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CONTENIDO Créditos PSICOLOGÍA CLÍNICA Y PSICOTERAPIAS. CÓMO ORIENTARSE EN LA JUNGLA CLÍNICA PRÓLOGO CAPÍTULO 1. LA PSICOLOGÍA CLÍNICA: QUÉ ES Y DE DÓNDE VIENE Definición y delimitación Utilidad de mirar a la historia El paso de la teología al humanismo La Ilustración El mesmerismo La primera gran reforma El siglo XIX Las guerras mundiales Excurso: La iatrogénesis CAPÍTULO 2. EL PARADIGMA MÉDICO EN PSICOLOGÍA Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia Los postulados del modelo biomédico La visión biomédica de la locura La investigación en psiquiatría biomédica Razones para el éxito de la psiquiatría Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas Excurso: El problema del dualismo mente-cuerpo CAPÍTULO 3. LOS MODELOS EN PSICOLOGÍA: MODOS DE ENTENDER LO PSICOLÓGICO Cómo moverse por la jungla clínica Los modelos psicodinámicos Cómo aparecen las ideas de Freud Características del psicoanálisis Importancia y valoración de la obra de Freud El conductismo La aparición de la terapia conductual Los principios conductistas en psicoterapia Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica El modelo cognitivista El posicionamiento cognitivista en clínica Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas La psicología humanista Excurso: el conductismo se vuelve humanista El modelo sistémico La teoría de sistemas y la familia Principales escuelas sistémicas clásicas Valoración del modelo sistémico Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo CAPÍTULO 4. CRITERIOS DE NORMALIDAD EN PSICOLOGÍA. INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo Criterios de anormalidad El criterio ontológico El criterio normativo El criterio estadístico El criterio de emergencia psiquiátrica El criterio de sufrimiento subjetivo El criterio legal Criterio de disfuncionalidad Anormalidad como conducta adaptada Anormalidad como control social ¿Cómo manejar este enredo? CAPÍTULO 5. LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN Y EL DIAGNÓSTICO EN PSICOLOGÍA Nosologías psiquiátricas Qué es y qué no es el DSM La clasificación actual Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos cognoscitivos Trastornos mentales debidos a enfermedad médica Trastornos relacionados con sustancias Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos Trastornos del estado de ánimo Trastornos de ansiedad Trastornos somatomorfos Trastornos facticios Trastornos disociativos Trastornos sexuales y de la identidad sexual Trastornos de la conducta alimentaria Trastornos del sueño Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros apartados Trastornos adaptativos Trastornos de la personalidad Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos CAPÍTULO 6. CONCEPTOS DE CAMBIO ¿Qué es la psicoterapia? ¿Qué se hace en psicoterapia? El psicoanálisis Terapia de conducta Terapias cognitivas Terapias humanistas Terapias sistémicas El ciclo vital Técnicas sistémicas Excurso: a vueltas con las adicciones BIBLIOGRAFÍA Créditos Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla clínica. © del texto: Yolanda Alonso Fernández. © de la edición: Editorial Universidad de Almería, 2013 © fotografía de cubierta: Carlos Salvo Luengo. publicac@ual.es www.ual.es/editorial Telf/Fax: 950 015459 ISBN: 978–84–15487–80–7 Depósito legal: Al 620–2013 Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional mailto:publicac%40ual.es?subject= http://cms.ual.es/UAL/universidad/serviciosgenerales/editorial/index.htm Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla clínica PRÓLOGO La idea de componer este libro nació en un contexto educativo, como recopilación de las enseñanzas que durante algunos años impartí a alumnos principiantes de Psicología y de las que ellos me impartieron a mí. Esto quiere decir que la forma que ha tomado la materia que se expone está determinada por el feedback proporcionado por aquellos estudiantes que lograron comunicarme, de una u otra forma, qué clase de ejemplos o qué tipo de explicación les resultaba más útil para comprender los asuntos que se manejaban en las clases. El resultado es un sucinto libro de texto, o de enseñanza básica, aunque no necesariamente para el estudiante de una asignatura concreta, ni siquiera para estudiantes de Psicología. Pretende ser un libro ilustrativo, informativo, global y ameno sobre las intervenciones psicológicas en general y sobre las psicoterapias en particular, que introduce ideas, problemas y conceptos característicos de este campo de conocimiento con intención didáctica. A pesar de que aborda cuestiones básicas y de que uno de sus objetivos principales es que resulte de fácil lectura, no es sencillo en todas sus páginas, como no lo es en todas sus facetas el tema del que trata. Se comienza con un repaso histórico de la psicología clínica como disciplina científica. Aunque hoy en día su presencia en nuestra cartera de recursos sociales se da por sobreentendida, la psicología clínica nació en realidad hace muy poco tiempo, y proviene históricamente por igual de las tradiciones psicológica y médica. En el primer capítulo veremos los episodios sociales, políticos y científicos de la historia que han marcado su devenir. También se presentan algunos asuntos controvertidos dentro de la psicología que afectan también a su rama clínica, como la polémica entre el pensamiento organicista y el no organicista, que pese a su largo recorrido histórico está aún lejos de resolverse, o el dualismo mente-cuerpo, cuestionado también desde hace décadas pero del que la psicología no se ha desprendido todavía. Los siguientes dos capítulos están dedicados a las diferentes perspectivas que compiten en la comprensión de los trastornos psicológicos, que es lo mismo que decir los diferentes modelos teóricos en psicología clínica. Cada modelo supone en último término una conceptualización diferente de la naturaleza humana. ¿Qué somos? ¿La expresión de la actividad de un sistema nervioso? ¿El resultado de pulsiones y conflictos intrapsíquicos? ¿O seres inseguros en busca de identidad y sentido? Dependiendo de la posición que tomemos ante esta cuestión, daremos un tratamiento diferente a nuestros pacientes (clientes, usuarios o consultantes, como se quieran llamar). De entre todos los modelos, es de rigor empezar por el organicista-biomédico, pues es históricamente el primero y el de mayor relevancia social y económica a día de hoy. Se le dedica íntegramente el capítulo 2. En el capítulo 3 se repasan los principales modelos teóricos psicológicos que han generado escuelas clínicas dentro de la psicología. Para cada uno de ellos se exponen los postulados de los que parten, sus formas diferentes de entender lo psicológico –y a la postre la naturaleza humana– y el contexto y las razones de su existencia. Para terminar, se valora cada uno de ellos de forma crítica. Podría parecer trasnochado presentar un desglose de modelos en psicoterapia, ahora que la tendencia a la rivalidad parece haber cambiado por la disposición a la búsqueda de lugares comunes. Pero mientras esa esperada convergencia llega y no llega, sigue siendo necesaria una guía para desenvolverse en la confusión de terapias y de direcciones clínicas posibles. Además, por mucho que una propuesta integradora deje algún día obsoletos al psicoanálisis y a la modificación de conducta, éstos siempre formarán parte de la disciplina, aunque sea como la historia necesaria para entender cómo ha devenido esa aglutinación que contenta a todos. Después de esto se aborda un problema especialmente complicado en psicología clínica, que es el establecimiento de un límite entre lo normal y lo anormal, psicopatológicamente hablando. Existen muchas argumentaciones diferentesque intentan definir esta frontera, pero se trata de un asunto sobre el que no existe acuerdo en absoluto. En el capítulo 4 se presentan los criterios de anormalidad más utilizados o de más peso, ya sea teórico o práctico, y se analizan a la luz de su utilidad y de los problemas a los que remiten. Una vez explorados los criterios de anormalidad, el siguiente capítulo se dedica íntegramente a la anormalidad psicológica entendida desde la visión más ortodoxa y académica del trastorno mental. Se exponen las principales categorías diagnósticas y patologías que distinguen los manuales diagnósticos al uso, con referencia principalmente al DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), sobre el que se explican también su razón de ser y sus utilidades. Se intenta sobre todo entender cuáles son los criterios que utiliza el manual para incluir unos u otros trastornos y para agruparlos. Por último, el capítulo 6 está dedicado a las diferentes formas de actuar que se pueden encontrar en las consultas de psicoterapia. Como hemos dicho, la investigación en psicoterapias cada vez invierte más en la búsqueda de los elementos que son comunes a todos los modelos. Probablemente en el futuro la psicoterapia se basará en el conocimiento de esos factores, mientras que las diferentes escuelas pasarán a ser estilos personales de trabajar, más que los determinantes del trabajo que se hace. Pero a día de hoy, lo que ocurre en las consultas de psicoterapia depende sobre todo de la escuela en la que se ha formado el psicoterapeuta y por lo tanto del “idioma” que utiliza para la reconstrucción del problema clínico que le presentan. En este capítulo se verán algunas de esas transcripciones clínicas, las más representativas de las psicoterapias actualmente en el mercado. Al final se utilizará el ejemplo del consumo de alcohol para hacer una comparación de todas las perspectivas. Capítulo 1. La psicología clínica: qué es y de dónde viene Definición y delimitación La psicología clínica es una rama dentro de la psicología. La disciplina de la psicología abarca un campo muy amplio y por ello es difícil de definir. Dependiendo del diccionario o del manual que utilicemos, la psicología es la ciencia de la conducta, de los procesos mentales, del alma, puede ser una parte de la filosofía o una ciencia de la salud, un arte curatorio o una disciplina experimental. Probablemente es todo eso. En todo caso, la psicología clínica es, dentro de ese gran mar de conocimientos y prácticas, la parte interesada en los problemas psicológicos y en la conducta anormal (aunque señalar qué es normal y qué anormal en psicología es muy complicado, como se verá en el capítulo 4). Eso quiere decir que se ocupa de procesos que ocurren en personas individuales o en grupos pequeños, la familia como mucho –en eso se diferencia de la psicología social– y en lugares donde trascurre la vida real –en eso se diferencia de la psicología básica, más interesada en reproducir procesos psicológicos en los laboratorios para comprender su funcionamiento básico y enunciar generalidades–. La psicología clínica es la parte de la psicología que se ocupa del sufrimiento, y su razón de ser y objetivo último es aliviarlo. Dentro de la psicología clínica existen campos variados de trabajo, pero su foco principal recae siempre sobre problemas humanos de índole personal o interpersonal. Ludewig (1996) ofrece una interesante definición de la materia con la que trabajan los psicólogos clínicos. Los problemas clínicos se caracterizan, en primer lugar, por ser problemas de la vida, diferentes de los problemas técnicos o políticos. No se trata por lo tanto de desafíos objetivos (arreglar el grifo de la bañera o conseguir una hipoteca) ni de debates intelectuales (decidir si la guerra está justificada, convencer de que los espacios naturales se protejan), sino de escenas de la vida cotidiana en las que se repiten momentos de dificultad. En segundo lugar, en los problemas clínicos el comportamiento o manera de ser de una persona es valorado negativamente por ella misma o por otros. Es decir, esa forma de ser o de hacer las cosas desencadena sufrimiento o emociones negativas en alguien. Alrededor de esas valoraciones negativas comienzan a ocurrir acontecimientos variados, destinados principalmente a corregir el comportamiento original, pero que además encierran una demanda implícita de que alguien cambie algo, de modo que todo ello se enreda en una malla de quejas y acusaciones mutuas. Cuando los intentos de corrección fracasan y las reacciones de sufrimiento que genera la conducta original son tan importantes que empujan a los afectados a consultar a un profesional –el psicólogo clínico–, entonces éste reformulará el problema que le explican sus consultantes en función de la teoría clínica en la que se ha formado (conductista, psicoanalista, etc.). Ya tenemos un problema clínico. Un problema clínico en psicología entonces no es subjetivo ni objetivo, tampoco es un estado de cosas. Es la reformulación por parte de un profesional de una forma continuada de actuar de alguien que genera sufrimiento en sí mismo o en otros. A estos problemas generalmente suele llamárseles “trastorno psicológico”, o si nos parece muy grave incluso “enfermedad mental”, aunque veremos a lo largo del libro que ambas denominaciones son desafortunadas. Desde hace algunos años, al campo de trabajo de la psicología clínica se puede añadir casi todo el campo que tradicionalmente ha estado reservado a la medicina. Los avances de la psicología desde mediados del siglo XX y los cambios en las formas de enfermar en los países avanzados, más relacionados con los estilos de vida que con gérmenes o contagios, han redundado en que la psicología tenga mucho que decir sobre el sufrimiento generado por los problemas de salud, tanto en lo relativo a paliar sus consecuencias, como a evitar que aparezcan, como incluso a tratar las enfermedades en sentido estricto. Por eso en muchas ocasiones los términos “psicología clínica” y “psicología de la salud” aparecen juntos, como en los títulos de másteres y cursos de formación, en las divisiones de perfiles o asociaciones profesionales, etc., de forma que casi han llegado a formar un ámbito nuevo: la psicología clínica y de la salud. La psicoterapia es una de las actividades más importantes y conocidas de la psicología clínica, pero no la única. La psicología clínica comprende también el estudio de la etiología de los problemas clínicos, es decir, el análisis de las condiciones en las que suelen aparecer; su evaluación, que consiste en la puesta en marcha de procesos sistemáticos de obtención de información (tests estandarizados, por ejemplo) que pueda ser relevante en la toma de decisiones clínicas; su clasificación, que sirve para mantener la información clínica ordenada y poder manejarla y compararla; el diagnóstico, o proceso de identificación de trastornos previamente definidos por los manuales; la epidemiología, o estudio de cómo se distribuyen los trastornos psicológicos en las poblaciones. Es en la parte de intervención donde encontramos la ya mencionada psicoterapia, aunque la intervención psicológica incluye también otros procedimientos no estrictamente psicoterapéuticos, como los preventivos, la rehabilitación y el consejo o asesoramiento psicológico, que últimamente recibe los nombres anglosajones de coaching o counselling. Como cualquier disciplina científica –aunque quizá más, por ser su objeto de estudio complejo donde los haya–, la psicología clínica se enfrenta a ciertos problemas no resueltos que atañen a la psicología en general, pero que en clínica adquieren una proyección práctica y por lo tanto toda su dimensión. Se trata de asuntos más bien de carácter filosófico (epistemológico, ontológico), es decir, de asunciones de base. Por ejemplo: hasta qué punto debemos considerar los problemas psicológicos asuntos delcerebro; si los trastornos psicológicos son o no enfermedades; si cabe hablar de “causas” cuando se analizan los problemas clínicos. A través del libro se irán presentando cuestiones de esta índole con el objetivo de llamar la atención sobre ellas y mantenerlas sobre la mesa, pues lejos de pertenecer exclusivamente al ámbito de la discusión intelectual, determinan de forma muy relevante qué trato, en todos los sentidos de la palabra, le damos a las personas que presentan problemas clínicos. Utilidad de mirar a la historia La psicología clínica tal y como la conocemos hoy no existía hasta la segunda mitad del siglo XX. En el periodo entre las dos guerras mundiales se empezaron a extender tímidamente los gabinetes privados y despuntó la presencia de psicólogos clínicos en instituciones públicas, pero no es sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial –en seguida veremos por qué– cuando la psicología clínica se propagó con verdadero empuje. Hasta entonces, la asistencia profesional de “lo mental”, lo mismo que la de “lo físico”, estaba cubierta por la medicina. Los psiquiatras eran los encargados tanto de teorizar como de practicar sobre la enfermedad mental, en la pequeña –en comparación con hoy– medida en que se hacía. De hecho, casi todos los personajes de la primera parte de esta historia tenían una formación médica, ya fuera psiquiátrica, neurológica o ambas. Las dos fuentes históricas de la psicología clínica, la médica y la psicológica, han evolucionado de forma más o menos independiente. El conocimiento de esta co-evolución es indispensable para articular lo que ocurre en materia de la salud mental a día de hoy, para entender sin ir más lejos cómo nuestro sistema sanitario decide, ante un problema psicológico, si nos pone en manos de un psicólogo o de un psiquiatra. Por otro lado, la historia de la psiquiatría es en parte la de la psicología clínica también, aunque no al revés: la psiquiatría ha tenido un devenir histórico propio y más independiente, amparada dentro de la propia evolución de la medicina. En cierto modo, la historia de la psicología clínica es también la historia de la disputa por un espacio de trabajo. Frente a los psiquiatras por un lado, cuyo terreno está mucho más afianzado por herencia médica, y por otro frente a otras profesiones que también atienden a las personas mirando por su bienestar psicológico (educadores, asistentes sociales, enfermeros, incluso sacerdotes). La integración de los psicólogos clínicos en los sistemas públicos de salud mental, que en España comenzó en los años 80, ha sido un logro considerable, aunque no suficiente. Actualmente se reivindica la introducción de la atención psicológica especializada en atención primaria (Pérez Álvarez y Fernández Hermida, 2008). En los próximos decenios son de esperar nuevos avances en el ámbito de trabajo de los psicólogos clínicos. Presentar la historia de una disciplina al comienzo de un texto o de un curso puede parecer una forma estándar de empezar, o un adorno intelectual, pero no, lo cierto es que saber lo que ha pasado es la única forma de conseguir una idea medianamente completa del contexto en el que están ocurriendo las cosas ahora. En el caso de la psicología clínica y las psicoterapias se puede constatar que el hilo conductor de su historia es en realidad la historia de las ideas que se mantienen en cada época sobre la anormalidad psicológica, es decir, lo que en cada momento de la historia la gente piensa acerca de qué es la enfermedad mental. Ahora mismo no es de otra manera: la forma en que tratamos o intentamos entender la anormalidad psicológica está determinada por el concepto de enfermedad mental dominante actualmente, de modo que cuando alguien sufre por razones psicológicas solemos administrarle psicofármacos. La opinión más generalizada hoy es que la enfermedad mental pertenece sobre todo al terreno del sistema nervioso. En la Edad Media, en cambio, se consideraba relacionada con las fuerzas del bien y del mal, y en ocasiones el tratamiento era la hoguera. El paso de la teología al humanismo Como en cualquier otra disciplina, uno se puede remontar rastreando los orígenes tanto como desee, pero a efectos de comprender el origen de la psicología clínica es suficiente con retroceder hasta el Renacimiento, momento de la historia en el que el mundo occidental sufrió el cambio social, político y científico probablemente más trascendente hasta el siglo XX. En el Renacimiento se desplegó la corriente de pensamiento conocida como humanismo, que suponía una nueva concepción del hombre y del mundo. Los asuntos humanos dejaron de girar en torno a Dios, los ángeles y los demonios para pasar a ser objeto de explicaciones naturales. Se renovaron las artes y las ciencias, se avanzó en conocimientos que redundaron en cambios en la forma de vida; también la economía evolucionó y empezaron a disolverse las sociedades feudales. Comenzó de una tímida libertad, también de pensamiento. Algunos se atrevieron a manifestar desavenencias con la Iglesia –recuérdese a Galileo– y a afirmar que no es la gracia divina sino la actividad humana el punto de partida para entender las cosas. En el ámbito de la psicología todo esto se traduce en el paulatino abandono de la demonología propia de la visión teocéntrica medieval, que sostenía que la enfermedad mental era cosa de brujería, de posesión diabólica o bien consecuencia del castigo divino. La tradición cristiana medieval era verdaderamente pertinaz y consiguió durante mucho tiempo, incluso ya muy avanzado el Renacimiento, mantener a raya las voces disidentes en todos los ámbitos del conocimiento, entre ellas las que querían dar explicaciones naturales a la enfermedad mental. El español Luis Vives (1492-1540) o Paracelso (1493-1541) fueron ejemplos de ese intento1. El holandés Johann Weyer (1515-1588) en su De praestigiis daemonum (“De la ilusión de los demonios”) afirmó valientemente que las brujas, más que parientes del diablo, podrían ser víctimas de enfermedades mentales. La cuestión era que la visión teocrática servía a la Iglesia muy eficazmente para ejercer su preciado poder sobre las voluntades de la gente. Si las alucinaciones y los ataques histéricos o epilépticos eran cosa del diablo, entonces la Iglesia, como gestora única de lo sobrenatural, podía desplegar su maquinaria correctiva para ponerles remedio y de paso mantener al pueblo bien informado de la eficacia de su aparato represor. Lo cierto es que todo aquel que ponía en entredicho la voluntad divina, fueran astrónomos, brujas, herejes, enfermos mentales o mezclas de los anteriores, suponía una amenaza real para la institución eclesiástica, que en aquella época debía de sentirse seriamente amenazada ante los cambios sociales y políticos que anunciaban un futuro en el que perdería poder, como de hecho ha sido. Durante la Edad Media, no solo la enfermedad mental en tanto que concepto (teológico-demonológico) era competencia del clero, también lo era la atención a los enajenados. Ésta no consistía prácticamente en otra cosa que en el acogimiento o manutención por parte de religiosos en instituciones monacales, y ello en virtud de su condición de desamparados, no de su condición de enfermos. Por otro lado, los “tratamientos” para esos males también eran administrados exclusivamente por la Iglesia y consistían en la tortura, el exorcismo o la hoguera. No eran los médicos sino los curas los que trataban la epilepsia, rociando al interesado con agua bendita en el mejor de los casos (Cullari, 2001). Como vemos pues, tanto el ámbito de la explicación (equivocada) como el de la atención (poca o contraproducente) de la conducta anormal se mantuvieron durante todo el Medioevo en manos del clero. La medicina y los médicos estaban relegados al estudio de lo físico, de manera que quedara claramente delimitado y reservado para la Iglesia un amplio campo de actuación en lo espiritual.Y la psicología por entonces no existía todavía en absoluto. A pesar de su empeño, la Iglesia no consiguió frenar el avance de la ciencia (y se esforzó mucho). Los cambios que estaba experimentando el mundo y las formas de vida eran de profundo calado. En la primera mitad del siglo XVI se vivió una época de prosperidad económica sin precedentes, gracias al comercio incipiente con las recién descubiertas Indias Occidentales y a una pequeña revolución industrial, textil sobre todo. Ello trajo consigo un éxodo del campo a las ciudades, más prósperas, que aumentaron mucho su población en poco tiempo. En consecuencia, la población errática y de indigentes, entre ellos muchos enfermos mentales, se hizo visible y empezó a constituir un problema comunitario, fenómeno por cierto que conocemos bien en nuestros días. Como respuesta a esa nueva situación social, las instituciones se vieron empujadas a emprender obras públicas: en los siglos XVI y XVII se acometen los primeros saneamientos urbanos, se reservan en las ciudades espacios para el recreo público, y también se construyen los primeros asilos no religiosos destinados a acoger enfermos mentales. Otra circunstancia que ayuda a entender el devenir conceptual de la enfermedad mental en el Renacimiento fue el rápido e inesperado retroceso de la lepra en Europa a finales del siglo XVI. Las razones del cambio en el patrón epidemiológico de esta enfermedad no son claras, pero el hecho es que los leprosos prácticamente desaparecieron (Ackerknecht, 1992), pero dejando en varios sentidos un vacío. No solamente las leproserías se despoblaron, también quedaron vacantes la estigmatización, la exclusión y el miedo al contagio y a lo diferente, que en parte fueron asumidos por la vagabundez y la enfermedad mental (Foucault, 1961). La sustitución de creencias demonológicas por posibles causas naturales es de una relevancia histórica incuestionable, como lo es la asunción de la responsabilidad sobre los enajenados por parte de las autoridades civiles. Pero también hay que decir que el panorama de esa pobre gente no mejoró gran cosa con esos avances sociales. Los tratamientos, por llamarlos de algún modo, siguieron consistiendo en toda una serie de horrores y torturas, ayunos de comida y agua, camisas de fuerza, encadenamientos, eméticos, lavativas… (Postel y Quétel, 1994). Por entonces comienzan los tratamientos de shock – cuya versión moderna, el electroshock, sigue en uso–, como la inmersión en agua helada, o la silla giratoria, en la que se hacía rotar al paciente hasta que perdía el conocimiento o sangraba por la nariz. Lo que diferencia estos procedimientos supuestamente curativos de los mediavales anteriores no es precisamente su eficacia, sino su fundamento racional: la teoría galeno-hipocrática de los cuatro humores y su proporción equilibrada en las correspondientes partes del cuerpo. Basándose en la idea original de Hipócrates, Galeno había relacionado los cuatro humores (etimológicamente líquido corporal, fluido), con otros tantos tipos de ánimo o formas de sentir2: sangre y optimismo, correspondientes al corazón; bilis amarilla y cólera (hígado), bilis negra y melancolía (bazo), flema e indiferencia (cerebro). Pues bien, la silla giratoria perseguía teóricamente remover la sangre que se suponía congestionada en el cerebro para restituir su distribución normal en el organismo. No era por lo tanto un castigo ni un ritual supersticioso, sino un método basado en la ciencia. En resumidas cuentas: en el Renacimiento la medicina rescata la enfermedad mental del dogma eclesiástico, pero puede hacer muy poco por ella. El extraordinario florecimiento y avance de las ciencias permitió descubrimientos tan importantes como la rotación de los planetas o la circulación de la sangre, pero en materia de salud mental no se superó a Galeno. La Ilustración La época de las luces (siglo XVIII) es el momento de la historia en que por primera vez las ideas empiezan a estar por encima de los dogmas. Impera el espíritu crítico, el cuestionamiento racional de los fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es la ciencia. Los adelantos ilustrados en materia de física o de biología no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento científico en el siglo XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos “ciencia mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver las cosas que consiste en considerar que los organismos son comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el enfermo mental adolece de un fallo en algún lugar de su organismo. Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero se suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera el que fuere, era el que comprometía su marcha normal. El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de comprender desde nuestra visión actual porque se corresponde con el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia de que el extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos decenios nos permite ahora dar nombre a algunas sustancias neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente partes en el sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar –la teoría clínica que está detrás– es la misma: si bien el entorno influye más o menos, lo que padecen los trastornados mentales son básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún fármaco o intervención médica. Es una visión correctiva, propia por lo demás de la medicina convencional en general, que considera que se debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar lo que falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin tener en cuenta que una parte considerable de lo que se pretende corregir bien pueden ser procedimientos que el propio organismo ha puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección (la fiebre, la tos, el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este particular la original visión de la llamada “medicina evolutiva” de Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la ciencia mecanicista considera la enfermedad mental un proceso básicamente somático susceptible de ser corregido con intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya casi en el siglo XX, cuando se empezaron a ver las cosas de otro modo, pero de esto nos ocuparemos más adelante. La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber estado durante siglos sometidas al pensamiento dogmático y oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto bajo la lupa de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias (los síntomas mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno religioso y les habían estado vedadas. Por eso la ciencia era poco espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con fines científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano diseccionándolo. La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las grandes colecciones y de los primeros museos. La zoología y la botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de especies extrañas a las que había que dar nombre y un orden. Así que también es la época de las grandes clasificaciones, la de Lineo3 por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad biológica recién descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico empezaron también a clasificarse las enfermedades y hubo algunas tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las enfermedades mentales en su Psiquiatría nosográfica,que hoy nos resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía, la manía, la demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros ensayos dentro de la tradición clasificatoria que también continúa hoy en forma de nuestros actuales sistemas de diagnóstico, principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental diseases) y el capítulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos referencia en varias ocasiones a lo largo de este libro. El mesmerismo No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la psicología clínica actual, pero su interés histórico, aunque anecdótico, es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de su artífice ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de ciencia y salud mental, así que estudiarlo nos ayuda a comprender muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un médico alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría del magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el universo entero y que lo interconecta todo, incluido el cuerpo humano. En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es original, sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía. Si se produce en nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir magnético enfermaremos, y para lograr la curación debe redistribuirse el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la naturaleza magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes, pero pronto se dio cuenta de que no eran necesarios. Personas especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar. Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy ritualizadas y teatrales, en las que se inducía la transmisión del fluido animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la energía del magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares y mirándolo a los ojos. En la época existía una gran afición por los artefactos físicos (se estaban inventando los termómetros, los telares, las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el fluido animal que alcanzó gran fama. Y puesto que se trataba de restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar al paciente –en sentido literal– induciéndole a entrar en crisis, lo que aumentaba su efecto teatral y contribuyó a su popularidad. Pero contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de superchería y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas no tenían fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se había mudado veinte años antes para estudiar Medicina, instalándose en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y exitosa. Pere hete aquí que la academia de ciencias de Paris llegó a las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le acusaron de fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que también tuvo que abandonar la ciudad para consternación de sus pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse quieta, denunció también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso estaban sus exorcistas. Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto social. Las damas de la época, igual que un siglo más tarde con Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos, ataques, parálisis y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento eran la hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy notable (las mujeres de la plebe por supuesto no podían permitirse los tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por algunas fuerzas científicamente aceptadas pero también invisibles. No mucho antes, Newton había enunciado la ley de la gravitación universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza igualmente incorpórea. A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que ésta supuso un avance conceptual respecto a la superstición prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio, Mesmer tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas de la época, el Padre Gassner, con gran repercusión en la opinión pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el sacerdote conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del magnetismo animal, que se desencadenaba con los ritos del exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar al demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era intelectual, donde Mesmer defendía un tratamiento natural basado en la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista uno sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los científicos se pusieron de la misma parte para derrotar al enemigo común: un hechicero charlatán al que las damas adoraban. Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance. Cuando se le silenció, algunos seguidores suyos probaron a sustituir las crisis que él inducía en sus consultas por un estado de relajación, con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance pero sin agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de conciencia” especiales, los pacientes contestaban a preguntas y seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos hipnóticos conocidos hoy. La primera gran reforma Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran fraudulentos o no, nada tenían que ver con la vida que llevaban los residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual era que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que sobraban de las calles o de otras instituciones: homosexuales, prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo que esperar hasta la Ilustración, pero al fin algunos profesionales empezaron a ser conscientes de que el trato a aquellas pobres gentes no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco proporcionaría mejoría o curación, antes al contrario. El ya mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más importante de este movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos coercitivos y de las condiciones inhumanas en los asilos. Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar como médico en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó a ello. En 1795 fue nombrado director médico de La Salpêtriére4, donde puso plenamente en práctica sus reformas. Gracias a Pinel y a otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental, pasando de ser una especie de prisión a un lugar donde investigar, observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a partir de observaciones sistemáticas de los pacientes, en base a las cuales construyó la rudimentaria nosología antes mencionada. Su método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura o mejoría y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó considerablemente la mortalidad entre los internos y aumentó el número de curaciones. No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin ubicarlo en el momento en que las llevó a cabo. Hacía pocos años que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla, donde estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos para la monarquía, rebelándose contra la desigualdad y la injusticia social y contra el poder absoluto de los gobernantes. A partir de la Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político – además de social y cultural–,triunfan las ideas del derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad, y los estados se convierten en garantes de esos derechos. El mundo occidental que ahora conocemos, que promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento básico, comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la Ilustración. Antes de entonces, la forma normal de pensar, incluso de las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora abominable (Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma legítima de explotación económica, que pegar a los niños es necesario, que los matrimonios deben concertarse y casar a las mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados, los ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones eliminados… Las ideas de tolerancia y respeto, la educación por la razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque nos parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas. Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica sea el llamado “tratamiento moral”, como contrapartida al trato inhumano anterior a sus reformas. Como suele ocurrir, no fue Pinel quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo sistematizó y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el tratamiento moral (moral en su acepción de espiritual o de estado de ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda resultar de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las necesidades de los internos, en proporcionarles ocupación, en interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se basa en el sentido común y en la idea ilustrada de que las personas pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables. Como no podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes efectivamente mejoraban y abandonaban las instituciones, en las que de otro modo habrían estado recluidos de por vida. Pero fracasó con otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aún cuando se les trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los enfermos de sífilis, que representaban un porcentaje importante de la población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de internados en los asilos, que hacía inviable la atención personalizada que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito y fracaso. El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos, pero en la Ilustración, lo mismo que en el Renacimiento, no se avanzó gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso sí, se puso de manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de la naturaleza psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica de la enfermedad mental, que está lejos de ser resuelta. A principios del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis, Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido siempre tratado como locura. Ya se sospechaba, por tratarse de una enfermedad contagiosa, que su causante era un microorganismo; de hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente (pálido) y rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte impulso a la idea de que todos los trastornos mentales tienen una base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que médicos y biólogos avancen lo suficiente en sus conocimientos para ofrecernos las soluciones. El siglo XIX El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque al principio todavía no llevara ese nombre. Como es sabido, Wilhelm Wundt (1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto, aunque su formación era médica. Su ambición principal era establecer la psicología como una ciencia natural, utilizando los procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber, la observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto de estudio eran aquellos procesos psicológicos a los que se puede aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las sensaciones, la percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros psicólogos clínicos se interesaban fundamentalmente por estos procesos e intentaban resolver en base a ellos sus problemas clínicos. Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más popular, la de descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad del siglo XIX triunfaba la química. Fue la época de los elementos y sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por Mendeleiev (1834-1907). Por medio del análisis se habían logrado revelar los últimos componentes de la materia y desentrañar cómo sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y quiso analizar la mente para encontrar sus elementos últimos (sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad, duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a procesos más complejos (conceptos, intenciones) (García Vega, 1989). Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de búsqueda de generalidades. Además de hacer de la introspección un método fiable, su propósito era obtener leyes comunes, dar con la estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos. Era por lo tanto un psicólogo básico, no estaba interesado en las intervenciones en personas concretas para mejorar algún aspecto de sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el considerado por la historia como el primer psicólogo clínico. Estudió psicología con Cattell en EEUU y después se doctoró en Leipzig con Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un caso, el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía. Debió de tener un cierto éxito porque después vinieron más y así se estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological Clinic. Para 1914 ya había en los EEUU unas 20 clínicas psicológicas: nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las pioneras. Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus teorías, pero hay que reconocerle el mérito de haber sentado las bases de una nueva profesión: los psicólogos que ayudan. Además, a él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un adelantado a su tiempo, su influencia posterior fue escasa. Su enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt, lo cual no encajaba bien con la american way of life, más funcionalista, más pragmática. La América del cambio de siglo estaba formándose a ritmo de aplicaciones y de know how –qué hacer para lograr mayor rendimiento, cómo progresar–. En ese contexto, el interés por cuál pudiera ser la estructura interna última de las cosas era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y obtener resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una sencilla estructura ello-yo-superyo, frente al complejo estructuralismo estático de Wundt) pronto se extendieron y llegaron a ser la ideología psicológica prevalente en clínica durante medio siglo. En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología continuaba desarrollándose, principalmente desde Paris. Jean-Martin Charcot (1825-1893) fue también director de La Salpêtriére y disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos personajes importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot empezó a estudiarse la histeria, que los neurólogos consideraban más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna relación con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en proponer que un trauma emocional pudieraser el desencadenante de los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de estas consideraciones durante sus prácticas. Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc., nos resultan hoy muy familiares, tanto que han pasado a formar parte de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero en su momento fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente, por ejemplo, es completamente revolucionario. Para empezar, no puede medirse ni observarse, cuando toda la ciencia de la época se basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón –lo que mueve al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo inconsciente, lo incontrolable–, cuando la racionalidad era la base de la filosofía positivista imperante entonces. Un modelo que proponía algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo pudo prosperar porque no surgió en el seno de la psicología académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La medicina estaba aún entonces profundamente influida por el mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en ella lugar para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le secundaban fueron capaces de convencer a la opinión pública y a la postre a la comunidad científica de que era necesario considerarlo para entender la conducta humana. Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma de Charcot, ya estaban presentes antes de Freud. Como en el caso de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera, sino sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en esas ideas evoca abiertamente los principios recién descubiertos de la termodinámica, lo mismo que las ideas de Wundt nos recuerdan a la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación de la energía a las fuerzas mentales. La historia de la ciencia está llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces dan lugar a novedades realmente fértiles. Las guerras mundiales La evolución de la psicología clínica como profesión, que había comenzado con Witmer, fue exponencial gracias (es un decir) a las dos grandes guerras. La de 1914 fue la primera guerra moderna de la historia, entre otras cosas porque promovió un uso racional de los recursos humanos para optimizar resultados. Movilizó a profesionales que debían evaluar y clasificar a los soldados en torno a sus capacidades intelectuales y a su estabilidad emocional, para asignarles los destinos más apropiados. Así fue como la guerra impulsó indirectamente el desarrollo de toda una vertiente de la psicología clínica: la evaluación y la clasificación. El desarrollo explosivo la vertiente de intervención fue posterior. Las aproximadamente veinte clínicas psicológicas que había en EEUU a principios de siglo aumentaron solo un poco en el periodo de entreguerras (llegaron a ser unas treinta en 1930). Fue la Segunda Guerra Mundial la que modificó el curso de la historia clínica y a partir de ella hemos llegado a la situación actual, con gabinetes de psicología en casi cada esquina de las ciudades de nuestro entorno cultural. Fue justo a su término, en 1945, cuando se creó la división de “Psicología Clínica” dentro de la todopoderosa American Psychological Association. La Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Vietnam destruyeron muchas vidas y también dejaron a miles de soldados (americanos) con lesiones graves. Las físicas eran compensadas con sus correspondientes pensiones como veteranos mutilados de guerra, pero las secuelas neuropsiquiátricas, o psiquiátricas a secas, eran más difíciles de evaluar y valorar. Pero al fin y al cabo sufrían como consecuencia de haber participado en la contienda y había que ocuparse de ellos. Fueron las asociaciones de veteranos las que exigieron y consiguieron un gran número de profesionales, entre ellos psicólogos clínicos, para atender sus necesidades. Se invirtieron grandes sumas de dinero público para formar nuevos profesionales que pudieran hacerse cargo de las tareas de diagnóstico y atención neurológica y psicosocial. Es así como se integra la psicología clínica en las instituciones y como queda reconocida y ratificada como profesión. A la obligación de un estado de asumir las consecuencias de sus guerras tenemos que agradecer la espectacular expansión de la psicología clínica en la segunda mitad del siglo XX. Como se ve, fueron razones políticas y de presión social las que han hecho avanzar a la psicología como disciplina profesional, no tanto factores científicos o de adelanto tecnológico, lo mismo que lo que llevó a cambiar la vida de los enfermos mentales en el siglo XVIII fue el empuje cultural de la Ilustración, y no avances científicos. La importancia de los acontecimientos políticos en el devenir de una disciplina es esencial. Excurso: La iatrogénesis La iatrogénesis o iatrogenia (del griego iatros, médico) es el fenómeno según el cual una intervención médica genera un problema de salud. El ejemplo más básico de iatrogénesis serían las infecciones que se contraen en los hospitales, donde, como es obvio, abundan los gérmenes patógenos. Es iatrogénica toda aquella afección o dolencia que es provocada por el propio médico a través de su actuación profesional, y en un sentido amplio también la provocada por los establecimientos o instituciones sanitarias. Por extensión y del mismo modo, podemos llamar iatrogénico en psicología a todo aquel mal generado por los psicólogos clínicos en el ejercicio de su actividad. Acabamos de ver cómo fue a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando la psicología clínica empezó a prosperar y a desarrollarse vigorosamente, coincidiendo con la demanda administrativa y social de ocuparse de los afectados por la guerra. Pero también coincidió con un fuerte desarrollo económico y con el florecimiento de la sociedad del consumo y del ocio. En un contexto social menos favorecido, la psicología clínica como la conocemos en nuestro mundo opulento no es posible, simplemente porque no se puede costear. Pero aún hay más. La sociedad del ocio tiene los medios económicos, pero también genera la demanda: se ha vuelto sensible y consciente de sí misma en una dimensión excesiva (hiperreflexiva, dirían Pérez Álvarez y García Montes, 2006; o Pérez Álvarez, 2008). La preocupación sobre cómo satisfacer las necesidades básicas ha sido sustituida por la pregunta acerca de la propia felicidad. Los individuos están enseñados a replantearse constantemente su propia condición y parece ser una máxima irrenunciable ser felices casi todo el tiempo, además de permanecer jóvenes, guapos y vigorosos. Como esto sencillamente no es posible, acudimos a profesionales y farmacéuticos para acercarnos lo más posible a esa quimera de forma artificial. Es lo que se llama iatrogénesis social (Pérez Álvarez, 1999), consistente básicamente en la medicalización y psicologización de la vida cotidiana (podríamos añadir la también cada vez más frecuente judicialización, cuando hacemos intervenir a las autoridades para la resolución de conflictos de naturaleza privada, como problemas de pareja, familia o vecindario). La resignación o la conformidad ante el malestar, ya sea éste la melancolía, la jaqueca, las arrugas o la música de los vecinos de arriba, casan mal en nuestra sociedad. Con el cambio además de la forma de vida rural a la urbana, acontecida en nuestro país en torno a los años 60 del pasado siglo, la estructura y función de las relaciones familiares y sociales más cercanas han cambiado de forma esencial. Una consecuencia de ese cambio es que la capacidad de absorción del sufrimiento o aún de la anormalidad por parte de estas redes ha disminuido considerablemente. En un ambiente de baja tolerancia al malestar, cualquier malestar puede ser presentado comoun trastorno. Es también en la época de la posguerra mundial cuando se empieza a hablar de un cuadro clínico nuevo, el ahora muy famoso trastorno por estrés postraumático. Este síndrome está actualmente clasificado dentro de los trastornos de ansiedad y se diagnostica a personas que han sufrido una experiencia emocionalmente muy amenazante y que ha comportado peligro físico: sobrevivir a un accidente, sufrir una violación, participar en un conflicto armado. Pues bien, como expone de forma muy elocuente Pérez Álvarez (ibid), llama la atención cómo la comunidad científica empieza a describir y a aceptar la “existencia” de este trastorno precisamente cuando un importante grupo de presión, las asociaciones de veteranos de guerra, está intentando que se reconozcan lesiones que impliquen pagas y atención sanitaria a quienes han sufrido experiencias traumáticas en combate. No es un caso singular. La puesta en escena pública de determinados trastornos de forma coincidente con ciertos intereses comerciales o ciertas necesidades sociales puede advertirse con frecuencia. De esta crítica se han hecho eco algunos autores, por ejemplo Nesse y Williams (2000), Blech (2004), Mosher et al. (2004) o González Pardo y Pérez Álvarez (2007). No puede ser siempre casualidad que algunos síndromes que antes no existían o que no revestían particular interés salten a la luz al mismo tiempo que es descubierta por algún laboratorio alguna sustancia que de alguna forma influye en algún síntoma de ese síndrome. La comercialización de una pastilla que puede aumentar el deseo sexual en las mujeres (la “viagra rosa”) coincide con la descripción de la supuesta disfunción sexual femenina. Las voces más críticas claman contra el tráfico de enfermedades, cuyo fin es ampliar el mercado ampliando el espectro de lo que consideramos patológico, convirtiendo al mayor número posible de personas en “enfermos” y por tanto en potenciales consumidores de fármacos (Moynihan, 2008). Es un buen ejemplo, si bien perverso, de iatrogénesis social, según la cual la sociedad excesivamente preocupada de sí misma, al volcarse en la búsqueda y estudio de sus trastornos, los genera, puesto que convierte en enfermedades lo que antes era normal. La controvertida historia del trastorno de personalidad múltiple (llamado ahora trastorno de identidad disociativo) se puede entender también como ejemplo de iatrogénesis, pues reúne todos los elementos controvertidos que le son propios, desde la cuestionada existencia misma del trastorno hasta los excesos cometidos por los profesionales en su nombre. El trastorno se define por la coexistencia de varias identidades independientes, incluso más de veinte, que toman el control alternativamente en una misma persona. Antes de que el DSM lo incluyera en su edición de 1980 –con el nombre antiguo– y llamara así la atención sobre su existencia, apenas se reparaba en él, pero pasó de pronto a encabezar datos epidemiológicos. Los extraños estados de conciencia característicos del trastorno se conocían sobre todo por la literatura y el cine (Las tres caras de Eva, dirigida por Nunnally Johnson en 1957, o Sybil, una novela de Flora Rheta Schreiber de 1973), pero empezó a diagnosticarse masivamente en EEUU coincidiendo con un cambio cultural importante: el retroceso del puritanismo en los años 80 y una atención más abierta a la sexualidad en general y a los abusos sexuales en particular, a menudo presentes en la biografía de las personas con varias identidades (Hacking, 1995). Es un excelente caso de crecimiento conjunto: explicaciones por parte de los especialistas coinciden con el momento social y comparten intereses con determinados grupos de presión –en este caso, personas que han sufrido abusos graves en la niñez–, que se refuerzan mutuamente. En el caso de la personalidad múltiple, el péndulo basculó demasiado fuerte y algunos pacientes interpusieron denuncias contra sus terapeutas por haber hecho supuestamente más severo el cuadro, o incluso por estimular el recuerdo de hechos (horribles) que no habían ocurrido. Estas denuncias coincidían en su fondo con la opinión de algunos profesionales críticos, que sospechaban que las diferentes personalidades bien podían ser creaciones clínicas, dado que algunas sólo aparecían durante las sesiones de terapia. El terapeuta, en su afán por encontrar todo lo que “hay” (muchas personalidades), lo que consigue es generarlas, en un proceso de creación clínica en equipo, donde el paciente elabora ad hoc personalidades nuevas para satisfacer la demanda de su psicólogo. Se trataría de un proceso manifiestamente iatrogénico, que atribuye además a esas personalidades la naturaleza de “cosa” escondida susceptible de búsqueda. La cuestión es que ni los recuerdos son filmaciones más o menos fieles de las cosas que han pasado, ni las vivencias psíquicas consisten en realidades que estén en alguna parte. Más bien procede considerar que la materia con la que trabajan los psicólogos clínicos es en gran parte construida. [1] Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil Roales- Nieto, 1986. [2] Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el término temperamento, que significa “mezcla proporcionada” (de los humores). [3] Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de nomenclatura botánica y zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de cada especie se expresa mediante la referencia primero al género en mayúscula (Homo) y después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en cursiva. La letra L mayúscula que acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris Linnaeus, la ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó. [4] El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de munición que había en el mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno complejo hospitalario. Capítulo 2. El paradigma médico en psicología Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia Paradigma, aproximación, modelo y teoría son conceptos cercanos que a menudo se usan como sinónimos. Vienen a significar perspectiva, modo de mirar las cosas. Modelo es más concreto y más cercano a teoría. Se suele usar de hecho la expresión sintética “modelo teórico” por la idea de que una teoría científica es en definitiva un modelo o representación del trozo realidad que trata de explicar (la teoría de la selección natural trata de explicar la evolución de las especies y es por lo tanto un modelo de la misma, por ejemplo). En el caso que nos ocupa sería más correcto hablar de paradigmas o aproximaciones, (el “paradigma médico” o la “aproximación organicista”) pues son términos más amplios, más cercanos a “punto de vista”, y reservar modelo o teoría para tesis concretas: la teoría del condicionamiento operante o el modelo psicodinámico adleriano, por poner dos ejemplos que nos incumben. Pero como quiera que lo habitual en los textos es el uso indistinto de estos términos, así se procederá también en los siguientes capítulos; quede en todo caso indicada la diferencia. Por otro lado, médico en este contexto es sinónimo de organicista, biológico o biomédico. Aunque para abreviar suele decirse “modelo médico” cuando queremos decir “modelo biomédico”, para ser exactos hay que reconocer que existen modelos médicos que no son organicistas ni biomédicos, como el modelo propio de la Medicina Tradicional China, cuya expresión más conocida en occidente es su principal método terapéutico, la acupuntura; o el modelo homeopático, formulado en la primera mitad del siglo XIX por el médico alemán Samuel Hahnemann según el principio de que lo semejante cura lo semejante (simila similibus curentur). Estas teorías médicas no son biomédicas, puesto que considerany tratan a las personas como seres completos, no solo la dimensión orgánica de la enfermedad. De modo que cuando a partir de aquí se hable del modelo médico, quede dicho también que nos estamos refiriendo al modelo biomédico u organicista o biologicista, el propio de nuestra medicina convencional y de nuestro sistema de salud casi al completo. Un modelo en ciencia es una forma de ordenar y conceptuar un área de estudio. En el caso de la psicología clínica se trataría de ordenar y conceptuar la conducta anormal y los problemas humanos del tipo que hemos definido como problemas clínicos, y ello de un modo que nos permita explicarlos e investigarlos y que adicionalmente nos proporcione pautas para introducir cambios en ellos. Un modelo está constituido en primer lugar por unos postulados básicos, que son un conjunto de asunciones, muchas veces incomprobables –y por lo tanto fuente inagotable de discusión– sobre cómo ese modelo define y caracteriza aquello que estudia. El modelo enuncia también unas reglas que permitan explicar o predecir el comportamiento de los elementos dentro del campo de estudio. También suele contener un cuerpo de conocimientos estratégico relativo a la forma de controlar esos elementos (en nuestro caso, intervenir sobre los problemas clínicos, generar cambios en las vidas de las personas que sufren). Lo que ocurre normalmente en una disciplina es que la mayoría de la comunidad científica coincide en esos supuestos y postulados principales comunes, sobre los que se apoya todo el quehacer y el saber científico. Por ejemplo, casi todos los biólogos están de acuerdo en que en algún momento en el pasado terrestre hubo un paso de la química inorgánica a la orgánica que dio lugar a las primeras moléculas sobre las que después evolucionó la vida, y que las especies cambian entre las generaciones deviniendo en otras a través de los milenios. Están de acuerdo por lo tanto en un paradigma, el evolucionista, aunque después haya teorías diferentes que expliquen cómo sucede la evolución, entre ellas la de la selección natural, o la del equilibrio puntuado, o la de la selección orgánica de Baldwin. Es cierto que los paradigmas cambian, pero suelen durar muchos años si no siglos y suelen ser fisuras importantes en el paradigma antiguo, o bien descubrimientos revolucionarios que no tienen cabida en él, los que hacen que uno sea sustituido por otro. En psicología, sin embargo, vivimos una situación peculiar: la coexistencia no ya de dos, sino de varios paradigmas diferentes, que a pesar de ser irreconciliables y partir de asunciones diferentes, sobreviven adyacentes, con más o menos polémica pero sin desbancarse unos a otros. El objeto de los siguientes capítulos es mostrar estos paradigmas desde un punto de vista crítico. Los postulados del modelo biomédico El modelo biomédico fue el primero que se aplicó al conocimiento de la enfermedad mental y la conducta anormal. Como ya hemos visto en el capítulo anterior, durante los siglos XVIII y XIX toda la ciencia, medicina incluida, estaba cargada de un fuerte sesgo mecanicista- organicista, que considera que lo mental es un asunto del cuerpo y que el cuerpo es comparable a una máquina. Las enfermedades vienen a ser averías en la máquina y el tratamiento la reparación de la avería. Los espectaculares progresos de las ciencias físicas, químicas y biológicas dieron cancha a esta forma de entender las cosas, que gozó de pleno esplendor durante toda la edad moderna. En lo que respecta a la psicología, tuvo que llegar el siglo XX para que aparecieran ideas diferentes, aunque ello no quiere decir que la aplicación del modelo médico en el campo de la psicología haya perdido fuerza, antes al contrario, se podría afirmar que hoy en día sigue siendo el modelo dominante y más extendido, al menos en los sistemas públicos de salud y cajas de seguros, amparado por la enorme fuerza que tienen en la opinión pública y en los medios de comunicación determinados descubrimientos científicos. En los últimos decenios, los avances en materia de genética, bioquímica y neurofisiología disfrutan de una celebridad y una preeminencia mediática sin precedentes. Estamos acostumbrados a que nos muestren vistosas técnicas de neuroimagen en prensa y televisión. Se han vuelto cotidianas las noticias sobre el hallazgo de genes responsables de los más variados comportamientos, desde la esquizofrenia hasta la dependencia de sustancias, pasando por la infidelidad masculina (compruébese por ejemplo la entusiasta difusión en los diarios en septiembre de 2008 del descubrimiento por parte del prestigioso Instituto Karolinska de Suecia de un gen relacionado con la capacidad de compromiso sentimental). Existe pues una opinión bastante generalizada, incluso entre muchos psicólogos, de que toda la vida humana está en último término determinada por los procesos químicos, genéticos o cerebrales, y que los avances de la neurobiología o neurofisiología serán los que a la larga nos proporcionen las claves para la comprensión de nuestras vidas. Mientras tanto y provisionalmente tendremos que hacer investigación psicológica subsidiaria, una ciencia imperfecta y parcial, para írnoslas apañando. Lo mismo pues que se pensaba en tiempos del descubrimiento de la huidiza bacteria de la sífilis. Si nos atenemos a esta idea, defenderemos el modelo biomédico como el principal, por ser el que estudia, atiende y trata de entender el cuerpo. Su anatomía, su fisiología, el funcionamiento de sus órganos y orgánulos. Las asunciones que subyacen a la aproximación médica en el campo de la psicología son las mismas que cuando trabajan sobre cualquier otra parte del organismo, a saber: Cuadro 1. Postulados del modelo biomédico • Las personas pueden estar sanas o enfermas. Existe una frontera clara entre lo normal y lo patológico. • Quien tiene un problema clínico está enfermo y por lo tanto presenta una patología. • Además de su naturaleza clínica, las enfermedades ostentan también una naturaleza biológica, son entidades (que se “tienen” literalmente). • Toda enfermedad, ya sea mental, infecciosa, dermatológica, etc. y sus síntomas son consecuencia de alteraciones orgánicas subyacentes. El problema clínico y todas sus manifestaciones son expresiones de un problema que se localiza dentro del individuo y cuya naturaleza es orgánica. • Las enfermedades son concretas y tienen una causa orgánica específica. Los síntomas son anuncios de la existencia de esa causa. • Las enfermedades mentales, lo mismo que las otras, deben estudiarse y clasificarse para que la información clínica pueda ordenarse y que exista acuerdo en los diagnósticos. • El diagnóstico es el conocimiento necesario para decidir la intervención más adecuada. La visión biomédica de la locura Es comprensible que en la aproximación biomédica al trastorno mental se iguale la mente con otro órgano, pues si así no fuera, no cabrían hospitalizaciones ni tratamientos ni cobertura por parte del seguro. Y para que haya hospitalización o tratamiento debe haber antes un diagnóstico, de manera que la medicina, siguiendo (o para poder seguir) los procedimientos que le son propios, considera naturalmente la locura como una enfermedad con todas las de la ley, es decir, conforme a los postulados del cuadro. Para que la cosa no se quede en una pura metáfora, es necesario que la mente (enferma) posea unas características patológicas identificables, de las cuales los síntomas psiquiátricos serían la expresión o la consecuencia, lo mismo que las manifestaciones de la patología de los órganos son los síntomas de la enfermedad. Se busca entonces para la locura su patología de base: genética, neurológica o bioquímica. La concepción médica de la locura siempre ha estado asociada al uso de métodos correctivos para eliminar comportamientos socialmente no aceptados. Szasz (1960) plantea que todo el aparato médico psiquiátrico –sobre todoantes de la segunda reforma, la que llevó desde el movimiento antipsiquiátrico iniciado en los años 70 a desmantelar los manicomios–, no es sino un aparato represivo contra una suerte de “paradelincuencia”, constituida por todas aquellas conductas que, siendo atípicas, molestas o inaceptables, no alcanzan la gravedad que les permitiría ser sancionadas por el aparato judicial (ver capítulo 5). Un modo de mantenerlas a raya es clasificarlas como señales de enfermedad mental. La idea es lógica, a poco que se recapacite. Precisamente, la utilidad principal de los diagnósticos psiquiátricos es el de tomar decisiones sobre farmacoterapias, hospitalizaciones e incapacitaciones, es decir, medios de mantenimiento del orden público. El modelo biomédico despoja tanto al síntoma como al diagnóstico de todo lo que no sea la pura mecánica de su comprobación y su recuento. Así por ejemplo, no importa que el síntoma sirva como herramienta de comunicación, que el paciente esté expresando algo a su través, o qué sea lo que expresa. También queda despojado de su funcionalidad, que es lo mismo que decir del puesto que ocupa en la vida de quien lo padece y de su entorno. El síntoma además se vacía, pues lo que interesa a efectos de diagnosticar es que se sufran alucinaciones y cuántas veces, pero no cuál sea el argumento de las mismas. Por último, el proceso médico elimina también el contexto y la historia del propio síntoma, es decir, todo el entorno social, familiar o educativo que haya finalmente devenido en su desarrollo; si acaso se pregunta por posibles enfermedades mentales padecidas en generaciones anteriores, por si hubiera un componente genético. Es por lo tanto una visión de la locura limpia y sencilla, pero ciertamente incompleta. La investigación en psiquiatría biomédica Pues bien, el cauce académico y clínico de la aplicación de este modelo a los problemas psicológicos es la especialidad médica de la Psiquiatría. Pérez Álvarez (2003), autor al que seguiremos en las próximas páginas, llama la atención sobre un grave problema conceptual y práctico que sufre la psiquiatría, que resumidamente consiste en un desajuste muy notable entre la gran riqueza de sus conocimientos diagnósticos y la gran escasez de sus conocimientos etiológicos. La psiquiatría posee un cuerpo de conocimientos muy preciso y extenso en lo relativo a describir y clasificar los trastornos mentales (véase si no la enorme cantidad de información que contienen los manuales diagnósticos), pero un desconocimiento igualmente grande en lo relativo a la supuesta patología orgánica que los origina. La ignorancia acerca de procesos bioquímicos, electrofisiológicos o anatomopatológicos como responsables de los síntomas psiquiátricos, es sencillamente enorme, aunque ésta no suela expresarse ni en las consultas psiquiátricas ni en los prospectos de los psicofármacos. Siguiendo al ya mencionado autor y a van Praag (1997), existen algunas incongruencias básicas en la investigación psiquiátrica biomédica que hacen muy difícil, si no imposible, investigar sobre el supuesto de que los síntomas son expresiones de problemas orgánicos. Por un lado indica van Praag que para que la investigación biológica sea viable, las definiciones de los fenómenos que se estudian deben ser precisas. Los fenómenos que estudia el modelo biomédico en psiquiatría son los síntomas y las agrupaciones de síntomas en cuadros clínicos más amplios, que se corresponden con los diferentes diagnósticos. Es obvio que los diagnósticos deban ser precisos: si no tenemos una definición claramente diferenciada de “esquizofrenia tipo paranoide” o de “anorexia nerviosa tipo restrictivo”, muy difícilmente se podrá buscar y no digamos encontrar su patología orgánica subyacente. Por la práctica sabemos sin embargo que el diagnóstico psiquiátrico es muchas veces incierto y que depende grandemente del profesional que lo haya formulado. Si acudimos además al DSM, donde aparecen las definiciones y criterios diagnósticos de los diferentes síndromes, podemos comprobar la gran imprecisión que los caracteriza. No es infrecuente que de un listado largo de posibles síntomas, baste la presencia de sólo algunos de ellos para decidir un diagnóstico, de tal forma que el mismo diagnóstico puede venir dado por síntomas muy diferentes. Veamos esto con un ejemplo: los criterios diagnósticos para el trastorno psicótico breve, tal y como están recogidos en el manual diagnóstico DSM-IV-TR (la última versión editada). Según la American Psychiatric Association (2000), sería correcto diagnosticar a una persona este trastorno si presenta uno (o más) de los siguientes síntomas (existen más criterios diagnósticos que se deben cumplir, pero son adicionales a este): 1. Ideas delirantes; 2. Alucinaciones; 3. Lenguaje desorganizado (por ejemplo, disperso o incoherente); 4. Comportamiento catatónico o gravemente desorganizado. Como vemos, el mismo trastorno puede consistir en cosas tan diferentes como alucinaciones (que alguien crea oír voces inexistentes), o la presencia de conductas motoras anormales (inmovilidad, por ejemplo), o mezclar unos contenidos con otros mientras se habla, o sentirse perseguido por los locutores de las noticias. Es muy difícil imaginar que los responsables neurofisiológicos o neuroanatómicos de estas cuatro cosas puedan ser los mismos. Encontrar los fundamentos biológicos del trastorno psicótico breve en base a esta definición sería prodigioso. Por otro lado, van Praag llama la atención también sobre el notable aumento de trastornos conocidos en los últimos años, que como ejemplo han pasado de 200 en el DSM-I (editado en 1952) a más de 300 en el DSM-IV-TR (2000). Si los trastornos mentales y del comportamiento están causados por patologías biológicas, habrá que considerar una rareza la aparición de trastornos nuevos, puesto que la evolución biológica es muy lenta, constatable no en decenios sino en decenas de miles de años No pueden haber aparecido tantos en el transcurso de medio siglo. No es sostenible tampoco la idea de que los trastornos ya estaban ahí pero que se han ido a descubrir ahora, gracias a nuevas técnicas de observación o a la mejor preparación de los profesionales. Si así fuera, gracias a ese avance se estarían diagnosticando actualmente casos de histeria mejor que hace un siglo, pero el caso es que la histeria prácticamente ha desaparecido del paisaje de la salud mental. Más bien cabe pensar que los nuevos diagnósticos (o la ausencia de otros conocidos) responden a nuevas circunstancias culturales o sociales, como es el caso del trastorno de identidad disociativo o del trastorno por estrés postraumático, ejemplos que ya hemos mencionado en páginas anteriores. La cuestión de fondo es que para la medicina reconocer esto supondría ceder la competencia del estudio etiológico de esos trastornos a otros profesionales, los que trabajan desde modelos que permiten la integración de variables interpersonales; o bien entregarse ellos a la búsqueda de los correlatos biológicos de esas situaciones culturales o sociales particulares que han propiciado el aumento de los trastornos, lo cual sería ciertamente una osadía. A este respecto ya decía Szasz (1960), siempre genialmente agudo, que fenómenos como el comunismo o el cristianismo serían difíciles de explicar a través de defectos en el sistema nervioso. (Aunque el también genial Woody Allen hace “curarse” de sus ideas conservadoras al personaje adolescente de su película Todos dicen I love you (1996) gracias a una intervención médica que consiguió que por fin a su cerebro llegara suficiente riego sanguíneo.) Otro punto expuesto por van Praag nos interesa especialmente, a saber: para poder aplicar los postulados del modelo biomédico a los trastornos mentales, los límites entre lo normal y lo anormal deben ser claros, así como lo deben ser los criterios para decidir dónde está ese límite. Sin embargo estos
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