a la.recolección de donativos patrióticos, la denuncia 
de «sospechosos», y la enumeración de las «virtudes republicanas». Para 
romper con una vida entera de socialización fundamentada en el vocabu­
lario de la desigualdad, trataron de imponer el uso familiar del «tú» en 
todos los actos sociales (al igual que en la Comuna y en las reuniones de 
la sección), relegando el «usted» antes obligatorio para dirigirse a sus 
superiores como intrínsecamente aristocrático. Como rezaba en una peti­
ción del 31 de octubre a la Convención: «Con esto habrá menos orgullo, 
menos distinciones, menos malas intenciones, más familiaridad, un ma­
yor sentido de fraternidad: y por consiguiente más igualdad». La sección 
era un microcosmos de una república única e indivisible, reflejada en la 
práctica de la publicidad, es decir, los votos y las opiniones se emitían 
abierta y oralmente. Semejante práctica estaba en franca oposición con 
las nociones burguesas de derechos individuales y democracia represen­
tativa del mismo modo que lo estaba la imposición del control de precios 
frente al laissez-faire.6
La práctica de la soberanía popular en un contexto de guerra y con­
trarrevolución generó una avalancha de neologismos y cambios respecto 
al significado del vocabulario existente. Un estudio recoge más de 1.350 
innovaciones en la década posterior a 1789, originándose la mayoría 
de ellas en 1792-1794. Obviamente, el neologismo más famoso fue el de 
«sans-culottes»; no obstante, otras apelaciones políticas inspiradas en 
individuos tuvieron una breve existencia: «robespierrista», «pittista», 
«maratista». La proliferación de clubes populares se denominó «clubino- 
manía», y aquellos que los frecuentaban recibieron el nombre de «clubi- 
neros». Algunas palabras nuevas expresaban una mofa vengativa de las 
víctimas del Terror, que solían «boire á la grande tasse» («beber en una 
taza grande») y estaban expuestos a la «déportation verticale», en alusión 
al ahogo masivo de sacerdotes en Nantes. Otros términos iban dirigidos 
asimismo a los jacobinos que presuntamente habían consentido las ma­
6. John Hardman (ed.), French Revolution Documents (Oxford, 1973), vol. 2,
pp. 132-133. Sobre la ideología popular de París, véase Soboul, Parisian Sans-Culoltes, 
caps. 1 -3; William Scwell, Trabajo y revolución en Francia: El lenguaje ilel movimiento 
obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848 (Taurus, Madrid, 1992), cap. 5.
sacres de septiembre de 1792 en París tildándolos de «buveurs de sang» 
(«bebedores de sangre») o «septembriseurs».7
La certeza que tenían los revolucionarios de las ciudades y del campo 
de estar viviendo al borde de un cambio social se manifestaba en los cam­
bios espontáneos de los nombres que daban a las comunidades y a los 
recién nacidos. Los partidarios de la revolución — los «patriotas», como 
comúnmente se les denominaba— mostraban su rechazo del viejo mundo 
intentando erradicar todos los posibles vestigios del mismo. Aparte de los 
cambios de nombres impuestos por los ejércitos jacobinos tras la derrota 
de la contrarrevolución, unas 3.000 comunas se apresuraron a eliminar por 
su cuenta toda connotación cristiana: St.-lzague se convirtió en Vin-Bon, 
St.-Bonnct-Elvert se cambió por Libertc-Bonnet-Rouge, St.-Tropez y 
Montmartre adoptaron el nombre de Méraclée y Mont-Marat respecti­
vamente, mientras que Villedieu se llamó La Carmagnole y Viliencuve- 
St.-Georges se autodenominó Villeneuve-la-Montagne. En el distrito de La 
Rochela, como en los demás, los pueblos con nombres de santo se cam­
biaron para eliminar los vestigios de la Iglesia: St.-Ouen se llamó Marat, 
St.-Rogatien se cambió por Égalitc, St.-Soulc se convirtió en Rousseau, 
y St.-Vivicn en Sans-Culottes. Los habitantes de Montroy repudiaron sus 
connotaciones monárquicas y pidieron modificar su nombre por el de 
Montagne. Todas las calles de La Rochela cambiaron de nombre en honor 
a héroes coino Benjamín Franklin o Jean Calas.
Es imposible calcular cuántos padres pusieron nombres revoluciona-, 
rios a sus bebés durante aquellos años: en Poitiers, por ejemplo, tan sólo 
62 de los 593 niños nacidos en el año II recibieron nombres de santos al 
estilo del antiguo régimen. A los demás les pusieron nombres que refleja­
ban las distintas fuentes de inspiración política. Un estudio de 430 nom­
bres de bebés del distrito de Seine-et-Marne muestra que el 55^por ciento 
se inspiró en la naturaleza o en el nuevo calendario (Rose, Laurier, Floréal), 
el 24 por ciento en las virtudes republicanas (Liberté, Victoire, La Mon­
tagne), el 12 por ciento en la antigüedad (Brutus, Mucius Scaevola), y 
el 9 por ciento en los nuevos héroes (Le Peletier, Marat). Un niño se lla­
maba Travail y otro Fumier. En Hautcs-Alpes, la familia Lacau puso a su
7. Max Frcy, Les Transjormations du vocabulaire frangais á l'époquc de Ia Révolu­
lion (1789-1800) (París, 1925).
hija el nombre de Phytogynéantrope, que en griego significa mujer que 
sólo da a luz hijos guerreros.
La costumbre de poner nombres revolucionarios variaba sustancial­
mente a lo largo y ancho del país; sin embargo, resulta difícil determinarlo 
con exactitud. Por ejemplo, en los distritos al sur de París, de 783 nombres 
inspirados en la «naturaleza» en el año II, 226 niñas se llamaban Rose. 
Pero, ¿hasta qué punto era deliberadamente política esta elección? Algunos 
no dejan duda alguna al respecto, como el del pequeño que se llamaba 
Faisceau Pique Terreur de Chálons-sur-Marne. En muchas zonas rurales 
este fenómeno no era habitual: tan sólo el 20 por ciento de los 133 mu­
nicipios del distrito de Villefranche-en-Beaujolais tenían nombres por el 
estilo. También entre ciudades habían enormes diferencias: en el invierno 
y la primavera de 1794 por lo menos al 60 por ciento de los niños les 
' pusieron nombres revolucionarios en Marsella, Montpellier, Nevers y 
Ruán, mientras que en Riom no hubo ningún caso y en St.-Étienne prácti­
camente ninguno. En Rennes, el primer nombre revolucionario del que se 
tiene conocimiento data de abril de 1791 (Citoyen Franpais), pero incluso 
en su momento álgido, en febrero-agosto de 1794 esta práctica afectó tan 
sólo a uno de cada diez niños.®
El entusiasmo de gran parte de los habitantes de Gabian (véase capítu­
lo VI) por la revolución quedó reflejado en la elección que muchos padres 
hicieron de los nombres de sus hijos, inspirados en la naturaleza más que 
en los santos: en 1792-1793los nacimientos registrados en el ayunta­
miento fueron Frangois Abricot Alengri, Jaen-Pierre Abeille Canac, Rose 
Eléonore Jonquille Couderc, André Aubergine Foulquier, Rose Tubéreuse 
Jougla, Catherine Laurier Thim Latreille, y Marie Étain [Peltre] Salase. 
También en La Rochela los padres expresaron sus valores en los nombres 
que ponían a sus hijos. Entre el 1 de enero de 1793 y el 21 de septiembre 
de 1794 nacieron 981 niños, de los cuales 135 recibieron nombres revolu­
cionarios. Los más populares eran Victoire y Égalité, pero había otros más 
imaginativos: Décadi, Minerve, Bara, Humain, Ail, Carotte y Cresson.
Los ejércitos revolucionarios no hubieran triunfado — ni la insurrec­
ción de la Vendée habría sido tan tenaz— sin el respaldo activo de las
8. Los detalles de La Rochela proceden de los archivos departamentales y municipa­
les. Sobre los nombres y lugares revolucionarios, véase la publicación especial de Aima­
les historiques de la Révolulion frangaisc 322 (2000); Bianchi, Révolulion cullurelle.
mujeres. En los centros urbanos, la caída del trabajo femenino en las 
industrias de artículos de lujo (especialmente los encajes) y en el servicio 
doméstico se vio en parte compensada por la disponibilidad temporal de 
trabajo mientras miles de hombres partían hacia el frente. Tanto en la ciu­
dad como en el campo, el trabajo de las mujeres cobró más importancia 
que nunca para el mantenimiento de la familia; aun así, en los años 1792-
1794 una familia de cada diez estaba económica y emocionalmente diez­
mada por la muerte o incapacidad de un marido, hijo o padre.
El rechazo de las fuentes de autoridad más elementales del antiguo régi­
men cuestionaba inevitablemente la posición de las mujeres en el.seno de 
la familia y la sociedad. Un buen número de leyes trataron de regenerar la 
vida familiar, hasta entonces considerada cruel e inmoral, como el propio 
antiguo régimen. Se establecieron tribunales familiares para solventar los 
conflictos de familia, por pegar a las esposas se introdujeron multas el 
doble de severas que las que se imponían por asaltar a un hombre, y la 
mayoría de edad quedó reducida de los 25 a los 21 años. No obstante, resul­
ta harto dudoso que el patrón de violencia masculina cambiase a pesar de 
las exhortaciones de los legisladores revolucionarios en aras de una vida 
familiar pacífica y armoniosa como base del nuevo orden polílico.
Lo que sí cambió fue la posibilidad de que las mujeres protegiesen sus 
derechos dentro del núcleo familiar. La Ley de divorcio votada en la últi­
ma sesión de la Asamblea Legislativa el 20 de septiembre de 1792 dotaba 
a las mujeres de amplios argumentos para acabar con un matrimonio in­
feliz y sin sentido: la pareja podía ponerse de acuerdo en la separación 
por incompatibilidad mutua, o bien uno de los cónyuges podía iniciar el 
divorcio basándose, por ejemplo, en la prolongada ausencia de su pareja
o en su crueldad. Las mujeres trabajadoras fueron quienes más se sirvie­
ron de esta ley: en Ruán, por ejemplo, el 71 por ciento de los pleitos de 
divorcio fueron iniciados por mujeres, y el 72 por ciento de los mismos 
procedían de mujeres del ramo textil con cierta independencia económica, 
a diferencia de la mayoría de mujeres del campo. En el ámbito nacional, 
se decretaron unos 30.000 divorcios bajo esta ley, especialmente en las 
ciudades: en París hubo casi 6.000 en el período 1793-1795.
En Ruán se producía un divorcio de cada ocho matrimonios, y otros 
tantos se resolvían gracias a la mediación familiar. A pesar de que la vio­
lencia solía ser la causa más común esgrimida por las mujeres, la costum­
bre de los hombres de humillar a sus esposas mediante abusos físicos
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(llamada correction modérée bajo el antiguo régimen) se puso en tela de 
juicio en todos los hogares. La ley de divorcio desafiaba las relaciones 
domésticas en lo más fundamental. Los tribunales familiares trataban 
de mediar en posibles divorcios, pero no siempre lo conseguían. Sirva de 
ejemplo el caso de Jean-Baptiste Vilasse, un fabricante de clavos de La 
Rochela, que acusó a su mujer Marie-Victoire Guyon de «ser rebelde y de 
dudosa moralidad», y a su vez ella le acusó de «malos tratos» insistiendo 
en que ambos tenían caracteres incompatibles. Jean-Baptiste la había per­
donado por haber hecho el amor con otro fabricante de clavos incluso en 
presencia de sus hijos: ella había regresado a su lado, pero insistía en «que 
no abandonaría al otro hombre, al que amaba». Ahora le tocaba a Jean- 
Baptiste ser intransigente y pidió el divorcio. Sin embargo, a diferencia 
de Ruán, hubo en La Rochela tan sólo 34 divorcios frente a 780 matrimo­
nios en el período del 1 de enero de 1793 al 27 de junio de 1795.
En un importante y acalorado debate en agosto de 1793 se abordó la 
cuestión de los derechos de las esposas para dotarlas de igual papel deci­
sorio en lo relativo a la propiedad familiar. Los argumentos de Merlin de 
Douai según los cuales «la mujer es, en general, incapaz de administrar y 
los hombres, dotados de una natural capacidad superior, deben protegerla», 
fueron rebatidos por Georges Couthon: «La mujer nace con las mismas 
capacidades que el hombre. Y si todavía no ha podido demostrarlo, no es 
culpa de la Naturaleza, sino de nuestras antiguas instituciones». Couthon 
recibió el respaldo de Camille Desmoulins, que admitió que «en apoyo de 
mi opinión está la consideración política de que es importante hacer que 
las mujeres amen la revolución». Vencieron en el debate, pero la ley nun­
ca llegó a aplicarse en su totalidad.9
La naturaleza de la ceremonia del matrimonio — al igual que la del 
bautismo y la del entierro— también experimentó cambios. Ahora el 
alcalde introducía estos ritos en un «registro civil», y el sacerdote tan 
sólo llevaba a cabo la bendición opcional si es que había algún sacerdote
9. Andró Burguiére, «Politiquc de la famille et Revolution», en Michacl Adcoek y 
otros (cds.), Révolulion, Soeiety and Ote Politics o f Memory (Melbourne, 1997), pp. 72-
73. La ley de divorcio es tratada por Rodcrick Phillips en Family Brvakdown in l.ate- 
Eighteenth Century France: Divorces in Rouen, 1792-1803 (Oxford, 19X0); y de modo 
mucho más general en Putting Asunder: A History o f Divorce in Western Soeiety (Cam­
bridge, 1988).
disponible. Se hacía caso omiso de las restricciones religiosas contra la 
celebración de bodas en Advento, Cuaresma, en viernes y en domingos. 
Habia ahora buenas razones — la exención del reclutamiento obligatorio 
para los hombres casados— para que las parejas de fac to y los jóvenes se 
casasen: comparado con el porcentaje anual del período prerrevolucio- 
nario de 240.000 matrimonios, en los años 1793 y 1794 se celebraron 
325.000 bodas.
A pesar del desprecio por la «superstición», los jacobinos radicales de 
la capital mostraban a menudo una tímida moralidad, condenando lo que 
ellos denominaban «moralidad laxa» como reminiscencia de la corrup­
ción y relajación del antiguo régimen. El 2 de octubre de 1793 la Comuna 
de Paris decretó que
Queda prohibido a todas las muchachas y mujeres de baja moral pasearse 
por las calles, avenidas, y plazas públicas, y fomentar allí la depravación ...
El consejo general pide ayuda para la aplicación y mantenimiento de 
este decreto a los republicanos austeros y amantes de las buenas costum­
bres, a los padres y madres de famila ... invita a los ancianos, en calidad de 
ministros de la moralidad, a velar por que la moral no se vea ultrajada ...l0
La prostitución se prohibió el 21 Nivoso II (10 de enero de 1794), siendo 
considerada por la Comuna como una práctica del antiguo régimen y en 
cualquier caso innecesaria cuando había trabajo en las industrias de guerra. 
No obstante, siguió siendo un último recurso clandestino para más de
20.000 mujeres en París.
Durante la revolución, se produjo un abismo político y de clase entre 
los que abogaban por los derechos de las mujeres, como Olympe de Gou­
ges y Etta Palm, ahora muertos o desacreditadospor su conservadurismo 
político, y el apoyo de las sans-jupons a la subsistencia y a los objetivos 
militares del movimiento popular en su conjunto. En mayo de 1793 Thé­
roigne de Méricourt, que apoyaba a los girondinos, fue objeto de una 
paliza por parte de mujeres jacobinas de la que nunca se recuperó. Duran­
te los cinco meses posteriores a mayo, las Ciudadanas Republicanas 
Revolucionarias, acaudilladas por Claire Lacombc y Pauline Léon, ten­
dieron un puente sobre aquel vacío entre los derechos de las mujeres y la
10. Hardman (ed.), French Revolution Documents, vol. 2, pp. 127-128.
política de subsistencia organizándose como un grupo de mujeres autó­
nomo y haciendo campaña por los derechos de la mujer a acceder a pues­
tos públicos y a llevar armas, mientras que permanecían vinculadas al ala 
radical de los sans-culottes, los Rabiosos. Las reglas de las Ciudadanas 
proclamaban que «Los miembros de la sociedad no son más que una 
familia de hermanas». En una de sus visitas, una delegación de la sección 
de los Droits de l’Homme elogió la sociedad:
Vuestra sociedad forma parte del cuerpo social y no es una de las menos 
importantes. La libertad ha encontrado aqui una nueva escuela: madres, 
esposas y niños acuden aquí para aprender, para estimularse los unos a los 
otros en la práctica de las virtudes sociales. Habéis roto uno de los eslabo­
nes de la cadena de los prejuicios. Aquel que confinaba a las mujeres al 
angosto espacio de sus hogares, convirtiendo a la mitad de las personas en 
seres pasivos y aislados ya no existe para vosotras. Estáis ansiosas por 
ocupar vuestro puesto en el orden social, la apatía os ofende y humilla ..."
Varias secciones de la capital empezaron a admitir mujeres en sus reunio­
nes, y las secciones de Hommes Libres y Panthéon reconocían su pleno 
derecho al voto. Otras eran más cautas: la Sociedad Popular de la Sección 
Luxemburgo admitía a mujeres mayores de 21 años y a sus hijas de más 
de 14, pero limitaba la presencia de mujeres a una quinta parte del total de 
sus miembros. Sin embargo, Robespierre nunca se sintió entusiasmado 
por la áspera militancia de las Ciudadanas, y en determinado momento 
anotó en su diario «dissolution des f. r. r.» («clausurar las Mujeres Repu­
blicanas Revolucionarias»).
Cuando las críticas se hicieron oír, Lacombe se enfrentó a la Conven­
ción el 8 de octubre de 1793:
Nuestro sexo tan sólo ha producido un monstruo [María Antonieta], pero 
nosotras durante cuatro años hemos sido traicionadas y asesinadas por 
innumerables monstruos de sexo masculino. Nuestros derechos son los del 
pueblo, y si se nos oprime, sabremos cómo oponer resistencia a la opresión.
11. R. 13. Rose, Tribunas and Amazons: Men and Women o f Revolutionary France
1789-1871 (Sydney, 1998), pp. 246-248. El razonamiento de Rose debería compararse 
con el de Olwen Hufton, «Women in Revolution», French Politics and Soeiety, 7 (1989), 
pp. 65-81; Madelyn Gutwirth, The Twilight o f the Goddesses: Women and Representation 
in the French Revolutionary Era (New Brunswick, NJ, 1992) cap. 7.
Sin embargo, mientras las Ciudadanas atrajeron a 300 mujeres a sus reu­
niones, y pedían el apoyo activo de otras 4.000 más, su desafio fracasó 
frente a la oposición de las dueñas de los puestos del mercado para quie­
nes el control de los precios las amenazaba con la pobreza. El 24 de octu­
bre un grupo de Ciudadanas fue salvajemente apaleado por las mujeres del 
mercado, ofreciendo a los jacobinos y a la Convención la oportunidad de 
tomar partido en su contra. Un colega de Robespierre, Amar, del Comité 
de Seguridad General, exigió a la Convención que disolviese la sociedad 
apelando a los imperativos del orden de la naturaleza:
Cada sexo está llamado a desempeñar la clase de ocupación que le es pro­
pia, su acción queda circunscrita en el interior de un círculo que no se 
puede romper, pues la naturaleza, que ha impuesto tales limitaciones al 
género humano, ordena imperiosamente ... Si pensamos que la educación 
política del hombre está todavía en sus inicios, que los principios mili lio 
están desarrollados, y que seguimos tartamudeando con la palabra «llh«‘i 
tad», cuán atrasadas y menos ilustradas en aquellos principios oslat'An lm< 
mujeres, cuya educación política es prácticamente nula. Su prcM-nciu en 
las sociedades populares concederá un papel activo en el gobiei no a aqur 
lias personas propensas a pensar de forma errónea y a ser aparlatlim de mi 
camino.
El 30 de octubre todos los clubes femeninos, incluyendo sesenta de las 
zonas provinciales, fueron clausurados.12
Era inevitable que las desesperadas demandas de movilización nacio­
nal para la guerra invirtieran la descentralización del poder de los prime­
ros años de la revolución. Las guerras civiles de 1793 sirvieron también 
para destacar los peligros de la autonomía local, de la misma manera que 
los ejércitos revolucionarios, la oleada de exigencias radicales de las mu­
jeres y la descristianización pusieron en evidencia el desafío de las inicia-
12. Este significativo episodio de la historia de la participación política de las muje­
res es analizado por Desan, «Jacobín Women’s Clubs», en B. T. Ragan y E. A. Williams 
(cds.), Re-creating Authority in Revolutionary France (New Brunswick, NJ, 1992); Seoll
H. Lytle, «The Second Sex (Scptember, 1793)», Journal o f Modern llislory, 26 (1955), 
pp. 14-26; Landes, Women and the Public Sphere, pp. 140-145, 160-168; Marie ( cruti, I • 
Club des citoyennes républicaines révolutionnaires (París, 1966); R. B. Rose, Ihe I nra 
gés: Socialists o f the French Revolution? (Melbourne, 1965), caps. 5-6
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tivas locales. La contrarrevolución reforzó la desconfianza de los jaco­
binos en las lenguas minoritarias. En enero de 1794, Barére (a pesar de 
ser de la parte de habla occitana de los Pirineos) lanzó vituperios contra 
«la ignorancia y el fanatismo», palabras que la coalición extranjera mani­
puló y convirtió en «gente sin instrucción o que habla una lengua distinta 
a la de la educación pública».13 Olvidando los extraordinarios sacrificios 
que en las zonas fronterizas habían hecho los patriotas vascos, catalanes, 
flamencos y provenzales, Barére dio por sentado que republicanismo, 
civilización y lengua francesa eran sinónimos. De hecho, las reacciones a 
la revolución fueron muy variadas en las regiones de lenguas minorita­
rias. No obstante, el odio que muchos «diputados en misión» y miembros 
de los ejércitos revolucionarios sentían a las lenguas y culturas minorita­
rias exacerbó la desconfianza de París.
La presión de los grupos más militantes de los sans-culottes revelaron 
las tensiones en el seno de la alianza popular del año II, aunque los logros 
de esta alianza no fueron menos impresionantes a finales de 1793. En 
aquellos tiempos, las fuerzas republicanas dirigidas por un joven oficial de 
artillería, Napoleón Bonaparte, habían vuelto a capturar Tolón y las tropas 
extranjeras habían sufrido importantes reveses en el noreste y en el sures­
te. A pesar de que el «máximo general» no se había aplicado del todo, el 
descenso económico se había invertido y el poder adquisitivo del asignado 
permaneció en el 48 por ciento. La rebelión de la Vendée fue sofocada y 
la revuelta federalista aplastada, ambas con un elevado coste de vidas. Los 
meses de diciembre de 1793 y de enero de 1794 constituyeron el punto 
álgido de las ejecuciones: 6.882 de las 14.080 personas sentenciadas por 
los tribunales en el año del Terror murieron durante estos meses.
En este contexto de triunfo militar, pero también de excesos y de cons­
tantes restricciones a la libertad, tuvo lugar un debate crucial y profético 
acerca de la continuación y la dirección del Terror, cuando jacobinos 
«moderados» como Danton y Desmoulins exigieron el fin de los contro­
les del Terror y la aplicación de la Constitución de 1793. El 20 de diciem­
bre interrogaron al Comité de Salud Pública en Le Vieux Cordelier:
13. Citado en Roger